Índice general
Cristo es Dios sobre todas las cosas
Romanos 9:5
Autor:
(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
El tema de las glorias de Cristo es muy edificante, porque desvía nuestros pensamientos de nosotros mismos para ocuparlos en la excelencia de Aquel que, durante la eternidad, será el único objeto de nuestra alabanza y adoración. El gozo que el alma obtiene de esta contemplación es por consiguiente un anticipo del cielo. Vemos a Jesús, y esta mirada nos transforma «de gloria en gloria en la misma imagen» (Hebr. 2:9; 2 Cor. 3:18). Para el creyente, es un medio poderoso de «ganar a Cristo» (Fil. 3:8) y de alcanzar la meta que se proponía Juan el Bautista: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe» (Juan 3:30). «No vivo yo, mas vive Cristo en mí» dijo el apóstol Pablo (Gál. 2:20).
Este tema es tan amplio que nos limitaremos a presentar algunos pensamientos, deseando que este estudio contribuya a hacernos crecer en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador así como a gustar más la excelencia de este conocimiento, «para que en todo tenga la preeminencia» (Col. 1:18).
Cuando el Espíritu revela las glorias de Cristo en la Palabra, emplea en varias ocasiones la expresión «en todo». Estas palabras hacen resaltar cada vez el incomparable resplandor de Sus glorias, ya sea que se trate de la existencia eterna del Hijo de Dios, de su poder creador, de su manifestación en carne, de su obediencia, de su relación con su Iglesia, o de su señorío presente y futuro. En la manifestación de sus diversas glorias, aparece como el «Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos», en su adorable persona, tal como es en sí mismo desde la eternidad, Dios el Hijo, digno ahora y por siempre de todo nuestro amor y de toda nuestra adoración. «Digno eres... El Cordero que fue inmolado es digno» (Apoc. 5:9-12).
Podemos considerar sus glorias desde tres diferentes puntos de vista, según se manifiesten en el pasado, el presente o el porvenir. En el pasado, lo que resalta es el poder del Hijo de Dios; en el presente brilla su gracia y, en el porvenir será manifestada su supremacía[1].
1 - En el pasado
Los pasajes que nos revelan las glorias de Cristo en el pasado, en relación con todas las cosas, se refieren a dos clases de hechos diferentes: la creación y la redención. La divinidad de Cristo brilla tanto en una como en otra, con un resplandor incomparable.
Tanto la epístola a los Colosenses como la dirigida a los Hebreos insisten en el poder creador de Cristo para demostrar su preeminencia absoluta sobre los ángeles. Mientras que estos últimos no son sino criaturas, «espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación» (Hebr. 1:14), Cristo es el Creador, «el primogénito de toda creación» (Col. 1:15). «Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes de todas las cosas» (Col. 1:16-17). En Hebreos 1:2 está escrito en pocas palabras: «Por quien asimismo (Dios) hizo el universo». El universo en su conjunto –incluso los seres invisibles– fue llamado a la existencia por el poder creador del Hijo de Dios, actuando en perfecto acuerdo con su Padre (Prov. 8:27-31; Apoc. 4:11). «Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió» (Sal. 33:9).
Todas las cosas fueron creadas por medio de Él, pero también para Él. Jesús no solamente tiene el poder creador, sino que, además, las cosas creadas son de su propiedad. Por la caída de Adán, toda la creación fue colocada bajo las consecuencias del pecado y «sujetada a vanidad» (Rom. 8:20), de manera que el señorío de Cristo sobre todas las cosas no será manifestado hasta después de la ejecución de los juicios que harán que toda rodilla se doble delante de Él; pero luego, toda lengua tendrá que confesar que él es el Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:10-11).
«Él es antes de todas las cosas». Esta declaración de la Escritura, a la vez que afirma la preexistencia de Cristo, recalca su gloria divina como Creador; porque para que él pudiera crear, era necesario que existiera antes de todas las cosas que había creado. Pero más que su preexistencia, ella revela su existencia eterna, atributo exclusivo de la Deidad: Antes que existiera una sola cosa, él es. Es el eterno «yo soy». «Antes que Abraham fuese, yo soy» (Juan 8:58). El principio del evangelio de Juan pone en evidencia la existencia eterna y el poder creador de Cristo, «el Verbo» divino. «En el principio era el Verbo» (1:1), y luego en el versículo 3: «Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho». El apóstol Pablo escribió a los Corintios: «Para nosotros… solo hay... un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él» (1 Cor. 8:6), es decir que es a la vez Creador del mundo y, en cuanto a nosotros, es tanto nuestro Creador como nuestro Redentor.
Sin embargo, la gloria que Cristo adquirió en el pasado por la obra de la redención, sobrepasa en extensión a la que posee como Creador. En efecto, bastó pronunciar una palabra para crear los mundos y traer los seres a la existencia; en cambio, para llevar a cabo la redención, «debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo» (Hebr. 2:17). Fue necesario que se volviera hombre, a fin de poder sufrir y morir para salvar a los pecadores. La expresión «en todo» hace resaltar la completa conformidad de Cristo con el hombre y su sumisión voluntaria a todas las servidumbres de la condición humana. Sin embargo, no abandonó las perfecciones morales vinculadas con su divinidad. Glorioso y «grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria» (1 Tim. 3:16).
Durante el transcurso de su vida en la tierra, Cristo pasó por pruebas a las cuales también los suyos están expuestos, en un mundo gobernado por Satanás. Sufrió a causa de la maldad y la hostilidad de los hombres. Fue probado en su carácter de hombre obediente y tuvo que pasar por las circunstancias más terribles. Así «fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebr. 4:15). Por eso puede compadecerse de nuestras debilidades, como nuestro Sumo Sacerdote. A pesar de ser el Hombre resucitado y glorificado, pero hombre en toda la extensión del término, no se olvidó jamás de lo que encontró en su andar aquí abajo. También su corazón está lleno de sentimientos por los suyos, aún enfrentados con las dificultades, las luchas, las enfermedades, las penas, los obstáculos del camino.
Al fin de su carrera en la tierra, Cristo tuvo que afrontar aún la cruz y sus sufrimientos, no solamente de parte de los hombres, sino también de su Dios que lo abandonó cuando, cargado de nuestros pecados y hecho pecado por nosotros, tomó nuestro lugar y el juicio que nosotros merecíamos. Para llevar a cabo semejante obra, debía ser Hombre y Dios. «Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos» (Col. 1:19-20). En Cristo hombre, toda la plenitud de la Deidad se agradó en habitar corporalmente (2:9). En Cristo hombre, Dios se complació en reconciliar consigo todas las cosas, tanto terrenales como celestiales, haciendo, por Él, la paz mediante la sangre de su cruz. La creación entera, deshonrada por el pecado, fue separada de Dios para siempre. Sin embargo, Dios, por su gran misericordia, quiso reconciliarla consigo, y restablecer de esa manera la relación que existía entre ella y Él antes de que el pecado lo dañara todo. El único fundamento de esta reconciliación es la sangre de Cristo derramada en la cruz: Ahí Dios hizo la paz mediante la sangre de la cruz de Cristo.
Para los creyentes, la reconciliación es un hecho cumplido, mientras que con respecto a las cosas es aún futuro. Los primeros gozan desde ahora de los resultados de esta obra: «Ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte» (Col. 1:21-22). Fueron hechos cercanos a Dios, a quien conocen como Padre por el Espíritu de adopción. Gozan de los resultados de esta preciosa relación, a la espera de ser presentados «santos y sin mancha e irreprensibles delante de él» (v. 22), fruto supremo y glorioso de la reconciliación.
En cuanto a las cosas terrenales y celestiales, serán plenamente libradas del poder y de la presencia del mal solo en el estado eterno, cuando Dios cree «cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pe. 3:13)[2].
Entonces, todas las cosas estarán purificadas para Dios de acuerdo con todo el valor del sacrificio de Cristo. Verdaderamente, «el Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano» (Juan 3:35; 13:3), todo lo concerniente a la salvación de los pecadores, al cumplimiento de sus designios de gracia, así como también a la ejecución de sus juicios en el tiempo fijado para ello. Cristo mismo declaró: «Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre» (Mat. 11:27; Lucas 10:22), y después de su resurrección: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mat. 28:18). ¡Qué gloria! ¡Pero también qué privilegio para nosotros el poder, por la fe, anticipar el día en el cual la gloria de nuestro divino Salvador será manifestada en todo su esplendor, frente al cielo y a la tierra!
2 - En el presente
El poder creador del Hijo de Dios se expresó por la palabra que trajo todas las cosas a la existencia. Ahora bien, el mismo poder asegura la perduración y preservación del orden que impide que las cosas se hundan en la confusión. «Todas las cosas en él subsisten... Quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (Col. 1:17; Hebr. 1:3). Sin él, toda la creación volvería a la nada, pues no sería capaz de subsistir por sí misma. Este divino poder de Cristo, no puede, pues, dejar de desplegarse con respecto al universo. De hecho, su actividad no ha menguado ni un instante desde la creación de los mundos. Aun cuando vino a la tierra en forma de niño, envuelto en un pesebre, o cuando fue clavado en la cruz o puesto en la tumba, continuó sustentando «todas las cosas con la palabra de su poder». Cuando estuvo aquí abajo, manifestó los efectos de este poder en muchas ocasiones; por ejemplo, cuando reprendió al viento y a las olas y los obligó a callarse (Marcos 4:39; Lucas 8:24), o cuando ordenó a los peces que llenasen las redes de los discípulos (Lucas 5:4-6; Juan 21:6), o cuando hizo secar la higuera estéril en un instante (Mat. 21:19). El día vendrá, en el cual por la misma palabra de su poder, el Hijo hará «pasar» la primera creación (Apoc. 21:1) y la sustituirá por un nuevo cielo y una nueva tierra, tal como lo proclama el versículo 5: «He aquí, yo hago nuevas todas las cosas».
Otra gloria actual de Cristo surge de la supremacía que Dios le confirió sobre todas las cosas, en virtud de su humillación y obediencia hasta su muerte en la cruz. Esta posición gloriosa está confirmada en muchos pasajes de la Escritura, entre otros en Efesios 1:20-23: «Y (Dios) sentándole a su diestra, en los lugares celestiales, sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero; y sometió todas las cosas bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo».
En la posición que Dios le confirió, Cristo no está solo, sino que la Iglesia está asociada con él y comparte todas las glorias que le pertenecen como Hombre obediente y victorioso[3]. Dios «dio» a Cristo a la Iglesia, que es su Cuerpo. Este don es la prueba más grande del amor de Dios hacia la Iglesia, pues ¿habría tenido algo más precioso para darle que su propio Hijo amado? Y no solamente esto, sino que Cristo fue dado a la Iglesia como «cabeza sobre todas las cosas» para formar con ella un solo cuerpo (1 Cor. 12:12), siendo ella «la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo». Cristo es la Cabeza con la cual la Iglesia forma una unidad vital por el Espíritu Santo. Está asociada a Él como «cabeza sobre todas las cosas». Cristo así exaltado es Cabeza sobre todas las cosas, y Cabeza de su cuerpo, que es la Iglesia. Esta gloria que solo la fe puede discernir hoy, resplandecerá a los ojos del universo, cuando Cristo haya reivindicado sus derechos sobre su heredad.
3 - En el porvenir
Como lo vimos antes, las glorias venideras de Cristo en relación con «todas las cosas» conciernen al dominio universal que le será conferido por Dios como fruto de su humillación voluntaria y de su sacrificio en la cruz. Estos derechos ya le pertenecen, pero los ejercerá solo después de haber ejecutado los juicios previos a la instauración de su reino.
«Dios… nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo... Todo lo sujetaste bajo sus pies. Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él; pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas» (Hebr. 1:1-2; 2:8). El título de heredero de todas las cosas que Dios le dio al Hijo implicaba su encarnación, su muerte, su resurrección y su glorificación. En efecto, solo después que Cristo cumplió la obra de la cruz, Dios pudo poner todas las cosas bajo sus pies. A causa de haberse hecho semejante a los hombres y de humillarse a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte de cruz, Dios «le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:6-11).
Dios dijo al Hijo: «Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra» (Sal. 2:8). Cristo es constituido heredero de todas las cosas –es decir del universo, el cual comprende personas y cosas– como Hijo. «Porque en cuanto le sujetó todas las cosas, nada dejó que no sea sujeto a él». Dios nos reveló así «el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra» (Efe. 1:9-10). Este pasaje confirma que, cuando finalice la sucesión de las diversas épocas y llegue «el cumplimiento de los tiempos», Cristo administrará no solamente la tierra, sino que dominará también sobre todas las cosas que están en los cielos.
Ciertamente «todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas», pues el tiempo en que el Hijo tomará posesión de esta gloriosa herencia está aún por venir: será cuando Él entre en su reino. Sin embargo, desde ahora, la fe puede contemplarlo sentado a la diestra de Dios, coronado de gloria y de honra, y descansar en la declaración divina, tantas veces repetida: «Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies» (1 Cor. 15:27; Efe. 1:22; Hebr. 2:8).
¡Qué precioso es nuestro privilegio de poder contemplar desde aquí abajo las glorias de Cristo! Esta contemplación consolida nuestros afectos por el Amado, vivifica nuestra comunión con él y nos lleva también a permanecer cerca de él, en los lugares celestiales. Nuestros corazones ocupados por un Objeto tan glorioso, tienen el deseo ardiente de verlo cara a cara, a fin de rendirle por fin el homenaje de una adoración que ninguna imperfección debilitará. Pero, los santos afectos producidos por esta contemplación tienen también efectos prácticos en nuestro camino: un celo acrecentado en el servicio del Señor, un testimonio más viviente, una espera más real de su venida, una vigilancia con respecto al mal y una firmeza en cuanto al bien. ¡Que la gracia nos sea concedida para contemplar más y más la gloria de «Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos», a fin de que seamos «transformados de gloria en gloria, en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (2 Cor. 3:18), esperando el día muy próximo en el cual seremos perfectamente semejante a Él!