La Asamblea en la oración
Hechos 4:24; 12:5
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La Palabra de Dios nos anima a perseverar constantemente en el ejercicio habitual de la oración. Los ejemplos que pone ante nuestros ojos nos enseñan que, en todas las épocas, los hombres de fe se han dedicado a ello individual y colectivamente. Pedro, alojado en Jope, subió al tejado de la casa en la que se hospedaba «para orar hacia la hora sexta» (Hec. 10:9). Pablo y Silas, estando encerrados en la cárcel de Filipos, y con los pies en el cepo, «orando, cantaban himnos a Dios» (Hec. 16:25). Los discípulos de Tiro acompañaron a Pablo y a sus compañeros, «con sus mujeres e hijos», y «puestos de rodillas en la orilla de la playa» oraron juntos (Hec. 21:5) antes de separarse.
Hay muchos otros ejemplos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, de personas que desahogaron su corazón en secreto orando por ellos mismos o por otros, y que fueron escuchados y respondidos por la misericordia y el favor desbordantes de Dios. La oración en común, sin embargo, no era una característica especial de la economía judía, y la ocurrencia de tales reuniones no se encuentra frecuentemente en el Antiguo Testamento.
Dos o más hombres podían subir al templo para exponer sus necesidades ante Dios, pero, aunque estuvieran juntos en el mismo lugar, no estaban necesariamente en comunión unos con otros en cuanto al objeto de sus peticiones. El acuerdo en este sentido es la condición esencial que nos pone el Señor para que nuestras oraciones comunes sean atendidas (Mat. 18:19). Ahora bien, de los relatos del Nuevo Testamento aprendemos que esta unanimidad de corazones caracterizó a la asamblea al principio de su historia, cuando se acercó a Dios para invocarlo (Hec. 2:42; 4:24; 12:5). La unidad en la oración era el fruto precioso de la acción del Espíritu entre los santos de aquella época. Desde el principio, la dependencia del Señor mediante «peticiones, oraciones, intercesiones, acciones de gracias» (1 Tim. 2:1), fue una parte esencial del testimonio dado en la casa de Dios aquí abajo. Los que creyeron «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (Hec. 2:42).
Al considerar este tema, no olvidamos que la oración dominical fue enseñada por el Señor a sus discípulos para que la utilizaran durante los días de su ministerio. Debían decir: «Padre nuestro que estás en el cielo» (Mat. 6:9). Sin embargo, esta oración era provisional; no se ofrecía en el nombre del Señor Jesús. Era principalmente para el reino terrenal y no puede considerarse como el modelo a seguir, ahora que el Espíritu Santo ha descendido en el día de Pentecostés.
Después de la ascensión del Señor, leemos que durante los diez días siguientes los discípulos «perseveraban unánimes en la oración» (Hec. 1:14), esperando el prometido don del Espíritu Santo. El día de Pentecostés «estaban todos juntos en un mismo lugar» (Hec. 2:1). Fue sobre esta reunión, formada con un propósito, que el Espíritu Santo fue derramado por el Cristo glorificado. La unidad a la que fue llevada la asamblea se mantuvo entonces por la presencia inmutable del Consolador: por un solo Espíritu los creyentes fueron así bautizados en un solo Cuerpo (1 Cor. 12:13).
Por la obra y el poder del Espíritu, se levantó así un nuevo testimonio en la tierra, una asamblea que puede orar como nunca antes lo hicieron los santos, y alabar como “nunca pudo hacerlo el dulce salmista de Israel” (2 Sam. 23:1), una asamblea que es «columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15), de una manera desconocida para los profetas y los santos hombres de la antigüedad. Además, en virtud de la actual presencia del Espíritu Santo, la Asamblea sigue poseyendo estos privilegios en la actualidad. Por lo tanto, es muy posible que dos o tres que están unidos sobre la base de la verdad de la unidad del Cuerpo, y que por lo tanto representan la Asamblea del Dios viviente, oren, adoren y mantengan la verdad como era en el principio. El requisito indispensable para los así reunidos es honrar y obedecer al Espíritu Santo y reconocer la Palabra de Dios como la única Guía totalmente suficiente.
¿Quién podría negar que hay que seguir esa línea de acción? ¡Cuántas bendiciones perdemos si nos desviamos de ella! Tomemos, por ejemplo, el caso de una asamblea reunida para orar en el nombre del Señor Jesús. Qué poderosas serán las intercesiones que surjan de tal reunión hacia el trono de la gracia. Si la ferviente súplica de un solo justo tiene gran efecto (Sant. 5:6), ¡cuánto mayor será el resultado que podemos esperar de las oraciones hechas con fe, ofrecidas por una reunión de hombres piadosos dirigidos y agrupados por el Espíritu de Dios!
Un elemento importante en la fuerza de la oración ofrecida por la asamblea reunida es la guía positiva del Espíritu Santo que «intercede por nosotros con gemidos inexpresables» (Rom. 8:26). Tenemos que recordar que en esta operación de su gracia Él «de acuerdo con Dios intercede por los santos» (Rom. 8:27). En este mismo hecho reside el secreto de la audacia con la que nos acercamos a Dios. Porque sabemos que «si pedimos algo conforme a su voluntad, él nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en cuanto le pedimos, sabemos que tenemos las peticiones que le hemos hecho» (1 Juan 5:14, 15).
La oración de la congregación, en su estado normal, tiene esencialmente el carácter de una marcada dirección del Espíritu. Si es así, está de acuerdo con Dios y ciertamente será respondido. Es evidente, por tanto, que los santos reunidos en el nombre del Señor tienen un poder ilimitado, que debe ser empleado en su dependencia, mediante la oración y la súplica. El resultado será la abundancia de bendiciones para ellos mismos y para los demás. ¿Hemos olvidado que esa gracia está siempre a nuestra disposición? De hecho, la presencia del Espíritu Santo aquí en la tierra se olvida e incluso se niega.
Estamos seguros de que si los creyentes reunidos en la asamblea reconocieran realmente que el Señor Jesús está en medio de ellos y dependieran de manera verdadera de la guía del Espíritu Santo, experimentarían la fidelidad y el poder de Dios para dar respuestas notables a sus peticiones, como ocurrió al principio de la historia de la Iglesia.
Consideremos, para animarnos, dos ejemplos de esta intervención divina en respuesta a la oración de la asamblea, que encontramos en los Hechos:
1. La asamblea pide a Dios audacia para confesar el nombre del Señor Jesús ante la persecución (Hec. 4:24-31).
2. Oraron fervientemente por la liberación de Pedro (Hec. 12:5-12).
En el primer caso, se trataba del testimonio de Cristo en Jerusalén. Pedro y Juan estaban bajo la condena del gran consejo de los judíos. Por esta autoridad suprema en materia religiosa, se les prohibió formalmente «hablar o enseñar en el nombre de Jesús» (v. 18). Los apóstoles se vieron así en la alternativa de obedecer a Dios o someterse a los dirigentes de la nación. Tuvieron que elegir entre la prisión y la muerte por un lado y la desobediencia al Señor por otro.
En estas circunstancias, no actuaron con la obstinada determinación de los hombres voluntariosos que persisten en seguir un determinado curso a pesar de todos los obstáculos, sino como verdaderos hombres de Dios, que se dieron cuenta de su debilidad. Recurrieron a la oración. Pero no lo hicieron de forma aislada, como por ejemplo Elías (1 Reyes 18). Actuaron como miembros del Cuerpo de Cristo e informaron «a los suyos y les refirieron todo lo que los jefes de los sacerdotes y los ancianos les habían dicho» (Hec. 4:23). Entonces, «alzaron unánimes la voz a Dios» (v. 24). La asamblea como tal presentó su petición a Aquel que es el Soberano y que creó los cielos y la tierra. La comunión de corazones lograda por estos primeros creyentes caracteriza el comienzo de la historia de la asamblea en los Hechos. Demostró que había una sola mente entre ellos producida por el Espíritu, de modo que «unánimes, a una voz», glorificaban al Señor Jesús y le presentaban sus peticiones (Rom. 15:6). Este es un valioso ejemplo del tipo de cooperación en la oración que debería caracterizar siempre toda la acción de la asamblea.
Entre otras características de esta petición, podemos notar:
1) que la asamblea reconocía el poder supremo de Dios (v. 24);
2) que entendían que la oposición de los grandes de este mundo a los siervos del Señor Jesús era del mismo carácter y origen que la que se había levantado contra Él (v. 24-28);
3) y, por último, los creyentes reunidos piden a Dios fuerza para que «con todo denuedo anuncien tu palabra», a pesar de la prohibición de hablar en nombre de su «santo siervo Jesús» (v. 29-30).
Esta actividad concertada de la asamblea en la oración tuvo un resultado inmediato: «Habiendo así suplicado, fue sacudido el lugar donde estaban reunidos, y todos fueron llenos del Espíritu Santo; y hablaron la palabra de Dios con denuedo» (v. 31). Este cumplimiento demostró la impotencia y la bajeza de aquella banda de malvados que, en su Sanedrín, había levantado la espada contra los siervos de Dios para aterrorizarlos y silenciarlos. En medio de la asamblea de los santos se produjo una «voz» que «sacudió la tierra entonces» (Hebr. 12:26). El Espíritu Santo estaba allí como testigo omnipotente del Señor en la tierra. No es de extrañar, por tanto, que los discípulos, en respuesta a su oración, tuvieran toda la audacia para proclamar la Palabra sin miedo.
El segundo ejemplo, en el libro de los Hechos de una reunión de oración, se encuentra en el capítulo 12:1-3. La autoridad civil amenazaba la vida de los santos, y el rey Herodes, tras haber matado a Santiago, pretendía también quitarle la vida a Pedro (Hec. 12:1-3). Para llevar a cabo este inicuo propósito, hizo que lo metieran en la cárcel durante la pascua, pensando en darle muerte tan pronto como terminara la fiesta. ¿Qué podía hacer el débil rebaño de discípulos para enfrentarse al rey idumeo y a sus tropas de soldados y liberar a uno de los suyos de la prisión? Hicieron lo que la congregación debería hacer invariablemente en todas sus circunstancias. No debe apoyarse en un brazo de carne, ni olvidar que las puertas del hades no prevalecerán contra ella (Mat. 16:18). La actitud habitual de los santos durante todos los días de su peregrinación debe ser la realización de esta palabra: «Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento, y velando para ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos» (Efe. 6:18). En esta circunstancia, los discípulos de Jerusalén oraron por Pedro, no solo individualmente, sino en común: «la iglesia hacía apremiantes oraciones a Dios por él» (v. 5). Así, comprendiendo su carácter de asamblea de Dios aquí abajo, perseveró en ferviente súplica por el amado siervo del Señor, a quien el enemigo quería suprimir, durante los días de la fiesta de los panes sin levadura. Durante la noche anterior a su ejecución, fue cuando el propio Pedro, apareciendo repentinamente en el círculo de los reunidos, les dio una prueba viviente del poder de la oración hecha en común al Señor, para poner en funcionamiento aquí abajo el brazo de Aquel que gobierna todas las cosas en el cielo y en la tierra.
¿Qué lugar tiene la oración congregacional entre nosotros? Teniendo en cuenta estos incidentes relatados en la Palabra, y las exhortaciones que nos da respecto a la oración en común, quisiéramos poner la cuestión anterior seriamente en el corazón y la conciencia de nuestros lectores. ¿Es la oración colectiva de la asamblea el arma que más valoramos en el arsenal espiritual al que tenemos acceso? Si no es así, ¿por qué?
Entiéndase que no estamos hablando ahora de las oraciones de un creyente individual o de varios que puedan reunirse como tales para objetos particulares, como el avance de la obra del Evangelio. Las peticiones de este carácter tienen su importancia en tiempo y lugar, pero la Palabra nos muestra que se reserva un lugar muy especial en el trono de la gracia para las oraciones de la asamblea. Si se descuida o se abandona la reunión de oración, se producirán grandes desventajas y pérdidas. Sería difícil encontrar una excusa para una situación tan deshonrosa. Los reunidos pueden ser pocos en número, tal vez en su mayoría hermanas; sin embargo, están reunidos en el nombre del Señor Jesús. Reconocen que Él está en medio de ellos y que el Espíritu Santo está presente con ellos para guiarlos y dirigirlos; están llenos de un temor piadoso de contrariar al Espíritu y paralizar su acción.
En tales condiciones, la asamblea orante es conducida como un solo organismo por el Espíritu que mora en ella; a través de él puede apelar, con una sola voz, a la gracia de lo alto para que la ayude en el momento de la necesidad.
La oración de la congregación no es un conjunto de oraciones diferentes sobre un mismo tema, sino una sola petición, aunque presentada por diferentes órganos, según la armonía producida por el Espíritu de Dios que anima a todos los miembros del Cuerpo.
La reunión semanal de oración es una reunión de asamblea, al igual que la reunión para partir el pan. La asamblea se acerca al trono de la gracia como tal, aunque solo esté representada por algunos de sus miembros.
Que la asamblea no descuide la reunión de oración y que ningún creyente se ausente habitualmente de ella sin una razón valedera.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1928, página 44