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Presencia del Espíritu Santo


person Autor: William TROTTER 3

flag Tema: Su presencia en el creyente y en la Iglesia


«Pero todas estas cosas las hace el único y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere» (1 Corintios 12:11).

1 - Prefacio

La presente carta forma parta de varias cartas que fueron dirigidas, hace varios años, a una asamblea o congregación de cristianos, con los cuales el autor mantenía estrecha relación, tanto por su ministerio en medio de ellos como por el afecto que les manifestaba. Esto le dio pie para tratar con ellos con mucha libertad temas de trascendental interés mutuo. Repetidas veces desde entonces se le ha pedido que publique dichas cartas; pero siempre se negó a ello, temiendo que lo conveniente a determinada asamblea, en cierto estado espiritual, no se adaptase a las necesidades de otras asambleas cristianas, cuya condición pudiera ser muy diferente.

Temía, además, el autor de tener la apariencia de ocupar, entre sus hermanos en gene­ral, una posición que él no se hubiera otorgado en su misma localidad, pero que le era gozosamente concedida, por aquellos en cuyo medio había tenido el privilegio de trabajar para el Señor.

Estos dos reparos se desvanecieron de hecho, al saber que copias manuscritas de estas cartas circulaban en varios lugares; publicidad velada que podía, con razón, dar lugar a muy graves objeciones. Las facilidades que brinda semejante modo de circulación a la difusión clandestina de mortíferos errores bastan, por cierto, para despertar el celo de difundir la verdad en aquellos que han de cuidar a las almas.

Este es, pues, el motivo de que la presente carta se llegase a imprimir. De esta manera, su circulación ha sido pública y sus afirmaciones podrán someterse al crisol de la Santa Palabra de Dios.

2 - Primera carta

Muy amados hermanos:

Hay varios puntos, relacionados con nuestra posición de creyentes congre­gados en el solo nombre de Jesús, acerca de los cuales siento la necesidad de hablarles. Escojo este medio de hacerlo porque les ofrece mayor facilidad para examinar y meditar detenidamente lo que les será anunciado a Vds., del que hu­bieran probablemente tenido en una charla o libre discusión a la cual asistirían todos. Estaría muy agradecido si semejante discusión pudiera llevarse a cabo, en caso de que el Señor dispusiese sus corazones a ello, y cuando hayan Uds., examinado y considerado, en Su presencia, las cosas que he de someterles a consideración.

Una palabra, al comenzar, para reconocer la misericordia de Dios hacía nosotros, congregados en el solo nombre de Jesús. No me queda más remedio que inclinar la cabeza y adorar, al recordar los numerosos momentos de ver­dadero refrigerio y gozo sincero que juntos hemos experimentado en Su presencia. El recuerdo de estos momentos, al llenar el corazón de adoración delante de Dios, hace, para nosotros, inefablemente queridos aquellos con los cuales hemos gozado de tales bendiciones. El vínculo del Espíritu es un vínculo real, y es en la confianza que me inspira en el amor de mis hermanos, que quisiera como su hermano y siervo por el amor de Cristo, expresarles sin reserva lo que me parece ser de gran importancia tanto para la continuación de nuestra felicidad y de nuestra común ventaja, como para lo que es mucho más precioso aún: la gloria de Aquel en cuyo Nombre somos congregados.

Cuando en el pasado mes de julio fuimos animados por el Señor –como lo creo– a sustituir la predicación del Evangelio, el domingo por la noche, que se había verificado hasta entonces por reuniones con libertad del Espíritu, ya me imaginaba todo lo que pasaría después. Les confieso que el resultado no me ha sorprendido en lo más mínimo. Hay enseñanzas acerca de la guía práctica del Espíritu Santo que no pueden aprenderse sino por la experiencia; y muchas cosas, que ahora por la bendición de Dios pueden Uds. apreciar por su enten­dimiento espiritual y sus conciencias, les hubieran resultado entonces completamente ininteligibles, de no haber aprendido a conocer la clase de reuniones a las cuales dichas verdades se refieren.

Dice el refrán que la experiencia es la madre de la ciencia. Muchas veces podríamos con razón dudar de ello, pero no podríamos dudar de que la expe­riencia nos haga sentir una necesidad que solo la enseñanza divina puede crear en nosotros. Ya me creerán Uds., si les digo que el hecho de ver a mis hermanos mutuamente descontentos de la parte que toman (unos y otros) en las asam­bleas, no es para mí un motivo de gozo; pero si esta situación contri­buye, como confieso que lo hará, a abrir todos nuestros corazones a las ense­ñanzas de la Palabra de Dios –cosas que de otro modo no hubiéramos podido aprender tan bien–, dicho resultado sería por lo menos motivo de agradecimiento y de gozo.

La doctrina de la morada del Espíritu Santo en la Iglesia sobre la tierra, y por consiguiente de su presencia y guía en las asambleas de los santos, se me presenta desde hace muchos años, si no como la gran verdad de la actual dis­pensación, por lo menos como una de las más importantes verdades que distin­guen a esta dispensación. La negación teórica o real de dicha verdad constituye uno de los rasgos más serios de la apostasía que se ha manifestado. Este senti­miento, lejos de menguar en mí, aumenta más bien a medida que pasa el tiempo.

Les confieso abiertamente que, reconociendo plenamente que hay amados hijos de Dios en todas las denominaciones que nos rodean y por más que desearía ensanchar mi corazón a todos, ya no me sería posible estar en comu­nión con un cuerpo y organización cualquiera de cristianos profesos quienes adoptarían formas clericales de cualquiera clase antes que descansar y ser conducidos por la soberana guía del Espíritu Santo. Como tampoco, si hubiese sido israelita, hubiera podido tener comunión con los que levantaron un becerro de oro en lugar del Dios vivo.

Que esto se haya verificado en toda la cristiandad y que el juicio se avecina sobre ella a causa de este pecado, como de muchos otros, es cosa que no podemos reconocer sino con dolor, humillándonos de ello ante Dios, como habiendo participado todos en ello y como siendo un solo Cuerpo en Cristo con gran número de cristianos quienes, hoy en día todavía, permanecen en esta situación y se glorían de ello. Pero las dificultades que entrañan la sepa­ración de este mal, dificultades que se hubieran tenido, por cierto, que prever y que empezamos todos a notar, no pueden debilitar mis convicciones en cuanto a ese mal del cual Dios, en su gracia, nos ha hecho salir; y no despiertan en mí el más mínimo deseo de volver a esta clase de posición y de autoridad humana y oficial; posición y autoridad que se atribuyen cierta clase de per­sonas, lo que caracteriza a la iglesia profesa y contribuye a apremiar el juicio que caerá pronto sobre ella.

Pero, amados hermanos, si nuestra convicción de la verdad e importancia de la doctrina de la presencia del Espíritu Santo no es demasiado profunda, esto no resta nada para que la presencia del Espíritu Santo en las asambleas de los santos sea un hecho, acompañado de la realidad de la presencia personal del Señor Jesús (Mat. 18:20). Lo que necesitamos es una fe sencilla en esto. Estamos propensos a olvidar. Y el olvido, o ignorancia, de estos hechos es la principal causa de que nos reunimos sin sacar de ello ningún provecho para nuestras almas. ¡Si solo nos reuniésemos para estar en la presencia de Dios! ¡Si solo, al estar reunidos en uno, creyésemos que el Señor está realmente presente! ¡Qué efecto tendría este convencimiento en nuestras almas! El hecho es que, así como tan verdaderamente presente estaba Cristo con sus discípulos en la tierra, tan verdaderamente él está ahora presente, así como su Espíritu, en las asambleas de los santosSi dicha presencia pudiera de algún modo manifestarse a nuestros sentidos –si pudié­semos verla como los discípulos veían a Jesús–, ¡cuán solemnes sentimientos experimentaríamos y cómo estarían dominados nuestros corazones por ello! ¡Qué calma más profunda, respetuosa atención y solemne confianza en Él resultaría de ello! Sería imposible el que hubiera alguna precipitación, algún sentimiento de rivalidad, de agitación, si la presencia de Cristo y del Espíritu Santo fuese así manifestada a nuestra vista y a nuestros sentidos. Y el hecho de esta pre­sencia ¿tendría acaso menos influencia porque se trata de un asunto de fe y no de vista? ¿Acaso Cristo y el Espíritu son menos realmente presentes por ser invisibles?

Es el pobre mundo incrédulo que no recibe estas cosas porque no las ve. ¿Vamos pues a tomar el lugar del mundo y abandonaremos el nuestro? «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» dice el Señor (Mat. 18:20), y también: «Y yo rogaré al Padre, y él os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre; es decir, el Espíritu de verdad, al que el mundo no puede recibir; porque no lo ve, ni lo conoce; pero vosotros lo conocéis; porque mora con vosotros y estará en vosotros» (Juan 14:16-17).

Estoy cada vez más persuadido de que lo que más nos falta, es la fe en la presencia personal del Señor, y en la acción del Espíritu Santo. ¿No hubo épocas en que esta presencia se manifestaba en medio de nosotros como un hecho cierto? y ¡cuán benditos eran aquellos momentos!

Podía haber entonces momentos de silencio, y los había, pero ¿cómo eran utilizados? En depender verdaderamente de Dios. No se pasaban aquellos mo­mentos en una inquieta agitación para saber quién oraría o quién hablaría; ni tampoco en hojear las Biblias o los himnarios para encontrar algo que pare­ciese conveniente leer o cantar.

Tampoco transcurrían en ansiosos pensamientos acerca de lo que pudieran pensar de este silencio aquellos que estaban allí como meros asistentes. Dios estaba allí. Cada corazón se ocupaba de Él. Y si alguien hubiera abierto la boca con el único fin de romper el silencio, se hubiera notado que se trataba de una verdadera interrupción. Cuando se rompía el silencio, era por una ora­ción que encerraba los deseos y expresaba los anhelos de todos los presentes; o por un cántico al cual cada uno podía unirse de todo corazón; o por una palabra que hacía mella poderosamente en nuestros corazones. Y aunque varias personas pudiesen ser utilizadas para indicar aquellos himnos, pronunciar estas oraciones o aquellas palabras, era tan patente que un solo y mismo Espíritu les guiaba en esta reunión, que el desarrollo de la misma parecía haber sido determinado de antemano y que cada uno tuviese su parte en ella. Ninguna sabiduría humana hubiera podido establecer semejante plan. La armonía era divina. Era el Espíritu Santo quien obraba por medio de los distintos miem­bros, en sus diversos lugares, para expresar la adoración o para responder a las necesidades de todos los presentes.

Y ¿por qué no sería siempre así? Amadísimos hermanos, vuelvo a repetir que la presencia y la acción del Espíritu Santo son hechos concretos y no una mera teoría doctrinal. Y desde luego que si, de hecho, el Señor y el Espíritu están presentes con nosotros cuando estamos reunidos en asamblea, ninguna cosa puede alcanzar igual importancia. Dicha presencia es el hecho transcen­dental, que prima sobre los demás; el hecho que debería caracterizarlo todo en la asamblea.

Aquí no se trata solo de una negación. Dicha presencia no significa sola­mente que la asamblea no ha de ser regida por un orden humano y forjado de antemano; significa más que esto: si el Espíritu Santo está allí, es preciso que dirija la asamblea (o iglesia local). Su presencia no significa tampoco que todo el mundo tiene la libertad de participar en el culto o las reuniones. No, dicha presencia significa todo lo contrario.

Es verdad que no debe haber la menor restricción humana; mas si el Espíritu está presente nadie debe participar de modo u otro en la reunión, salvo en aquello que le indica el Espíritu y para lo cual este le califica. La libertad del ministerio se origina en la libertad del Espíritu Santo de repartir a cada uno particularmente como quiere (1 Cor. 12:11). Mas nosotros no somos el Espíritu Santo y si resulta intolerable la usurpación de su lugar por un solo individuo, ¿qué diremos de la usurpación de Su sitio por determinado número de personas, obrando porque hay libertad para actuar, y no porque saben que solo se conforman a la guía del Espíritu Santo obrando como lo hacen? Una fe verdadera en la presencia del Señor pondría orden a todo esto.

No se trata de guardar silencio, o de abstenerse de obrar únicamente a causa de la presencia de tal o cual hermano. Preferiría que hubiese toda clase de desórdenes a fin de que se manifestase la situación real, antes que sentirlo oprimido por la presencia de un individuo. Lo deseable es que la pre­sencia del Espíritu Santo sea realizada de tal modo que nadie rompa el silencio más que bajo Su dirección; y que el sentir de Su presencia nos guarde así de todo cuanto es indigno de Él y del Nombre de Jesús que nos reúne.

Bajo otra dispensación leemos la siguiente exhortación: «Cuando fueres a la casa de Dios, guarda tu pie… No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios… por tanto, sean pocas tus palabras» (Ec. 5:1-2).

Y, por cierto, si la gracia en la cual estamos nos ha dado libre acceso a la presencia de Dios, no debemos usar dicha libertad como excusa para la falta de respeto y para la precipitación. La presencia real del Señor en medio nuestro, debería ciertamente ser motivo de más santa reverencia y piadoso temor que el pensamiento de que Dios está en el cielo y nosotros en la tierra. « Por lo cual, recibiendo un reino inconmovible, tengamos gratitud, y por ella sirvamos a Dios como a él le agrada, con temor y reverencia; porque también nuestro Dios es fuego que consume» (Hebr. 12:28-29 – VM).

Esperando volver a tratar este tema, quedo, amados hermanos, vuestro in­digno siervo en Cristo.

3 - Apéndice a la primera carta

Por importante que sea la doctrina de la presencia y obra del Espíritu Santo en la Iglesia, no hay que confundirla sin embargo con la de la presencia personal del Señor Jesucristo en la asamblea de los dos o tres reunidos en (o hacia) Su nombre.

Pensarán algunos que el Señor está presente en la asamblea por su Es­píritu, no distinguiendo entre la presencia personal del Señor Jesucristo y la del Espíritu Santo. Este administra y dirige; no es soberano. Es el Señor quien es soberano.

Jesucristo dijo del Consolador, el Espíritu de verdad: «no hablará de sí mismo… Él me glorificará… tomará de lo mío, y os lo anunciará», etc. (Juan 16:13-14). Pero el Señor promete estar, él mismo, allí donde dos o tres están reunidos en (a) su nombre. Está en medio de aquellos para los cuales se entregó a sí mismo, mientras que el Espíritu Santo ha sido dado y no se entregó a sí mismo.

Es de suma importancia retener la verdad de la presencia y obra del Espíritu Santo en la asamblea. Este hecho ha sido perdido de vista por la Iglesia y es lo que motivó su ruina; ella ha colocado al clero en lugar de la presencia y acción del Espíritu Santo.

Revista «Vida cristiana», año 1954, N° 11 y 12