Conocer, querer, hacer

Colosenses 1:9-10


person Autor: Paul FUZIER 20


El apóstol pedía a Dios que los colosenses fueran «llenos del conocimiento de su voluntad» (Col. 1:9). Sin este conocimiento no puede haber vida cristiana que responda plenamente al pensamiento de Dios; toda la marcha, toda la actividad del creyente en el servi­cio, no tendría valor alguno si ello no fuera consecuencia del cono­cimiento de la voluntad de Dios. El apóstol va aún más allá en su oración: desea que en el corazón de los colosenses no exista otra cosa aparte de este conocimiento; pensamientos propios, voluntad propia, no deben tener ningún lugar. Esto, pues, implica un buen es­tado moral del alma y es, en efecto, indispensable si queremos andar en un camino de obediencia a la voluntad de nuestro Dios y Padre.

Andar así, es el deseo que tenemos todos, puede que sea un deseo más o menos firme, pero con todo es real. ¿Es verdad que a veces estamos perplejos? Quisiéramos obrar según la voluntad de Dios, pero la discernimos mal, aun cuando nosotros desearíamos que nos fuera claramente indicada. No siendo espirituales, pero al menos piadosos, hay creyentes que gozarían en encontrar con facilidad en la Palabra de Dios una línea de conducta limpiamente trazada, para cada circunstancia por la cual deban atravesar. Se hace la observación de que hay enseñanzas precisas y detalladas concernientes a ciertos puntos, por ejemplo, en la Primera Epístola a Timoteo, sobre el asunto de los an­cianos y de las viudas (cap. 3 al 5). ¿Por qué las Escrituras, en vez de detallar, generalizan a propósito de tantos otros? A esto puede responderse que, si la Palabra de Dios contuviera reglas de acción aplicables a las diferentes situaciones en las cuales el creyente es susceptible de encontrarse, máximas claras y simples no necesitando ningún ejercicio, sería suficiente entonces consultarla como se hace con una obra que en el dominio de las cosas de aquí abajo in­dica, a la vista de cada eventualidad posible, lo que es necesario ha­cer. Ahora bien, Dios desea que nuestra alma se halle siempre en un buen estado moral, a saber, vivir en la comunión del Señor –y esto im­plica dejar de lado nuestra voluntad propia–; el juicio de sí mismos nos conducirá a estar «llenos del conocimiento de su voluntad [de Dios]».

Aun en las circunstancias en que nosotros no tenemos un mandamiento preciso de su parte, sabremos lo que le es agradable pues habremos aprendido a conocerle un poco y a discernir los pensamientos y los deseos de su corazón. Para satisfacer los deseos de una persona, es necesario que ella sea el objeto de nuestros afectos; si David no hubiera ocupado el primer lugar en el corazón de los «tres de los treinta jefes» de los cuales nos habla 2 Samuel 23:13-17, no hubiesen venido a él a la cueva de Adulam, y si no hubiesen estado cerca de él, tampoco habrían conocido el deseo del rey rechazado: «¡Quién me diera a beber del agua del pozo de Belén que está junto a la puerta!» (2 Sam. 23:15). Conocido el deseo, ellos fueron a buscar el agua sin razonar en manera alguna; sin duda, hubieran podido decir: “Es peligroso ir a Belén que está actualmente bajo la mano de los filisteos, ¿no podríamos calmar la sed del rey dándole aguas de otras cisternas?” Nada de eso, «sin murmuración ni disputa» (Fil. 2:14), desde que David ex­presó el deseo de beber de esta agua, «entonces los tres valientes irrumpieron por el campamento de los filisteos, y sacaron agua del pozo de Belén que estaba junto a la puerta; y tomaron, y la trajeron a David» (2 Sam. 23:16). Este ejemplo ilustra la enseñanza dada por el propio Señor: «Si alguno me ama, guardará mi palabra» (Juan 14:23).

Comprendemos, también, la diferencia entre la conducta y el servicio de un creyente espiritual, viviendo en la comunión con el Señor, habitando en el santuario, y otro que no goza mucho de estos privilegios. Para el primero el camino es claro mientras que para el segundo la duda y la incertidumbre son, generalmente, su porción: ya quisiera hacer la voluntad de Dios, pero no la conoce. Él piensa: “Tal vez orando la conoceré y recibiré luz sobre la marcha”. Este es un consejo que se acostumbra dar a los creyentes que se hallan en semejante situación: “¿Queréis obedecer la voluntad de Dios y no la co­nocéis? Orad y Dios ciertamente os responderá”. El consejo solo es bueno en apariencia, pues no tiene en cuenta el estado espiritual, y tal vez moral de aquél a quien se le da. Si la lección que Dios quiere darnos fuese que solamente es necesario orar para quedar esclarecido, dicha lección quedaría perdida cuando nos demos cuenta de nuestra ignorancia con respecto a su voluntad.

Lo que es necesario aprender en estos casos es que tenemos necesidad de vivir más cerca del Señor y de tenerlo siempre entre nosotros. Si somos llevados a través de estos ejercicios, a tener un ojo «simple [sano], todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22). Cuando estamos en la ignorancia respecto a lo que Dios nos quiere ver ha­cer, cuando no tenemos la luz necesaria, no se termina todo dicien­do: «¡Señor, ilumíname!», es preciso reconocer la verdadera causa del mal: el problema estriba en que mi “ojo no es sencillo (sano)”. Puede ser que el pensamiento de Dios hacia nosotros es que estemos quietos. A veces deseamos hacer algo, cuando efectivamente no tenemos nada que hacer, y este deseo puede conducirnos a amargas experiencias. Es difícil esperar con paciencia las directrices del Señor, el momento elegido por él; a veces se prefiere hacer cualquier cosa menos esperar. ¡Quiera Dios darnos sabiduría y discernimiento, dependencia constante de él!

Hace falta, también, recordar que la acción de la Palabra y la del Espíritu van siempre juntas. Es por la operación del Espíritu en el alma que podemos gozar de la relación con nuestro Dios y Padre, de la comunión con el Señor en el Santuario; es por el Espíritu de Dios que poseeremos el pensamiento, la mente de Dios revelada en su Palabra, y que seremos guiados como «hijos de Dios», manifestando esta relación por la conducta (Rom. 8:14), «hijos» más bien que «hijitos» (que es la expresión de 1 Juan 2:12), correspondiendo a «hijos» la idea del vigor y la energía manifestados, mientras que lo femenino se relaciona a lo más «frágil» (compárese 1 Pe. 3:7) e «hijito» indica esencialmente esta re­lación.

Nosotros comprendemos pues, porqué el apóstol pide en su ora­ción a Dios por los colosenses: «llenos del conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Col. 1:9). Que Dios nos conceda la gracia de ser hombres espirituales, a fin de que estemos siempre «llenos del conocimiento de su voluntad».

Pero no olvidemos que de este conocimiento se desprende una responsabilidad. Si el apóstol pide que los colosenses estén «llenos del conocimiento de su voluntad, en toda sabiduría e inteligencia espiritual», es a fin de que ellos puedan andar de una manera digna del Señor para complacerle en todo, llevando fruto en toda buena obra. Tener el conocimiento de la voluntad de Dios, encontrarse en circunstancia de estar llamados a cumplirla, y entretanto no hacerla, es más grave de lo que nosotros pensamos. El apóstol San­tiago nos dice: «El que sabe hacer el bien y no lo hace, para él es un pecado» (Sant. 4:17). Podremos creer que pecar es desobedecer a Dios en el solo sentido de no obrar conforme a lo que nos demanda; pero saber y no hacer es igualmente desobedecer y, por lo tanto, es pecar. Según la enseñanza del apóstol Santiago, el hecho de no obrar cuando tenemos la luz necesaria para hacerlo, es pecar.

Conocer la voluntad de Dios es lo primero y esencial; seguidamente viene querer realizarlo, y al fin hacerlo. Solo Dios puede pro­ducir en nosotros tanto «el querer como el hacer» (Fil. 2:13). Dios, «que comenzó en vosotros una buena obra» y que «la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Fil. 1:6), actúa en nosotros para producir el deseo de cumplir su voluntad, «el querer», y es incluso él quien nos hace capaces de andar «como es digno del Señor, con el fin de agradarle en todo, dando fruto en toda buena obra» (Col. 1:10), es decir, haciendo.

¡Todo es de él, tanto «el querer como el hacer»!

El hombre, en su estado natural, piensa estar capacitado para «hacer» y aun para hacer grandes cosas. Tomando ejemplo del intérprete de la ley, hace la misma pregunta: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?» y, ciertamente, si fuera capaz de cumplir la ley obtendría la vida: «Haz esto y vivirás» (Lucas 10:25-28), pero el hombre no es capaz de realizar «esto». Asimismo, las multitudes decían a Jesús: «¿Qué hemos de hacer, para realizar las obras de Dios?», y Jesús respondió y les dijo: «Esta es la obra de Dios, que creáis en aquel a quien él envió» (Juan 6:28-29).

Un alma vivificada que se sitúa sobre un terreno legal para cumplir la voluntad de Dios, es incapaz de «hacer» aunque en él haya el «querer»; el capítulo 7 de la Epístola a los Romanos traza las experiencias por las cuales pasa esta alma: «Lo que practico no es lo que quiero, sino lo que odio, eso hago». «Porque sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien; pues el querer hacerlo está en mí (pero el obrar lo que es bueno, no)». «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso practico» (Rom. 7:15, 18-19). Tanto en uno como en otro caso, tenemos la demostración del hecho de que la vieja naturaleza es incapaz de cumplir la voluntad divina: «Por cuanto el pensamiento de la carne es enemistad contra Dios, porque no se somete a la ley de Dios, ni tampoco puede; y los que están en la carne no pueden agradar a Dios» (Rom. 8:7-8). Es solo Dios quien puede obrar en nosotros «el querer como el hacer, según su buena voluntad» (Fil. 2:13), poniendo en actividad, por el poder de su Espíritu, la nueva naturaleza del creyente.

¡Qué perfecto modelo tenemos en Cristo! Solo él anduvo de forma que pudiera decir en verdad lo que el salmista expresaba ya por el espíritu profético: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón», y aún: «A Jehová he puesto siempre delante de mí» (Sal. 40:8; 16:8).

Poseyendo así, como hombre, el conocimiento de la voluntad de Aquel que ha venido a revelar y a servir, él la cumplió por entero ¡y qué delicias halla en esta senda de dependencia y obediencia! Obedecer, «hacer», no es, para él, cosa gravosa. Citemos algunas pa­labras que pronunció en los días de su humanidad, palabras relata­das en el Evangelio que vuelve a trazar el camino recorrido en este mundo por el Hijo de Dios: «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra». «Porque descendí del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió». Yo «hago siempre las cosas que le agradan». «Pero para que el mundo sepa que yo amo al Padre, y como me mandó el Padre, así hago» (Juan 4:34; 6:38; 8:29; 14:31). Andar de una manera digna del Señor (Col. 1:10), es andar en la senda que él mismo trazó, reflejando sus caracteres. ¡Contemplémoslo a fin de poderlo imitar en algo!

Para animarnos, la Palabra nos presenta, al lado del perfecto Modelo, “modelo inimitable” y que, con todo, somos exhortados a imitar ejemplos de creyentes que teniendo el conocimiento de su voluntad han hecho lo que Dios les pedía, o lo que estaba en Su mente, en circunstancias donde no existe ningún manda­miento preciso. De la mujer que llegada a la casa de Simón el leproso, derramó sobre la cabeza de Jesús el «ungüento muy caro» que ella traía, Aquel a quien había honrado dijo: «Es una buena obra lo que ha hecho ella conmigo», y aun «ella ha hecho lo que podía» (Mat. 26:10-13; Marcos 14:6, 8-9). Nadie le había ordenado algo y ni así mismo el Señor había expresado algún deseo como David hizo, al cual respondieron los tres valientes que menciona la Escritura en 2 Samuel 23:13-17.

El apóstol Pablo escribía a los filipenses: «Lo que habéis aprendido, y recibido, y oído, y visto en mí, hacedlo; y el Dios de paz estará con vosotros» (Fil. 4:9). Él les había enseñado y ellos habían entendido, recibido, aprendido, pero aún más, ellos habían “visto en él”, pues­tas en práctica, las verdades predicadas; de manera que con la autori­dad moral que se desprendía de su marcha –¡que precedía a su auto­ridad apostólica (recordemos que esta epístola está escrita por Pablo, «siervo de Jesucristo», y él no reivindica su título de apóstol)– podía decirles: “Esto haced”. Él había estado en la escuela de Dios: había “aprendido” y “sabía”, sin que a pesar de ello cesara de ser “enseñado”, y así podía «hacer», obrar: «Todo lo puedo en aquel [Cristo] que me fortalece» (Fil. 4:11-13). Como hizo el Señor, así el apóstol no tenía en todo lo que hacía sino un solo deseo: la gloria de Dios; imitador de Cristo, puede pues exhortarnos a ser sus imitadores (1 Cor. 4:16; 11:1; Fil. 3:17) y «hacelo todo para gloria de Dios» (1 Cor. 10:31). «Y todo cuanto hagáis, en palabra o en obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él» (Col. 3:17).

Después de haber «dado ejemplo» a sus discípulos a fin de que –les dice– «para que vosotros también hagáis como yo he hecho con vosotros», el Señor añade: «Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las hacéis» (Juan 13:15, 17). Para “hacer”, primero es necesario saber, es una cosa esencial, pero la felicidad no consiste en saber, sino en “hacer”.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1958, página 172


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