La ley del leproso

Levítico 13 y 14


person Autor: George Christopher WILLIS 4

flag Tema: El Pentateuco


0 - Prefacio de 1953

Este pequeño libro se editó originalmente en chino, y fue escrito a petición de un cristiano indígena, muchos de los cuales estaban particularmente interesados en una explicación oral del tema. El libro apareció alrededor de 1938, llevando un mensaje de salvación y de alegría, y pronto se extendió a la mayoría de los centros evangélicos en todo el inmenso país de China, entonces abierto de par en par a la difusión de las verdades cristianas.

El autor, G. C. Willis, un misionero canadiense, es el fundador en Shanghái de la «Librería Cristiana», con quien el traductor tuvo una larga relación. Fue un centro de producción y distribución considerable de muchos tratados evangélicos ingeniosamente presentados, cuadros, calendarios y escritos bíblicos que trataban todos los temas relacionados con las Escrituras, desde los más simples hasta los más profundos. De esta manera pudo satisfacer las necesidades de las almas recién despertadas en gran número, notablemente hambrientas del mejor alimento espiritual.

El régimen actual proscribió toda colaboración con el extranjero, pero concedió, de forma más o menos truncada, la libertad religiosa. Como resultado, el servicio de literatura cristiana ahora (1953) funciona solo en forma latente, excepto para los Anexos de Hong Kong, y especialmente el de Singapur, que difícilmente pueden satisfacer las demandas de estas regiones.

Para los que no estaban familiarizados con el idioma chino y deseaban conocer el contenido del volumen, se publicó posteriormente una edición inglesa con un prefacio de un médico de renombre, en el que el autor, en su prólogo, afirma: “que se ha esforzado por hacer explícito el significado de este magnífico cuadro a quienes no han tenido el privilegio de conocer las Sagradas Letras desde la infancia y, por lo tanto, no se mueven tan fácilmente como deberían hacerlo, en comparación con los que se han criado en países cristianizados”. A los ojos de algunos lectores, esta exposición parecerá excesivamente difusa, pero si recuerdan que estas páginas fueron escritas para sus hermanos del Lejano Oriente, serán indulgentes con lo que puede no ser de su agrado aquí.

“Unas palabras sobre las ilustraciones podrían no ser de más. Son la obra de un dibujante nativo cristiano, C. T. Tang, con algunas sugerencias del autor. El autor se complació en reconocer que había aprendido mucho de su preparación. Espera que no sean despreciadas por algunos que las consideren más adecuadas para incluirlas en un libro de dibujos para niños. No se puede esperar que sean precisas en todos los detalles, pero se espera que puedan ser utilizadas para fijar en la mente rasgos que de otro modo habrían pasado desapercibidos.

Finalmente, el autor, para terminar, expresa el deseo de que esta obra sirva para la edificación del pueblo de Dios en general, y es con la misma esperanza que se ha preparado la edición francesa (la cual ha sido traducida en español), ya que el alma humana, de cualquier raza y bajo cualquier latitud, está afligida por el mismo mal, necesita el mismo remedio y puede conocer, por la fe, la misma felicidad presente y eterna.

E. J.

Febrero de 1953

1 - Primera parte: El leproso y su herida

Id…
En camino, proclamad,
Limpiad a leprosos.
(Mateo 10:6, 7, 8).

Id,
declarad a Juan
Los leprosos son limpiados.
(Mateo 11:4-5).

Y esto erais algunos;
pero habéis sido lavados,
habéis sido santificados,
habéis sido justificados
en el nombre del Señor Jesucristo
y por el Espíritu de nuestro Dios.
(1 Corintios 6:11).

1.1 - Capítulo 1: La herida de la lepra

La Biblia, especialmente el Antiguo Testamento, como la mayoría de nuestros lectores saben, abunda en maravillosos retratos de nuestro Señor Jesucristo y las cosas que le conciernen. En el Nuevo Testamento, estas figuras se llaman «Sombras», como dice:

«La Ley, teniendo una sombra de los bienes venideros» (Hebr. 10:1).

Algunas de estas «sombras» son tan precisas, descritas con tanto detalle, que cuando las miramos con atención, nos maravillamos de las enseñanzas que contienen, de la belleza que sugieren.

Entre todas estas «sombras» sería difícil encontrar una retratada con más detalles, más rasgos que hablen a nuestras mentes y corazones que la «Ley del leproso».

La lepra es la más terrible, la más repulsiva de todas las enfermedades. No solo termina en la muerte, sino que más que cualquier otra enfermedad, es un cuadro de la muerte operando en vida, ya que las partes del cuerpo afectadas realmente mueren mientras el paciente sigue viviendo.

El comienzo de la lepra es como el comienzo del pecado. Es pequeño e insidioso. Nada alarmante al principio. Leemos que a veces aparece como una mancha blanquecina o «brillante», así como el pecado, al principio de su manifestación, no tiene nada que nos asuste; al contrario, tiene un cierto atractivo, un «brillo», cuando en realidad la muerte está ahí. Porque «el salario del pecado es muerte» (Rom. 6:23) y es igualmente cierto que la lepra lleva a la muerte.

Ilustración 1: «Una hinchazón, una erupción o una mancha blanca» (13:2).

La lepra puede ocurrir en casi cualquier parte del cuerpo. No fue lo que el leproso pudo haber hecho lo que lo hizo impuro, sino lo que era, no sus acciones, sino su condición. Todos podemos decir con David: «He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (Sal. 51:5). Es nuestro estado, así como nuestras acciones, lo que nos hace inmundos. Por eso el leproso tenía que ir al sacerdote, no al médico, para ser purificado. Así que debemos concluir que la lepra es una imagen llamativa del pecado.

Y podemos ver que, así como el pecado y su purificación es el tema de la Biblia desde el Génesis hasta el final del Apocalipsis, es este tema el que encontramos en los capítulos trece y catorce del libro de Levítico, pero tratado con tal poder, tal penetración que nos vemos obligados a inclinarnos con adoración y a reconocer que ninguna mano, excepto la de Dios, podría pintar tal cuadro, y que ningún amor, excepto el amor de Dios, podría concebir tal medio de purificación. Y no solo vemos en estos capítulos la lepra descrita como la imagen del pecado, sino que descubriremos otros rasgos maravillosos, si tan solo tenemos ojos para verlos.

A medida que nos acerquemos a la lectura de estos textos, buscaremos, con la ayuda de Dios, destacar algunos de los magníficos detalles de esta imagen.

En primer lugar, notemos, y no perdamos nunca de vista el hecho de que es Dios –y no el hombre– quien nos ha trazado estos maravillosos bocetos. La introducción a todo el tema se encuentra en el primer versículo del capítulo 13: «Habló Jehová a Moisés y a Aarón, diciendo…» –Recordemos, mientras leemos, que estamos oyendo las palabras del mismo Dios vivo y verdadero.

* * *

En el Levítico, capítulo 13 y en el versículo 2, leemos:

«Cuando el hombre tuviere en la piel de su cuerpo hinchazón, o erupción, o mancha blanca, y hubiere en la piel de su cuerpo como llaga de lepra, será traído a Aarón el sacerdote o a uno de sus hijos los sacerdotes…».

«Hinchazón, erupción, o mancha blanca» o mancha brillante. ¡Qué significativas son estas palabras! ¿No nos habla un «tumor» o una hinchazón de orgullo, que nos hincha a cada uno de nosotros? ¿Orgullo que causa disensión, orgullo que es la raíz y el asiento de tantos pecados y males? Probablemente todos estamos afectados por este mal, estas hinchazones, y a menudo los que se consideran exentos de él, y se creen los más humildes, en realidad se enorgullecen de su humildad…

La Palabra de Dios dice: «el conocimiento enorgullece» (1 Cor. 8:1). ¡Qué sorprendente es que el conocimiento del que se habla aquí es el de la Palabra y de los caminos de Dios! ¿No debería esto obligarnos a detenernos a pensar, cuando vemos que incluso un conocimiento de la Biblia puede hacer que nos engrandezcamos y producir una de esas ampollas que esconde la lepra?

Alguien ha definido cuatro tipos de tendencias orgullosas: orgullo de raza, orgullo de lugar, orgullo de cara, pero la peor es el orgullo de la gracia. Así que hay muchos tipos de «tumores» pero, ciertamente, uno de los más temibles es el que se produce por nuestro propio conocimiento de la Palabra de Dios. También es uno de los más extendidos. El fariseo de Lucas 18 estaba afligido por un tumor de esta especie particularmente maligna. Faraón el opresor, el rey Nabucodonosor, y muchos otros sufrieron esta hinchazón, aunque de otro tipo, y nuestros lectores pueden fácilmente imaginar otros casos de este tipo de lepra, tal vez incluyéndose a sí mismos.

¿Una «llaga»?

Este tipo de llagas pueden cubrir cualquier vieja herida o lesión. Muchos de nosotros sufrimos de ellas. Alguien nos hizo daño una vez. La cosa se nos quedó en el corazón; nunca perdonamos realmente, aunque intentamos cubrir la vieja herida. Como la raíz de amargura (Hebr. 12:15) escondida en la tierra y cubierta por ella, pero que tiende a salir y a perturbar, a «contaminar» a muchos. ¡Ah! Cuidado con estas costras, son muy peligrosas. El rey Saúl nos ofrece el ejemplo de un hombre que está afligido por estas «costras» en un grado terrible.

«Mancha blanquecina o brillante»

Hebreos 11 habla de los «deleites del pecado» (v. 25). Porque el pecado tiene sus placeres y a menudo parece tener una atracción brillante; pero el mismo libro menciona «el engaño del pecado» (cap. 3:13) y esto sigue siendo verdad. El pecado seduce. La carne quisiera apartar nuestros ojos del peligro del pecado y mostrárnoslo con una luz brillante y provechosa. ¿Recuerdas cómo el primer pecado entró en el mundo? Satanás se lo presentó a la mujer como la «mancha blanca». Vio el árbol prohibido del conocimiento del bien y del mal. Vio que era «bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría» (Gén. 3:6). ¡Poderosos atractivos! Eva los conoció y sucumbió a ellos. Tomó la fruta prohibida y la comió.

Desde ese día, Satanás se esfuerza por producir estas manchas brillantes, sabiendo que conducen a la lepra. Los distritos nocturnos más brillantes de la ciudad de Shanghái suelen ser los de peor fama. Son guaridas de inmoralidad, saturadas de «lepra». ¡Cuidado con las manchas brillantes aquí abajo! La casa de luz del Salvador espera a los suyos al final de la carrera y pueden prescindir fácilmente de las atractivas manchas brillantes del pecado. Estas llevan todos los gérmenes de la lepra espantosa.

* * *

Me gustaría especialmente llamar tu atención sobre estas palabras:

«Será traído a Aarón el sacerdote…»

Son muy importantes. Y encontramos casi lo mismo en Levítico 14:2, en relación con la purificación. Así que, se trate de decidir si un hombre está dañado por la lepra, o si un hombre está en estado o no para ser purificado de su lepra, todo depende del veredicto del sacerdote.

Ilustración 2: «Será traído a Aarón el sacerdote» (13:2).

El hombre y sus amigos no tenían nada que decir en el asunto. Cualquiera en el que se pudiera ver un tumor, una costra o una mancha brillante podría haber dicho: “Creo que estos síntomas no son importantes; en mi opinión y en la de todos los grandes estudiosos, estas manchas no significan nada”.

Amigo, lo primero que este hombre debe aprender es que sus propias opiniones, y las de cualquier ser viviente excepto el sacerdote, no tienen valor, importancia o el mínimo interés. Toda la cuestión se reduce a esto: “¿Qué dice el sacerdote?” El enfermo puede no haber estado dispuesto a ir a él, puede haber pensado que podía decidir por sí mismo qué hacer con este mal, pero es la Palabra de Dios la que es importante: «Será traído… al sacerdote». Tampoco dice que deba ir él mismo ante el sacerdote, sino: «Será traído… al sacerdote».

De ahí la importancia de estas palabras.

Ilustración 3: «El sacerdote mirará» (13:3).

Lector, ¿has sido llevado ante el Señor Jesucristo el gran Sacerdote? ¿Alguna vez has sometido tu vida a la mirada de sus ojos «como llama de fuego»? (Apoc. 2:18).

Puede que haya cosas en tu vida que sabes que no son dignas de elogio. ¿Qué pasa con ellas? ¿Las ha mirado el sacerdote, las ha visto de cerca? Entonces sabes que él debe declararlas «inmundas». Tus amigos, tal vez, ¿te han traído muchas veces en oración al Señor Jesús? Pero si nunca has sido llevado a este Sacerdote, Dios quiera que este pequeño libro sea el camino que te lleve a él hoy.

Tal vez, dices, “Oh, estas cosas no merecen tanta atención, es solo una hinchazón”. Sí, pero ¿sería una hinchazón de orgullo? ¿Es el pecado la raíz de este mal? El Sacerdote es el único competente para decidir esto.

Ve a Él, amigo, ve sin demora, mientras aún hay tiempo y esperanza. Es mucho mejor para ti saber la verdad ahora que ser arrojado a la gehena sin saber que estás en el camino.

No tengas miedo de encontrar al Sacerdote duro o impaciente; al contrario, experimentarás que está lleno de amor y simpatía. Mirará esos tumores o hinchazones, esa costra que cubre algún viejo mal, tal vez una vieja disputa o un mal sentimiento. Verá esas manchas brillantes que tú miras con complacencia pero que hablan de algún mal escondido en lo profundo de tu ser, algún vicio egoísta que aprecias. No se apresurará en su examen; su ojo no se equivocará nunca, y si persiste alguna duda, confinará a aquel en el que se encuentran estos síntomas durante siete días, y si eso no fuera suficiente, durante un segundo período de siete días (véase v. 4 y 7).

* * *

Pero continuemos nuestra aplicación con esta notable fase del diagnóstico.

Nuestro Sacerdote, el Señor Jesucristo, ¿no ha «encerrado» ya al hombre, y le ha dado todas las oportunidades para justificarse con el cargo de ser un leproso? Ciertamente lo ha hecho.

Puso a prueba a Adán, el inocente Adán, en el Jardín del Edén. Pero la lepra pronto estalló y el pecado entró en el mundo. Puso al hombre a prueba de nuevo, antes del diluvio, el hombre con una conciencia que lo guiaba; y cuando Dios lo «vio», encontró una lepra tan horrible que la humanidad de ese tiempo fue destruida, excepto ocho personas. No había alternativa a tal maldad.

Puso a prueba a Noé y a sus hijos, pero el pecado volvió a aparecer. Luego eligió a Abraham y a sus descendientes, los apartó de las demás naciones, pero el pecado volvió a aparecer. Luego les dio la Ley, pero no sirvió de nada.

Por fin envió a su amado Hijo, y el hombre le dio muerte. Ahora, ¿qué dice Dios? Dice que la prueba ha terminado, los resultados son concluyentes. No hay necesidad de encerrar al hombre por más tiempo.

Lee Romanos 3 y detente en el versículo 10: «No hay justo, ni aun uno»; y el versículo 12: «no hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno». Un poco más adelante (v. 22-23): «no hay diferencia; puesto que todos han pecado y están privados de la gloria de Dios» [1]. Todas las bocas han sido cerradas. El Sacerdote ya ha declarado impuros a todos los miembros de la raza humana, tú incluido.

[1] Véase también Romanos 11:32; Gálatas 3:2; Romanos 3:19.

* * *

Sí, el Sacerdote te mira, amigo, y esto es lo que te dice. Dice que eres un pecador, que no eres justo. Tu boca está cerrada y lo mejor que puedes hacer es cubrirla y gritar: «¡Inmundo! ¡Inmundo!» (v. 45).

Ilustración 4: El sacerdote «le declarará inmundo» (13:3).

Ahora has sido llevado al Sacerdote. Te ha observado. Él ve que la plaga en tu carne es la lepra. Ve que el pelo se ha vuelto blanco. ¿Qué significa eso? Es un signo de putrefacción y muerte. Él te dice que ya la infección está en tu sangre, y, que a sus ojos ya hay signos de muerte en ti, que el juicio seguirá, y después de eso, «la segunda muerte».

Amigo, la herida es más profunda que la piel (Lev. 13:3). No es solo una herida superficial lo que te aflige. No, el verdadero mal es mucho más profundo. Está en nuestro corazón, y este corazón, el Sacerdote lo ha declarado: «Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso» (Jer. 17:9). Y añade: «¿Quién lo conocerá?» ¡Él sabe que no estás dispuesto a creer que tu caso es tan desesperado! Sabe que no puedes entender o admitir que tu lepra está tan avanzada, que es «incurable». Pero esta es la verdad, esta es tu condición.

Ilustración 5: Lo encerrará, «es lepra crónica» (13:11).

Leemos en la Biblia que Dios tiene ojos sobre este mundo y sobre los moradores que lo pueblan. Después de la creación, se dice en Génesis 1: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera» (v. 31). Así podía describir su obra antes de que el pecado apareciera; pero, por desgracia, el pecado entró pronto, y leemos: «Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal… Miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida» (Gén. 6:5, 12). Leemos de nuevo: «Jehová miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido, que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Sal. 14:2-3). Por lo tanto, estamos justificados al decir que nuestro Sacerdote «miró» y vio que todo hombre aquí en la tierra está afectado por la lepra.

Lector, el Sacerdote te ha mirado y te ha declarado impuro. Este Sacerdote nunca se puede equivocar y te ama demasiado para pronunciar palabras tan terribles si hubiera habido solo una otra manera de hacerlo.

Hace unos años, estaba cenando con un médico que era una autoridad en todo lo relacionado con la lepra. Me dijo que un joven había venido a verle unos días antes, y le había mostrado una pequeña herida “que no se curaba”. El doctor lo interrogó, examinó su mano y encontró una llaga de lepra. Recto y aparentemente sano, con esposa e hijos pequeños, el joven estaba a cien leguas de sospechar que tenía lepra; y todavía puedo ver las lágrimas que corrían por las mejillas del doctor mientras me contaba la historia, tan grande era su pena y simpatía por el desafortunado muchacho al que tuvo que declarar impuro.

¿Y qué hay de nuestro gran sumo Sacerdote que lloró por los hombres contaminados porque no querían venir a él para ser limpiados?

* * *

Cree bien, lector, que la declaración del Sacerdote sobre tu estado es la verdad, y que esa declaración sigue siendo la misma, a menos que ese mismo Sacerdote ya te haya purificado.

Puede que no tengas ni idea de que estás perdido, arruinado, impuro, en tu camino a la gehena. Tal vez puedas decir: “Pero no me siento impuro en absoluto”. Eso no viene al caso. Puede que hayas leído la historia del padre Damián (1840-1889) que fue a trabajar entre los leprosos en Molokai, en las islas Hawái. Durante muchos años se dedicó a su trabajo, manteniéndose en muy buena salud. Pero una noche, mientras se lavaba los pies, agua hirviendo cayó sobre los dedos de su pie. No sintió dolor, pero pronto se formaron ampollas en su pie escaldado. Inmediatamente se dio cuenta de que había contraído la lepra, ya que uno de los primeros síntomas es la pérdida de sensibilidad en las zonas afectadas. Murió unos años después, su pobre cuerpo completamente invadido por la temida enfermedad.

De la misma manera, tú, pobre pecador, debes estar privado de sensación, de lo contrario sabrías que estás afectado por este mal. Se puede introducir una aguja en una parte del cuerpo afectada por la lepra, pero el paciente no siente nada. Así es como el hombre que continúa en el pecado no sabe que es un pecador. Tal vez el leproso responda a la declaración del sacerdote: “Pero considero que tengo una salud excelente, de hecho, nunca me he sentido mejor en mi vida”.

“Lo lamento, responde el sacerdote, pero es mi doloroso deber declararte inmundo”.

Las opiniones o los sentimientos del enfermo nada tienen que ver con el caso. Todo depende de la palabra del sacerdote. «El sacerdote le reconocerá y le declarará inmundo». Cualquier opinión personal, o la de un amigo, se deja de lado. El hombre sabía que era impuro porque el sacerdote lo dijo.

Cuando las autoridades locales decidieron aislar a los leprosos de las islas Hawái, en un terreno montañoso triangular conocido como Kalawao, en la isla de Molokai (donde trabajaba el P. Damián), se decretó que “toda persona, joven o vieja, rica o pobre, de clase principesca o campesina, en la que se descubra el más mínimo rastro de lepra, será deportada automáticamente”. La ley fue ejecutada con el mayor rigor. En todas las islas del archipiélago hawaiano, los leprosos o los sospechosos de serlo eran perseguidos por la policía, sacados de sus casas, y si el certificado médico mencionaba la lepra, si había siquiera una sospecha de lepra, eran inmediatamente transportados por barco a la colonia de leprosos, como en una prisión estatal. Los niños fueron alejados de sus padres, y los padres de los niños, maridos y esposas fueron separados para siempre. Bajo ninguna circunstancia se permitió ningún favor, y un pariente cercano de la reina de hawaianos fue uno de los primeros arrestados y deportados [2].

[2] Héroes misioneros en Oceanía.

Esto es exactamente lo que el pecado nos tiene reservado. Maridos y esposas, padres e hijos, amigos queridos deben ser separados para siempre si el pecado no es quitado.

1.2 - Capítulo 2: «Cubierto todo su cuerpo»

Pasemos ahora a los versículos 12 y 13. Aquí tenemos una declaración extraordinaria:

«Mas si brotare la lepra cundiendo por la piel, de modo que cubriere toda la piel del llagado desde la cabeza hasta sus pies, hasta donde pueda ver el sacerdote, entonces este le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado; toda ella se ha vuelto blanca, y él es limpio».

¡Qué extraño! Cuando hace unos meses, hace unos años, fue llevado al sacerdote con una pequeña hinchazón, una escama o una mancha blanquecina, el sacerdote lo declaró impuro. Luego tuvo que salir del campamento y vivir en reclusión. Ahora está todo cubierto, ¿y qué dice el sacerdote?:

«Es limpio»

¿Qué puede significar esto? Ah, nos habla de un pobre pecador que no tiene ni una palabra que decir en su defensa. Podemos ver en la Biblia muchos leprosos que estaban completamente cubiertos de lepra y que fueron limpiados.

Ilustración 6: izquierda: «La lepra cundiendo por la piel» que puede ocultar fácilmente –derecha: «Cubierto todo su cuerpo» (13:12, 13).

Nótese el caso de Simón Pedro en el capítulo 5 de Lucas. Descubre por primera vez que está cubierto de lepra. Escuchémosle decir al Señor: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador (o lleno de pecado)» (v. 8). En un jarro lleno de agua, no hay lugar para nada más; si es un hombre lleno de manchas, no hay lugar para ningún bien en él, tal era el apóstol Pedro.

Véase más adelante, en el versículo 12 del mismo capítulo: «Estando él en una de las ciudades, sucedió que había allí un hombre lleno de lepra; cuando vio a Jesús, cayó rostro en tierra, y le suplicaba: ¡Señor, si quieres, puedes limpiarme! Extendiendo él la mano, lo tocó, diciendo: Quiero; queda limpio».

Ningún hombre lleno de pecado, ni ningún hombre lleno de lepra, necesita esperar más tiempo para ser limpiado. El Sacerdote, nuestro Salvador, está precisamente ahí para remediar esta condición.

Escucha al ladrón en la cruz: Recibimos «lo que nuestros hechos merecieron». Y he aquí que el mismo día entró en el Paraíso con su Salvador y Señor (Lucas 23:41).

¿Y qué pasa con el hijo pródigo de Lucas 15? «He pecado contra el cielo y delante de ti» (v. 18), confiesa, y en ese mismo momento los brazos del padre están alrededor de su cuello y «lo besó efusivamente» (v. 20).

Escucha al publicano en Lucas 18:13: «Dios, ten misericordia de mí, pecador». Y se fue a casa justificado.

¿Qué más dice el apóstol Pablo sobre este mismo tema? «Sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18).

Y el patriarca Job dijo: «He aquí que yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca» (39:37). Más adelante añade: «Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza». (42:6). ¡Fue justificado inmediatamente!

En la misma nota se encuentra la notable experiencia de Isaías: «Ay de mí! que soy muerto… hombre inmundo de labios» (6:5) e instantáneamente se escucha la respuesta angélica: «He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado» (v. 7).

Sí, amigo, todos ellos, para obtener la curación, siguieron el mismo camino. Todos ellos descubrieron que no solo eran leprosos, sino que estaban llenos de lepra desde la planta de sus pies hasta la parte superior de su cabeza. Ninguno de ellos estará en el cielo por sus buenas obras. Todos ellos testifican que «No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Sal. 14:3). Y, querido lector, donde todos estos han fallado, ¿puedes esperar tener éxito? Todos estaban perdidos, arruinados, enfrentados a la gehena [3] y lo reconocieron, tomando el lugar de los pecadores perdidos; y solo allí obtuvieron el perdón y fueron hechos limpios. Es tomando ese mismo lugar que tú también obtendrás el perdón.

[3] Gehena: Lugar de tormentos. La iglesia católica ha cambiado este término por “infierno”.

Ilustración 7: La lepra «se ha vuelto blanca; y él es limpio» (13:13).

Bienaventurado el justo que puede gritar: «Él mira sobre los hombres; y al que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado, Dios redimirá su alma para que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz» (Job 33:27-28). En la tropa de los redimidos que poblarán el cielo, será imposible encontrar una sola persona que pueda decir: “Nunca he pecado y he venido aquí por mis propios medios”. El himno, de ahí arriba, habla de nuestra completa ruina, pero exalta la maravillosa gracia de Dios.

¡Venid entonces! ¡Venid ahora! Venid como sois a este Sacerdote lleno de gracia. Él espera. Mucho más, dice: «Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana» (Is. 1:18).

Él sabe que estás lleno de lepra –lleno de pecado– pero depende de ti creer en su testimonio sobre ti y tomar el lugar del pecador perdido. ¿Quieres eso? Si es así, serás limpiado, perdonado; la paz y la bendición serán tu parte.

* * *

Una palabra, de nuevo, al considerar estos versículos. Leemos: «Mas el día que apareciere en él la carne viva, será inmundo. Y el sacerdote mirará la carne viva, y lo declarará inmundo. Es inmunda la carne viva; es lepra» (v. 14-15). Esto nos habla del hombre que continúa en el pecado mientras se reconoce como pecador. Está todo cubierto de lepra, pero está «la carne viva», el pecado en actividad en su carne. Es sorprendente ver en las Escrituras a muchos hombres tomando el lugar de pecadores, admitiendo: «He pecado» y sin embargo no siendo perdonados.

Los que acabamos de mencionar y otros como Daniel (9:5), Jeremías (14), Miqueas (7:9), todos tomaron el lugar de pecadores ante Dios y todos recibieron el perdón y la bendición.

Pero si consideramos el caso de hombres como Faraón, Balaam, Acán, Saúl, Simei, Judas, vemos que todos ellos habían confesado el pecado, y sin embargo su fin fue la perdición. Admiten la lepra, pero se ve la carne viva. No sentían odio por el pecado; no tenían ningún deseo de abandonarlo; no había un verdadero arrepentimiento, pero el pecado en estado activo seguía obrando en su carne.

Es solemnemente instructivo notar las alternativas de odio y remordimiento en Saúl. Pero el remordimiento no es el arrepentido, que siempre tiene la fe como correlativo. El arrepentimiento se aleja del pecado; la fe se vuelve hacia Dios: los dos van juntos.

Si conozco la maravillosa gracia de Dios que me toma, un pobre pecador lleno de pecado, y en esta triste condición, me purifica, me perdona y me lleva a Dios –esta gracia, digo, me hace anhelar vivir en una conducta santa, y que el pecado ya no se enseñoree de mí (véase Rom. 6:4). Pero si permito que el pecado actúe libremente dentro de mí, confieso que soy un extraño a la gracia de Dios que purifica y perdona. El apóstol Juan escribe: «El que practica el pecado es del diablo» (1 Juan 3:8).

Eso no significa que después de ser salvados no volveremos a pecar. El mismo apóstol nos escribe claramente sobre las personas que podrían usar este lenguaje: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1 Juan 1:8). Noten que no es a Dios a quien engañamos, ni a nuestros semejantes, sino a nosotros mismos.

Por otro lado, este versículo del Levítico no significa que si pecamos sea una prueba de que nunca nos hemos convertido. Muchas veces el diablo ha atormentado a los jóvenes cristianos con un miedo similar. Una oveja puede caer en la zanja y ensuciarse mucho, pero no ha dejado de ser una oveja, al contrario, será una oveja infeliz hasta que salga y sea limpiado su vellón. Mientras una cerda se deleita en la suciedad y el barro de la zanja. Una practica la suciedad, el otro, por el contrario, no le gusta. Una cerda lavada siempre volverá a revolcarse en el barro: siempre ha sido una cerda y nunca se ha convertido en una oveja (véase 2 Pe. 2:22).

Aquel a quien el Señor Jesús ha limpiado es transformado, no solo por fuera, sino por dentro, por el nuevo nacimiento. Se le ha dado un corazón puro, una nueva naturaleza que aborrece el pecado, y si aquel en quien esta nueva naturaleza habita se ha deslizado hacia el mal, no puede ser feliz hasta que sea restaurado.

1.3 - Capítulo 3: «Completamente impuro»

Pasemos ahora a los versículos 42 al 44. Son muy solemnes y deberían hablar a muchos en los tiempos que vivimos: «Mas cuando en la calva o en la frente hubiere llaga blanca rojiza, lepra es que brota en su calva o en su frente. Entonces el sacerdote lo mirará, y si pareciere la hinchazón de la llaga blanca rojiza en su calva o en su frente, como el parecer de la lepra de la piel del cuerpo, leproso es, es inmundo, y el sacerdote lo declarará luego inmundo; en su cabeza tiene la llaga».

Es bastante común que la lepra aparezca en la frente. Y hoy en día, ¡cuánta gente tiene una llaga de lepra en la cabeza! Sin embargo, están lejos de sospechar que son «inmundos». Estos hombres tienen sus propias opiniones en lugar de la Palabra de Dios, la que ignoran voluntariamente. Solo confían en sus cerebros, sus cabezas, sus mentes. El orgullo, y sobre todo el orgullo de la inteligencia, está en la raíz del mal cuando la lepra aparece en la cabeza. ¿Cuántos «hombres de ciencia», como se llaman a sí mismos, son en realidad hombres que tienen lepra en la cabeza?

Ilustración 8: «Lo declarará… inmundo; en su cabeza tiene la llaga» (13:44).

Podemos ver un triste ejemplo de este mal en la persona del rey Uzías, cuyo orgullo le llevó a ocupar el lugar que solo pertenecía a los sacerdotes. Está escrito de él: «Mas cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios, entrando en el templo de Jehová para quemar incienso en el altar del incienso». Y sucedió que, como resistía a los sacerdotes y persistió en su decisión, la lepra apareció en su frente ante los sacerdotes, en la casa de Jehová. «Y le miró el sumo sacerdote Azarías, y todos los sacerdotes, y he aquí la lepra estaba en su frente; y le hicieron salir apresuradamente de aquel lugar» (2 Crón. 26:16-20).

1.4 - Capítulo 4: «¡Inmundo! ¡Inmundo!»

«Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡Inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro, y habitará solo; fuera del campamento será su morada» (v. 45-46).

Ilustración 9: «Vestidos rasgados, cabeza descubierta, embozado pregonará» (13:45).

Estas tristes palabras pintan un viviente cuadro del pecador. Es posible que alguna vez haya usado su ropa para ocultar las manchas de lepra. Pero ahora estas ropas deben ser rasgadas; nada que oculte su mancilla. «Todo está desnudo y descubierto a los ojos de aquel a quien tenemos que rendir cuentas» (Hebr. 4:13). Adán trató de cubrirse con hojas de higuera, ¡pero cuán inútil fue! Cuando Dios viene a buscarlo, se ve obligado a confesar: «Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo, porque estaba desnudo; y me escondí» (Gén. 3:10).

Pobre pecador, a los ojos de Dios tus ropas están rasgadas, él te ve desnudo. Cada mancha de pecado, la más mínima mancha se extiende claramente ante sus ojos. Entre tú y los altos cielos no hay nada que te proteja. Toda la ira de un Dios que odia el pecado está sobre tu cabeza desnuda y expuesta (Juan 3:36). El sacerdote debía destapar otrora la cabeza de la mujer infiel. Ningún velo para ocultarla (Núm. 5:18).

Mientras que un afortunado redimido de los viejos tiempos podía gritar, como leemos en el Salmo 140: «Tú pusiste a cubierto mi cabeza» (v. 7), el pobre leproso tiene que quitarse todo lo que pueda cubrirlo. «Su cabeza descubierta», dice el texto, implica una de las verdades más solemnes que el espíritu humano sea capaz de concebir.

Querido lector, ¿tiene la cabeza cubierta? ¿O es que el ojo de Dios solo ve suciedad sin nada que te pueda ocultar?

«El leproso… embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡Inmundo!» Su cabeza debe estar desnuda, pero, por el contrario, debe cubrirse la boca. El solo aliento del leproso puede contaminar a sus semejantes. No hay ni una pizca de sugerencia aquí que, si hace todo lo posible, puede ser limpiado para la presencia de Dios. No, ni siquiera es apto para la compañía de hombres no afectados por el mismo mal. Solo tiene un grito, este grito quejumbroso y doloroso que pronuncia como advertencia: «¡Inmundo! ¡Inmundo!». Qué locura imaginar que un pecador puede purificarse a sí mismo mientras se encuentra en un estado tal, que su propio aliento es sucio y contaminante.

El resto del capítulo nos habla de la lepra en la ropa o en la piel. Podremos considerar este tema en otro momento, pero ahora quedémonos en el camino del pobre leproso, sigámoslo y veamos el medio que Dios va a emplear para limpiarlo mientras que está indigente y sin esperanza.

«Cuando, desterrados lejos de Ti, sumidos en la miseria,
Yacíamos en la noche, sin esperanza de socorro,
De repente ante nuestros ojos brilló la luz…».
(Traducción del cántico 159, 2, en francés)

2 - Segunda parte: La purificación del leproso

«Bienaventurado el que tú escogieres y atrajeres a ti, para que habite en tus atrios»

Salmo 65:4

2.1 - Capítulo 5: Cómo Dios procede a la purificación

El mismo Señor Jesús nos dijo: «Muchos leprosos había en Israel en tiempo del profeta Eliseo; y ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el sirio» (Lucas 4:27).

Y sin embargo, aunque ninguno de estos leprosos israelitas había sido limpiado, durante todo ese tiempo, había un largo capítulo en el Antiguo Testamento que daba instrucciones muy precisas y detalladas sobre el medio, el único medio, por el cual la lepra podía ser purificada. ¿Por qué no habían podido aprovecharse de ello?

Responder a esa pregunta, ¿no plantea otra? ¿Por qué, en nuestra época, millones de pecadores que, todos los cuales podrían salvarse, si tan solo se sometieran al único medio que Dios ha preparado, siguen siendo pecadores perdidos?

Dios introduce el tema de la purificación con palabras que son casi idénticas, lo hemos visto, a las que usa para el diagnóstico de la lepra. «Habló Jehová a Moisés… diciendo».

Estas palabras, que dan a conocer los medios de purificación, son las mismas palabras del Dios vivo, son fieles y verdaderas. Escuchémoslas con todo nuestro corazón:

«Esta será la ley para el leproso cuando se limpiare: Será traído al sacerdote» (Lev. 14:2).

Ilustración 10: «Será traído al sacerdote» (14:2).

¿Recuerdas el día en que este tumor, hinchazón o mancha blanquecina apareció en tu cuerpo y fuiste llevado al sacerdote? Tampoco has olvidado su triste veredicto: «Estás inmundo»? Y el día en que descubriste que eras un pecador, tampoco lo has olvidado. Sin duda pensaste, como muchos otros pecadores, “No soy tan malo como tal o cual”, pero sabías, sin embargo, que llevabas dentro de ti la herida oculta que lleva a la muerte.

Luego las cosas empeoraron, el mal se extendió. Al principio de los síntomas todavía podías cubrir este mal con tu ropa, pero aún así tenías que salir del campamento [4], con la ropa rasgada, la cabeza descubierta, y gritando: «¡Inmundo! ¡Inmundo!».

[4] “El leproso estaba excluido del campamento, fuera de toda relación con Dios, y fuera del lugar donde se manifestaba Su presencia”.

Entonces el mal se extiende de nuevo, cubre tu cara, cabeza, cuerpo, los miembros; todo, todo es invadido. «Toda ella se ha vuelto blanca»: estado terrible en el que no hay un punto en el que se pueda clavar un alfiler sin encontrar la lepra.

¿Qué pasa ahora? Tal vez un amigo se encuentre contigo fuera del campamento, triste, desanimado, sin esperanza. Tu amigo te mira, sonríe y dice: “Ven, te llevaré al sacerdote, estás cubierto de lepra, puedes quedar limpio”.

Tú dices:

– No, no hay esperanza para mí, estoy peor que nunca. Ningún leproso está tan infecto como yo. Mira, estoy cubierto.

– Pero eso es lo que veo, responde tu amigo, y es precisamente por eso que ahora estás en un estado de purificación. Ven, vayamos de inmediato a ver al sacerdote.

Y tú, querido lector cristiano, ¿tienes parientes o amigos que aún no sean salvos? ¿Los has traído a Él en oración, y los has llevado a escuchar el Evangelio cuando se presentó la oportunidad? Estos son los benditos privilegios que tenemos y que tú y yo disfrutamos muy poco. Que el Señor nos conceda a cada uno de nosotros ser más fieles a nuestros amigos inconversos que son, en realidad, solo pobres leprosos desterrados del campo.

En relación con este tema, no puedo resistir el deseo de evocar la pequeña y encantadora escena que encontramos en Juan 1:42 donde vemos a un hombre empleado exactamente en este servicio. Una noche conoce al Señor, ¿y qué sigue? «Halló primero a su propio hermano Simón…». ¡Cómo me gusta esa pequeña palabra «primero»! Fue mucho después de la décima hora, el día había terminado. Pero Andrés no se retrasa para alimentarse, beber o descansar, o cualquier otra cosa, sino que fue en busca de «su propio hermano». Y cuando lo encuentra, ¿qué hace? «Lo llevó a Jesús». No oímos mucho sobre Andrés, pero «su propio hermano» era Simón Pedro, ese discípulo que hizo tanto bien a cada uno de nosotros. ¡Qué deuda tenemos todos con Andrés por el trabajo de esa noche!

Y si es cierto que los Evangelios nos dicen poco sobre Andrés, ¡qué encantador es ese poco! Parece que se especializó en esta línea de actividad. Cuando lo encontramos de nuevo en Juan 6:8, presenta a un joven a Jesús. Y más tarde lo encontramos todavía ocupado de la misma manera, presentando a Jesús a los griegos que querían verlo (Juan 12). ¡Feliz trabajo! Que el Señor nos enseñe a llevar las almas a Él, una por una. Antes de dibujar los grabados de este libro; no nos habíamos dado cuenta de la importancia del amigo que lleva el leproso al sacerdote. Que seamos más como él. Desconocido, anónimo, apenas mencionado, pero el eslabón de una cadena sin el cual el pobre leproso no podría haber sido limpiado.

* * *

Acabamos de ver al leproso y a su amigo apresurarse en el camino que debe conducirlos al sacerdote. Pero paremos ahí un momento. El pobre leproso no puede entrar en el campamento: está mancillado; ¿cómo puede acercarse a la morada del sacerdote que está en la casa de Dios, en el centro mismo del campamento?

Esclavos del pecado, caminábamos en este mundo,
Perdidos e infelices, sin esperanza y sin Dios,
Pero nos viste sumidos en esta profunda noche,
Y para rescatarnos dejaste el Lugar Santo.

(Traducción del cántico 165, 1, en francés).

El sacerdote «saldrá fuera del campamento y lo examinará; y si ve que está sana la plaga de la lepra del leproso» (Lev. 14:3). Esos ojos de fuego te están mirando de nuevo. La primera vez que esta mirada te consideró fue para ver si tenías una mancha de lepra, y cuando se confirmó, debió declararte inmundo; ahora quiere asegurarse de que no hay ningún lugar sin lepra; y si la hay, puede declararte limpio. Entonces se trataba de averiguar si estabas completamente libre del terrible mal; ahora debe asegurarse de que estás completamente cubierto con él.

¡Oh, felicidad! El sacerdote mismo ha encontrado un medio. Y leemos:

El sacerdote «saldrá del campamento» (v. 3).

Ilustración 11: El sacerdote «saldrá fuera del campamento» (14:3).

El gran Sacerdote, el Señor Jesucristo, salió del seno de su gloria hace más de 2000 años. Bajó a este triste mundo de pecado, y en este mismo lugar «Él, llevando la cruz, salió al lugar llamado de la Calavera» (Juan 19:17). Sí, el Sacerdote ya ha salido por la puerta (Hebr. 13:12). Él te ve pobre pecador mancillado viniendo a él y ya ha ido donde estás. En gracia, él está esperando para hacerte limpio (Lucas 10:33). Escucha la pregunta que importa ahora: «¿Quieres ser sano?» (Juan 5:6).

Oh, pobre pecador, respóndele rápidamente: “Sí, con todo mi corazón deseo serlo”.

De la misma manera nuestro Sacerdote, el Señor Jesucristo, sondea a quien se acerca a él. ¿Realmente viene como un pobre pecador culpable, perdido y arruinado? ¿No tiene nada bueno que decir en su defensa? ¿Está lleno de pecado? El sacerdote lo verá, y si está en ese estado, puede ser limpiado. Es un pecador arrepentido [5] y hay alegría para él en la presencia de los ángeles de Dios (Lucas 15:10).

[5] Se cura desde el momento en que se convence de que está todo cubierto de lepra; para disfrutar de esta curación entonces se requerirán los diversos actos de purificación.

Así, para el pecador, la obra divina del arrepentimiento lleva a la convicción de pecado. Es la sanación. El hijo pródigo es salvado cuando se arrojó sollozando a los brazos de su padre y dice: «He pecado». Pero el padre lo lleva a su casa, y para ello le quita los harapos y los sustituye por la hermosa túnica. Dios quiere que el pecador salvado se regocije en su comunión. Este es el significado de esta «purificación» que solo puede tener lugar después de la sanación**.

Pero si todavía hay un pequeño lugar en su cuerpo de carne viva, sin lepra, si el leproso todavía puede volverse hacia sus compañeros de infortunio y decirles: “Soy mejor que vosotros, estoy menos cubierto de lepra que vosotros”, si todavía puede presumir de algo bueno en él, entonces el asunto está resuelto, solo tiene que volver al lugar de donde vino y quedarse fuera del campamento. No está en condiciones de aprovechar los servicios del sacerdote para su purificación, no está curado.

El apóstol Pablo podía decir: «Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gál. 6:14).

Ilustración 12: El sacerdote «lo examinará» (14:3).

2.2 - Capítulo 6: Dos aves vivas y puras

Contemplad al leproso, que en realidad está todo cubierto de lepra, en presencia del sacerdote. Este lo mira para ver si está curado. Y, he aquí, que no encuentra un lugar sin lepra en su cuerpo. ¡Gozo, oh gozo! Está curado; ahora puede ser limpiado.

Amigo, que hasta ahora has seguido el camino del leproso, ¿quieres ahora centrar toda tu atención en lo que debe hacer para su purificación? Otro lo llevó al sacerdote. El sacerdote sale del campamento, lo ve y decide que el hombre está en el estado requerido para la purificación.

Ahora escuchen. ¡El sacerdote habla!

Ordena que para el que ha de ser purificado se tomen dos aves vivas y puras, madera de cedro, grana e hisopo (v. 4).

Ilustración 13: «Dos avecillas vivas… madera de cedro, grana e hisopo» (14:4).

El leproso era demasiado pobre para procurarse estas aves y las otras cosas necesarias. El sacerdote, por cierto, no le preguntó. No, ordenó a otro que trajera lo necesario para purificar al leproso.

¿No nos recuerda esto a la pregunta de Isaac en el pasado: «¿Dónde está el cordero para el holocausto?» Y la respuesta de Abraham, «Dios se proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío» (Gén. 22:7-8). Es Dios quien siempre debe proveer la ofrenda. Nosotros, pobres pecadores, tendríamos que morir en nuestros pecados si tuviéramos que buscar un sacrificio adecuado, porque nunca, jamás lo encontraríamos. Pero la Palabra de Dios dice: «El sacerdote mandará luego que se tomen para el que se purifica…».

* * *

Dios había provisto estas dos aves vivas y puras. Las dos juntas forman una hermosa imagen de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. «Y mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes» (v. 5).

Ilustración 14: «Mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes» (14:5).

Aquí también, el pobre leproso debe ser solo un espectador, mientras que otro no solo proporciona la ofrenda, sino que también da muerte al ave.

Contemplemos esta escena por un momento:

Un vaso de barro, y en ese vaso de barro un ave pura y sin defecto. Los cielos son la esfera, la morada de esta ave, los cielos son su lugar natal. –Pero desciende y entra en un vaso de barro. Deja su morada en el cielo por esta pobre tierra. Y en el vaso de barro es inmolado. ¡Impresionante imagen de nuestro Salvador! Deja su morada celestial, deja su trono de gloria; baja a este triste mundo y toma un cuerpo terrenal. Porque, en realidad, nuestros cuerpos son solo «vasos de barro». ¡Oh, cuánto nos gusta contemplar a este Hombre celestial yendo y viniendo aquí en la tierra en su cuerpo terrenal! Y en este mismo cuerpo se le da muerte. Los hombres inicuos clavan este cuerpo en una cruz, y su preciosa sangre es derramada.

El cielo ha visitado la tierra:
Emanuel viene hasta nosotros.
Dios se hace hombre: ¡Oh santo misterio!
¡Que su pueblo lo adore de rodillas!

Amor imposible de entender,
El Hijo de Dios, el Creador,
Hacia nosotros, pecadores, quiso descender
En la apariencia del verdadero Siervo.

Este gran amor que se humilla,
Más todavía descendió:
El Hijo del hombre ofrece su vida
¡Y muere por un mundo perdido!

(Traducción del cántico 175, 1 al 3, en francés).

Pero el ave al que se da muerte en un vaso de barro, también lo fue sobre agua corriente. El agua corriente es la que tiene vida y poder en contraste con el agua estancada. ¡Qué asombroso poder en la corriente de agua de las cataratas del Niágara! En la Biblia, el agua se utiliza a menudo como símbolo de la palabra de Dios [6]. Y el agua que brota, o agua viva, nos habla de la Palabra viva de Dios aplicada a nuestros corazones por el Espíritu de Dios. Esta palabra es «viva y eficaz» (Hebr. 4:12). Toma la muerte de Cristo y me dice, por el poder del Espíritu, que el Señor Jesús murió por mí, que fue por mis pecados que sufrió. Puede que hayas oído a menudo el relato de su muerte, has visto, por así decirlo, esa ave con la garganta cortada en el vaso de barro: pero, querido lector, ¿te has dado cuenta de que era por ti? ¿Has visto alguna vez al Salvador morir en el agua corriente? «La fe viene del oír; y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Es a través del contacto con la Palabra viva que una fe viva nacerá en ti.

[6] Salmo 119:9; Ef. 5:26, etc.

Abandonado por nosotros en el madero del Calvario
De amargura colmado, por mi crimen castigado,
Sufriste el severo castigo del pecado;
¡Señor, me has salvado! –¡Bendito sea tu nombre!

(Traducción del cántico 178, 4, en francés).

* * *

Del costado perforado de nuestro Salvador salió sangre y agua. De la misma manera había sangre y agua en esta vasija de tierra, lo que habla de la vida de esta ave muerta.

«Después tomará la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo, y los mojará con la avecilla viva en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes» (v. 6).

Ilustración 15: «La avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo… los mojará con la avecilla viva en la sangre de la avecilla muerta» (14:6).

Ya hemos notado que las dos aves juntas forman una imagen de nuestro Señor Jesucristo. Lo hemos visto bajar del cielo y tomar este cuerpo preparado para él; y en «este vaso de barro» murió en la cruz por nosotros. Pero no permaneció en la cruz, porque con las marcas de la muerte en sus manos, pies y costado, yacía en la tumba. Luego, al tercer día, resucitó con esas mismas marcas. Así que vemos el ave viva descendiendo en la sangre del ave muerta, y salir, sus plumas inmaculadas, todas marcadas por la muerte. ¡Una imagen conmovedora y luminosa de la muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo! Pero el ave sigue en la mano del sacerdote, y aún no es libre de volar de nuevo en el aire a su lugar de residencia nativa.

No solo el ave viva debía ser sumergida en la sangre del ave muerta, sino que también con él madera de cedro, escarlata e hisopo. El cedro nos habla de las grandes y nobles cosas de la naturaleza, el hisopo, por el contrario, simboliza las cosas más bajas, viles y amargas de la naturaleza. Salomón habló de los «árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared» (1 Reyes 4:33). El hombre con las más altas cualidades de inteligencia y de corazón, la mujer brillante, la más benevolente, la persona más humana del mundo, la más honesta y recta, todos por igual deben inclinarse en esta corriente de limpieza para obtener la salvación.

Lo mismo ocurre con el hombre más miserable, empeñado en el trabajo duro y cuya vida no es más que un tejido de amargura, él también debe pasar por debajo de la sangre si quiere obtener la salvación. Incluso «el simple» debe ser redimido por los mismos medios (Ez. 45:20).

La grana (o escarlata) es el color real y nos dice que lo más alto de la tierra, los príncipes y reyes, así como la gente común, debe descender bajo el signo de la sangre.

Pero estas cosas nos dicen más. Pertenecen a este mundo, y cuando Cristo fue crucificado, el mundo fue crucificado para mí y yo para el mundo (Gál. 6:14). El mundo y yo no podemos volver a ser amigos. La cruz se interpone entre nosotros, porque es culpable de la sangre del Hijo de Dios, mi Salvador. Además, la Palabra de Dios me dice claramente que «Aquel que quiere ser amigo del mundo, se hace enemigo de Dios» (Sant. 4:4).

¡Ah! Guárdanos de volver hacia el mundo
Otras miradas que las del viajero.

(Traducción parcial del cántico 53, 2, en francés).

Ilustración 16: «Rociará siete veces sobre el que se purifica» (14:7).

Versículo 7: «Y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará limpio; y soltará la avecilla viva en el campo». ¿No es hermoso? Ahora contempla por un momento conmigo esta entrañable escena: Al pobre leproso lo trajeron de afuera, y el sacerdote se acercó a él. Otro trajo dos aves puras y vivas; otro mató a una de esas aves cuya sangre está ahora en el vaso; las plumas del ave viva, la madera de cedro, la escarlata y el hisopo, todo está impregnado con la sangre del ave muerta. El leproso fijó sus ojos en esta escena, pero no vio ningún cambio en su condición. Entonces el sacerdote roció el cuerpo del leproso con esta sangre, una, dos, tres veces, y así sucesivamente, seis veces, y siempre sin cambios; pero, la séptima aspersión llegó, y ¡el hombre quedó limpio! La sangre lo ha purificado. No existe otro remedio. «Sin derramamiento de sangre no hay remisión» (Hebr. 9:22). Esta sangre tiene el poder de limpiar al leproso de toda traza de mancilla; el ave pura puede purificar al leproso impuro, y «siete veces» indica la perfección de esta purificación.

Y ahora es lo mismo para el pecador; la preciosa sangre de Cristo puede lavar al pecador más vil, más sucio, más repugnante de todo rastro de pecado. ¡Ah! Entiendan esto claramente, la sangre sola limpió al leproso; y la sangre sola limpia a todo pobre pecador hoy en día.

Pero aquí puede surgir una pregunta. ¿Cómo podía saber el leproso que su purificación era completa? ¿Desapareció su herida de repente en el séptimo rociado? ¿Parecía diferente? No lo creo; ni siquiera creo que se sintiera un poco diferente después de la séptima aspersión que antes. ¿Cómo podía saber que había sido purificado?

En el momento de la séptima aspersión, el sacerdote lo declara limpio. Al contemplar esta maravillosa escena, se puede oír la voz del sacerdote hacer esta bendita declaración: «Será limpio».

La sangre del ave lo aclaró. La palabra del sacerdote le hace saber que está limpio. En el pasado le había declarado su estado de mancilla, y ahora el mismo sacerdote lo asegura de la purificación de su lepra.

Ilustración 17: «Le declarará limpio» (14:7).

Pero eso no es todo. En ese mismo momento toma el ave viva y la suelta en el aire. La obra del sacrificio ha terminado y ya no queda nada para retener a esa ave viva aquí abajo.

Ilustración 18: «Soltará la avecilla viva en el campo» (14:7).

Lo mismo sucede con el Señor Jesucristo que resucitó de entre los muertos, llevando las marcas de la muerte sobre él; después de una breve parada en medio de los hombres, ascendió de nuevo al cielo llevando siempre estas mismas marcas: una indicación positiva de que su obra está cumplida, su victoria asegurada, nuestros pecados eliminados de la faz de Dios y él mismo, con nosotros, ahora aceptado en los lugares más altos.

A su tiempo, se presentará a sí mismo su Iglesia, sin manchas, ni arrugas, ni nada parecido (Efe. 5:27).

Las heridas que ella habrá contraído en sus conflictos y luchas aquí en la tierra habrán desaparecido, pero en cuanto a su Señor, lo contemplará para siempre, sus manos, sus pies, su costado llevando las marcas de la muerte.

Ved, en gloria todavía lleva la impronta
De todos los males que soportó por nosotros.
Eterno centro de alabanzas santas,
Los redimidos lo adoran de rodillas.

(Traducción del cántico 163, 3, en francés).

Si su obra en la cruz no hubiera sido completa –si no hubiera hecho la propiciación por nuestros pecados, si incluso uno de nuestros pecados hubiera permanecido en él– nunca habría podido salir del sepulcro y ascender al cielo… Pero, gracias a Dios, su obra está completa, ha sido aceptada en lo alto y ha vuelto a su morada celestial, prueba positiva de que todo está perfectamente realizado.

Ilustración 19: “Lector, contémplala yendo al cielo”.

* * *

Ahora supongamos que un vecino se encuentra con el leproso purificado y le dice:

“¿Qué estás haciendo aquí? ¡Eres un leproso! ¡Fuera de aquí!

–Sí, respondió, ciertamente era un leproso, pero bendito sea Dios, fui limpiado.

–¡Tú, limpiado! continúa el vecino, no lo pareces. ¡Al contrario, te veo peor que nunca! Estás cubierto de este horrible mal.

–Es verdad, pero el sacerdote roció sobre mí la sangre del ave muerta y me declaró limpio. Sé que estoy limpio porque él lo dijo.

–¡Qué tontería! Seguramente no entendiste sus palabras, y debe haberte dicho que estabas impuro. Todo el mundo puede ver que tienes lepra.

–No, no hay forma de que lo haya malinterpretado. Primero me rociaron con la sangre, y yo mismo oí la voz del sacerdote diciéndome que estaba purificado. ¡Y eso no es todo! Con mis propios ojos vi al ave viva, con sus plumas cubiertas de sangre, elevarse al cielo. Conoces la ley, recuerda que el ave viva no puede volar hasta que el sacerdote me haya declarado limpio.

–Pero, continúa el vecino, ¿quieres decirme que te sientes purificado cuando admites que estás cubierto de lepra?

–Amigo, esa no es la cuestión. El sacerdote dijo que estoy limpio, así que está todo arreglado. Él, y solo él, tiene la autoridad para hacer tal declaración. Me ha declarado limpio, y ahora, lo sienta o no, sé que estoy limpio.”

La boca del vecino se cierra mientras que el feliz leproso, lleno de gozo y del triunfo de la liberación, sigue evocando la escena del ave viva reanudando su vuelo libre al cielo.

Así es contigo y conmigo, pecadores lavados en la sangre de Jesús. Cuando con los ojos de la fe vemos a nuestro Señor y Salvador volver a su morada celestial, sabemos que es aceptado y nosotros con Él (Efe. 1:6).

Pero este Salvador vivo que ha vuelto al cielo nos dice algo más que el hecho de su obra de purificación cumplida completamente. Su resurrección y ascensión nos dicen que es el Conquistador, victorioso sobre la muerte y la tumba. La mayor batalla del universo ha sido emprendida y ganada, y ahora él puede cantar triunfante y nosotros con él: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh hades, tu victoria?» (1 Cor. 15:55).

Pierdes, oh muerte, tu poder supremo;
¡Tu aguijón para siempre roto está!
El Santo de Dios resucita y se levanta
Fuera de las ataduras del sepulcro vencido.
(Traducción de un cántico)

2.3 - Capítulo 7: La limpieza indispensable

Ilustración 20: Lo que el leproso debe hacer cuando está purificado.

Versículo 8: «Y el que se purifica lavará sus vestidos, y raerá todo su pelo, y se lavará con agua, y será limpio; y después entrará en el campamento, y morará fuera de su tienda siete días».

A los ojos de Dios, el pobre leproso está ahora limpio y sin manchas. El sacerdote lo ha declarado puro y esta declaración se hace con toda la autoridad y seguridad de Dios mismo.

¿Qué sigue? El hombre busca inmediatamente limpiar todo lo que le concierne; el exterior debe corresponder al interior. Todo debe estar en armonía con esa maravillosa posición que ahora ocupa ante Dios, es decir, la de un hombre purificado y sin mancha.

En el capítulo anterior, recordarás, lector, que te instamos a prestar especial atención a lo que el leproso tenía que hacer para su purificación. Si has seguido los primeros siete versículos de este capítulo del Levítico, que es el tema de nuestro estudio, te habrás dado cuenta de que el leproso no tenía nada que hacer, todo se hacía para él. Su parte era aceptar lo que otros tenían que hacer en su lugar, confiar en la sangre derramada y creer en la palabra del sacerdote. No tenía que hacer nada, excepto estar allí de pie, testigo mudo y encantado, lleno de gratitud por el asombroso medio de purificación establecido por Dios. Pero ahora comienza una nueva etapa para él, todo ha cambiado, el leproso se pone a la obra y vamos verlo hacer.

Primero, lava su ropa. Estaba tan sucia y asquerosa que nadie habría querido tocarla. Hemos visto más de una vez, en China, leprosos mendigando al lado de la carretera, y podemos decir que no podríamos ver un espectáculo más repulsivo. Ellos mismos, están tan completamente sucios que, ¿por qué se molestarían en mantener su ropa limpia? Pero ahora, para el que estamos tratando, todo ha cambiado. Está puro a los ojos de Dios, y, por fe, limpio a sus propios ojos, y como tal, debe aparecer ahora a los ojos de sus semejantes.

Puede ser que en el pasado haya podido mantener sus ropas relativamente más limpias que las de otros leprosos, por lo que estos últimos se sorprendían a menudo de que pudiera cuidar su apariencia de esta manera; probablemente él mismo estaba muy satisfecho con ello; pero ahora, puro y sin mancha a los ojos de Dios, se da cuenta de que sus ropas dejan mucho que desear. Debe lavarlas.

La ropa nos habla de lo que nos concierne de cerca –nuestras asociaciones– lo que está en relación con nosotros y lo que el mundo puede ver, el testimonio. Tal vez nuestros vecinos nos veían habitualmente en salas de juegos, cafés u otros lugares de desenfreno. Todas esas frecuentaciones, esos hábitos deben ser «lavados». ¿Cómo haremos esto? Encontramos la respuesta en el Salmo 119:9: «¿Con qué limpiará el joven su camino?» Esa es la cuestión. Y aquí está la respuesta de Dios mismo: «Con guardar tu palabra».

Después de lavar la ropa, ¿qué tiene que hacer el leproso cuando está limpio? «Raerá todo su pelo». Era ilegal que un israelita se hiciera una «tonsura en su cabeza», o que «raerán la punta de su barba» (Lev. 21:5; 19:27). Esto constituía una vergüenza y un oprobio. Pero ahora todo ese cabello debe desaparecer; todo lo que contribuye a la belleza natural y a la gloria debe caer; todo lo que pudiera esconder alguna impureza debe ser cortado a toda costa.

¿Alguien ha sido lavado con la sangre de Cristo? Pronto descubrirá que él también está llamado, al buscar caminar en conformidad con la Palabra del Señor, a participar en su oprobio. Aunque no podemos darnos cuenta del grado en que la cabeza afeitada del leproso podría traerle oprobio y desprecio, tenemos, sin embargo, en la Palabra esta clara descripción de algunos creyentes en los tiempos apostólicos: «Soportasteis un gran conflicto de sufrimientos… expuestos públicamente a oprobios y aflicciones» (Hebr. 10:33).

Moisés también escogió «antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar por un tiempo de los deleites del pecado, teniendo por mayor riqueza el vituperio de Cristo que los tesoros de Egipto» (Hebr. 11:25-26). y un poco más adelante, también se nos exhorta a llevar «su oprobio» (Hebr. 13:13). El Señor mismo lo conoció y podía decir: «Tú sabes mi afrenta, mi confusión y mi oprobio; delante de ti están todos mis adversarios. El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé» (Sal. 69:19-20).

Nadie ha probado nunca, tan profundamente como él, el oprobio y la vergüenza; pero tú y yo, querido creyente, tenemos el privilegio de seguirle en una pequeña medida en este camino. ¡Que nos conceda estimar esta riqueza más grande que cualquier cosa que este pobre mundo pueda ofrecer!

* * *

En medio de un pueblo en el que todos los hombres solían llevar un opulento pelo, una larga y tupida barba, ¡qué espectáculo tan ridículo debía ser para el público ver a un hombre completamente afeitado! Muchos ojos burlones debían seguirlo y las bromas multiplicarse a su paso. Pero, ¿no valía la pena soportarlos? ¿No era infinitamente mejor ser purificado y traído de vuelta a la congregación de Jehová que errar fuera del campamento con una barba, gritando, «¡Inmundo! ¡Inmundo!»?

Y entonces los siete días pasarían pronto y podría retirarse a su amada casa, a salvo de la vergüenza y la deshonra, para disfrutar de la paz, del gozo y del afecto de los suyos… ¡Entonces, con esa felicidad en perspectiva, mientras tiene la oportunidad, que dé un testimonio audaz a la gracia y al poder que lo hizo limpio y lo trajo de vuelta a la congregación de Jehová!

Pero hay más en este versículo que nos ocupa. El leproso ha lavado su ropa, ha afeitado su pelo, también debe «lavarse en agua».

Ilustración 21: «Se lavará con agua y será limpio» (14:8).

¿«Lavarse»? ¿Qué significa eso? Creo que significa algo que nos concierne más que lavar la ropa; es algo más íntimamente relacionado conmigo que mis asociaciones, mis caminos, mis relaciones externas. Afecta a todos los hábitos de mi vida. Este lavado incluso purifica mis pensamientos, y el resultado se extiende a mis palabras, a mis acciones y a todos mis hábitos, es decir, a mí mismo. Porque «cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Prov. 23:7). Todo debe ser purificado ahora, no con sangre, sino con agua.

El ave murió una sola vez. La sangre fue rociada una sola vez; pero el agua puede aplicarse repetidamente. A medida que continuamos nuestro estudio en este capítulo, veremos que el leproso debe lavarse de nuevo al séptimo día para completar su purificación, no con sangre, sino con agua.

Recuerda que, en la disposición del tabernáculo, la fuente de bronce, que contenía el agua en la que los sacerdotes se lavaban las manos y los pies, estaba colocada entre el altar y el tabernáculo. Allí se lavaban continuamente antes de entrar para hacer el servicio.

Esta imagen nos muestra la continua necesidad de purificar las contaminaciones contraídas en este mundo, no por la sangre, repitámoslo otra vez, sino por el agua, el agua de la Palabra de Dios.

¿No nos recuerda esta imagen del lavado con agua muchos versículos del Nuevo Testamento? Por ejemplo, después de darnos la maravillosa promesa de que el Dios Todopoderoso sería un Padre para nosotros, la Palabra continúa: «Teniendo, pues, estas promesas, amados, purifiquémonos de toda impureza de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Cor. 7:1).

Y todavía dice: «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de olor fragante». Luego, invitados a contemplar esta maravillosa ofrenda que nos ha lavado de nuestros pecados, inmediatamente después leemos: «Pero la fornicación, y toda clase de inmundicia o avaricia, ni sea nombrada entre vosotros, como conviene a santos; ni la obscenidad, las necedades y las groserías, que no convienen; sino más bien acciones de gracias» (Efe. 5:2-4). Esto, ¿no corresponde exactamente al lavado de nuestra ropa, o a lo que debe seguir: «raer todo su pelo», «lavarse en agua»?

¡Ah!, pronto descubriréis que vuestra negativa a participar en las conversaciones vanas, en las locas bromas de los hombres de este mundo, os traerá bastante oprobio; no hará falta más para convertiros en un «espectáculo». ¿Hay algún adorno natural más hermoso que una mente vivaz y juguetona, con chispas de ingenio? Estos atractivos pueden parecer inofensivos para ti, pero ocultan un peligro real de profanación, como aprendemos de una declaración divina: «En las muchas palabras no falta pecado» (Prov. 10:19).

Y otra vez: «Las moscas muertas hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista; así una pequeña locura, al que es estimado como sabio y honorable» (Eccl. 10:1).

Sí, en este orden de ideas, las atracciones naturales que gustan a este mundo, que hacen el hombre inteligente, el hablador brillante, deben desaparecer. El Libro Sagrado nos exhorta repetidamente a la sobriedad y la gravedad [7].

[7] Véase, por ejemplo: 1 Tesalonicenses 5:8; 1 Timoteo 2:15 y 3:2, 4, 8, 11; Tito 1:8 y 2:12.

Los pasajes del Nuevo Testamento que subrayan para nosotros la necesidad de lo que corresponde a la purificación del leproso, al lavado de sus ropas y de su persona, se acumulan en gran abundancia bajo la pluma y están presentes en la mente de los que se alimentan de las Escrituras. Sentimos que estas importantes verdades no han sido enfatizadas como debieron serlo. Hemos presenciado con deleite a las operaciones de la gracia de Dios que limpia a este pobre y vil leproso, sin que se le permita siquiera levantar un dedo para este propósito, pero a menudo somos demasiado lentos, demasiado descuidados en nuestro esfuerzo para «lavarnos» y «raer todo el pelo».

Y, sin embargo, si somos conscientes de lo que le ha costado a nuestro Señor y Maestro purificarnos, ¿podemos hacer menos que buscar complacerlo mientras nos deja aquí en la tierra?

Así que no tengamos miedo de repetirlo, desde el versículo uno hasta el final del séptimo, el leproso no hace nada; solo lleva su lepra y su contaminación al sacerdote: todo se hace para él por otro. Pero tan pronto como el sacerdote lo ha declarado puro, y ha liberado el ave cautiva, entonces el leproso, siendo ya puro, ante Dios, se pone a obrar, para poner en armonía su condición externa con su posición privilegiada.

Estos dos lados se destacan admirablemente en la carta a Tito, capítulo 3, versículos 4-5, 8:

«Pero cuando la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor hacia los hombres aparecieron, nos salvó, no a causa de obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino según su misericordia, mediante el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo… Esta palabra es cierta; y sobre estas cosas quiero que insistas con firmeza, para que los que han creído a Dios sean solícitos en practicar buenas obras».

Meditemos todavía y a menudo estas palabras:

«Si moristeis con Cristo»… «Si fuisteis resucitados con Cristo»… (Col. 2:20; 3:1-4).

Esta ave pura no había hecho nada para merecer la muerte; no tenía ni mancha ni contaminación, y sin embargo murió en el lugar del leproso inmundo. A los ojos de Dios, el leproso merecía la muerte –mucho más– estaba muerto en vida (Núm. 12:12). A los ojos de Dios, el leproso murió con el ave, pero resucitó con el ave viva que nos habla tan claramente de la resurrección de Cristo.

Entonces el leproso es un nuevo hombre, con una nueva vida. Y Dios nos ve «muertos con Cristo» y «resucitados con Cristo», una nueva creación con nueva vida. Luego continúa, en el versículo 3: «habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios».

Cuando esa ave viviente murió, yo, el vil leproso, morí con ella (él); cuando (simbólicamente) resucitó, resucité con ella (él); y cuando emprendió su vuelo en el cielo, tomó mi vida y la escondió allí arriba con Cristo en Dios.

2.4 - Capítulo 8: Fuera de su tienda

«Y después entrará en el campamento, y morará fuera de su tienda siete días» (v. 8).

Purificado, afeitado, lavado, el hombre puede ahora regresar al campamento. ¡Qué hermoso día para él!

Ilustración 22: «Morará fuera de su tienda siete días» (14:8).

Una vez se le mantuvo a distancia, fuera del campamento, pero ahora ha sido acercado por la sangre de esta ave pura. ¿No nos recuerda esto la declaración del apóstol Pablo?: «Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que antes estabais lejos, habéis sido acercados a él por la sangre de Cristo» (Efe. 2:13). Ahora nadie puede objetar cuando el leproso cruza el umbral de ese campamento del cual toda profanación debe ser excluida.

Pero si puede volver al campamento, no se le permite entrar en su propia tienda. Está obligado a mantenerse alejado de ella durante un período de siete días. ¿Qué nos enseña esto?

Muchos de nosotros, después de la experiencia de la salvación, cuando sabemos que estamos purificados del pecado, seríamos felices de ir inmediatamente con Cristo a su morada celestial y escapar de las pruebas, penas y oprobios que nos esperan en este mundo. Pero no puede ser así, aunque un profundo afecto por el propio Cristo nos hace desear estar con él para siempre. Recuerdas al hombre del que el Señor había expulsado una legión de demonios, y que le rogó que le permitiera quedarse con él. Pero, ¿qué dice el Señor?: «Ve a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho por ti, y cómo tuvo compasión de ti» (Marcos 5:19). El Señor lo envía de vuelta para que dé testimonio de Él. Y creo que el leproso purificado, vestido con ropas limpias y con la cabeza afeitada, debía ser un testigo irresistible del poder y de la bondad de Dios. Durante siete días, tenía que recorrer los caminos y senderos del campamento, frecuentar las tiendas de sus semejantes, sin nada que le ocultara de las burlas y del ridículo de la gente. Pero sin siquiera abrir la boca, proclamaba a cada uno: “He aquí que un leproso ha sido limpiado y se ha acercado”.

El número siete en la Biblia es el número perfecto, y aquí nos habla de la perfecta duración del tiempo que el Señor elige para dejar a cada uno de nosotros en este mundo «presente en el cuerpo, estamos ausentes del Señor» (2 Cor. 5:6). Para el ladrón que murió en la cruz, esta duración, este lapso de tiempo perfecto, no excedió de unas pocas horas: ¡pero qué testimonio dio! Claro y vibrante, como el sonido de una campana plateada, cuyo eco resuena a través de los tiempos y ha abierto una puerta de esperanza y purificación a tantos pobres leprosos contaminados.

Y qué música debió ser el sonido de esta confesión y este llamado a los oídos del Salvador que sufría a su lado y por él, cuando toda Jerusalén estaba aliada contra su Mesías, y que los suyos, llenos de temor, no se atrevían a testificar por él.

Para muchos otros creyentes, estos «siete días» se han extendido a lo largo de muchos años, incluyendo toda una vida, pero para cada uno de nosotros la duración es perfecta; está fijada para nosotros por nuestro Sacerdote.

Si el leproso hubiera sido libre, habría elegido escapar del oprobio de los hombres en el secreto y la tranquilidad de su morada, hasta que su pelo y su barba hubieran vuelto a crecer debidamente. Pero Dios lo había elegido para que fuera testigo para Él, y cuando su pelo y su barba comenzaban a crecer de nuevo, debía ser afeitado de nuevo, como veremos más adelante.

De la misma manera, Dios te ha elegido a ti, lector (si eres un leproso purificado), para ser su testigo; y, si te deja aquí en la tierra, si no te lleva inmediatamente a su morada con él, es porque te necesita, un monumento de su gracia en este mundo que le ha echado. El Señor Jesús fue «el testigo fiel y verdadero» (Apoc. 3:14).

Oh, queridos amigos, detengámonos, examinemos nuestros caminos y preguntémonos qué clase de testigos somos para él.

2.5 - Capítulo 9: Nuevo recurso al agua y a las navajas de afeitar

Versículo 9: «Y el séptimo día raerá todo el pelo de su cabeza, su barba y las cejas de sus ojos y todo su pelo, y lavará sus vestidos, y lavará su cuerpo en agua, y será limpio».

Ilustración 23: «El séptimo día lavará su cuerpo… y será limpio» (14:9).

El último de los siete días se acerca para el leproso. El tiempo para su testimonio está llegando a su fin. ¿Y qué debe hacer ahora? ¿Necesita una nueva aspersión de sangre para ser purificado y poder entrar en ese amado y anhelado hogar?

No, ya hemos visto que la sangre fue derramada una sola vez, y fue ofrecida una sola vez, porque «con una sola ofrenda perfeccionó para siempre a los santificados». Pero el hombre necesita ser afeitado y lavado de nuevo.

Mientras estemos en este mundo, y no todavía en nuestro hogar celestial con el Señor, experimentaremos la constante necesidad de agua y navaja. ¿Y has notado que esta segunda operación es más detallada que la primera? Nos dice que a medida que avancemos en la vida cristiana y conozcamos mejor a nuestro Señor, le seremos cada vez más parecidos, por lo tanto, cada vez menos conformes a este mundo.

Tal vez el pelo de su cabeza habla de la inteligencia natural; la barba, de la experiencia; las cejas, de la facultad de observación. Así, la inteligencia, la experiencia y cualquier otra facultad que pueda haber, todo debe ser conformado a Cristo y a su muerte.

Además, el leproso curado no solo debía afeitarse de nuevo, sino también lavar su ropa y su carne. Esto nos habla de la constante necesidad en la que nos encontramos de purificación del agua en pensamiento, palabra y obra.

Que podamos, tú y yo, querido lector, estar más atentos a la necesidad de este trabajo personal para nuestra santificación, al uso del agua y de la navaja, porque vivimos en un mundo lleno de influencias perjudiciales y nos contaminamos a cada paso. Podemos alegrarnos de que pronto habremos llegado a nuestra morada celestial, donde ya no oiremos hablar de agua y de lavado… En la visión del cielo que leemos en el libro del Apocalipsis, vemos ante el trono de gloria «como un mar de vidrio, semejante al cristal». Esto nos habla de una pureza fija que nunca podría ser profanada o utilizada para la purificación (cap. 4:6).

Pero tenemos otra lección sobre el séptimo día. En las Escrituras, se refiere al sábado, el día de descanso. Leemos: «Seis días trabajarás, y al séptimo día reposarás» (Éx. 23:12). Pero el descanso del sábado en este séptimo día fue violado por el pecado. La mancilla requiere de un lavado, y en el lugar de descanso vemos la necesidad del trabajo. En lugar de disfrutar del sábado de descanso prescrito por la Ley, vemos al hombre ocupado en bañarse, afeitarse, lavando su ropa. ¿No le habla esto al oído ejercitado para decir que donde ha entrado el pecado y la mancilla, ha desaparecido el séptimo día de descanso y debe establecerse un nuevo orden de cosas?

2.6 - Capítulo 10: El octavo día

Versículos 10 y 11: «El día octavo tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha, y tres décimas de efa de flor de harina para ofrenda amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote que le purifica presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar, con aquellas cosas, a la puerta del tabernáculo de reunión».

Ilustración 24: «El sacerdote que lo purifica… ofrecerá sacrificio a Jehová» (14:10-11).

El octavo día tan esperado ha amanecido finalmente. Los siete días han pasado, sus vicisitudes se han desvanecido. Esto es para el leproso el octavo día. Ahora puede volver a su casa y unirse al círculo de la familia feliz donde todo es paz, alegría y amor. Dulces alegrías de casa después de sus días de oprobio y su tiempo de testimonio.

El «octavo día» en las Escrituras parece tener un significado especial. Siete días completan la semana que termina con el sábado, el séptimo. El día siguiente era «el día después del sábado» o el primer día de una nueva semana. Pero aquí no se llama «el primer día» o «el día después del sábado», sino «el octavo día» [8]. Este término es como un símbolo del plan de gracia de Dios para esta tierra, cuando, después de siglos de pecado y sufrimiento, introdujo una era de alegría y paz, como dice el Señor: «¡He aquí hago nuevas todas las cosas!» «(Apoc. 21:5).

[8] Entenderemos esta diferencia por el capítulo 23 del Levítico:

Versículos 11, 15, 16: «el día después del sábado», hablando de la resurrección de Cristo y la venida del Espíritu Santo.

Versículos 36, 39: «en el octavo día». En estos dos últimos versículos, tenemos en tipo un nuevo comienzo. Cristo habrá reinado en la tierra durante mil años; todo el pecado habrá sido abolido; el diablo desterrado para siempre, y comenzará una eternidad de alegría y paz.

De la misma manera, este octavo día era el comienzo de una nueva era para aquel que nos ocupa. Los días de vagabundeo solitario fuera del campamento se han ido para siempre, no son necesarios más lavados en el agua, ni el trabajo de afeitado. Ya no más ausente del hogar lejos de los suyos; sino que comenzaba una vida de amor, de gozo, de paz y de adoración.

Así que ahora, teniendo en su mano cada una de las ofrendas prescritas (que designan los diferentes aspectos y excelencias del gran sacrificio de Cristo), este hombre, que tan recientemente fue un leproso marginado, es llevado al umbral del santuario de Dios para ser presentado a Jehová. Todas las ofrendas están ahí, incluso el log de aceite que simboliza el Espíritu Santo a través del cual Cristo se ofreció a sí mismo a Dios (Hebr. 9:14). En virtud de estas ofrendas, el hombre, que antes estaba terriblemente lejos, ahora se acerca, muy cerca de Dios. No recuerdo que ningún israelita, excepto los sacerdotes y los levitas, se acercara tanto a Dios y tener el maravilloso privilegio de ser presentado a Jehová de esta manera.

¡Y nunca me canso de contemplar esta escena! Solo ocho días antes, este hombre era un vil leproso, desterrado de entre sus semejantes, con la cabeza desnuda, sus ropas desgarradas, la boca tapada mientras iba gimiendo: «¡Inmundo! ¡Inmundo!». Y ahora es llevado, no solo en medio de su pueblo, sino al mismo santuario de Dios, y allí es presentado a Jehová.

¡Lugar feliz e inefable, posición bendita! Pero espera: este lugar es el nuestro. «Y a vosotros, que en otro tiempo erais extranjeros y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, ahora os ha reconciliado en el cuerpo de su carne mediante la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprochables delante de él» (Col. 1:21-22). «Extranjeros y enemigos» retrata con precisión al leproso desterrado del campamento… «ahora os ha reconciliado en el cuerpo de su carne mediante la muerte» habla del leproso purificado y traído de vuelta al campamento, por la muerte de esta ave viva. ¿Y cuál es el propósito de todo esto? ¡Ah! Para el leproso y el pecador es para «presentaros santos y sin mancha e irreprochables delante de él».

Sabéis que ciertas personas privilegiadas son presentadas a la corte del rey. Pero tú y yo, querido amigo cristiano, ¡tenemos la maravillosa y bendita perspectiva de ser presentados al Rey de reyes!

Y qué inefable dulzura tiene para mí esta expresión: «Y el sacerdote que le purifica presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar». No es un extraño que me tomará, a mí, un extraño en las cortes celestiales y en las glorias de esta brillante morada. No, no, es el sacerdote que me hizo limpiar. Aquel a quien he conocido y amado aquí en la tierra durante tanto tiempo, es él y no otro quien me tomará y me presentará a Jehová. ¿Seré capaz de sentir el más mínimo temor cuando me tome de la mano y me lleve a estos atrios de gloria para presentarme a Jehová? Oh no, es su mano, esa misma mano bendita, la mano agujereada que me ha llevado todos estos años de mi peregrinaje por el desierto, que me lleva a estar de pie ante Jehová.

Una noche teníamos un estudio de la Biblia en la Primera Epístola de Pedro… y cuando llegamos al versículo 11 del segundo capítulo, uno de nosotros se dirigió al Sr. Chang, un viejo creyente chino, y le preguntó a este querido hermano:

“Sr. Tchang, ¿cómo es que el apóstol Pedro dice: «os ruego como a extranjeros y peregrinos…» mientras que el apóstol Pablo escribe: «Ya no sois extranjeros ni forasteros…»? (Efe. 2:19).

El Sr. Tchang permaneció muy avergonzado por un tiempo y para ayudarlo, le hicieron otra pregunta:

Sr. Tchang, ¿es usted un extraño en la tierra?

Sí, respondió, incluso mi propia familia apenas me conoce.

–Cuando te encuentres cara a cara con el Señor Jesús, ¿será un extraño para ti?

–Oh no, respondió calurosamente, con una sonrisa que iluminaba toda su cara, “Es mi mejor amigo, lo conozco desde hace más de cuarenta años”.

Bien podemos decir con el poeta:

 

¡Extranjero! Llegado arriba, entra sin miedo.

El Dios que verás no es desconocido para ti.

El que te tomará a su santa morada

Cada hora aquí abajo cerca de ti ha estado.

 

Y cuanto más hayamos vivido como extraños en la tierra, cuanto más nos hayamos «lavados» y «afeitados», más disfrutaremos allá arriba. Cuanto menos nos hayamos conformado en este mundo, menos nos encontraremos como extraños en la Casa del Padre, como otro podría decir:

 

Este es el tesoro encontrado en su amor

Que me hizo un extraño aquí abajo.

 

Nos imaginamos la alegría, el honor, el privilegio de un momento así, pero ¿qué es nuestra alegría comparada con la suya?

Cuando nos lleva y nos presenta a Jehová, él ve, no es cierto, el fruto de la obra de su alma y está satisfecho.

Aquí hay otro pecador lavado en su preciosa sangre que ahora puede ser llevado a la presencia misma de Dios. Nada menos podría haber satisfecho el corazón de Cristo… Tú y yo podríamos haber estado perfectamente contentos de haber escapado del castigo de nuestros pecados; habríamos estado contentos de conseguir un lugar muy pequeño en la entrada de la puerta del cielo. Pero para él, habría sido demasiado poco. ¡Así es nuestro Salvador! ¿No tenemos un pequeño atisbo de lo que será su gozo en el día de la presentación, a través de las palabras de Judas?

«Y al que os puede guardar sin caída, y presentaros sin mancha ante él, con gran alegría» (Judas 24). Pudo gritar un día: «Mi alma está inmensamente triste, hasta la muerte» (Mat. 26:38). A esta tristeza excesiva responde ahora «con gran alegría».

Cuando ha encontrado la oveja perdida, la pone sobre sus hombros, regocijándose, pero luego, habiéndola traído a casa, la pone ante la presencia de su gloria con una abundancia de gozo. Durante todo el viaje a esa morada celestial, él guio a las ovejas «Los pastoreó con la pericia de sus manos» (Sal. 78:72), las sostuvo, las protegió de los tropiezos; bien puede ahora, al final del peregrinaje, presentar el trofeo de su gracia y de su poder con una abundancia de gozo.

 

* * *

 

Pero, ¿cómo puede colocarme irreprochable ante su gloria, a mí, un ser reprensible, tan lejos de la perfección?

Es en virtud de estos tres corderos que el leproso sostiene en su mano, mientras el sacerdote lo presenta a Jehová. Notarás que cuando cada uno de estos corderos es ofrecido, la Palabra dice: «Hará el sacerdote expiación por él» (v. 18-20).

La palabra «propiciación» significa el acto de cubrir. El hombre está cubierto por la sangre del sacrificio por el crimen, cubierto por la sangre del sacrificio por el pecado, cubierto por la sangre del holocausto. No solo no se puede encontrar ningún defecto, ni mancha, ni contaminación en este hombre tan recientemente desterrado de entre sus semejantes, sino que Dios lo ve en toda la excelente belleza y justicia que estos corderos representaban. Esta triple cobertura nos habla de la única ofrenda de Jesucristo en su triple carácter, una ofrenda inseparable también de la «oblación» que simboliza su vida sin mancha aquí en la tierra, y del aceite.

Si el hombre hubiera tratado de presentarse sin estas ofrendas, Dios nunca hubiera podido haberlo aceptado; pero, identificado con ellas, el que antes no era apto para la presencia de sus semejantes es aceptable para la presencia de Dios. No importa cuán indispensable era el uso del agua y la navaja para el leproso, no era eso lo que lo hacía apto para esta maravillosa Presencia, sino solo la sangre. De la misma manera, para nosotros que estábamos lejos, hemos sido acercados por la sangre de Cristo (Efe. 2:13) y también fuimos colmados de «favores en el Amado». Nunca podríamos haberlo sido de otra manera.

Está escrito en 1 Juan 3:2-3: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro». No seguimos este mandato para verle y ser hechos como él, sino porque tenemos la esperanza segura y cierta de verle, en virtud de su sacrificio y de su preciosa sangre: por eso nos purificamos con el agua de la Palabra de Dios.

2.7 - Capítulo 11: El cordero del sacrificio por la culpa

«Y tomará el sacerdote un cordero y lo ofrecerá por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda mecida delante de Jehová» (v. 12).

Ilustración 25: «El cordero… sacrificio por el pecado» (14:13).

Qué profunda alegría debió ser para Jehová ver, presentado ante él con el pobre leproso, ese cordero del sacrificio por la culpa, un animal que simbolizaba el Cordero que el mismo Dios se había provisto, «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Hablaba del Hijo único. Y, presentado al mismo tiempo, aquí está el log de aceite, símbolo del Espíritu Santo. Así vemos a las tres personas de la Trinidad, todas activas para acoger, en su morada celestial, al pecador redimido.

«Y degollará el cordero en el lugar donde se degüella el sacrificio por el pecado y el holocausto, en el lugar del santuario; porque como la víctima por el pecado, así también la víctima por la culpa es del sacerdote; es cosa muy sagrada» (v. 13).

Ilustración 26: «Degollará el cordero» (14:13).

Entendemos por estas órdenes que no solo la lepra era considerada una mancilla, sino que también se consideraba una transgresión contra Jehová, requiriendo el sacrificio por la culpa. De la misma manera, necesitamos darnos cuenta de que no solo estamos manchados por el pecado, sino que cada uno de nosotros ha «pecado contra Dios». Es bueno que seamos llevados a decir como David dijo una vez: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal. 51:4). El pobre hijo pródigo de Lucas 15 tuvo que aprender esta lección, como es evidente cuando grita, «He pecado contra el cielo y ante ti» (v. 21).

Pero este sacrificio, como el sacrificio por el pecado, pertenecía al sacerdote. Cuando el sacerdote come el sacrificio por la culpa, hace suyo el pecado de quien lo ofrece. ¡Maravillosa gracia! Y esto es exactamente lo que nuestro gran Sacerdote ha hecho por nosotros.

«Y el sacerdote tomará de la sangre de la víctima por la culpa, y la pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho» (v. 14).

Ilustración 27: «La sangre… pondrá el sacerdote sobre la oreja, el pulgar y el dedo del pie» (14:14).

La sangre del sacrificio por la culpa, que ha borrado todas nuestras transgresiones, ahora marca la oreja, el pulgar y el dedo del pie del leproso purificado. Es una especie de insignia que llevan todos los que entran en estos atrios de gloria. No habrá nadie que no quiera confesar que su cabeza, con toda su inteligencia, sus facultades, necesitaba ser purificada por esta preciosa sangre. No habrá quien no quiera reconocer que sus manos han sido usadas muchas veces para pecar contra el Señor, pero que ahora el signo sangriento en su pulgar derecho es la marca de que todo ha sido perdonado. Y que muchas veces nuestros pies nos han llevado por el camino de nuestra propia voluntad, errantes como ovejas, pero ahora la sangre en el dedo derecho del pie nos dice que Jehová «cargó sobre él el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6).

¡Gracia infinita! Aquel que una vez se inclinó para lavar los pies de sus discípulos, se inclina de nuevo para marcar esos pies con su propia sangre. Su santa cabeza fue un día coronada de espinas y «de tal manera fue desfigurado de los hombres su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres» (Is. 52:14). Su preciosa sangre impregnó una vez su cabeza y su frente, y ahora la marca es puesta sobre mi cabeza, testificando que soy suyo, solo suyo, su propiedad para siempre. Sus manos y sus pies fueron traspasados por mí, y por toda la eternidad llevará las marcas de estos crueles clavos: por lo tanto, mis manos y mis pies también llevan la marca de la sangre que los redimió.

Al contemplar esta innumerable cohorte que camina por los atrios celestiales, descubrimos que cada uno está marcado de la misma manera y cada uno se unirá con gozo a los acentos del nuevo himno:

«Fuiste sacrificado, y has comprado para Dios con tu sangre, de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Apoc. 5:9).

2.8 - Capítulo 12: El log de aceite

Versículos 15 y 16: «Asimismo el sacerdote tomará del log de aceite, y lo echará sobre la palma de su mano izquierda, y mojará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite con su dedo siete veces delante de Jehová».

Ilustración 28: «Esparcirá del aceite… siete veces delante de Jehová» (14:16).

Hemos visto que el aceite, en las Escrituras, es un símbolo del Espíritu Santo. Hasta ahora, el sacerdote se ha ocupado continuamente del leproso, pero ahora lo deja a un lado y lo olvida por un momento mientras se vierte el aceite ante Jehová.

El leproso, como hemos visto, es presentado a Jehová con el poder del Espíritu Santo, y en virtud del sacrificio de Cristo. Pero ahora el aceite en sí es rociado como una aspersión ante Jehová. Creo que esto nos habla de los deleites que Dios encuentra en su Espíritu Santo a través del cual el Hijo se ofreció a sí mismo. Tendemos a olvidar que el Espíritu Santo no solo es una «influencia», sino que es el Dios vivo y verdadero. Siete simboliza la perfección, y que es precioso recordar, cuando consideramos este mundo, con todas sus tristezas, sus pecados y sus sufrimientos, que hay una persona divina habitando aquí abajo, perfectamente agradable a Dios. Recuerdas cómo Dios Padre, desde los cielos abiertos, mirando con deleite a su Hijo que entonces habitaba en la tierra, podía decir de él, y solo de él: «Tú eres mi amado Hijo; en ti me complazco». De la misma manera, Dios puede ahora contemplar el Espíritu Santo aquí en la tierra, porque durante la eternidad será sus delicias en el cielo. Aunque él habita en cada creyente, que sea su apoyo y fuerza en todo lo que concierne a Dios, debemos no obstante recordar que él está aquí en la tierra, en primer lugar, para Dios y para su gloria.

«Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa» (v. 17).

Ilustración 29: «Del aceite… pondrá el sacerdote… encima de la sangre» (14:17).

Vislumbramos que el aceite, puesto sobre la sangre del sacrificio por la culpa, habla del poder y de la energía del Espíritu Santo en la vida del creyente, para su alabanza y para su servicio en los atrios de gloria. El Señor prometió que el Consolador estaría con nosotros para siempre y seguramente que todas las diversas actividades en la esfera celestial dependerán de su poder.

«Y lo que quedare del aceite que tiene en su mano, lo pondrá sobre la cabeza del que se purifica» (v. 18).

Ilustración 30: «Del aceite… pondrá sobre la cabeza del que se purifica» (14:18).

¡Es tan hermoso ver que el aceite nunca parece agotarse! Aunque ha sido vertido siete veces ante Jehová, colocado en la oreja, el pulgar y el dedo gordo del leproso, todavía queda algo. Esto nos recuerda la afirmación que concierne al Señor, de que «Dios no le limita el Espíritu» (Juan 3:34).

No importa cuán grande sea nuestra necesidad de él, de su poder y su energía, podemos estar seguros de que el Espíritu de Dios es más que suficiente para todo. Y después de que nuestras obligaciones con Dios y con los hombres hayan sido satisfechas completamente por el aceite, todavía quedará algo, y este resto será vertido en la cabeza del que va a ser purificado.

Aquellos para los que, en Israel, se prescribió recibir el aceite de la unción en sus cabezas, eran los sacerdotes, los reyes, en un caso un profeta –¡y los leprosos purificados!

¡En qué sorprendente y maravillosa compañía es introducido! ¡Misterio insondable! ¡Gracia infinita! El sacerdote y el pecador se regocijan solos, juntos… Tal es la posición en la que el Señor introduce a su redimido.

«Ha hecho de nosotros un reino, sacerdotes para su Dios y Padre» (Apoc. 1:6), y todavía se nos llama «sacerdocio real» (1 Pe. 2:9).

¡Que todo esto sobrepasa nuestra comprensión y nuestros más bellos sueños! ¿Quién, jamás, habría podido imaginar que un ser vil, despreciado, mancillado, desterrado, sería introducido a una posición de la que cualquier otro israelita estaba excluido: la de un sacerdote y un rey! Solo podemos inclinarnos con asombro y adoración ante tal escena.

«Y hará el sacerdote expiación por él delante de Jehová» (v. 18).

Este versículo parece completar el cuadro del sacrificio por la culpa y del aceite que comienza en el versículo 12. No es que el aceite hiciera propiciación, pues solo la sangre cubre los pecados, pero esta declaración, colocada tal cual, al final de la sección sobre el sacrificio por la culpa y el aceite, nos muestra claramente cuán íntimamente está vinculado el Espíritu Santo con la ofrenda de nuestro Señor Jesucristo (Hebr. 9:14). Vemos al hombre que debe ser purificado, no solo purificado por la sangre, sino también amparado por ella, y bien podemos clamar: «Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado» (Sal. 32:1).

¿Qué más se puede decir frente a un cuadro así? Nos podría parecer que un trazo más solo lo estropearía y sin embargo descubrimos que se necesitan dos toques más para completar su perfección.

«Ofrecerá luego el sacerdote el sacrificio por el pecado, y hará expiación por el que se ha de purificar de su inmundicia; y después degollará el holocausto» (v. 19).

Qué obra tan perfecta y completa realizó nuestro Salvador en la cruz. No solo están borradas todas las transgresiones con la sangre del sacrificio por la culpa, sino que incluso esta vieja raíz incurable de pecado ha sido juzgada. Porque la vieja naturaleza no puede ser perdonada, es juzgada. Nuestro sacrificio por el pecado está muerto y morimos con él, así como con él somos resucitados, y cuando seamos llevados a esta morada de gloria, ya no seremos más perturbados por esa vieja naturaleza pecaminosa que a menudo nos causa tanto daño hoy en día.

Un toque más y la imagen es perfecta:

«Y hará subir el sacerdote el holocausto y la ofrenda sobre el altar. Así hará el sacerdote expiación por él, y será limpio» (v. 20).

Ilustración 31: «Hará subir el sacerdote el holocausto y la ofrenda sobre el altar» (14:20).

Con el sacrificio por la culpa, el que trae la ofrenda pone su mano sobre la cabeza de esa ofrenda y todas sus transgresiones y pecados son transmitidos a la víctima; está completamente liberado de ellos; no tiene más culpa.

Es el holocausto, el que lo trae pone su mano de nuevo sobre la cabeza de la víctima y toda la eficacia, la virtud de esta ofrenda se transmite a él. El holocausto es especialmente la parte de Dios en la inefable ofrenda de la cruz. Esta ofrenda no era traída a causa del pecado, sino como la más alta expresión de lo que el hombre podía ofrecer a Dios en el servicio de la adoración.

En cuanto a la oblación, simboliza la vida santa y pura de nuestro Señor Jesucristo cuando estuvo aquí en la tierra [9].

[9] Hecha con flor de harina, esta sustancia contenida en «el grano de trigo», suave, lisa al tacto, sin asperezas en su pura blancura, es símbolo llamativo de la perfecta humanidad de Cristo; y que es conmovedor vislumbrar, en los diversos modos de cocción prescritos para este sacrificio, los sufrimientos cada vez más intensos a los que esta vida perfecta fue sometida para nuestra salvación (Lev. 2:1-10).

Ahora la purificación del leproso está completamente terminada. Repasa en su mente la historia de los días pasados, la antigua vida fuera del campamento, su purificación, su presentación a Jehová, las marcas hechas en él con esa sangre que lavó todos sus pecados, esa maravillosa nueva posición de rey y sacerdote en la que acababa de ser introducido, esa ofrenda por el pecado que lo liberó de su «yo» incurable… ¡Qué historia la suya! ¿Qué puede ofrecer ahora al que hizo todo esto por él?

Su corazón rebosa de alabanza y adoración, y ofrece el regalo que puede traer la mayor cantidad de alegría al corazón de su Dios. Ofrece el holocausto y la oblación. Presenta a Dios el sacrificio de su amado Hijo de acuerdo con lo que se prescribió entonces en relación con este sacrificio como la porción especial de Dios.

También trae, por la oblación, esta Vida pura e inmaculada, esta Vida Inmaculada que se vivió aquí en la tierra, una Vida tan diferente a la suya… Así, el leproso purificado no solo se coloca en la posición de rey y sacerdote, sino que se ha convertido en un adorador. Allí lo dejaremos postrado ante este altar, ante el holocausto, cuyo humo se eleva a Dios como una dulce fragancia, y podemos oírle gritar:

Ungiste mi cabeza con aceite
Mi copa está llena.

La verdadera adoración es la que brota hacia Dios de un corazón desbordante, un corazón tan lleno que no puede ser contenido y rebosa de alabanza, de acción de gracias y de adoración.

* * *

Esto, creemos, es lo que nos dicen el holocausto y la oblación elevándose juntas como un perfume ante Dios.

Hemos buscado, aunque débilmente, seguir el camino del leproso desde su destierro del campamento hasta este lugar de adorador ante el altar del holocausto. ¡Qué camino fue para él! Y aún así, querido amigo creyente, no es otra cosa que tu camino y el mío.

¡Gracia infinita! ¡Que pueda inclinar nuestros corazones a un amor más ardiente por Aquel que ha hecho tanto por nosotros!

2.9 - Capítulo 13: La aplicación actual

Leemos en el Salmo 119:96: «Amplio sobremanera es tu mandamiento». Y creemos que esta maravillosa historia es susceptible de interpretación aplicándose al tiempo presente, y contiene otra lección para nosotros. Muchos pasajes de la Escritura tienen, creemos, un doble significado: uno, quizás, en relación con el presente, y el otro, en relación con un Día futuro.

Hemos considerado, en las páginas anteriores, el lado que nos habla de nuestra entrada en la morada celestial, cuando alcancemos la gloria del cielo. Pero sabemos por otros pasajes de la Escritura que Dios nos considera, incluso ahora, como resucitados de entre los muertos y sentados en lugares celestiales, como está escrito: «Pero Dios, siendo rico en misericordia, a causa de su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en nuestros pecados, nos vivificó con Cristo (por gracia sois salvos), y nos resucitó con él, y nos sentó con él en los lugares celestiales en Cristo Jesús; para mostrar en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:4-7).

Fíjese que esto no es lo que hará en el futuro, sino lo que ya ha hecho.

Entendemos, por lo tanto, que no hay necesidad de esperar hasta que entremos en la casa de gloria para disfrutar de las bendiciones del «Octavo día». Ya ahora Dios ha hecho todas las cosas nuevas para nosotros; ya somos aceptados en el Amado.

Es ahora que somos puestos, santos e irreprochables e irreprensibles ante él. Y es evidentemente durante este tiempo presente que él tiene el poder de mantenernos sin tropiezos; y ahora también que encuentra su deleite en colocarnos irreprochables ante su gloria con abundante gozo. El tipo solo se cumplirá en toda su plenitud, creemos, cuando hayamos llegado a nuestra morada celestial, como a veces lo cantamos, tal como lo expresa este cántico:

Allí, reunidos en la casa del Padre,
Hijos de Dios, pueblo de adoradores,
A tu alrededor, mucho mejor que en la tierra,
Seremos reyes y sacerdotes.

Himnos y Cánticos, 157, 4, en francés

Mientras tanto, qué dulce es saber que, espiritualmente, ya podemos entrar en todas estas bendiciones y disfrutarlas.

Aquellas que fluyen de la aceptación de este sacrificio por la culpa son nuestros de ahora en adelante, así como ya estamos marcados con la sangre de este sacrificio en nuestra oreja, pulgar y dedo del pie.

¡Oh!, querido amigo cristiano, que el Señor nos conceda la gracia de andar en este mundo de mancillas, de manera digna de esas sagradas insignias que ya llevamos aquí en la tierra. Cuidemos de que no pase nada por esta oreja marcada con sangre, que sea deshonroso para quien la ha derramado por nosotros. Que todo lo que oímos, decimos y pensamos esté de acuerdo con su muerte, porque la sangre en la oreja seguramente simboliza toda la cabeza.

Pero esta marca no solo tiene un lado negativo, sino que nos involucra en lo positivo. Que mi cabeza, con mi inteligencia, mis oídos, mi boca, mis ojos, en una palabra, todo sea Suya, y solo Suya para siempre. ¡Que sean usados para Él! Ha puesto su sello sobre nosotros. Estos órganos están sellados con una marca de muerte: el precio que se pagó para comprarlos para él. Que Dios nos guarde, para que ninguna de nuestras facultades pueda ser puesta al servicio de otro.

Como alguien dijo: “A Dios le importa el uso que hacemos de nuestros oídos, porque se nos advierte una y otra vez de lo que permitimos entrar en ellos. Satanás ha encontrado una entrada a la ciudadela del alma humana a través del oído de Eva, y conocemos los resultados desastrosos”.

«Poned atención a lo que oís», dijo el Señor al principio de su ministerio (Marcos 4:24), y las advertencias continúan hasta que al final se predice solemnemente, «apartarán el oído de la verdad» (2 Tim. 4:4). Nuestro Señor Jesucristo habló «las palabras de Dios» (Juan 3:34), que son «espíritu y vida» (Juan 6:63). Estas comunicaciones son divinas, vitales e infinitamente benditas. Desde la magnífica gloria, se escuchó la voz de Dios Padre sobre Jesús: «¡Este es mi Hijo, el elegido, oídle a él!» (Lucas 9:35).

Esta mano mía, que una vez estuvo al servicio de su enemigo, es ahora comprada por esa misma sangre preciosa y se regocijará de trabajar o luchar por quien se la adquirió. Puede decir de ello: «El que hurtaba, no hurte más; sino que trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, a fin de que tenga algo para compartir con el que tiene necesidad» (Efe. 4:28). En otro tiempo mi mano solía tomar las cosas de mi prójimo. Ahora se trata de dar a quien he robado, o a quien está en necesidad. Tal es el efecto de esta sangre en mi mano derecha.

En cuanto a mi pie, que una vez encontró sus placeres caminando por sus propios caminos, he aquí que ahora se vuelve bello cuando está al servicio del Señor y sale a predicar la paz y a anunciar cosas buenas (Rom. 10:15).

Recuerdo a un siervo de Dios, que un día visitaba a una familia, uno de cuyos miembros, una encantadora joven, se había convertido recientemente, pero no había entendido la necesidad de una franca separación del mundo y sus placeres.

Aprovechando un momento en que estaba a solas con el M. P., le preguntó:

–¿Está mal amar el baile?

–Depende, le respondió, de lo que le haya pasado a tu dedo del pie derecho.

–¿Qué quiere usted decir? preguntó la chica, aturdida por esta respuesta inesperada.

El visitante leyó con ella los versículos que estamos tratando en este momento y le explicó los derechos de Cristo sobre los que profesan ser en beneficio de su muerte.

La joven, conmovida en lo más profundo de su alma, nunca olvidó esta solemne lección. Abandonando inmediatamente el mundo y sus placeres, se puso en marcha alegremente por el camino estrecho, siguiendo a su Señor rechazado.

Así estas marcas me dicen que no soy mío, que fui comprado a un precio, por eso se nos ordena: «Glorificad a Dios en vuestro cuerpo» (1 Cor. 6:20). Esta sangre en mi oreja, pulgar y dedo del pie me dice: No «ofrezcáis vuestros miembros como instrumentos de iniquidad para el pecado, sino ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros como instrumentos de justicia para Dios» (Rom. 6:13).

Considerando este signo de muerte, esta sangre en mis miembros, clamo:

Oh Señor, toma mi vida
¡Toda para ti!

Cuando meditamos sobre todo esto, nos vemos obligados a preguntarnos: «¿Quién es suficiente?» (2 Cor. 2:16). Y cuanto mejor nos conozcamos, más ferviente será nuestra respuesta: «No es que seamos suficientes por nosotros mismos… sino que nuestra suficiencia proviene de Dios» (2 Cor. 3:5).

Y esto nos lleva a la siguiente escena, donde el sacerdote, después de haber rociado el aceite siete veces ante Jehová, lo aplica a nuestra oreja derecha, y a nuestro pulgar y dedo del pie derecho, sobre la sangre del sacrificio por la culpa. Nunca podríamos aventurarnos a caminar en este mundo de suciedad y contaminación, y permanecer ilesos teniendo sobre nuestros miembros solo la sangre del sacrificio por la culpa. Pero esa sangre está cubierta de aceite. Nos habla del poder del Espíritu Santo para llevarnos a través de todas las circunstancias, para guardarnos, no solo de caer, sino incluso de tropezar en todo el camino a través del desierto. El Espíritu Santo puede guardarnos que traigamos deshonra a esta preciosa sangre que nos marca como cristianos. Solo el Espíritu Santo puede darnos la energía para tomar estos miembros y entregarlos a Dios como instrumentos para su servicio y para él mismo. ¿Podremos jamás agradecerle lo suficiente por el aceite aplicado sobre la sangre?

Y de la misma manera podemos bendecirle que aquí en la tierra estamos en beneficio del sacrificio por el pecado. Es ahora que estamos «muertos al pecado y vivos para Dios». Ya estamos en esta posición de sacerdotes reales. Es cierto que participamos en el rechazo de nuestro Rey ausente, pero es a nosotros ahora que el Espíritu Santo escribe: «Sois sacerdocio real» (1 Pe. 2:9).

Sí, y no esperamos hasta que estemos en la gloria para convertirnos en adoradores. Lo somos ahora. Se nos dice que «el Padre busca» adoradores. –No dice que busca la adoración, sino adoradores–. ¿Quién podría haber imaginado que los encontraría en la persona de esos pobres leprosos mancillados, ahora purificados y acercados a Él? Pero esta es la sorprendente verdad. Sí, querido amigo cristiano, a partir de ahora tú y yo tenemos el privilegio, el infinito privilegio, de traer nuestro holocausto, del cual no debemos separar la oblación. Los traemos con un corazón desbordante y se los ofrecemos a Aquel que ha hecho todo por nosotros. Ciertamente podemos clamar con corazones ardientes hoy:

Él ungió mi cabeza con aceite
Mi copa está llena…

Además, al mirar hacia el futuro, podemos añadir con perfecta seguridad:

«Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días» (Sal. 23:6).

Entonces, en nuestra casa, en la casa de Dios, comprenderemos en toda su inconcebible plenitud y gloria, todas aquellas bendiciones que hemos buscado contemplar para disfrutarlas ya aquí en la tierra, y declararemos con esta reina de otra época: «Verdad es lo que oí en mi tierra de tus cosas y de tu sabiduría; pero yo no lo creía, hasta que he venido, y mis ojos han visto que ni aun se me dijo la mitad; es mayor tu sabiduría y bien, que la fama que yo había oído. Bienaventurados tus hombres, dichosos estos tus siervos, que están continuamente delante de ti, y oyen tu sabiduría» (1 Reyes 10:6-8).

2.10 - Capítulo 14: «Mi desdicha, mi desdicha» (Is. 24:16)

Hemos llegado al final de nuestro estudio de esta exquisita porción de la Santa Palabra de Dios. Y, sin embargo, cada vez que la leemos, siempre parece brotar algún nuevo rayo de gloria y belleza, de modo que nunca podemos hablar de haber «terminado» el estudio de ninguna porción de esta Palabra.

Aquí puede surgir una pregunta. ¿Hasta qué punto el antiguo pueblo de Dios, los israelitas, que se movían en estas cosas tangibles, vislumbraban los misterios ocultos de esta preciosa porción, y a qué punto los apreciaban?

¿No sería más apropiado preguntarnos hasta qué punto comprendemos el valor, la excelencia, las glorias de nuestro precioso Salvador, Aquel que se nos ha revelado en una medida tan diferente a la de antaño? Y esta consideración nos lleva a la siguiente sección de nuestro capítulo: «Mas si fuere pobre, y no tuviere para tanto, entonces tomará un cordero para ser ofrecido como ofrenda mecida por la culpa, para reconciliarse, y una décima de efa de flor de harina amasada con aceite para ofrenda, y un log de aceite, y dos tórtolas o dos palominos, según pueda; uno será para expiación por el pecado, y el otro para holocausto. Al octavo día de su purificación traerá estas cosas al sacerdote, a la puerta del tabernáculo de reunión, delante de Jehová» (Lev. 14:21-23).

¡Cuántas veces somos «pobres», nuestra apropiación de Cristo es a menudo tan débil! Sin embargo, si hemos puesto nuestra confianza en su preciosa sangre, obtenemos el perdón y somos purificados. Bendito sea Dios, no es mi estimación del valor de Cristo lo más importante, sino la estimación que Dios tiene de él. En lugar de corderos para el sacrificio y el holocausto, solo puedo traer palomas, pero mi aceptación y purificación no se ven afectadas de ninguna manera. Ninguno de los que se acercan, al precioso nombre de Jesús, nunca es repelido. Nuestra fe puede ser deplorablemente débil, nuestra apreciación de su valor bastante insignificante, pero si venimos en este Nombre, Dios a quien nos dirigimos, él conoce su verdadero e inmenso valor y somos aceptados en él. No importa cuán profundamente sintamos nuestra pobreza, nunca dejemos que este sentimiento nos aleje de Dios. Vayamos como estamos, en este precioso Nombre, y todo estará bien.

* * *

Si leemos el párrafo de los versículos 23 a 32, vemos que el Espíritu de Dios se deleita en repetir con la misma abundancia de detalles la maravillosa escena que acabamos de considerar. ¡Ah! ¡Esta escena es digna de repetición! Es como si Dios mismo no se cansara de contemplar lo que, en su infinita gracia, nos acaba de revelar.

Que podamos no cansarnos nunca, sino que meditemos sobre estas cosas y nos alimentemos de ellas para hacerlas nuestras. No es coincidencia que dos largos capítulos de la Biblia estén dedicados a la lepra y a su purificación. Que el Señor nos conceda comprender cada vez mejor la profundidad y la plenitud de estos deliciosos bocetos, apreciándolos cada vez más, y el Espíritu Santo nos hará vislumbrar en ellos nuevas bellezas. Como su autor, ellas son infinitas.

Señor, «Abre mis ojos, y miraré las maravillas de tu ley» (Sal. 119:18).