Inédito Nuevo

Conocer al Padre


person Autor: J. A. TRENCH 1

flag Tema: La familia de Dios: hijos de Dios


Padres, jóvenes (hijos) et hijitos…

«Os escribí, hijitos, porque conocéis al Padre» (1 Juan 2:13).

Son necesarias algunas palabras en cuanto a la redacción de esta parte de la Epístola de Juan, porque está oscurecida por algunas traducciones, por no observar una distinción entre «hijos», con cuyo término cariñoso el anciano apóstol se dirigió a toda la familia de Dios, como en 1 Juan 2:1, 12, 28, y después «hijitos», para los cuales se usa otra palabra en los versículos 13 y 18, cuando se inspira para dividir la familia según varias etapas de crecimiento. Porque en la de Dios, como en nuestras familias naturales, hay padres, jóvenes (hijos) e hijitos. Resume lo que tiene que decir a cada uno de ellos en el versículo 13, y luego desarrolla sus pensamientos a cada uno a partir del versículo 14.

Los padres, la etapa más avanzada del crecimiento cristiano, han conocido al que es desde el principio, es decir, a Cristo (vean 1 Juan 1:1), y a esto no puede añadir nada más. No hay nada más allá del conocimiento de Cristo, pues todo verdadero crecimiento consiste en “que yo le conozca” (vean Fil. 3:10). En medio del versículo 14 se dice que los jóvenes son fuertes, que su fuerza se manifiesta en haber vencido al maligno, pero es importante notar que esta fuerza se atribuye a la Palabra de Dios que mora en ellos. El mundo es su peligro y de esto se les advierte. Desde el versículo 18 se dirige plenamente a los «hijitos», advirtiéndoles contra los muchos anticristos ya manifestados y las seducciones de la falsa enseñanza, y sacando a relucir dónde están sus recursos, hasta el final del versículo 27: y luego en el versículo 28 reanuda su discurso a toda la familia.

No es ahora mi propósito entrar en lo que se dice a cada uno, sino solo recoger de toda la instrucción lo que pertenece por gracia infinita al niño pequeño, y si al más joven, a todos en la familia de Dios. Sobresalen 3 cosas prominentemente: que, en común con todos los destinatarios, sus pecados les son perdonados por causa de su nombre, lo cual implica todo el valor de su persona y obra (v. 12); además que, como siempre íntimamente relacionado con este perdón, y consecuente con él, han recibido el Espíritu Santo para morar en ellos. El efecto de esta morada es doble: (1) que ellos conocen todas las cosas (v. 20) –no por supuesto en el conocimiento desarrollado de todos los temas de la revelación, sino como teniendo la capacidad divina para entrar en las cosas divinas (porque el hombre natural no las recibe); y (2) él está dentro de ellos como el Maestro divino (v. 27) para enseñarles todas las cosas, haciéndolos así independientes de las pretensiones, sabiduría o locura del hombre. Luego, el apóstol hace la característica distintiva de los niños pequeños, ellos conocen al Padre (v. 13). Estas 3 cosas, pues, caracterizan la plena posición cristiana:

  1. El perdón de los pecados por medio de Cristo;
  2. la posesión del Espíritu Santo; y
  3. la relación de los hijos con un Padre conocido.

El apóstol no tiene en cuenta la edad natural al hablar de los padres, los jóvenes y los niños, ni se trata de una cuestión de logros. Los niños son tales, cualesquiera que sean sus años naturales, que han sido introducidos recientemente en el pleno lugar cristiano al recibir la buena nueva de su salvación. Los jóvenes y los padres son tales por el crecimiento espiritual en ese lugar.

Y ahora nos encontramos cara a cara con lo que me llevó a abordar el tema. ¿Cuál es este conocimiento del Padre al que el hijo menor en Cristo tiene su título inalienable? Y si tiene este título, ¿es suyo y mío disfrutarlo realmente en todo su inestimable privilegio? Es claramente algo más que saber que somos hijos de Dios; aunque nuestros corazones pueden conmoverse profundamente al contemplar la forma del amor que se nos ha concedido, para que llevemos este nombre y seamos capaces de ocupar el lugar de los hijos ante el Padre, como nacidos de él y poseedores del Espíritu de su Hijo (1 Juan 3:1).

La relación es una cosa; el conocimiento del Padre cuyo hijo soy es otra. Supongamos el caso del parentesco natural, y enseguida se percibirá la diferencia: el parentesco sigue siendo el mismo cualquiera que sea el carácter del padre, pero para los hijos cuánto depende de ello: puede ser cariñoso y considerado o, todo lo contrario; la diferencia para ellos es incalculable. ¿Basta, pues, que sepamos que por gracia infinita somos hijos de Dios, o no procuraremos conocer a nuestro Padre? ¿No deberíamos desear fervientemente familiarizarnos con los pensamientos y sentimientos de su corazón? ¿Con el amor de su naturaleza, su carácter (si se me permite usar la palabra con la más profunda reverencia)? Cuando él hace de este conocimiento de sí mismo el privilegio del más joven de sus hijos. Pero cabe preguntarse, ¿cómo voy a conocerlo? Solo puede ser como él se revela. Busquemos entonces humildemente la manera en que la Escritura nos presenta esta bendita revelación.

Mateo 11 se nos presentará naturalmente como la primera insinuación de tal revelación en el ministerio del Señor Jesús. Todas las circunstancias lo hacen más conmovedor para nuestros corazones. Fue un tiempo de profunda prueba para él. La incredulidad de corazón duro lo encontró en las ciudades donde se realizaron la mayoría de sus obras poderosas, y estas obras atestiguaron quién era él en cuya presencia se sintieron tan impasibles. Pero esto solo sirvió para poner de manifiesto, en la perfección del bendito Señor, lo que era para él el conocimiento del Padre. Sabía de dónde recibir todo lo que tanto le apremiaba, pues leemos: «En aquella ocasión, tomando la palabra, Jesús dijo: ¡Gracias te doy, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños!» (v. 25).

En su rechazo por estas ciudades no poseía nada más que los caminos de sabiduría y amor perfectos de su Padre. Si en la sabiduría divina estas cosas estaban ocultas a los sabios y prudentes, había niños a quienes serían reveladas por gracia infinita. Conocía el amor del Padre, y en esto encontraba su perfecto reposo, y se sometía absolutamente a su voluntad; esto está claramente expresado en las palabras: «Sí, Padre, porque así te agradó» (v. 26). Estas 2 cosas nos están presentadas en la experiencia del bendito Señor: la fuente de su descanso en el conocimiento del Padre, y su perfecta sumisión a la voluntad del Padre; en ambas quiere introducirnos; pues esta es la conexión de las palabras que siguen, demasiado a menudo pasada por alto. En el versículo 27 se presentan todas las glorias más profundas de su Persona, del lugar que le fue dado y de su obra en el carácter más profundo del mismo. No solo el reino mesiánico, sino «todas las cosas» en supremacía universal le son entregadas por el Padre: la gloria insondable de su Persona se da a conocer en las palabras «nadie conoce al Hijo, sino el Padre»; y luego como el objeto más precioso de la encarnación –«Ni al Padre conoce nadie, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar». Había venido para revelar al Padre, y esto va mucho más allá y por encima de la gloria en la que había sido presentado a Israel hasta el punto hasta aquí alcanzado en este Evangelio. Pero observemos cuidadosamente que es cuando la gloria divina e inescrutable de su Persona como el Hijo se pone de manifiesto que él insinúa, como tan estrechamente conectado con y dependiendo de esta gloria, su propósito de revelar al Padre.

Si ahora se convierte en una pregunta ansiosa: ¿A quién revelará al Padre, al que solo el Hijo había visto y conocido? La respuesta viene de inmediato en las preciosas palabras: «¡Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os daré descanso!» (v. 28). Cuántos hay que han pasado por el mundo y, a pesar de todo su trabajo y cansancio, lo han encontrado vacío de algo que los satisfaga. Él había pasado por él y lo encontró así, pero tenía una fuente secreta de descanso perfecto. Nos llama a él para que nos la revele. Esta fuente de descanso es el Padre y su corazón de amor infinito. El Hijo nos daría descanso al revelárnoslo, y entonces solo tenemos que aprender de él, el manso y humilde. ¿Cómo someternos absolutamente a su voluntad para encontrar este descanso perfecto realizado prácticamente bajo todas las circunstancias? Ambos han sido vistos en operación práctica en el bendito lugar que el Señor tomó expresado en «Sí, Padre, porque así te agradó»; y es cuando la fe encuentra su seguro título para rastrear todo lo que viene sobre nosotros hasta el corazón del Padre, que el yugo de la sumisión es fácil, y su carga ligera.

Cuán bendita, entonces, es la confirmación de que conocer al Padre no es una experiencia avanzada que solo pertenece a aquellos que han estado mucho tiempo en el camino cristiano. Cuando encontramos que lo primero que el Señor necesita para dar descanso, y para establecer el corazón que confió en él, en vista de las consecuencias de su rechazo y de los cambios de dispensación implicados por él, es venir a él como el resto de este Evangelio lo anuncia. Pero para el desarrollo completo de todo lo que fluye de la gloria divina de su Persona, que acaba de ser tocada aquí y luego abandonada, como no dentro del alcance de Mateo, debemos dirigirnos al Evangelio según Juan, donde desde el principio brilla por todas partes, aunque velada en la forma humilde de la = su humanidad.

El Verbo, que era Dios por naturaleza, se hizo carne y habitó entre nosotros, de modo que el ojo abierto de la fe contempla su gloria, la gloria de un unigénito con un Padre, el objeto predilecto de las delicias del Padre (Juan 1:14) Esto es lo que le da su bendita competencia para dar a conocer al Padre; tal como leemos en el versículo 18: «Nadie ha visto jamás a Dios: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer». ¿Quién tan apto para darlo a conocer como el Hijo que habita en su seno? Porque su cercanía e intimidad de relación con el Padre siempre le caracterizaron mientras hablaba y actuaba como Hombre entre los hombres. Intentemos, pues, averiguar cómo nos llega la revelación del Padre en la persona del Hijo. La encontraremos en sus palabras y en sus obras, agrupadas por el Espíritu en el Evangelio según Juan. Solo aquí, en toda la Escritura, se revela plenamente el Padre, una razón, sin duda, por la que el pequeño rebaño acude instintivamente a él como a su más rico pasto.

Fíjense en la forma en que nos está presentado en Juan 5:17-20. Se convierte para nosotros en una revelación del Padre. Se convierte en una revelación para nosotros del lugar que el Hijo había tomado, y que siempre mantuvo en su camino aquí. Al rechazar la posibilidad de un sábado para el corazón de Dios en un mundo de pecado y dolor, Jesús dice: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo». Si aún no era el tiempo del descanso de Dios, había llegado el tiempo completo de su obra, para que los hombres estuvieran preparados para tener su lugar en ese descanso. Los judíos tenían razón al considerar que las palabras del Señor implicaban su igualdad con el Padre, pero por esa razón no podía ser cierto que se hiciera a sí mismo Dios. La verdad fue que, siendo en forma de Dios, no consideró usurpación de lo que no le pertenecía el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo (pues esa es la maravillosa palabra) y tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres; y aun entonces, hallándose en la condición de hombre, sí mismo se humilló (Fil. 2:6-8). Vaciándose como Dios, se humilló como hombre, en lugar de hacerse cualquier cosa.

No estaba aquí, pues, para actuar como Dios, independientemente, porque dijo: «En verdad, en verdad os digo: No puede el Hijo hacer nada de sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre». Solo había venido a actuar en absoluta dependencia del Padre; sin embargo, nadie más que él, que era igual al Padre, podría haber dicho: «Todo cuanto él hace, lo hace también el Hijo de igual manera». Pero fue como si actuara desde su lugar consciente en el amor del Padre y en perfecta comunión con él, «Porque el Padre ama al Hijo y le manifiesta todo lo que él hace» (Juan 5:19-20). Todas sus obras eran, pues, las obras del Padre, la expresión de la naturaleza y de la voluntad del Padre que brotaban de esta comunión divina. En sus obras se reveló el Padre. De ahí sus solemnes palabras en Juan 10:37-38: «Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aun cuando no me creáis a mí, creed en las obras; para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre».

Tampoco fue de otra manera con sus palabras, como lo muestra maravillosamente Juan 12:49-50: «Porque no hablé de mí mismo, sino que el Padre que me envió, él me ha dado mandamiento de lo que debo decir y lo que debo hablar… todo lo que digo, pues, lo digo según me ha dicho el Padre». Qué nuevo y precioso interés adquiere toda su trayectoria, cuando aprendemos que tanto en palabras como en obras está expresando al Padre, para que podamos conocerle así perfectamente revelado. De aquí se deriva también la revelación de la Casa del Padre, de la que nunca antes se había hablado en las Escrituras.

1 - La Casa del Padre y el camino

Juan 14, donde todo se revela plenamente, exige nuestra más profunda atención. Porque allí encontramos que cuando el Señor Jesús ya no podía ocupar su lugar con los suyos en un mundo que lo rechazaba, les daría un lugar consigo mismo en la Casa del Padre adonde iba: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Si voy y os preparo un lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino» (v. 2-4). Él espera entonces 2 cosas, que ellos tengan conocimiento de la Casa del Padre, como el lugar donde él iba, y del camino. Pero ¿cómo podía ser esto así cuando las Escrituras habían guardado silencio sobre tales temas?

Tomás pregunta por el camino y se entera de que Jesús habló del camino al Padre, porque la revelación del Padre era la revelación de la Casa del Padre. Jesús mismo era «el camino», pues «nadie viene al Padre, sino por mí». Él era también «la verdad», pues, siendo Dios revelado, ellos tenían la verdad en cuanto a todo, que consiste en su relación con él; y, además, él era «la vida», la bendita capacidad de gozar de la revelación. Y añade: «Si me hubieseis conocido a mí, hubierais conocido a mi Padre también; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto» (v. 7).

Felipe quería saber más del lugar, pues parecía captar el pensamiento de que la Persona hace el lugar, que el Padre constituye todo el gozo y la bienaventuranza de la Casa del Padre, de ahí su oración: «muéstranos al Padre, y esto nos basta» (v. 8). Cuán bendito por la gracia es tener la conciencia de que no se necesita nada más para llenar y satisfacer todo el ser. ¿Hasta qué punto entramos en algo de este sentido de las cosas, ahora que todo está plenamente fuera? Pero la respuesta está en lo que nos ha precedido; y con palabras de suave reprensión dice Jesús: «Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? El que me ha visto, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?». Y apela a sus palabras y a sus obras: «¿No creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí? Las palabras que os hablo, no las hablo por mi propia cuenta; pero el Padre que mora en mí, él hace sus obras». Y si las palabras no fueran suficientes –«creed a causa de las obras mismas» (v. 11).

Pero Felipe no tenía entonces el Espíritu, como lo tenemos nosotros, para poder entrar en el testimonio de las palabras que oyó, y de las obras que vio. Y nosotros, amados hermanos, ¿en qué medida –digámoslo de nuevo a nosotros mismos– en qué medida hemos aprovechado la revelación, ahora que el Espíritu nos la ha traído a la memoria constante por el registro apostólico? Y, como morando en nosotros, daría efecto al testimonio en nuestras almas, y sería el poder de nuestro disfrute de ella en su totalidad.

2 - No hemos quedado huérfanos

Todos sabemos lo que se siente por un niño huérfano, con la capacidad de disfrutar de las relaciones y, sin embargo, sin lo único que puede atraer, llenar y satisfacer los afectos y dar la sensación de hogar: un padre y el amor del corazón de un padre conocido y poseído, porque la casa del padre es siempre el hogar de los hijos. Pero no somos huérfanos, porque conocemos al Padre, y de nuevo hay que insistir en que el conocimiento del Padre implica algo más que la mera conciencia de la relación. Hay amor al Padre, y el Señor quiere conducirnos a la bendita realidad del mismo. «En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros; ya que el Padre mismo os ama, porque me habéis amado a mí y habéis creído que yo salí de Dios» (vean Juan 16:26-27). ¡Qué riqueza y plenitud de afecto divino hay aquí! El Padre ama al Hijo, y si nosotros le amamos hay un vínculo entre nuestros corazones y el suyo en un objeto común de amor; y así se nos da la sensación de ser objetos directos del amor del Padre.

3 - La vida eterna

Pero hay algo que incluso va más allá de esto, pues en Juan 17 se presenta otro carácter de la bendición que está relacionado con la revelación del Padre, a saber, lo que es la vida eterna, la vida que poseemos en el Hijo de Dios. Es, en su carácter más profundo, «que te conozcan a ti [es decir, al Padre a quien se dirigía], único Dios verdadero [que ahora no puede conocerse aparte de la revelación del Padre], y a Jesucristo, a quien tú enviaste» – la forma y Aquel en quien él ha sido revelado. La vida eterna había estado en el Hijo con el Padre desde la eternidad (1 Juan 1:2), siempre caracterizada por esa relación; se manifestó por primera vez en la tierra por la encarnación, revelando el Hijo al Padre en todos sus caminos; ahora, basándose en la obra de la redención, que en este capítulo se considera ya realizada por su muerte y resurrección, nos introduce en toda la posición y relación de esa vida tal como se expone en Cristo resucitado. La posición en la que aquí nos asocia consigo mismo en relación con el Padre, en absoluta separación del mundo, conduciéndonos a nuestro aún futuro disfrute de ella en la esfera propia de esa vida, su gloria celestial y la Casa del Padre, es la exposición más completa de la vida eterna que tenemos.

Entonces, cuán más allá de todos los pensamientos de los hombres está el propósito del amor eterno que encuentra expresión en las palabras de esta maravillosa oración. Porque Jesús no solo habla de la perfección de la gloria dada de Cristo en la cual nos manifestará al mundo (v. 22-23) «para que el mundo sepa que tú me enviaste, y que los has amado, como a mí me has amado»; sino que en el último versículo habla de la manera que ha provisto para nuestro disfrute presente de tal lugar en el amor del Padre: «Les di a conocer [palabra más rica que “declarar”] tu nombre, y se lo daré a conocer». La revelación del nombre del Padre en el Hijo por medio de sus palabras y obras es perfecta, como hemos visto en este Evangelio, y nunca se le podrá añadir nada. Pero el bendito Señor nos asegura que él lo dará a conocer, a fin de que el poder de la revelación llegue ahora a nuestros corazones y a nuestras vidas como una realidad cada vez mayor. Y esto para «que el amor con que me amaste esté en ellos, y yo en ellos». Él mismo (¡oh, si pudiéramos entrar un poco más en el maravilloso pensamiento!) para hacer conocer el amor del Padre, tal como él lo conocía y era objeto de él, a nuestros corazones –él mismo en nosotros como vida, para ser nuestra fuerza y capacidad de conocerlo y disfrutarlo. Si el capítulo 17 no lo hubiera revelado así, nunca habríamos podido concebir que el amor del Padre hacia nosotros era de tal carácter, y que el lugar que el Hijo tenía en él era la única medida de nuestro lugar en él. No podemos comprenderlo, pero podemos creerlo y disfrutarlo y adorarlo, y saber algo cada vez más de vivir en la conciencia de ser amados por el Padre como él amó al Hijo.

4 - El gran obstáculo

Un pensamiento más para el que debemos volver a la Epístola. ¿Qué es lo que ha obstaculizado tanto la realización de lo que se ha presentado como el primer y más sencillo, aunque más profundo, privilegio del más joven en el círculo familiar de Dios? Creo que no hay que buscarlo muy lejos. Se llega a él cuando se alcanza la siguiente etapa de crecimiento, y los «jóvenes», que han encontrado a Satanás viniendo abiertamente contra ellos, y por la Palabra de Dios que mora en ellos, lo han vencido. El sutil enemigo de nuestras almas sabe obrar por medio de lo que es su esfera, y presentar algún objeto en el mundo para seducir el corazón. Porque no es lo que está en nuestras manos el principal peligro, sino lo que él puede incitarnos a desear. «No améis al mundo»; y se añade –para protegernos contra la traición del corazón que haría que «el mundo» fuera solo aquello que se encuentra fuera de los límites de sus propias esperanzas, perspectivas y ambiciones– «ni las cosas que hay en el mundo». Y allí aprendemos que «si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (vean 1 Juan 2:15-16). No habla del amor de Dios, que se derrama en el corazón tan ciertamente como se ha dado el Espíritu Santo, que se supone de todos aquellos a quienes escribe Juan. Es el amor del Padre –el goce de esa relación especial, con todo lo que fluye del conocimiento de Aquel con quien estamos en relación– lo que se ve específicamente obstaculizado, si el corazón sale tras cualquier pobre objeto mundano. Sin embargo, todo lo que hay en ello moralmente –qué bien saberlo de Dios– es «egoísmo», el deseo de poseer lo que no tenemos, u «orgullo» –el despreciable orgullo de lo que tenemos; y absolutamente nada más. ¡Qué engaño es! Sin embargo, cuántas vidas cristianas, que una vez se abrieron llenas de la promesa más brillante, pronto se han nublado y cerrado en una oscuridad comparativa por haber quedado atrapadas por ella. «El mundo pasa –gracias a Dios, podemos decir– y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (v. 18). El Señor haga que esa bendita voluntad sea la única cosa ante nuestros corazones, durante los pocos momentos de prueba que nos quedan, para que pueda haber una verdadera expansión y crecimiento en la naturaleza divina que poseemos, por el poder de las relaciones celestiales de las que disfrutamos, y el conocimiento de las Personas divinas con las que estamos en relación por gracia infinita.