Índice general
La oración en relación con las reuniones de oración
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1 - Preámbulo
Al considerar el importantísimo tema de la oración, hay dos cosas que exigen nuestra atención: primero, la base moral de la oración; segundo, sus condiciones morales.
La Escritura presenta el fundamento moral de la oración con palabras como estas: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis, y os será concedido» (Juan 15:7). Y también: «Amados, si nuestro corazón no nos condena, confianza tenemos para con Dios; y todo cuanto pidamos lo recibimos de él; porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que es agradable ante él» (1 Juan 3:21-22). Del mismo modo, cuando Pablo pide las oraciones de los santos, expone la base moral de su petición, diciendo: «Orad por nosotros, porque estamos seguros de tener buena conciencia, deseando conducirnos bien en todas las cosas» (Hebr. 13:18).
De estos pasajes y de varios otros de igual importancia, aprendemos que para que la oración sea eficaz, el corazón debe ser obediente, la mente recta, la conciencia buena. Si el alma no está en comunión con Dios, si no permanece en Cristo, si no se rige por sus santos mandamientos, –si el ojo no es sencillo, ¿cómo podríamos esperar respuestas a nuestras oraciones? Seríamos como esas personas de las que habla el apóstol Santiago, que «No tenéis, porque no pedís; pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros placeres» (Sant. 4:2-3). ¿Cómo podría Dios, como Padre santo, conceder tales peticiones?
Por lo tanto, cuánto es necesario tener mucho cuidado sobre qué base presentamos nuestras oraciones. ¿Cómo podría el apóstol haber pedido a los hermanos que oraran por él, si no hubiera tenido una buena conciencia, un ojo sencillo, un corazón recto y la convicción interior de que en todas las cosas deseaba realmente vivir honestamente? Esto habría sido imposible. Decimos fácilmente: “Acuérdate de mí en tus oraciones”, y seguramente, nada puede ser más precioso que ser llevado en el corazón de los queridos hijos de Dios, cuando se acercan al trono de las misericordias; pero ¿prestamos suficiente atención a la base moral de nuestras peticiones? Cuando decimos: “Hermanos, rogad por nosotros”, ¿podemos añadir, como en presencia de Aquel que escudriña los corazones?: «Porque estamos seguros de tener buena conciencia, deseando conducirnos bien en todas las cosas». Y cuando nosotros mismos nos postramos ante el trono de la gracia, ¿es con un corazón que no nos condena, un corazón recto y un ojo sencillo, un alma que verdaderamente permanece en Cristo y guarda sus mandamientos?
Estas, queridos lectores son cuestiones serias y que escudriñan nuestro corazón; llegan hasta las raíces y los resortes morales de nuestro ser. Pero es bueno que nuestros corazones sean sondeados profundamente respecto a todas las cosas, pero especialmente respecto a la oración. Hay mucha falta de realidad en nuestras oraciones, una triste ausencia de la base moral, mucho de: «Pedís mal». De ahí la falta de fuerza y eficacia en nuestras oraciones; –de ahí la formalidad, la rutina, e incluso la hipocresía positiva. El salmista dice: «Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado» (Sal. 66:18). ¡Qué solemne es esto! Nuestro Dios quiere la realidad. Él mismo, bendito sea su santo nombre, es verdadero con nosotros; y quiere que seamos verdaderos con él. Quiere que nos presentemos ante él tal y como somos, y con nuestras verdaderas necesidades.
Por desgracia, ¡cuántas veces ocurre lo contrario, en privado y en público! Cuántas veces nuestras oraciones se parecen más a discursos que a peticiones, más a exposiciones de doctrinas que a expresiones de necesidad. A veces parece que nos proponemos exponer principios a Dios, y enseñarle muchas cosas. Esto es lo que con demasiada frecuencia ejerce una influencia tan seca en nuestras reuniones de oración, y les quita su frescura e interés. Aquellos que realmente saben lo que es la oración, que sienten su valor y necesidad, vienen a la reunión de oración para orar, no para escuchar discursos, conferencias o explicaciones de hermanos arrodillados. Si tienen necesidad de aprender, pueden asistir a las reuniones donde se estudia la Palabra de Dios, o las instrucciones o la predicación; pero cuando van a la reunión de oración, es para orar. Para ellos, la reunión de oración es el lugar donde se expresan las necesidades y se espera la respuesta, el lugar donde se confiesa la debilidad y se espera la fuerza. Tal es su idea, «habría un lugar de oración» (comp. Hec. 16:13); y, por lo tanto, cuando se reúnen allí, no están dispuestos ni preparados para escuchar una larga predicación en forma de oración, apenas soportable si fuera una verdadera predicación, pero así intolerable.
Hablamos abiertamente y con fuerza porque sentimos la necesidad de una gran sinceridad al hablar; sentimos profundamente la necesidad que tenemos de realidad, sinceridad y verdad, en nuestras oraciones individuales y en nuestras reuniones de oración. A menudo sucede que lo que llamamos oración no es una oración en absoluto, sino la exposición profusa de ciertas verdades conocidas y recibidas, cuya repetición constante se vuelve muy tediosa y fastidiosa. ¿Qué puede ser más penoso que escuchar a un hombre de rodillas exponiendo principios o desarrollando doctrinas? Es imposible no preguntarse: ¿Este hombre está hablando con Dios o con nosotros? Si es a Dios, seguramente nada puede ser más irrespetuoso que tratar de explicarle las cosas; si es a nosotros, entonces no es orar en absoluto, y cuanto antes dejemos la actitud de orar, mejor; el orador estaría mejor de pie y nosotros estaríamos mejor sentados y escuchando.
Al hablar de la actitud, queremos llamar amorosamente la atención de los santos sobre algo que, a nuestro juicio, requiere una seria consideración; nos referimos a la costumbre de muchos de sentarse durante el santo y solemne ejercicio de la oración. Estamos bien persuadidos, y no hace falta decirlo, de que lo importante en la oración es tener el corazón en una disposición adecuada. Además, sabemos, y no queremos olvidarlo, que muchos de los que asisten a nuestras reuniones de oración son personas mayores, enfermas o delicadas, a las que les sería imposible arrodillarse durante algún tiempo, quizá incluso durante un momento. Además, a menudo ocurre que incluso cuando no hay debilidad física y cuando habría un deseo real y sincero de arrodillarse sintiendo que esa es la actitud adecuada ante Dios, es imposible, por falta de espacio, cambiar de posición.
Hay que tener en cuenta todo esto. Pero, dejando todo el margen posible para estos casos particulares, nos vemos obligados a reconocer que a menudo hay una deplorable falta de reverencia en nuestras reuniones públicas de oración. A menudo vemos que hombres y mujeres jóvenes que no pueden alegar ni debilidad física ni falta de espacio permanecen sentados durante toda la reunión de oración. Esto, debemos decir, es chocante e irreverente, y creemos que solo puede entristecer al Espíritu del Señor. Debemos arrodillarnos cuando podamos. Esta actitud expresa respeto y reverencia. El divino Maestro se arrodilló y oró (Lucas 22:41). Su apóstol hizo lo mismo, como leemos en el capítulo 20 de los Hechos: «Habiendo dicho esto, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (v. 36) [1].
[1] Véase también 2 Crónicas 6:13; Daniel 6:10; Esdras 9:5; Isaías 45:23; Hechos 9:40; 21:5; Romanos 14:11; Filipenses 2:10; Efesios 3:14; Apocalipsis 4:10; 5:8; etc.
¿Y no es adecuado y correcto hacerlo? ¿Puede haber algo más indecoroso que ver a la gente sentada en una asamblea, poniéndose cómoda, distraída, mientras se presenta la oración? Consideramos que esto es bastante irreverente, y por lo tanto exhortamos a todos los hijos de Dios a que presten su más seria atención a este asunto, y a que se esfuercen por todos los medios, ya sea con su consejo o con su ejemplo, para fomentar la costumbre piadosa y bíblica de arrodillarse para orar en nuestras reuniones. Los participantes en la reunión facilitarían todo esto en todos los sentidos con oraciones breves y fervientes. Pero ya hablaremos de este tema.
2 - Las condiciones o atributos morales de la oración
Consideraremos ahora, a la luz de la Escritura, las condiciones o atributos morales de la oración. Nada es más precioso que tener la autoridad de la Palabra de Dios para cada acto de nuestra vida cristiana práctica. La Escritura debe ser nuestro único, gran y supremo árbitro en todas nuestras dificultades; no lo olvidemos nunca.
¿Qué dice, pues, la Escritura sobre las condiciones morales necesarias para orar juntos?, ya que ese es el tema que nos ocupa especialmente. Lee Mateo 18:19: «Otra vez os digo, que si dos de vosotros estáis de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidáis, les será concedido por mi Padre que está en los cielos».
Aprendemos aquí que una de las condiciones necesarias de la oración es el acuerdo unánime, el acuerdo del corazón, la perfecta unidad de sentimientos: cualquier nota discordante trae problemas. Si, por ejemplo, nos reunimos para orar por el progreso del Evangelio, por la conversión de las almas, debemos estar de acuerdo en este tema, debemos estar de acuerdo ante Dios. No debemos traer cada uno su propio pensamiento, de lo contrario no podemos esperar ser escuchados sobre la base de la palabra del Señor citada anteriormente. Este es un punto de inmensa importancia moral, y que influye mucho en el tono y el carácter de nuestras oraciones y reuniones de oración comunes. Probablemente no prestemos a este tema la suficiente atención. ¿No deploramos a menudo la falta de propósito de nuestras reuniones de oración, cuando deberíamos estar ocupados juntos con algún objeto común por el que imploramos juntos al Señor? Leemos en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, a propósito de los primeros discípulos: «Todos ellos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración, con las mujeres, María la madre de Jesús y con los hermanos de él» (v. 14) [2]. Y en el segundo capítulo: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar». Esperaban, según el mandato del Señor, la promesa del Padre, el don del Espíritu Santo. Tenían la palabra segura de la promesa.
[2] Es interesante ver a «María, la madre de Jesús», nombrada aquí como presente en la reunión de oración. ¿Qué habría pensado si alguien le hubiera dicho que más tarde millones de cristianos profesos le orarían?
El Consolador debía venir infaliblemente; pero esto, lejos de eximirlos de la oración, era la base misma de ese bendito ejercicio. Estaban en un mismo lugar, oraban al unísono: esperaban el Espíritu prometido. Hombres y mujeres absortos en un objeto, esperaban en santo acuerdo, día tras día, con ardor, con fervor, para ser revestidos del poder de lo alto. ¿No deberíamos reunirnos, como ellos, en un solo pensamiento? Sin duda, bendito sea Dios, no necesitamos pedir la venida del Espíritu Santo, pues ya ha sido derramado; pero debemos buscar el despliegue de su bendito poder en medio de nosotros. Supongamos que nos encontramos en un lugar donde reinan la muerte y las tinieblas espirituales, donde no hay un soplo de vida, ni una hoja que se mueva: el cielo parece de bronce, la tierra de hierro, un formalismo secante prevalece en todas partes; la rutina, una profesión impotente, la superstición están a la orden del día; nunca se habla de algo como la conversión. ¿Qué debemos hacer? ¿Nos dejamos paralizar o ganar por esta atmósfera malsana y mortal? ¡Claro que no! Entonces, ¿qué debemos hacer? Juntémonos, aunque solo dos de nosotros sientan el triste estado de las cosas, y de común acuerdo derramemos nuestros corazones a Dios, y esperemos en Él, hasta que envíe una abundante lluvia de rocío sobre el lugar seco. No nos crucemos de brazos y digamos: “Todavía no ha llegado el momento”; no nos dejemos llevar por ese razonamiento fatal de cierta teología llamada con razón fatalismo, que dice: “Dios es soberano; actúa según su voluntad; debemos esperar el momento que él elija; los esfuerzos humanos son inútiles; no podemos efectuar un renacimiento; debemos tener cuidado de no provocar lo que sería una mera excitación”.
Estos argumentos son aún más peligrosos porque tienen algo de plausible. De hecho, todo esto es muy cierto, en todos los aspectos; pero es solo una parte de la verdad. Es la verdad, y nada más que la verdad; pero no es toda la verdad. Ahí está el mal. Nada es más temible que considerar solo un lado de la verdad; uno se protege más fácilmente contra un error positivo y palpable. Cuántas almas fervientes han tropezado y se han desviado completamente del camino correcto, porque han visto solo un lado de una verdad o han aplicado mal una verdad. Más de un siervo útil y devoto se ha visto afectado y expulsado del campo de trabajo por la insistencia imprudente en la presentación de ciertas doctrinas que eran ciertas en parte, pero no la verdad completa de Dios. Sin embargo, nada puede perjudicar o debilitar la fuerza de la declaración del Señor en Mateo 18:19. Se presenta en toda su plenitud divina, su gratuidad y su valor, ante el ojo de la fe sus términos son claros y no están sujetos a malentendidos: «Si dos de vosotros estáis de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que pidáis, les será concedido por mi Padre que está en los cielos».
Este es nuestro principio y nuestra autoridad para reunirnos a orar por lo que se nos ponga delante del corazón. Si deploramos la frialdad, la esterilidad y la muerte que nos rodean; si nos sentimos abatidos por el poco fruto aparente de la predicación del Evangelio, por la propia falta de poder en la predicación y la ausencia de resultados prácticos; si nos sentimos humillados por la esterilidad, la pesadez y el bajo tono de nuestras reuniones en torno a la mesa del Señor, o ante el trono de la gracia, o en torno a la fuente de la Sagrada Escritura, ¿qué haremos? ¿Nos cruzamos de brazos con una fría e incrédula indiferencia? ¿Nos desanimaremos y daremos rienda suelta a la queja, a la murmuración, a la irritación quizás? ¡No, Dios no lo quiera! Pero reunámonos «unánimes», – en un mismo lugar, postrándonos ante nuestro Dios, y derramando nuestros corazones como el corazón de un solo hombre, ante Él, confiando en la fiel palabra del Señor en Mateo 18:19.
Ahí está el gran remedio, el recurso infalible. Sí, «Dios es soberano»; pero esa es la razón misma para esperarlo. No cabe duda de que los esfuerzos humanos son inútiles, y no podemos realizar un avivamiento; pero por esta misma razón debemos buscar el poder divino, y pedir a Dios que salve las almas. De nuevo, debemos temer lo que sería una mera excitación; pero la frialdad, la muerte, la indiferencia del egoísmo, ¿no deberíamos temerlas igualmente? Mientras Cristo esté a la diestra de Dios, mientras Dios, el Espíritu Santo, esté en medio de nosotros y en nuestros corazones, mientras tengamos la Palabra de Dios y la declaración de Mateo 18:19, no hay excusa alguna para la esterilidad, la frialdad y la indiferencia, no hay excusa para las reuniones gravosas y sin provecho, no hay excusa para la falta de frescor en nuestras asambleas, o de éxito en nuestro servicio. Esperemos en Dios en santo acuerdo, y él seguramente bendecirá.
3 - La condición esencial de la eficacia de la oración
Si leemos Mateo 21:22, encontramos otra condición esencial de la eficacia de la oración: «Y todo cuanto pidáis en la oración, creyendo, lo recibiréis». Esta es una palabra verdaderamente maravillosa. Abre a la fe los mismos tesoros del cielo. No pone límites. Nuestro divino Señor nos asegura que recibiremos todo lo que pidamos con simple fe. El apóstol Santiago, bajo la inspiración del Espíritu Santo, nos da una seguridad similar respecto a la petición del que pide sabiduría: «Y si a cualquiera de vosotros le falta sabiduría, pídala al que la da generosamente y sin reproche, a Dios, y le será dada» –y esta es la condición moral– «Pero pida con fe, sin ninguna duda; porque el que duda es como la ola del mar, llevada por el viento y zarandeada. ¡No piense, pues, tal hombre que recibirá cosa alguna del Señor»! (1:5-7).
De estos dos pasajes aprendemos que, para que nuestras oraciones sean atendidas, deben ser oraciones de fe. Una cosa es orar, y otra muy distinta es orar con simple fe, con la plena, pura y firme seguridad de que tendremos las cosas que pedimos. Es de temer que muchas de nuestras supuestas oraciones nunca lleguen más allá del techo de la habitación en la que nos encontramos. Para llegar al trono de Dios, nuestras oraciones deben ser llevadas en las alas de la fe; y cuando oramos juntos, deben venir de corazones de una sola mente, como de una sola alma, en una santa expectativa de fe en cuanto a las cosas que pedimos.
¿No son nuestras oraciones y nuestras reuniones de oración tristemente defectuosas en este sentido? Y este defecto Dios lo pone de manifiesto por el hecho de que a menudo vemos tan poco resultado de nuestras oraciones. Consideremos seriamente hasta qué punto entendemos realmente estas dos condiciones de la oración, a saber, el acuerdo y la confianza de la fe. Si es cierto –y lo sabemos porque lo dijo Cristo– que dos personas, poniéndose de acuerdo para pedir con fe, pueden recibir lo que pidan, preguntémonos por qué no vemos más respuestas a nuestras oraciones. ¿No es nuestra culpa? ¿No nos falta tanto acuerdo como confianza?
El Señor, en las preciosas palabras que leemos, Mateo 18:19, se reduce al número más pequeño, a la reunión más pequeña, incluso a «dos», aunque obviamente la promesa se aplica a cualquier número de personas. Lo importante es que los reunidos, por muchos que sean, estén totalmente de acuerdo y confíen plenamente en que recibirán lo que piden. Esto daría un tono y un carácter diferentes a nuestras oraciones y reuniones de oración comunes, que, por desgracia, son tan a menudo pobres, frías, muertas, sin objeto ni conexión, y que muestran cualquier cosa menos un acuerdo sincero y una fe incuestionable.
Qué diferencia habría si nuestras reuniones de oración fueran más bien el resultado de un verdadero acuerdo de corazón y mente por parte de dos o más almas creyentes, que esperan de Dios una cosa determinada, y que se reúnen para pedírsela a Dios, y para perseverar en la oración hasta recibir una respuesta. ¡Qué poco vemos de esto! Asistimos a la reunión de oración, semana tras semana, y es muy bueno que lo hagamos; pero ¿no debemos ejercitarnos ante Dios, para darnos cuenta de lo cerca que están nuestras almas de Él, para ponernos de acuerdo entre nosotros en cuanto al objeto u objetos que deben ponerse ante su trono? La respuesta a esta pregunta está relacionada con otra de las condiciones morales de la oración.
Leamos en Lucas 11: «Y les dijo: ¿Quién de vosotros tendrá un amigo, y acudirá a él a medianoche y le dirá: Amigo, préstame tres panes; porque un amigo mío ha llegado de viaje a mi casa, y no tengo qué ofrecerle; y aquel, respondiendo desde adentro, le dirá: No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos están conmigo en la cama; no puedo levantarme y dártelos? Os digo que aunque no se levante a darle por ser su amigo, sin embargo, por su importunidad se levantará y le dará cuantos necesite. Y yo os digo: Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (v. 5-10).
Estas palabras son de suma importancia, ya que contienen parte de la respuesta del Señor a la petición de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (v. 1). Que nadie se imagine por un momento que nos atrevamos a enseñar a los demás a orar. ¡Dios no lo permita! Nada más lejos de nuestros pensamientos. Buscamos simplemente poner a las almas de nuestros lectores en contacto directo con la palabra de Dios –las verdaderas palabras de nuestro divino Señor y Maestro– para que, a la luz de estas palabras, puedan juzgar por sí mismos si nuestras oraciones y nuestras reuniones de oración son lo que deben ser.
¿Qué nos enseña entonces Lucas 11? ¿Cuáles son las condiciones morales que nos revela este pasaje? En primer lugar, nos enseña a ser específicos en nuestras oraciones: «Amigo, prestame tres panes». Hay una necesidad positiva, sentida y expresada; una cosa en la mente y en el corazón; y el hombre se limita a esta única cosa. No hace una larga exposición de todo tipo de cosas con palabras inconexas e intrascendentes; su petición es clara, directa y positiva. Necesito tres panes, no puedo prescindir de ellos; debo tenerlos; el caso es urgente; la hora es tardía; todas las circunstancias hacen más urgente la llamada. El hombre no puede renunciar a lo que ha venido a buscar: «Amigo, prestame tres panes».
Sin duda, parece un momento poco propicio para venir: «¡Medianoche!» Todo está hecho para desanimarlo: el amigo se ha acostado, la puerta está cerrada, sus hijos están en la cama con él, no puede levantarse; pero no importa, la necesidad está ahí. El otro necesita tres panes.
Aquí hay una gran lección práctica. Con demasiada frecuencia, nuestras reuniones de oración sufren de oraciones largas, inconexas e improductivas. Usamos muchas palabras para cosas que no sentimos realmente la necesidad y no esperamos recibir en absoluto. ¿No nos sorprendería a veces que el Señor se nos apareciera al final de la reunión de oración y nos preguntara: “¿Qué es lo que realmente querías que hiciera por ti?”
Todo esto requiere una seria consideración por nuestra parte. Nuestras oraciones y reuniones de oración ganarían ciertamente mucho en frescor, profundidad, realidad y poder, si trajéramos a ellas necesidades específicas por las que pudiéramos pedir la comunión de nuestros hermanos. No es necesario hacer largas oraciones, tocando todo tipo de cosas, por muy sincero y bien intencionado que uno sea: el espíritu se pierde en la multiplicidad de temas. Cuánto mejor es llevar ante el trono de la gracia solo lo que realmente pesa en el corazón –pedirlo seriamente–, y luego hacer una pausa, para que el Espíritu Santo pueda guiar a otros de la misma manera, a orar por lo mismo, o por alguna otra cosa igualmente positiva.
Las largas oraciones en nuestras reuniones son extremadamente agotadoras, y de hecho en muchos casos son una calamidad positiva. Se nos puede decir que no podemos fijar un tiempo para el Espíritu Santo: ¡lejos de nosotros pensar en algo tan terrible! ¿Pero cómo es que nunca encontramos oraciones largas en las Escrituras? La oración más maravillosa que jamás se haya pronunciado en el mundo puede leerse despacio, con calma y con fuerza, en menos de cinco minutos (véase Juan 17). Y la oración que el Señor enseña a sus discípulos es mucho más breve aún. Véase también la enérgica oración que encontramos en el capítulo 4 de los Hechos (v. 24-30), y esas dos maravillosas oraciones del apóstol que leemos en los capítulos 1 y 3 de Efesios.
¿Alguien se imagina que queremos dirigir al Espíritu Santo? Todavía gritamos: “¡Lejos de nosotros pensar tal cosa!” Simplemente estamos comparando lo que encontramos en las Escrituras con lo que demasiado a menudo –no siempre, gracias a Dios– encontramos en nuestras reuniones en relación con la oración.
No olvidemos, pues, esto: que el Señor no quiere que usemos vanas repeticiones, imaginando que se nos responderá por hablar mucho. Habla de este tipo de oraciones en términos de alta desaprobación. Podemos añadir también que, durante muchos años, siempre hemos observado que las oraciones de los hermanos más piadosos, espirituales y experimentados se caracterizaban por su brevedad, sencillez y precisión. Esto es bueno y provechoso, y según la Escritura contribuye a la edificación, el consuelo y a la paz. Las oraciones cortas, fervientes y precisas aportan frescor e interés a las reuniones de oración; en cambio, como principio general, las oraciones largas y farragosas ejercen la influencia más abrumadora sobre todos.
Pero la enseñanza del Señor en Lucas 11 contiene otro rasgo moral importante de la verdadera oración: es la importunidad. Jesús nos dice que el hombre que acudió a su amigo consigue lo que quiere simplemente por su celo importuno. No quiere oír hablar de un aplazamiento en otro momento: necesita los tres panes. La oportunidad tiene éxito allí donde el título de amistad no surtió efecto. Surgió una necesidad, el hombre no tenía nada para satisfacerla: «No tengo qué ofrecerle»; y no quiere aceptar una negativa.
¿Hasta qué punto comprendemos esta gran lección? No es, bendito sea Dios, que Dios nos responda nunca «desde dentro». Nunca nos dirá: «No me molestes»; «No puedo levantarme y dártelos». Él es siempre nuestro fiel y siempre dispuesto «Amigo» –un Dador que da alegremente, generosamente y sin reproche. Sin embargo, anima a la importunidad, y debemos recordarlo en nuestras oraciones. Donde se sienten las necesidades –«los tres panes»–, suele haber también importunidad y una firme intención de conseguir lo que se pide. Pero con demasiada frecuencia, en nuestras oraciones y reuniones de oración, no somos como las personas que piden lo que necesitan y esperan lo que han pedido: estamos sin energía, sin propósito, sin poder, y en lugar de presentar nuestras fervientes peticiones a Dios, volvemos a caer en la enseñanza o en el compañerismo. Estamos convencidos de que la Iglesia de Dios necesita un despertar en este sentido, y es esta convicción la que nos ha llevado a presentar estas ideas y reflexiones.
4 - La urgente necesidad de un completo reavivamiento, en todos los lugares, en lo que respecta a la oración
Cuanto más meditamos sobre el tema que acaba de atraer nuestra atención, y cuanto más consideramos el estado de toda la Iglesia de Dios, más nos convencemos de la urgente necesidad de un completo reavivamiento, en todos los lugares, en lo que respecta a la oración. Hemos intentado ofrecer a nuestros lectores algunas reflexiones y consejos sobre este importante punto. Hemos hablado en términos claros; –hemos señalado nuestra falta de acuerdo, de confianza, de perseverancia en nuestras oraciones y en nuestras reuniones de oración; hemos hablado de muchas cosas que sienten todos los que son verdaderamente espirituales entre nosotros. Hemos hablado de oraciones largas, agotadoras e insatisfactorias, destructoras del verdadero poder y la bendición. En algunos casos, queridos hijos de Dios se han alejado así de las reuniones de oración; en lugar de ser refrescados, alentados y fortalecidos, solo se han sentido cansados, angustiados y agobiados, y han pensado que es mejor que se vayan, pensando que una hora de quietud les era más provechosa en la intimidad de sus aposentos, donde podían derramar sus corazones ante Dios en ferviente oración y súplica.
Estamos seguros de que quienes lo hacen se equivocan, y que esa no es en absoluto la forma de remediar el mal del que nos quejamos. Si es bueno reunirse para orar y suplicar, ¿y quién puede dudarlo?, entonces no es bueno que nadie se retire de estas reuniones solo por la debilidad y las faltas de algunos de los que pueden actuar en ellas. Si todos los miembros verdaderamente espirituales se alejaran por esas razones, ¿qué sería de nuestras oraciones y reuniones de oración?
Nos damos cuenta demasiado poco de la importancia de los elementos que componen una reunión. Aquellos cuyas voces quizás nunca se escuchan, si participan con buen espíritu, esperando realmente a Dios, sostendrán maravillosamente el tono y mantendrán la bendición.
Recordemos, además, que al asistir a una reunión no hemos de pensar solo en nuestro propio beneficio y estímulo, sino que hemos de pensar en la gloria del Señor; hemos de procurar ser guiados por su mente y su santa voluntad, procurando no ocuparnos solo de nosotros mismos, sino también del bien de los demás; y, estamos convencidos, nuestro alejamiento voluntario «del lugar de oración», no producirá este resultado, ni será provechoso para nadie. Hablamos –repetimos con intención– de nuestro alejamiento voluntario y deliberado, bajo el pretexto de que no encontramos ningún beneficio en lo que ocurre en la reunión. Hay varias cosas que pueden impedirnos asistir: mala salud, obligaciones familiares, otras obligaciones si estamos al servicio de los demás. Todo esto hay que tenerlo en cuenta; pero, por regla general, quien puede ausentarse voluntariamente de las reuniones de los santos, está en un mal estado de ánimo. El alma que está en buen estado, un alma piadosa, ferviente y feliz, no lo hará.
Todo lo anterior nos lleva naturalmente a otra de esas condiciones morales de la oración, que nos ocupa aquí. Leamos Lucas 18:1-8: «Les contó una parábola para mostrarles la necesidad de orar siempre y no desanimarse diciendo: Había un juez en una ciudad que no temía a Dios, ni respetaba a hombre. Había también en aquella ciudad una viuda que venía muchas veces a él, diciendo: Hazme justicia de mi adversario. Él se negó por algún tiempo; pero después se dijo: Aunque no temo a Dios, ni respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me molesta, le haré justicia; no sea que viniendo continuamente, me agote la paciencia. Dijo el Señor: Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y no hará Dios justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia».
Aquí se llama la atención sobre la importante condición de la perseverancia en la oración. Debían «orar siempre y no desanimarse» (Lucas 18:1). Hemos visto que nuestras peticiones deben ser la expresión de una necesidad sentida y definida, presentada a Dios de común acuerdo, importunamente, con fe y persistencia, hasta que, en su gracia, Dios nos envíe una respuesta, como ciertamente lo hará si la base moral y las condiciones se mantienen adecuadamente. Pero debemos perseverar. No debemos cansarnos, ni dejar de pedir, aunque la respuesta no llegue tan rápido como podríamos esperar. Puede complacer a Dios ejercitar nuestras almas haciéndonos esperar durante días, meses, quizás años. Este ejercicio es bueno. Es conforme a los caminos de Dios; es moralmente beneficioso. Ayuda a que todo sea más real. Nos lleva a la raíz de las cosas. Véase, por ejemplo, Daniel: permaneció «tres semanas enteras», en duelo, sin comer, esperando a Dios en un profundo ejercicio del alma: «En aquellos días yo Daniel estuve afligido por espacio de tres semanas. No comí manjar delicado, ni entró en mi boca carne ni vino, ni me ungí con ungüento, hasta que se cumplieron las tres semanas» (10:2-3).
Este tiempo de separación y espera fue bueno para Daniel; recibió una profunda bendición de los ejercicios por los que fue llamado a pasar durante estas tres semanas. Y lo que es particularmente digno de mención es que la respuesta a su clamor había sido enviada desde el trono de Dios desde el mismo comienzo de su ejercicio, como leemos: «Entonces me dijo: Daniel, no temas; porque desde el primer día que dispusiste tu corazón a entender y a humillarte en la presencia de tu Dios, fueron oídas tus palabras; y a causa de tus palabras yo he venido. Mas el príncipe del reino de Persia se me opuso durante veintiún días; pero he aquí Miguel, uno de los principales príncipes, vino para ayudarme, y quedé allí con los reyes de Persia. He venido para hacerte saber lo que ha de venir a tu pueblo en los postreros días» (10:12-14). Aquí abajo, el amado siervo de Dios estaba de luto y afligido, esperando a Dios. El mensajero angélico vino con la respuesta; se permitió que el enemigo lo detuviera; pero Daniel siguió esperando; oró y no se cansó; y a su debido tiempo llegó la respuesta. ¿No hay ninguna lección aquí para nosotros? Puede que también nosotros tengamos que esperar mucho tiempo, con la paciencia y la santa confianza de la fe; pero descubriremos que este tiempo de espera es muy provechoso para nuestras almas. Muy a menudo nuestro Dios, en su sabiduría y fidelidad, hace lo mismo con nosotros; considera apropiado retener la respuesta, simplemente para probarnos en cuanto a la realidad de nuestras oraciones. El gran punto para nosotros es que tengamos un objeto puesto en nuestro corazón por el Espíritu Santo, y que lo presentemos a Dios; esperando en él y en su palabra fiel, perseverando en la oración hasta obtener lo que pedimos. «Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento, y velando para ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Efe. 6:18).
5 - Conclusión
Todo esto requiere nuestra más seria atención. Nos falta tanto la perseverancia como la precisión y la importunidad en nuestras oraciones. De ahí la debilidad de estas oraciones, y la frecuente frialdad de nuestras reuniones de oración, que a veces no son más que una rutina cansina, una sucesión de himnos y oraciones sin unción ni fuerza. Hablamos abiertamente y con fuerza, porque lo sentimos así. Debemos poder hablar sin reservas. Rogamos a toda la Iglesia de Dios en todas partes que mire este asunto de frente, que mire a Dios al respecto y que se juzgue a sí misma en cuanto a él. ¿No sentimos la falta de poder en nuestras reuniones públicas? ¿Por qué estas temporadas de esterilidad alrededor de la Mesa del Señor? ¿Por qué esta pesadez, esta debilidad en la celebración de esta preciosa fiesta, que debería remover nuestro renovado ser hasta la médula? ¿Por qué la falta de unción, de poder, de edificación en nuestra predicación? ¿Por qué las necias especulaciones y las vanas preguntas, planteadas y respondidas tantas veces durante los últimos cuarenta años? ¿Por qué todas esas miserias de las que hemos hablado, y por las que todos los que son verdaderamente espirituales se han lamentado en todas partes? ¿Por qué la esterilidad de nuestro servicio de evangelización? ¿Por qué la poca acción de la Palabra en nuestras almas? ¿Por qué el poco poder de convocatoria?
Amados hermanos en el Señor, despertemos y consideremos seriamente este importante asunto. No nos conformemos con el estado actual de las cosas. Imploramos a todos los que reconocen la verdad de lo que hemos expuesto en estas páginas sobre la oración y las reuniones de oración, que unan sus corazones en ferviente oración y súplica. Procuremos reunirnos según Dios, acercarnos a Él como un solo hombre, inclinándonos ante el trono de las misericordias, y esperando con perseverancia que Dios reavive su obra, que progrese su evangelio, que se reúnan y edifiquen sus santos. Que nuestras reuniones sean realmente reuniones de oración, y no una ocasión para vanas repeticiones y una excusa para señalar nuestros himnos favoritos y cantar las melodías que nos agradan. La reunión de oración debe ser el lugar donde se expresan las necesidades y se espera la respuesta; el lugar donde se expone la debilidad y se espera la fortaleza; el lugar donde los hijos de Dios se reúnen de común acuerdo para acercarse al mismísimo trono de Dios, para entrar en el mismísimo tesoro del cielo y sacar de él todo lo que necesitamos para nosotros, para nuestros hogares, para toda la Iglesia de Dios y para la viña de Cristo.
Así debería ser una reunión de oración, si nos enseñan las Escrituras. Que lo realicemos mucho más en todos los lugares. Que el Espíritu Santo nos estimule a todos y nos haga sentir poderosamente el valor, la importancia y la necesidad urgente de la unanimidad, la confianza en la fe, la realidad, la importunidad y la perseverancia en todas nuestras oraciones y reuniones de oración.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1875, página 41