Aliento a los creyentes en la enfermedad y el duelo


person Autor: George Vicesimus WIGRAM 2

flag Tema: Consuelos y recursos en el sufrimiento


Cuando el creyente tiene su conciencia liberada por la fe en un Señor resucitado y exaltado, cuando tiene el gozo que el Espíritu de Dios da a un hombre «celestial» que es hijo de Dios, que tiene vida eterna, centra su corazón y su mente en la persona del mismo Señor Jesucristo. Puede hacerlo, aunque esté enfermo o que un ser querido acabe de dejarle para estar con Jesús.

¿No tiene derecho el Señor a tener consigo a sus santos? Recordemos sus propias palabras: «Si me amarais, os alegraríais de que me voy al Padre; porque el Padre mayor es que yo» (Juan 14:28). Estas palabras también son ciertas en nuestro caso. ¿No amamos a los que se van? ¿No nos alegramos de verlos felices, aunque nos cueste algún disgusto? Es nuestra propia voluntad, nuestro egoísmo, lo que nos hace olvidar el gozo de Dios, el gozo de Cristo al ver llegar a su presencia a un alma que nos ha dejado; es lo que nos impide pensar en lo que ella ha ganado.

Dios es un Dios celoso. Él desea que nuestros corazones encuentren satisfacción en Cristo en medio de las vicisitudes de esta vida. Quiere que pensemos en él y en el gozo que tiene con los que han «dormido» en él (1 Cor. 15:18; 1 Tes. 4:14-15). Quiere que aprendamos a tener pensamientos y sentimientos acordes con la esfera de la que Cristo es el centro.

Pensemos en la felicidad de la que ya goza nuestro amado: «estar con Cristo» ¿no es mucho mejor que permanecer aquí en la tierra? (Fil. 1:23). Si el yo, si el egoísmo, llena nuestro corazón, encuentra su alimento en el mundo; si estamos llenos de nosotros mismos, difícilmente disfrutaremos del pensamiento de la felicidad de aquellos que están ausentes «del cuerpo» y «presentes con el Señor» (2 Cor. 5:8). Esto no satisfará nuestro egoísmo. ¿Qué sabía el malhechor del paraíso? Probablemente nada; pero había encontrado al que no tiene igual. La fe le había revelado al Señor; había abierto su corazón a la santidad, a la confesión, a la confianza en su Juez, a la dulzura de un Salvador del que uno nunca se separa: «Estarás conmigo» (Lucas 23:43). ¡Con Él! Eso fue suficiente.

Estos pensamientos nos llevan a medir un poco nuestro aprecio y conocimiento del Señor Jesucristo. Aquellos que lo conocen, le dan mucha importancia, regocijándose con la idea de estar con él, pues, para un santo, no hay nada como la presencia del Señor.

¿No es uno de los grandes resultados del dolor y del luto echar un velo sobre las cosas presentes y llevarnos a considerar las cosas eternas? Nos asombra ver lo ajenos que éramos a ellos, pues saber lo que tenemos por la fe en Cristo y practicarlo diariamente, son dos cosas bien distintas. Sé que, por la fe en Cristo, soy suyo por toda la eternidad; su Padre se convierte en mi Padre; el Espíritu es el Consolador. Por la fe, tengo el cielo y tengo la eternidad ante mí. Pero, ay, saber que estamos así bendecidos y serlo actuando en consecuencia, son dos estados muy diferentes, tanto más cuanto que se ha aprendido y utilizado un lenguaje teórico.

Cuando se produce la pena y el duelo, las cosas presentes se desvanecen durante un tiempo y dejan paso a las cosas eternas que se hacen presentes en nuestras mentes. El objeto de nuestro afecto se ha ido al cielo, para estar con Dios, con Cristo. Aquí abajo, un lugar está vacío; las aguas refrescantes se han secado; y aunque nos quedamos solos en la tierra, nuestro espíritu, por gracia, está en pensamiento con aquel a quien amábamos. Tal vez que en ese momento nos demos cuenta de lo poco que conocíamos al Dios al que han ido, al Salvador con el que han ido a reunirse, así como el estado de bienaventuranza en el que ahora se encuentran; lo poco que habíamos estado en contacto con la fuente de la que obtenemos la gracia al mismo tiempo que la prueba.

Cuántas veces, en esos momentos, hemos aprendido que no hemos vivido para la gloria de Dios, y que «he aquí que vengo a hacer tu voluntad» (Hebr. 10:9), ¡no ha sido el principio de nuestra conducta! Dios era entonces un extraño para nosotros; lo habíamos descuidado y, en la práctica, hemos vivido sin él. Satanás se aprovecha de nuestra ignorancia de nosotros mismos para inspirarnos pensamientos duros sobre Dios y tal vez incluso palabras contra él, si no reconocemos lo que somos y atribuimos nuestras pruebas al hecho de haber vivido alejados de él.

Está claro que Dios es perfecto en sabiduría, en amor, en poder, en bondad; soy yo, su hijo, quien no está a la altura de sus planes y de su sabiduría, ¡quien piensa que podría haber obrado mejor que él mismo lo ha hecho! Lo que él me había dado, probablemente me lo quitó para evitarme alguna tentación, como la de Ezequías; entonces me di cuenta de que había estado mucho más pendiente de los dones de Dios que de Dios mismo. Actué como Job. ¡Pobre Job! La ignorancia de sí mismo le había llevado a confundir a Dios con Satanás y a Satanás con Dios; ¿no debo aprender yo la misma lección que él? Si no siento la dureza de mi propio corazón, encontraré duro a Dios; si vivo a cierta distancia de él, si no confieso que el egoísmo de una humanidad caída me lleva, a mí, un santo, a caminar como si se hubiera corrido un velo entre Dios y yo, aquí abajo, sentiré que los cielos son de bronce, y que Dios los ha hecho así. No he descansado en los brazos divinos según el Espíritu; tengo que confesarlo, o de lo contrario dejaré que Satanás sugiera que el brazo de Dios se ha levantado contra mí.

Pero el amor divino que nos lo ha dado todo en Cristo insiste en que él sea todo para nosotros. Su amor, como el del Padre, solo quedará satisfecho cuando solo él sea el gozo y la porción de nuestros corazones. Estas lecciones nos quebrantan para permitir que Dios y Cristo entren en nuestras almas.

Puede ser que nuestro corazón tenga que pasar por todo tipo de dificultades, para que aprenda lo que posee en Cristo, para que sepa lo que es estar en relación con Aquel que nos ama. ¿Lo conocemos como Aquel que cuida de todo lo que nos concierne? El pensamiento de que él nos sigue de este modo debería impedirnos que nos dejemos vencer por las dificultades que surgen, y llevarnos a exclamar: ¡Puede ser que Cristo en el trono de Dios me pertenezca, a mí, pobre y débil criatura!

Pablo encontraba que el amor de Cristo era personal (Gál. 2:20); sí, fue un amor personal el que hacía que Juan se inclinara sobre el pecho de Jesús (Juan 13:23); también era un amor personal el que hizo que la mujer regara con sus lágrimas los pies del Salvador (Lucas 7:38), y todavía hay algunos en esta tierra que comprenden cuál es el poder del amor.

Cuando vemos los fallos de santos como Pedro y Pablo, pensamos cuán pequeño es el hombre, en su mejor estado; pero, ¡qué bendición inexpresable es tener que tratar con un Dios que nunca falla!

Sabemos que cuando dejemos esta tierra, Dios nos llevará consigo, y de nuestro pobre cuerpo hará un cuerpo de gloria como el del Hombre resucitado, sentado a su derecha.

Pase lo que pase, ¡tenemos los brazos eternos debajo de nosotros!

Los santos que nos han dejado aún no gozan de la plena bendición, aunque han dado un gran paso hacia adelante.

La posición de los creyentes no cambia con la muerte; estaban esperando en la tierra, y siguen esperando, presentes con el Señor glorioso. En el caso de Esteban, vemos que el Señor recibe inmediatamente el espíritu de su siervo; así sucede con todos los amados que han dormido en Jesús. Es un bálsamo para el corazón que sufre por el vacío que se ha creado y que siente el quebranto que deja la partida de los que se han ido. La muerte es algo cruel y humillante: pone fin a todos los arreglos y destroza todos los afectos naturales. Pero por otro lado está la conciencia de toda la simpatía de Jesús, cuando la muerte se ha acercado a nosotros (Juan 11:35).

Si tengo a Cristo, ¿qué importa que se me rompa el corazón? ¡Él ama un corazón quebrantado! Él cuida de nosotros más que una madre a su hijo; él conoce cada latido de nuestro corazón. Es hermoso ver cómo él sabe mostrarnos que es soberanamente capaz de darnos descanso (Sal. 62:1) y la paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil. 4:7).

Si nuestro corazón está quebrantado, es para prepararnos mejor para el lugar que Dios nos tiene reservado. Para aquellos que encuentran su apoyo en el amor de Cristo, hay un descanso perfecto, una paz divina que Satanás no puede hacer temblar. Incluso nos maravillaremos al experimentar esta paz, y, en presencia de lo que golpea o destruye nuestras esperanzas más queridas, esteramos en estado de decir: «Padre, te doy gracias» (Juan 11:41; 1 Tes. 5:18).

Acaso el pensamiento de que el Señor viene, ¿no es también un inmenso consuelo y un verdadero poder en la vida práctica? Si lo tuviéramos constantemente ante el corazón, no sucumbiríamos, como sucede con demasiada frecuencia, bajo el cansancio y las dificultades del camino. Puede que Cristo venga esta noche; puede que tengamos que pasar por días de sufrimiento y persecución antes de que él venga; pero, sabiendo que él vendrá por nosotros y que, mientras tanto, su mano nos sostiene, soportemos las pruebas que nos son dispensadas mientras estamos en el cuerpo de nuestra humillación.

Si podemos contar con el amor de Cristo durante todo el camino, estaremos capacitados para afrontar todas las dificultades. El amor que lo hace venir a buscarnos y que se manifestará entonces, ya lo conocemos hoy.

Una señal impresionante de su amor, es que él mismo vendrá a buscarnos, para introducirnos en la casa de su Padre.


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