Cosas difíciles de explicar


person Autor: Paul FUZIER 20


La Epístola a los Hebreos abre el cielo para que nosotros poda­mos contemplar la Persona excelente de Aquel que –habiendo venido a esta tierra para cumplir la obra de nuestra redención– «soportó la cruz, despreciando la vergüenza» y está ahora «sentado a la diestra de Dios» (Hebr. 12:2). Hasta entonces, el «camino del lugar santísimo» (Hebr. 9:8) no se había hecho patente todavía, pero habiéndose ofrecido Cristo a sí mismo sin mancha a Dios (Hebr. 9:14), «ha entrado una sola vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo hallado eterna redención» (Hebr. 9:12). «Porque no entró Cristo en un lugar santo hecho a mano, reproducción del verdadero, sino en el cielo mismo, para ahora comparecer ante Dios por nosotros» (Hebr. 9:24).

Los sacrificios ofrecidos según la ley nunca podían perfeccionar a los que así se acercaban a Dios (Hebr. 10:1); Cristo, «con una sola ofrenda», nos «perfeccionó para siempre» (Hebr. 10:14), de tal modo que ahora se nos puede exhortar a acercarnos «con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, con corazones purificados de una mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (Hebr. 10:22). Esta exhortación nos es dirigida por cuanto tenemos plena «libertad para entrar en el Lugar Santísimo» (Hebr. 10:19) y «un gran sacerdote sobre la casa de Dios» (Hebr. 10:21).

¿Y quién es ese «gran sacerdote sobre la Casa de Dios»? Es Aquel de quien habla el apóstol en el capítulo 5 de Hebreos. Los escritos del Antiguo Testamento nos presentan a dos hombres establecidos en el cargo del sacerdocio: Aarón y Finees (Lev. 8 y 9; Núm. 25). Aarón fue llamado a ejercer el sacerdocio (Hebr. 5:4), mientras que Finees adquirió el derecho de ejercerlo, por cuanto hizo «expiación por los hijos de Israel» (Núm. 25:10-13). Ambos aspectos son puestos en evidencia en el sacerdocio de Cristo: «Así también Cristo no se glorificó a sí mismo para hacerse sumo sacerdote, sino aquel que le dijo: Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Como también en otro lugar dice: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Hebr. 5:5-6).

Y en otro lugar: Él es «la propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 2:2).

Pero ¡qué camino no tuvo que recorrer desde que dejó la gloria hasta el momento en que fue «proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec»! Aquel es el «gran sacerdote sobre la casa de Dios», es Aquel que «En los días de su carne ofreció oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, siendo escuchado y atendido a causa de su piedad. Y aunque era Hijo, aprendió la obediencia por las cosas que sufrió. Y consumada su perfección, llegó a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen; y fue proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (Hebr. 5:7-10).

¡Qué maravilloso tema tiene el apóstol ante él! ¡Y cómo hubiera querido poder desarrollarlo presentando a los creyentes he­breos un Cristo glorificado después que hubo padecido, un Cristo celestial! «Acerca de esto», dice, «tenemos mucho que de­cir» (Hebr. 5:11).

Así como el apóstol tenía «mucho que decir» respecto de Aquel que fue saludado por Dios sumo sacerdote según el orden de Mel­quisedec, Dios tiene también mucho que comunicarnos acerca de la Persona adorable de su Hijo amado. ¿No ardemos en deseos de oír­lo? Dicha Persona, ¿no enciende nuestros corazones? ¿No es él de quien deseamos ocuparnos en el camino? ¿Acaso anhelamos crecer «en el conocimiento de Dios»? (Col. 1:10). – ¿Quién no contestaría que sí? Pero ¿es de labios solamente, o desde lo más profundo de nuestros corazones?

Desgraciadamente, bien es verdad que tanto para nosotros como para los creyentes hebreos estas cosas son difíciles «de explicar» (Hebr. 5:11), o de expresar. Y tal vez por el mismo motivo: ¡por cuanto nos hemos vuelto «perezosos para escuchar»!

Reconocemos a menudo que precisamos un ministerio que alimente nuestras almas de Cristo; que nos presente las variadas glorias de su Persona; que lo coloque ante nuestros ojos como el Hijo de Dios y como el Hijo del hombre; que llene nuestros corazones de lo que él es como Salvador, Señor, Pastor, Sumo Sacerdote, Abogado; ministerio que exalte, a la Cabeza del Cuerpo, al Esposo de la Iglesia. Y, por cierto, es de él de quien el Espíritu Santo quiere hablarnos y Dios tiene mucho que decir a cada uno de nosotros acerca de la gloriosa Persona que será el único objeto de nuestros corazones durante la eter­nidad.

Pero, para nosotros también, estas cosas resultan difíciles «de ex­plicar» porque, en el fondo, estamos ocupados con otros temas en lugar de ocuparnos de Cristo, y tan solo estaremos verdaderamente dispuestos a oír y aptos para entenderlo cuando el tema presentado cautive nuestros corazo­nes. En el caso contrario, tan solo se presta un oído distraído, inca­paz de hacer el menor esfuerzo para seguir su desarrollo. Un tema resulta fácil de explicar a un auditorio cautivado por ese tema y que desea entrar o ahondar en lo que se le presenta; en cambio, es difícil de explicar a quienes tienen otras preocupaciones y cuyo espíritu está distraído…

Nuestros predecesores estaban mucho más familiarizados que nosotros con todas las verdades relativas a la Persona de Cristo, es decir, con el conjunto de las verdades cristianas. ¿No hemos dejado a veces de lado escritos de los que ellos se alimentaban porque nos detenía la profundidad de ciertas páginas? Las mismas verdades que la mayoría de los que nos precedieron captaron muy rápidamente con su inteligencia renovada –porque, sin duda, las comprendieron aún más rápidamente con su corazón– son a menudo «difíciles de explicar» para nosotros. Nuestros padres tomaron el «alimento sólido», el de los «que alcanzan madurez», que habían comprendido su posición en Cristo y estaban ocupados con un Cristo celestial; esto es generalmente un nivel demasiado alto para nosotros: necesitamos «leche», el alimento de los niños pequeños (Hebr. 5:12-14; comp. 1 Cor. 3:1-2).

Conservamos el recuerdo de muchos hermanos a quienes el Señor ha recogido en su seno y que han sido siervos útiles para la Asam­blea. El ministerio de ellos ha sido una rica bendición para muchos. Con­servamos, desde luego, sus escritos, pero ellos ya no están para en­señarnos, exhortarnos y alentarnos –para ayudarnos con sus conse­jos o intervenir con todo el peso de su autoridad moral. ¡Cuántas veces hemos echado de menos los notables dones del siglo pasado (siglo 19) y del principio de este (siglo 20)! ¿Sería difícil para nuestro Dios suscitar a otros? De ningún modo. Pero no olvidemos que Dios nos priva de bendiciones espirituales, como antes privaba a Israel de bendiciones materiales. Preguntémonos, pues, si ya no tenemos –fuera del ministerio escrito de ellos– los dones que supieron apreciar nuestros prede­cesores, ¿no es por cuanto nos hemos vuelto «perezosos para escuchar»?

Formulémonos también esta segunda pregunta: –¿Seríamos ca­paces de apreciar hoy el ministerio de quienes suscitó el Señor en los días del despertar y en la época inmediatamente posterior, cuando nos hemos aprovechado tan poco de su ministerio escrito?

Dicho ministerio está a nuestra disposición, ¡bendito sea Dios! Pero entristece ver el reducido número de los que desean beneficiarse del mismo. Sí, ¡hemos venido a ser tardos, perezosos para escuchar! Por lo tanto, las verdades que deberían ser el alimento diario de nuestras almas, las que se refieren a la Persona misma de Cristo, son verdades en las cuales penetramos muy poco y de las cuales disfrutamos en una débil medida. El Espíritu Santo está ocupado con otra cosa que en desarrollar ante nosotros las glorias de nuestro Señor y Salva­dor Jesucristo; demasiadas veces contristado, él se ocupa en corregir en nosotros lo que le impide ejercer el servicio que es suyo por ex­celencia, aquel del cual hablaba el Señor a sus discípulos cuando les decía: «Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo anunciará» (Juan 16:14).

¡Humillémonos por nuestra pereza espiritual, mientras que estamos a menudo muy activos –tal vez demasiado– en otras tantas cosas! ¡Meditemos sobre la pérdida que hacemos de este modo! Dios tiene muchas cosas que decirnos acerca de Aquel que conocemos tan poco y para quien deberíamos arder en deseos de conocer mejor. Estas cosas son difíciles «de explicar» por cuanto hemos venido a ser «perezosos para escuchar».

Uno se vuelve perezoso «para escuchar» cuando se deja invadir por el sopor espiritual, cuando la persona de Cristo deja de tener precio para el corazón. Los creyentes hebreos ya no contemplaban un Cristo glorificado en los cielos, por lo cual el apóstol les escribe esta epís­tola en la cual les presenta a Cristo a la diestra de Dios, saludado por él «sumo sacerdote según el orden de Melquisedec» (Hebr. 5:10). Pero al colocar ante ellos a un Cristo celestial tenía dificultad para explicarles las cosas que quería decirles, ¡porque ellos dirigían sus miradas hacia la tierra en lugar de ponerlas en los cielos!

Deseamos recordar lo que escribía “a los jóvenes hermanos”, hace 89 años (hacia 1931), uno de nuestros venerados conductores, el cual ha entrado ya en el reposo: “El olvido de esta Palabra es el gran peligro que corren los jóvenes hermanos de la generación presente. Ante todo, quisiera que los jóvenes cristianos no se contentasen con una lectura diligente de la Biblia, como para descargarse de un deber, lo que equivale a no leerla del todo. Pero, aún más, yo quisiera verlos estudiar la Palabra con oración y con el deseo ardiente de ser enseñados por el Espíritu Santo para comprenderla”. Y acerca de los escritos que están a nuestra disposición añade: “Muchos de estos escritos tienen un valor incomparable para edificaros, y pensad bien que el Señor no nos los ha dado para que los ignoréis o los paséis por alto sin leerlos. Aquellos que prescinden de su lec­tura viven generalmente ignorando el alcance de muchos pensamien­tos de Dios. Para los unos hay pereza culpable que teme al esfuerzo exigido para aprovechar el fruto de estos escritos; y así menospre­cian estos dones de Dios, como si él los hubiese enviado sin necesi­dad. Otros, confundidos por su orgullo, piensan poder adquirir por sí mismos, y sin ser ayudados en ello, los conocimientos que estos escritos encierran. He notado a menudo que este orgullo recibe su castigo judicial en la ignorancia en que estos cristianos se encuen­tran sobre verdades elementales en las cuales se hallan familiarizados muchos que son jóvenes en la fe”.

“Vuestros antecesores, queridos jóvenes hermanos, se han alimentado con estos escritos y han sido fortalecidos por ellos en el conocimiento de las verdades que la Palabra nos presenta, pues la Palabra es la salvaguardia por excelencia de aquellos que atraviesan los decadentes tiempos actuales. Leed, estudiad, meditad, para convenceros de ello, toda la Segunda Epístola a Timoteo”.

“Queridos jóvenes hermanos, ¿os habéis suficientemen­te apropiado las verdades capitales sin las cuales el testimonio que os es confiado no existiría? ¿Habéis sentido la inmensa importancia de estas ver­dades del principio, que sois responsables de mantener frente a todas las sectas de la cristiandad profesa que os rodea? El Señor os ha concedido el privilegio de formar parte de su testimonio hasta su venida, siendo este el último testimonio y no habrá otro; y es un hecho solemne que, si solo pertenecéis al mismo de una manera exterior, perderéis el beneficio y la recompensa. Es, en efecto, una inmensa bendición estar enlazado a un testimonio suscitado para estos últimos tiempos, pero es, al mismo tiempo, una inmensa responsabilidad. Si la tratamos ligeramente, ella puede constituir, al final de nuestra carrera, la pérdida de toda recompensa, una corona perdida que no será nunca más recobrada”.

El final del capítulo 5 de la Epístola a los Hebreos (v. 12 al 14) nos muestra cuáles son las consecuencias –algunas de ellas por lo me­nos– de dicha pereza espiritual: nuestro desarrollo está obstaculizado y, si bien «dados los tiempos» deberíamos ser capaces de enseñar a los demás, estamos reducidos a seguir tomando el alimento de los niños pequeños. El alimento sólido está a un nivel demasiado elevado para nosotros; solo conviene «a los que han alcanzado madurez», es decir a los que han comprendido y realizado su posición en Cristo, en los lugares celes­tiales, los cuales, entrando por la fe en el mismo cielo, habitan en él y gozan de Cristo, el «gran sacerdote [establecido] sobre la casa de Dios». A estos, las cosas referentes a la Persona de Cristo y las verdades que se derivan del conocimiento de Cristo (de hecho, son todas las verdades cristianas) no son difíciles de explicar, por cuanto Cristo es el objeto del corazón de ellos. ¡Tienen hambre y sed de Él, y lejos de ser «perezosos para escuchar» nunca se cansarían de oírle!

Los «que han alcanzado madurez» …, tienen los sentidos ejercitados en el co­nocimiento del bien y del mal. ¿No debemos humillarnos por el escaso discernimiento espiritual que poseemos? Hoy día resulta muy difícil vivir el cristianismo en un mundo que está madurando para el juicio y en medio de una cristiandad caracterizada por la tibieza y la indiferencia, donde se ve una apariencia de piedad, pero sin ningún poder. ¡Cuánto discernimiento necesitamos para ser fieles, para obrar siempre según el pensamiento de Dios! Desgraciadamente ¡cuán poco tenemos! Somos a menudo tan poco capaces de ver la realidad y llamamos «bien» a lo que rechazaríamos resueltamente si tuviésemos los «sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal» (Hebr. 5:14). Esta falta de discernimiento es la consecuencia de nuestra pereza espiritual, ¡no nos engañemos!

Demasiado a menudo están nuestros corazones ocupados con otras cosas que de Cristo, por lo tanto, escuchamos distraídamente las cosas referentes a él. Hemos considerado mayormente el ministerio escrito, pero ¿no ocurre otro tanto con el ministerio oral? Lo que leemos en el libro del profeta Ezequiel, ¿no podría aplicarse a nos­otros también? Sí, «habla el uno con el otro, cada uno con su hermano, diciendo: Venid ahora, y oíd qué palabra viene de Jehová. Y vendrán a ti como viene el pueblo, y estarán delante de ti como pueblo mío, y oirán tus palabras, y no las pondrán por obra… Y he aquí que tú eres a ellos como cantor de amores, hermoso de voz y que canta bien; y oirán tus palabras, pero no las pondrán por obra» (Ez. 33:30-32). Aquel que es «perezoso para escuchar» es un «oidor olvidadizo» y no un «hacedor de la obra» (véase Sant. 1:25).

Dios tendría mucho que decirnos acerca de su Hijo –su Palabra está llena de ello–, pero estas cosas son difíciles «de explicar» a quienes son «perezosos para escuchar». De modo que solo en una débil me­dida entramos en el conocimiento de las cosas gloriosas referentes a Cristo, y solo realizamos en una pequeña medida también nuestra posición en él y con él. Así que, en vez de crecer y desarrollarnos, no pasamos del alimento de los niños pequeños, de las verdades elementales del cristianismo y, por lo tanto, carecemos del discernimiento espiri­tual necesario para andar fielmente en este mundo, bien sea indivi­dual, bien sea colectivamente. El ministerio se ejerce «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, de varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños pequeños, zarandeados y llevados por todo viento de doctrina por la astucia de los hombres que con habilidad usan de artimañas para engañar; sino que, practicando la verdad con amor, vayamos creciendo en todo hasta él, que es la cabeza, Cristo» (Efe. 4:12-15).

Cristo «también descendió a las partes más bajas de la tierra», pero «El que descendió es el mismo que también subió muy por encima de todos los cielos» y «subiendo a lo alto… dio dones a los hombres» (Efe. 4:8-11). En otros pasajes, estos dones nos son presentados como dones de Dios, o dones del Espíritu. Que sean considerados como procedentes de Dios (Rom. 12), dados por Cristo (Efe. 4) o repartidos por el Espíritu (1 Cor. 12), manifiestan siempre la activi­dad del Espíritu, si son ejercitados en la debida dependencia. Es, pues, el Espíritu Santo que obra a fin de producir los resultados a los cuales alude el apóstol en el citado pasaje de Efesios 4:12-15. Quiere alimentar nuestras almas para que podamos crecer y llegar a ser varones «perfectos» en vez de ser «niños».

Antes de dejarles, el Señor anunció a sus discípulos la venida del Espíritu Santo como Persona divina en la tierra, de este «otro Consolador» que había de venir para morar con ellos y en ellos (Juan 14:16-17; véase también Juan 14:25-26; Juan 15:26); les dijo cuál sería su acción para con este mundo y en favor de los santos (Juan 16:7-15). Y añade: «Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar» (Juan 16:12). El Espíritu Santo no estaba sobre la tierra, con ellos y en ellos, para dárselos a entender (véase Juan 7:39; Juan 16:13); el hecho de que el Señor no podía presentarles todo cuanto tenía que decirles no era pues consecuencia del estado espiritual de ellos. Mientras que, cuando escribía el apóstol a los creyentes hebreos, el Espíritu Santo estaba presente para llevarlos «al conocimiento de toda la verdad», para tomar lo que es de Cris­to y dárselos a conocer (Juan 16:14); si, pues, el apóstol que tenía mucho que decir acerca de Cristo estaba impedido por la dificultad que experimentaba de explicárselos, era debido al estado espiritual de ellos: la acción del Es­píritu Santo en ellos era impedida por cuanto se habían vuelto «perezosos para escuchar».

Hemos intentado arrojar luz sobre una de las principales causas de nuestra debilidad, del poco discernimiento espiritual que tenemos y de las faltas consiguientes. A veces, intentamos presentar excusas, invocando nuestra ignorancia, ¡pero olvidamos que es una ignorancia culpable, y por lo tanto inexcusable!

¡Quiera Dios mismo obrar en nuestros corazones para que Cristo sea su único Objeto! Nuestros oídos estarán entonces siempre abiertos y no seremos nunca «perezosos para escuchar»; tendremos así el discernimien­to espiritual necesario para obrar siempre según el pensamiento de Dios, para hacer el bien y evitar el mal. Que podamos decir nos­otros también: «Da, pues, a tu siervo corazón entendido para juzgar a tu pueblo, y para discernir entre lo bueno y lo malo; porque ¿quién podrá gobernar este tu pueblo tan grande?

«Da pues a tu siervo un corazón inteligente… para poder distinguir entre el bien y el mal» (1 Reyes 3:9, VM 1929).

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1959, página 197


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