Índice general
Jesucristo, su presencia, su humanidad
Autor:
La persona de Jesús: El hombre Cristo Jesús
Tema:1 - Yo estoy en medio de ellos – Reflexiones sobre Mateo 18:20
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1964, página 20
1.1 - La promesa de la presencia del Señor
En la Palabra hay expresiones y promesas que superan nuestra inteligencia y nuestra percepción natural. No podemos comprenderlas, porque nuestros sentidos están ligados a la tierra y vivimos en lo visible, mientras que se trata de cosas invisibles. Mientras habitemos en nuestros cuerpos mortales, tendremos que aceptar recibir, simple y llanamente por la fe, las grandes y preciosas verdades que nos están reveladas en el Libro Santo, sin indagar en ellas, sin comprenderlas a menudo y sin tratar de explicarlas o desarrollarlas con nuestra imaginación.
Así es la promesa de Mateo 18, hecha por el Señor mismo a los suyos: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». El Señor está allí, invisible y, sin embargo, personalmente presente simultáneamente en todos los lugares donde los suyos están reunidos en su nombre. El incrédulo sonríe y puede burlarse, pero la fe acepta y se apodera de esta promesa, preciosa entre todas, sin tratar de sondearla. El creyente disfruta con infinita gratitud de esta presencia bendita en medio de los 2 o 3 reunidos en torno a Él.
Al despedirse de sus discípulos, el Señor prometió estar con ellos todos los días (Mat. 28:20), es decir, estar cerca de ellos en Espíritu para animarlos, sostenerlos y guiarlos. También prometió hacer su morada en aquellos que guardaran su Palabra (Juan 14:23), y sin duda hemos experimentado muchas veces individualmente su fidelidad en lo que respecta a estas promesas, pero la preciosa promesa de su presencia en medio de 2 o 3 reunidos a su nombre tiene un carácter diferente, ya que se trata de la presencia real de su santa Persona en medio de los suyos, sin que sus ojos puedan verlo. Verdad que la fe capta con adoración, sin comprenderla.
1.2 - Su presencia no está ligada a un lugar material
Presencia real, ya que el lugar está bien definido: es allí donde 2 o 3 están reunidos a su nombre. No dice: en tal o cual capilla, donde los creyentes se reúnen habitualmente para el culto y consagrada a tal fin, ni en el local reservado a la Asamblea, donde siempre tienen lugar las reuniones. La Palabra es precisa y no permite en modo alguno pretender la presencia del Señor en un local de este tipo por el mero hecho de estar destinado o reservado a las reuniones.
Este error se ve quizá reforzado por el hecho de que se pierde de vista que, en los primeros tiempos de la Iglesia, en muchos lugares, si no en todos, la Asamblea se reunía en las casas de los creyentes y no disponía, al parecer, de un local especialmente destinado a las reuniones. Si ahora, por falta de espacio en las casas de los hermanos, la Asamblea se reúne más a menudo, especialmente en las ciudades, en un local especial, guardémonos de atribuir a este local ningún valor o privilegio. Es por desconocer esta verdad que hemos visto, en diversas ocasiones, a hermanos y hermanas permanecer, alegando que allí encontraban la presencia del Señor, en comunión con asambleas de las que nos habíamos visto obligados a separarnos, en las que se habían infiltrado falsas doctrinas y en las que el Señor ya no ocupaba el primer lugar.
1.3 - «A mi nombre»
No basta con pretender estar reunidos a su nombre para que sea realmente así, y esto nos obliga a considerar bien lo que significa esta expresión «a mi nombre», que constituye la única condición necesaria y suficiente, puesta por el Señor mismo para su presencia. En el mundo mismo, actuar o hablar en nombre de alguien, y más aún de un soberano, es actuar y hablar en su lugar, con la certeza de que él aprueba los actos o las palabras de su representante. ¿No es lo mismo aquí? Los 2 o 3 reunidos solo pueden estar seguros de la presencia del Señor si actúan y hablan con su plena aprobación, es decir, de acuerdo con su Palabra, bajo la dependencia y la dirección del Espíritu. Esto excluye naturalmente toda reunión presidida por un hombre, por muy dotado que sea. Es evidente, que el Señor no puede ocupar el segundo lugar en una reunión de personas reunidas en torno a un predicador para escuchar de su boca palabras de exhortación, edificación o evangelización, que por otra parte pueden ser excelentes.
No es por lo tanto, y es necesario insistir en este punto, porque nos reunimos regularmente en un lugar determinado, en días y horas fijas, que incluso pueden estar anunciadas en la puerta, que podamos afirmar: el Señor está aquí en medio de nosotros. Su presencia no está ligada a nuestras costumbres y a nuestro horario. Para que él esté allí, es necesario que nuestros corazones estén realmente ocupados en él, que nuestra piedad no sea pura forma, que nuestras oraciones, nuestros cánticos, nuestras palabras, bajo la dirección del Espíritu, respondan a la realidad de su presencia. En resumen, para que él se encuentre, en medio de nosotros, es necesario que nosotros estemos alrededor de Él, en total sumisión a su Palabra y sin que haya nada prohibido en nosotros.
1.4 - Gozo y responsabilidad
Así, una reunión en torno a él constituye un inmenso privilegio y proporciona al alma un profundo gozo, el mismo gpzo que experimentaron los 11 y los que estaban con ellos en el aposento alto, cuando, en la noche de la resurrección, el Señor se encontró en medio de ellos (Lucas 24:41), pero este gozo no debe separarse del sentimiento de nuestra responsabilidad, que también es grande, porque se trata, por un lado, de mantener la santidad que conviene a su Casa (Sal. 93:5) y, por otro, del testimonio que debemos dar.
A veces oímos a personas calificar de presuntuosa la afirmación de la presencia del Señor en tales reuniones. Podemos decir con plena seguridad que no es así, porque no solo tenemos el derecho, sino el privilegio de apropiarnos de todas las promesas de la Palabra.
Los discípulos enviados por el Señor para preparar la Pascua no sabían adónde ir para cumplir el deseo de su Maestro (Lucas 22:8). No fueron de casa en casa buscando un lugar adecuado para reunirse con el Señor, como hacen tantos cristianos que van de un lugar de culto a otro, o de una capilla a otra, con ese fin. Pedro y Juan simplemente preguntaron al Señor: «¿Dónde quieres que la preparemos?» (v. 9), y el Maestro les dio indicaciones tan precisas que no pudieron equivocarse. El recurso es el mismo para aquellos que buscan el lugar de la presencia del Señor, tan real como lo era entonces, aunque invisible. Él mostrará sin posibilidad de error, a quienes se lo pidan, el camino para llegar a la gran sala amueblada donde desea reunirse con sus discípulos.
Sí, allí, Señor, se encuentra tu presencia,
Llenando de gozo y libertad el corazón,
Y, en la paz, todos los fieles experimentan
Su poder y su realidad.Himnos y Cánticos en francés N° 20, 4
2 - El que sí mismo se humilló – Isaías 53
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1948, página 85
2.1 - 53:1
¿Quién ha creído a nuestro mensaje, y a quién se le ha revelado el brazo de Jehová? Pregunta seria a la que el profeta no responde, dejando que sea el mismo Jehová quien lo haga. «En aquella ocasión», es decir, después de haber reprendido a las ciudades en las que había hecho la mayor parte de sus milagros, porque no se habían arrepentido, después de que el brazo de Jehová se había manifestado a su pueblo y este lo había rechazado, «en aquella ocasión», se dice, Jesús respondió y dijo: «¡Gracias te doy, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños!» (Mat. 11:25). Respuesta divina a la pregunta del profeta. Los sabios y los inteligentes de este mundo han leído este capítulo 53 de Isaías y no lo han entendido, pero «la sabiduría de sus sabios, y se desvanecerá la inteligencia de sus entendidos» (Is. 29:14). En su misericordia, el Señor llamó a los niños, y a ellos les reveló a «Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor. 1:24). Contemplémoslo, pues, unos instantes en este capítulo, como niños pequeños.
2.2 - 53:2a
Se levantará delante de él como un renuevo, como una raíz que brota de la tierra seca. Tierra árida y agrietada, sin agua, suelo sobre el que se pronunció la maldición por el pecado del hombre. Tierra incapaz de producir otra cosa que espinas, esas espinas con las que los hombres coronaron la cabeza santa del Señor de gloria. Tierra incapaz de alimentar y saciar la sed. David, en esta tierra, había deseado ver la fuerza y la gloria de Dios (Sal. 63:1-2). No las vio, pero he aquí que del tronco de Isaí ha salido un renuevo y un vástago de sus raíces ha dado fruto (Is. 11:1). El que es llamado la raíz y la posteridad de David (Apoc. 22:16), que era antes que David, el Rey eterno, y que lo seguirá siendo para siempre, aunque ahora todavía sea rechazado, Aquel cuyo reino no es de este mundo, sino del cielo, siguió en la tierra este camino que parte de un pesebre para terminar en la cruz.
2.3 - 53:2b
No tiene forma ni esplendor. ¿Qué esplendor puede tener a los ojos de los hombres aquel que, siendo de forma divina, tomó la forma de esclavo (Fil. 2:6-7)? Hubo hombres que, llevados aparte (Marcos 9:2), vieron su gloria «como del [Hijo] único del Padre» (Juan 1:14). Pero de su gloria moral que resplandecía, las multitudes que lo rodeaban no distinguieron nada, porque no había en Él nada que nos hiciera desearlo. ¿Hacia quién se había vuelto antes todo el deseo de Israel (1 Sam. 9:20)? Hacia un hombre más hermoso que todos los hijos de Israel, más grande que todo el pueblo, desde los hombros en adelante (1 Sam. 9:2), hacia Saúl, un hombre desobediente que Dios había rechazado. Cuando se manifestó el Hombre perfectamente obediente, que no vino para ser servido, sino para servir, incluso aquellos que se beneficiaron de sus bondades, lejos de desearlo, «le rogaron que se retirara de sus territorios» (Mat. 8:34).
2.4 - 53:3a
Es despreciado y abandonado por los hombres. «Vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron» (Juan 1:11). Al comienzo del capítulo 6 del Evangelio según Juan, vemos una gran multitud que le seguía, habiendo visto los milagros que hacía, y en su misericordia sació a esa multitud, pero al final del mismo capítulo, solo le quedan los 12, a los que debe preguntar: «¿No queréis iros vosotros también?» (v. 67). Y de esos mismos 12, uno era un diablo y los demás se fueron más tarde: «Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron» (Mat. 26:56).
2.5 - 53:3b
Hombre de dolores, y que conoce la languidez. Así nos lo muestran tantos salmos. Él conoció el sufrimiento durante toda su vida, cuando atravesaba, Él, el santo y el justo, un mundo en el que reinaban el pecado y la muerte, los sufrimientos en presencia del odio del hombre contra Dios. Él supo lo que era la languidez, un dolor que perdura, que duró hasta la cruz. Fue el Hombre de dolores en Getsemaní, cuando su sudor se convirtió en gotas de sangre que caían al suelo, en la agonía de la lucha. Fue el Hombre de dolores en la cruz cuando su propio Dios lo desamparó. Dolores corporales, dolores morales, lo soportó todo por la gloria de Dios y por nosotros.
Porque sus sufrimientos quedaron marcados en su rostro, más desfigurado que el de ningún hombre, aquellos mismos por quienes los soportó voluntariamente se apartaron de Él como de un objeto de horror y repugnancia; como de alguien a quien se le esconde el rostro, como «el abominado de las naciones» (Is. 49:7).
2.6 - 53:3c
Es despreciado, y no hemos tenido por él ninguna estima. Es de noche, para no comprometer su reputación, cuando Nicodemo va a buscar al Señor despreciado. Y cuando un fariseo lo recibe en su mesa, ni siquiera le rinde los honores que se usaban con los más humildes, ni le da agua para lavarse los pies (Lucas 7:35-50). Tal es el desprecio con que fue tratado el Señor de gloria.
2.7 - 53:4a
Ciertamente, él llevó nuestras enfermedades y se cargó con nuestros dolores, no solo cuando hizo la obra expiatoria en la cruz, sino a lo largo de todo su camino. Le trajeron muchos endemoniados, y él expulsó a los espíritus con una palabra y sanó a todos los que estaban enfermos, para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías: «Él mismo tomó nuestras debilidades, y cargó con nuestras dolencias» (Mat. 8:16-17). Su compasión sigue siendo la misma, es infinita y eterna, y ahora se dirige a nosotros. «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino [uno que ha sido] tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y hallemos gracia para el oportuno socorro» (Hebr. 4:15-16).
2.8 - 53:4b-5a
Y nosotros lo consideramos golpeado por Dios y afligido. Los hombres desafiaron a Dios cuando, burlándose del Señor clavado en la cruz, decían: «Ha confiado en Dios, que lo libre ahora, si lo quiere; porque dijo: Soy Hijo de Dios». Y también los malhechores que estaban crucificados con él le insultaban de la misma manera (Mat. 27:43-44). E incluso aquellos que no lo provocaron ni insultaron expresamente, ante su tormento y muerte lo consideraron objeto del castigo de Dios. «Herido fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados». Nuestras transgresiones fueron alejadas de nosotros en la cruz tanto como el oriente está alejado del occidente (Sal. 103:12). Por eso fue herido: «Y le preguntarán: ¿Qué heridas son estas en tus manos? Y él responderá: Con ellas fui herido en casa de mis amigos» (Zac. 13:6). Fue herido por nuestras iniquidades, esas iniquidades de las que tuvo que decir: «Me han alcanzado mis maldades, y no puedo levantar la vista. Se han aumentado más que los cabellos de mi cabeza, y mi corazón me falla» (Sal. 40:12).
¡Ay! Nuestra iniquidad hizo pesar sobre tu cabeza
Una carga de dolores indeciblemente pesada,
Pero ahora, en paz, celebramos la fiesta
Que nos recuerda tu amor.Himnos y Cánticos en francés N° 21, 3
2.9 - 53:5b
El castigo de nuestra paz estuvo sobre él, y por sus heridas fuimos sanados. El hombre se rebeló contra Dios y «no hay paz, dijo mi Dios, para los impíos» (Is. 57:21). Ningún hombre que no tenga al Salvador puede decir que tiene paz, «porque él es nuestra paz» (Efe. 2:14). «Y vino y anunció la paz a vosotros los de lejos, y paz a los de cerca» (Efe. 2:17). Tenemos paz con Dios y poseemos una paz que nadie nos puede quitar, una paz que es la de Dios mismo y que sobrepasa todo entendimiento (Fil. 4:7). Pero para que nosotros la obtuviéramos, fue necesario que él llevara el castigo. «Por su llaga fuimos nosotros curados».
2.10 - 53:6
Todos hemos andado errantes como ovejas. «Al ver las multitudes, sintió compasión por ellas, porque estaban expoliadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor» (Mat. 9:36). Ovejas, seres indefensos, incapaces de comportarse y dirigirse cuando están abandonadas a sí mismas, siempre en peligro cuando el pastor no está presente. Cansadas y dispersas: esa era la condición de todos nosotros, buscando un camino de salvación. Cada uno se volvió hacia su propio camino, un camino de su propia voluntad que nos alejaba cada vez más de Él. Y vino él, el buen pastor; reunió a sus ovejas y las condujo a pastos verdes, las llevó a aguas tranquilas. Él buscó a sus ovejas, a menudo muy lejos, y con ternura las hizo entrar en su rebaño. Pero para adquirirlas, Jehová hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros. Si formamos parte de este único rebaño de sus bienaventurados redimidos, es porque él, el Cordero divino, siguió un camino que no era el suyo, sino el camino doloroso que lo llevó a la cruz del Calvario.
2.11 - 53:7
Fue oprimido y afligido. Y «comenzó a entristecerse, y a angustiarse. Entonces les dijo: Mi alma está inmensamente triste, hasta la muerte» (Mat. 26:37-38). Y no abrió su boca. «Entonces, se puso en pie em Sumo Sacerdote, y le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos testifican contra ti? Pero Jesús callaba» (Mat. 26:62). Luego fue llevado como un cordero al matadero, y como una oveja muda delante de los que la esquilan, y no abrió su boca. «Entonces le escupieron en la cara, y le dieron puñetazos; y otros lo abofetearon, diciendo: ¡Profetízanos, Cristo! ¿Quién es el que te golpeó?» (Mat. 26:67-68). Y finalmente, ante Pilato, acusado por los principales sacerdotes y los ancianos, «no respondió nada» (Mat. 27:12).
2.12 - 53:8
Pero ha llegado la liberación, ha sido librado de la angustia y del juicio, y su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes. Su generación no es una generación terrenal, su familia, compuesta por todos aquellos que, como el etíope de la corte de Candace, recibieron esta Palabra, no es terrenal, sino celestial, porque «a todos cuantos lo recibieron [es decir] a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12).
2.13 - 53:10
Pero al Señor le agradó quebrantarlo. Le agradó, ¡misterio insondable! Porque ¿cómo sondear el amor de Dios, que entregó voluntariamente a su propio Hijo y lo sometió al sufrimiento en la cruz? Pero la gloriosa recompensa está ahí: El que entregó su alma en sacrificio por el pecado, el que respondió perfectamente a las exigencias de la justicia de Dios, el que nos amó hasta la muerte y hasta la muerte en la cruz, descansará en su amor (Sof. 3:17), porque toda la plenitud de las bendiciones que se propuso para los suyos se cumplirá, y su reposo será gloria (Is. 11:10), no solo durante el reinado de 1.000 años, sino por la eternidad. Verá el fruto de la obra de su alma y quedará satisfecho.
Tú mismo verás lo que tu corazón anhela:
El fruto maduro y perfecto de tu obra en la cruz.
Disfrutarás, Señor, de la obra de tu alma,
¡Y tu amor divino quedará satisfecho!Himnos y Cánticos en francés N° 64, 4
3 - Su humillación
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1953, página 150
3.1 - Un hombre – Zacarías 13:5
«Labrador soy de la tierra» (Zac. 13:5). Fue un hombre entre los hombres. Compartió con los hombres el castigo que Jehová había pronunciado sobre Adán, culpable de desobediencia: «Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida» (Gén. 3:17). Un hombre que su apariencia no permitía distinguir de todos los que le rodeaban (Is. 53:2), salvo quizá porque su rostro estaba más desfigurado que el de cualquier otro hombre. Un hombre que nadie conocía, mezclado entre la multitud de pobres y miserables que bajaban al Jordán para ser bautizados. Ni siquiera Juan lo habría reconocido si aquel que lo había enviado a bautizar no le hubiera dicho: «Aquel sobre quien veas al Espíritu descender y permanecer sobre él, ese es el que bautiza con el Espíritu Santo. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios» (Juan 1:33-34). Un hombre que sufre, sobre cuya espalda los labradores han trazado sus largos surcos (Sal. 129:3), cansado, hambriento, sediento, él que había creado las fuentes de agua. Un hombre humillado hasta el punto de depender de una mujer pecadora para tener un poco de agua para beber. Un hombre rico de todos los bienes del cielo y de la tierra, que vivió en la pobreza para que por su pobreza fuéramos enriquecidos. Un hombre que solo encontró un establo para nacer y no tenía dónde reclinar la cabeza. Un hombre pobre entre los pobres, un hombre humillado entre los humildes. Pero descendió aún más.
3.2 - El hombre – Juan 19:5; Lamentaciones 3:1
No solo un hombre, sino el hombre que, aunque Jehová lo llamó su compañero, vio despertar contra él la espada de Jehová (Zac. 13:7). Y este hombre salió llevando su cruz, coronado de espinas y por burla vestido con un manto de púrpura. Pilato lo presentó a los judíos diciendo: «He aquí el hombre». He aquí al que sufrió solo el juicio que merecía el hombre pecador. He aquí al hombre que representó a toda la humanidad bajo el juicio y en la muerte.
«El hombre perfecto, el Hijo del Dios santo, del Dios fuerte,
Atravesó el abandono, la ira y la muerte».
Él pudo decir: «Yo soy el hombre que ha visto aflicción bajo el látigo de su enojo. Me guio y me llevó en tinieblas, y no en luz; ciertamente contra mí volvió y revolvió su mano todo el día» (Lam. 3:1-3). A Jehová le agradó quebrantarlo, lo sometió a sufrimiento. Ningún otro hombre, sino él, el hombre perfecto, soportó estas cosas de parte de Dios. Bajó aún más:
3.3 - Un gusano – Salmo 22:6
«Yo soy un gusano, y no hombre». Todos conocemos el Salmo 22, pero ¿nos hemos detenido en este versículo? Un gusano, el animal más despreciado que existe, del que nos apartamos con repugnancia, que rechazamos con horror. Solo la Escritura puede emplear una expresión semejante para hablar de Él. Más bajo que nosotros, más bajo que un hombre. El oprobio de los hombres. Ese es el lugar que ocupó el Señor de gloria. Pero cuanto más se humilló, más brilló su gloria. “¡En la vergüenza resplandeció tu gloria!”. Meditemos y adoremos. Y, sin embargo, aún no es ese el fondo de su humillación:
3.4 - Una serpiente – Juan 3:14
«Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado». Una serpiente en el desierto. Un gusano solo es despreciado y provoca repugnancia, una serpiente es temida y provoca terror. Una serpiente, imagen y personificación del pecado. Él, el Santo y el Justo, tratado como el pecado. «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21). Juzgado como el pecado mismo y sufriendo la cruz como tal. ¿Quién podrá comprender lo que esto significó para él? Dios, su Padre, apartó su mirada de él, porque sus ojos eran demasiado puros para ver el mal y no podían posarse sobre Aquel que había sido hecho «pecado». Misterio profundo, misterio insondable de su humillación, pero misterio del amor, ya que fue su amor por nosotros lo que le hizo descender y humillarse hasta ocupar ese lugar. Y porque sí mismo se humilló… «Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestiales, de los terrenales y de los que están debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil. 2:9-11). Pronto veremos en la gloria a aquel que sí mismo se anonadó por nosotros.
Este gran amor que se humilla,
Aún más abajo ha descendido:
El Hijo del hombre ofrece su vida
Y muere por un mundo perdido.¿Qué incienso raro y sin mezcla
Te ofrecerían los tuyos a cambio?
El perfume de nuestra alabanza
¿No es Jesús, tu amor?Himnos y Cánticos en francés N° 175, 3-4
4 - El gran misterio de la piedad – 1 Tim. 3:14-16
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1969, página 85
El apóstol Pablo se había propuesto reunirse con Timoteo. «Estas cosas te escribo –le dice– esperando ir pronto a verte; pero si me retraso, para que sepas cómo debes comportarse en la Casa de Dios». Timoteo no debía esperar la llegada de Pablo para recibir instrucciones sobre cómo comportarse en la Casa de Dios. Nosotros no esperamos al apóstol Pablo, sino al Señor mismo. Él vendrá y, si aún tarda porque no ha terminado el tiempo de su paciencia, la Palabra está aquí, en su ausencia, para enseñarnos cómo debemos comportarnos en la Casa de Dios.
¿De qué Casa de Dios se trata? Para los israelitas, el templo era la Casa de Dios. Ya no existe, pero hoy en día hay otra Casa en este mundo que se llama la Casa de Dios. Es la Asamblea. Está formada por todos los creyentes, no solo de unos pocos que se reúnen aquí o allá, sino de todos los creyentes dondequiera que se encuentren, de todos los que son salvos y que juntos constituyen esta Casa en la que habita Dios. Se llama la Asamblea del Dios vivo. En este mundo, el Dios vivo solo se encuentra en la Asamblea. Toda la humanidad yace en la muerte. Esta entró en el mundo con la desobediencia. Pero Dios está vivo; él tiene su Casa, y esa Casa es la Asamblea, de la que la Palabra nos dice que es la columna y el sostén de la verdad. No se nos dice que debería ser la columna y el sostén de la verdad, sino que lo es. Y si ya no nos diéramos cuenta de lo que se dice de ella, es decir, que es el sostén de la verdad, dejaríamos también colectivamente de llevar los caracteres de la Asamblea de Dios. Hay que conocer esta verdad divina para sostenerla, y esa es nuestra responsabilidad. La función de una columna es poner algo en evidencia. La verdad nos ha sido confiada, y debemos mantenerla en lo alto de la columna, sostenerla y defenderla. No se trata de algo insignificante que se deja a nuestra voluntad. Dios nos ha hecho el honor de este depósito. Tenemos la Palabra; por lo tanto, nuestra responsabilidad es mantenerla en su columna, no ocultarla como el hombre de la parábola que escondió su talento en la tierra.
4.1 - Dios manifestado en carne
¿Cuál es esta verdad? El versículo 16 la contiene en su totalidad. La verdad es Cristo. Él es la Verdad, y este versículo 16 nos lo presenta de una manera maravillosa: Dios manifestado en carne, el Hijo de Dios, Dios mismo venido a este mundo como un hombre, esta es la verdad, esto es lo que tenemos que presentar. Y se dice que «grande es el misterio de la piedad». Se habla de muchos misterios en la Palabra: así, el misterio de la Asamblea (Efe. 3:3), el de la venida del Señor (1 Cor. 15:51), el de la fe en el versículo 9 de nuestro capítulo. Se mencionan otros misterios a lo largo de las Epístolas, pero son misterios revelados; mientras que se ha podido decir que este misterio, el de la piedad, el de la propia Persona de Cristo, este misterio del Hijo de Dios hecho hombre, es tan grande que no podemos comprenderlo y que nunca lo comprenderemos. La Palabra se ha visto en Cristo en medio de los hombres. En él se encontraba toda la plenitud de Dios manifestada en esta Persona y, sin embargo, no había nada en él que nos hiciera desearlo. Se le llama el Pobre. Se encontraba en medio de los humildes, él, el Hijo de Dios por quien todas las cosas habían sido creadas, y lo único que se podía decir de su aspecto era esto: «Fue desfigurado de los hombres su parecer… más que la de los hijos de los hombres» (Is. 52:14).
Aquel cuyo rostro estaba marcado por los sufrimientos es él quien vino a establecer las relaciones del hombre con Dios. Por él tenemos relación con Dios; en él, Dios se ha convertido en nuestro Dios: este es el misterio de la piedad. Es una vida que está en relación con Dios por medio de Cristo. ¿Comprenderemos alguna vez cómo y hasta dónde llegó la humillación del Señor? Él fue el hombre de dolores. No solo un hombre, sino el hombre de dolores. Solo él descendió más abajo que nosotros para poder elevarnos y sacarnos del fango en el que estábamos sumidos. ¿No es grande el misterio de la piedad? Estamos acostumbrados a estas cosas, hablamos con facilidad del Señor Jesús que vino a este mundo; pero poco entramos en la profundidad y la grandeza de este misterio que no podemos sondear, sino adorar: Dios manifestado en carne, Dios hecho hombre. Los hombres siempre han deseado ver a Dios. Cuántos incrédulos preguntan: “Muéstranos a Dios y creeremos”. ¡Es ya una pretensión pensar que podemos ver a Aquel que llena los cielos! Y, sin embargo, Dios se ha dado a ver a los hombres; en cierto modo, ha respondido a este deseo de los hombres. Han podido ver a Dios en Cristo. Pero no de la manera que esperaban. No se les apareció en un palacio, sino en un establo. Su trono fue una cruz. Esto es lo que los hombres vieron y también lo que hicieron con Dios mismo, que se había hecho hombre, «El que fue manifestado en carne», como está escrito. Si Dios es invisible, en Cristo los hombres pudieron verlo, tocarlo y le hicieron “todo lo que quisieron”.
4.2 - Justificado en Espíritu
Si Dios se hizo hombre, el hombre Cristo Jesús era Dios. La misma voz de Dios se hizo oír desde los cielos para dar testimonio: «Este es mi amado Hijo» (Mat. 3:17). El que fue llamado el Pobre fue llamado también el Justo. Él era el único en quien nada era contrario a la perfección de Dios mismo; y, sin embargo, era semejante a nosotros, excepto en el pecado. El pecado no podía alcanzarlo. Era el Justo, y a pesar de ello los hombres no lo aceptaron. El centurión, al ver morir a Jesús en la cruz, declaró: «Ciertamente este hombre era justo» (Lucas 23:47). Y el mismo centurión en Mateo 27:54 puede añadir: «¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!». En toda su vida fue justificado en Espíritu. El Levítico nos ofrece una bella imagen de esta vida perfecta en el sacrificio del capítulo 2, el de la ofrenda de cereal (u ofrenda vegetal). Este sacrificio debía amasarse con aceite, y esto es lo que encontramos a lo largo de toda la vida del Señor. El Evangelio según Lucas nos presenta a Jesús como el Hijo del hombre, y vemos especialmente al Espíritu justificando en él la perfección de su humanidad.
4.3 - Visto por los ángeles
Los hombres lo vieron, pero también los ángeles lo contemplaron. ¡Qué espectáculo para ellos! En el capítulo 6 de su libro, Isaías vio el cielo abierto y al Señor en un trono alto y elevado (v. 2-3). Serafines se mantenían sobre él. No podían contemplar la gloria de su Dios, sino que se cubrían el rostro en su presencia. Los ángeles vieron a Aquel a quien habían glorificado con estas palabras: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos» (vean Is. 6:3; Apoc. 4:8). Este es el testimonio que nos da Lucas: los ángeles anunciando su nacimiento a los pastores (Lucas 2:10-14). Se nos permite escuchar las alabanzas de estos ángeles para quienes el misterio era también un gran misterio. Los mismos que se cubrían el rostro en el cielo en presencia de su Dios, lo contemplaban en un pesebre como un niño pequeño. ¿Por qué? Para cumplir la obra de salvación por la que el Señor había venido a este mundo. En Lucas se habla de los ángeles en varias ocasiones, y en particular cada vez que vemos al Señor en su mayor humillación. En Getsemaní, un ángel vino a fortalecer al Señor en la angustia de su lucha, para que el vaso humano no se rompiera. ¡Un ángel vino del cielo para fortalecer a quien era su Maestro y su Dios! En el jardín de la resurrección, fueron nuevamente 2 ángeles los que dieron testimonio de la salida del Señor del sepulcro. «Fue visto de ángeles».
4.4 - Predicado entre las naciones
Luego fue predicado entre las naciones. ¡Qué gracia! Vino como el Mesías para su pueblo, pero este no lo quiso. Pero a todos los que lo recibieron, les dio el derecho de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:11-12). No se había hecho ninguna promesa fuera del pueblo de Israel. Nosotros, los pueblos de las naciones, no teníamos ningún derecho. Pero ahora el misterio ha sido predicado entre las naciones. Mientras dura el día de la gracia, esta gran salvación se predica entre las naciones. El que vino a este mundo, como hombre, fue anunciado y aún lo es ahora.
4.5 - Creído en el mundo
No tenemos en nosotros mismos la capacidad de creer. La fe es un don de Dios. La salvación que poseemos nos viene de él: la hemos recibido. Considerando mi propia historia, ¡cuántas veces resistí los llamados del Señor hasta que me encontró! Pero, bendito sea Dios, esta fe es hoy parte de todos los que han respondido a su llamado.
4.6 - Elevado a la gloria
Fue creído en el mundo, pero también elevado a la gloria. Este es el último acto de este misterio. El hombre Cristo Jesús resucitó de entre los muertos y ahora está en el cielo como hombre. Él está allí, las primicias de la resurrección, y nosotros le seguiremos en la gloria. Él fue Dios en la tierra y ahora es Hombre en el cielo. Sí, hay un Hombre en el cielo: el Señor Jesucristo, que nos ha dado a conocer su conmovedor deseo para con nosotros: «para que vean mi gloria» (Juan 17:24). Verlo, estar con él, compartir su gloria. Eso es lo que nos garantiza su presencia en el cielo. Se ha dicho a menudo que la Palabra nos habla poco del cielo, del Paraíso, pero hay una cosa que nos dice y que es esencial: el Señor está allí. Él le dice al malhechor: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). Esto es lo que llenó de gozo a ese pobre malhechor. ¡Con Él! Cada vez que el Señor habla de su venida para buscarnos y llevarnos al cielo, no se refiere a la belleza del cielo, sino a su presencia. Elevado en la gloria, el hombre Cristo Jesús está allí. Ha ido a prepararnos un lugar en la gloria donde él mismo está. Dios le dijo: «Siéntate a mi diestra...» (Sal. 110:1). Ahí es donde se encuentra ahora el Señor, ahí es donde lo contempló Esteban. Vio el cielo abierto, vio al Señor en la gloria, dispuesto a volver si los hombres hubieran aceptado el testimonio de los apóstoles por medio del Espíritu Santo. Allí lo veremos, con varias coronas en la cabeza, cada una correspondiente a una gloria diferente que él ha adquirido en este mundo.
Que el Señor nos conceda tenerlo siempre ante nuestros ojos. No podemos sondear el misterio de su humanidad. Pero no se trata tanto de sondear este misterio como de adorarlo.
5 - Lejos y cerca
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1965, página 7
«Todos sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea estaban lejos mirando estas cosas» (Lucas 23:49). Estas cosas son el Señor coronado de espinas, objeto del desprecio y los insultos de los hombres, clavado en la madera de la cruz, entre 2 malhechores, y sometido allí, por Dios mismo, al sufrimiento. Estas cosas son el Cordero de Dios ofrecido en sacrificio por el pecado, son el Hijo del hombre que lleva sobre su cabeza santa todo el peso de las transgresiones de los hombres.
Todos los suyos, los que le habían acompañado en su camino, se mantienen alejados, contemplando esta escena única en la historia del mundo, incapaces, sin embargo, de sondear su profundidad y comprender su solemnidad. Están mudos ante los sufrimientos indecibles que atraviesa su amado Salvador y que ningún hombre puede compartir con él. Está solo en la cruz, bebiendo la copa amarga. Su propio Dios tuvo que apartar la mirada de él, el Hijo de su amor. Nosotros permanecemos lejos, como sus discípulos, pero sin perder de vista a Aquel que ha sido elevado de la tierra, con santo temor de hacer como los hombres de Bet-Semes (1 Sam. 6:19) que, impulsados por la curiosidad, miraron lo que debía permanecer oculto en el interior del arca. Solo Dios pudo discernir todas las perfecciones de su Persona y la profundidad de sus sufrimientos. Nuestro lugar es de rodillas, a la distancia que impone el más profundo y santo respeto. Esta distancia está representada típicamente por los 2.000 codos que separaban el arca llevada por los sacerdotes del pueblo que caminaba hacia el Jordán (Josué 3:4). Luego, cuando las aguas se detuvieron, los sacerdotes que llevaban el arca se quedaron «en seco, firmes en medio del Jordán, hasta que todo el pueblo hubo acabado de pasar el Jordán; y todo Israel pasó en seco» (v. 17), por el mismo lugar donde se encontraba entonces el arca.
A menudo se ha tratado de analizar los sufrimientos corporales del Señor de gloria; guardémonos de hacerlo por curiosidad o incluso por sentimentalismo. Lo que nos dice la Palabra, con santa sobriedad, es suficiente para la adoración.
Si el Evangelio según Lucas, el Evangelio del Hijo del hombre, nos habla de los sufrimientos que él padeció en Getsemaní y luego en el Gólgota, sufrimientos que los discípulos, y nosotros con ellos, estamos llamados a contemplar desde lejos sin poder entrar, el Evangelio según Juan, por su parte, nos pone en presencia del Hijo de Dios, cumpliendo en el mundo su ministerio de amor; ya no nos encontramos ante el sacrificio por el pecado, sino ante el holocausto de buen olor para Jehová. Entonces, habiendo terminado su servicio, puede abrir su corazón a Juan y a su madre para confiar a esta última al discípulo que amaba. No se dirige a ellos desde lejos, sino que están muy cerca de él. Ahí es también donde está nuestro lugar y donde él nos quiere, en la contemplación, ya no de sus sufrimientos, sino de su amor.
6 - No se turbe vuestro corazón – Juan 14:1
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1966, página 197
6.1 - El Señor turbado en su espíritu y en su alma
En 3 circunstancias diferentes relatadas en el Evangelio según Juan, el Señor nos está presentado turbado en su espíritu y en su alma.
6.1.1 - Juan 11:33
Encontramos esta expresión por primera vez en el capítulo 11, versículo 33, con motivo de la muerte de Lázaro. El Señor se reunió en Betania con las hermanas de aquel a quien llamaba su amigo, y allí, ante el sepulcro de Lázaro, la Palabra nos muestra a Jesús llorando con los que lloraban y, al mismo tiempo, turbado en su espíritu.
¿Cuál era, pues, la causa de sus lágrimas? ¿Simpatía? Sin duda, porque el corazón del Señor siempre se conmueve de compasión hacia los que están tristes; ¿no lo hemos experimentado todos cuando hemos pasado por el valle de Baca, el valle de la sombra de la muerte? Él se encontraba entonces cerca de nosotros, compadeciéndose de nosotros. Pero la confusión y el estremecimiento que se apoderaron de su alma ante el sepulcro de Lázaro tenían una causa aún más profunda que la compasión, más profunda también que la pérdida de un amigo; porque él sabía lo que iba a hacer. Era consciente de la resurrección que iba a obrar; por lo tanto, el estremecimiento y la confusión habrían sido, al parecer, sin motivo.
Estamos acostumbrados –y nuestro espíritu está por eso en cierto modo endurecido– a la presencia de la muerte siempre cerca de nosotros y al contacto diario que tenemos con ella, pues los que están de luto «andarán alrededor por las calles» (Ecl. 12:5). Pero no era así para el Señor, para Aquel que, como Dios, tenía los ojos demasiado puros para ver el mal y discernía en la muerte las garantías del pecado. Nosotros nos acostumbramos a ello, pero el Señor, por la santidad de su naturaleza, no podía acostumbrarse como nosotros; nos resulta imposible comprender cuánto le pesaba a él, el Santo y el Justo, vivir cada día, y día tras día, en un mundo mancillado por el pecado, convivir sin cesar con la muerte, medir el poder que esta tiene sobre el hombre y sondear la miseria de este último.
La confusión de su espíritu ante el sepulcro de Lázaro es, pues, la expresión del profundo dolor, mezclado con indignación, que se produjo en su alma al ver el poder que la muerte ejerce sobre el espíritu del hombre (J.N. Darby) y que se manifestaba allí.
Así pues, si las preciosas lágrimas derramadas ante la tumba, de las que el mismo Señor pudo decir proféticamente a Dios: «Pon mis lágrimas en tu redoma» (Sal 56:8), nos hablan de compasión, manifiestan al mismo tiempo la profunda confusión de su alma santa.
Como el sembrador del Salmo 126, el Señor sembró con lágrimas y, aunque tuvo algunos breves momentos de alivio, tuvo que decir: «Fueron mis lágrimas mi pan de día y de noche» (Sal. 42:3). Ante estas lágrimas y la confusión de su alma santa, podemos regocijarnos al pensar en «el gozo puesto delante de él» mientras recorría el mundo, el gozo que ahora disfruta en la gloria, después de haber vencido a la muerte, habiendo completado su obra de gracia.
6.1.2 - Juan 12:27
En el capítulo 12:27, de este mismo Evangelio, oímos estas palabras de la boca misma del Señor: «Ahora está turbada mi alma». La escena aquí relatada forma, en cierto modo, el paralelo de la escena de Getsemaní, que no se menciona en este Evangelio; es un resumen conmovedor de la misma. El Señor, como el grano de trigo que iba a caer en tierra y del que acaba de hablar (v. 24), se coloca ante la copa que le iba a ocultar el rostro de Dios. Ve ante sí el «pozo de la desesperación» del que habló anticipadamente en el Salmo 40:2, en el que iba a entrar. A menudo mencionamos este lodazal para alegrarnos de haber sido sacados de él, pero sin poder sondear la terrible realidad de lo que le supuso estar sumido en él. Va a sufrir por parte de Dios todos los tormentos del Salmo 22, que ha sido llamado el Salmo del desamparo de Dios. Ante la profunda noche en la que va a entrar, ante las 3 horas oscuras de la cruz, oímos las palabras que pronunció en Getsemaní en su angustia: «Mi alma está inmensamente triste, hasta la muerte» (Mat. 26:38). En el Evangelio según Juan –y esta sobriedad divina está muy en consonancia con el carácter del Evangelio– oímos esta única palabra que nos hace comprender en parte cuál fue la angustia de su alma: «Mi alma está muy triste», acompañada de esta doble petición: «¡Padre, sálvame de esta hora!», pero también: «¡Padre, glorifica tu nombre!» (v. 28).
6.1.3 - Juan 13:21
En el capítulo 13:21 encontramos por tercera vez la expresión de la angustia que invadió el espíritu del Señor, y ello en presencia de la traición de Judas, que era uno de los 12. Un hombre al que había llamado «hombre de mi paz» (Sal. 41:9), «en quien yo confiaba», con el que había tenido «comunicábamos dulcemente» (Sal. 55:14), un hombre al que había dado una muestra especial de confianza al dejarle la bolsa. Vio a este hombre apartarse de él, lo vio vender a su Maestro por 30 piezas de plata, y tuvo que, en la oración dirigida a su Padre (Juan 17:12), excluirlo del número de sus discípulos amados salvados por Él de la perdición. La amarga tristeza que le causó esta exclusión se traduce en estas únicas palabras: «Jesús se turbó en su espíritu».
6.2 - «Los amó hasta el fin»
Como acabamos de ver, el Señor se turbó en su espíritu al ver el poder de la muerte sobre el espíritu del hombre; se turbó en su alma ante las horas de tinieblas en las que iba a ser abandonado por Dios; se turbó también en su espíritu al anunciar a los suyos la traición de uno de ellos; pero nunca se turbó su corazón, sede de sus afectos y de su amor. Esto es lo que nos hace entender la Palabra en el capítulo 13:1: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin». El amor del Señor, como está escrito, es un amor que la muerte no apaga y que la gloria no detiene. Cuando la gran multitud vino a apresarlo con espadas y palos para llevarlo al suplicio, todos sus discípulos lo abandonaron, uno de ellos lo negó, sin que por ello se turbara su corazón. Y su amor por ellos siguió siendo el mismo incluso después de pasar de este mundo al Padre para ocupar su lugar en el trono, coronado de gloria y honor. Ni ahora para nosotros, ni entonces para sus discípulos, puede cambiar su amor, ese amor que muchas aguas no pueden apagar y que los ríos no pueden inundar (Cant. 8:7).
6.3 - Nuestro corazón
Pero nuestro amor, por desgracia, puede enfriarse, y la palabra del Señor se dirige ahora a nosotros como se dirigió a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón» (Juan 14:1). No se turbará si, con los ojos fijos en Aquel que nos introducirá en ese «lugar» que ha ido a preparar para nosotros en la Casa del Padre (14:2), guardamos sus mandamientos, dejándonos enseñar por el Espíritu que el Padre nos ha enviado (14:15-16), en el pleno disfrute de la paz que él nos ha dado, de su paz que nos ha dejado. En un camino de obediencia, nuestro corazón no se turbará ni temerá (14:27) y comprenderemos lo que a veces cantamos:
“¿Quién turbaría su confianza
Cuando tienen la firme seguridad
De que su amor no cambia?”Himnos y Cánticos en francés N° 28, 3
7 - Algunas reflexiones sobre la adoración
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1960, página 10
7.1 - La adoración aceptable
Adorar a Dios es ofrecerle lo que le corresponde. Pero el hombre natural no tiene nada que ofrecerle, porque lo que le caracteriza es el odio; ¿no nos dice la Palabra que somos «odiosos y odiándonos unos a otros» (Tito 3:3)? Esto mismo nos hace incapaces de ofrecer nada aceptable a Dios, que es amor. Las buenas obras del hombre en Adán, incluso las mejores, no son más que «obras infructuosas de las tinieblas» (Efe. 5:11). Es imposible llevarlas a Aquel que es luz.
Si el hombre natural no tiene nada que ofrecer a Dios, el hombre en Cristo, es decir, el que posee la vida de Cristo, tiene, en cambio, algo que presentarle; no es lo que ha hecho, sino lo que ha recibido, lo que Dios mismo le ha dado. «De lo recibido de tu mano te damos» (1 Crón. 29:14). Por lo tanto, solo llevando lo que hemos recibido, sin añadir nada que venga de nosotros, será aceptable nuestra adoración.
7.2 - Génesis 22
La primera vez que se habla de adoración en la Palabra es en el capítulo 22 del Génesis: «Yo y el muchacho», dijo Abraham, «iremos hasta allí y adoraremos». ¿Y qué llevó al Señor? Nada menos que lo que Dios le había dado, su único hijo amado.
«¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?» (Sal. 116:12), pregunta el salmista. ¿Dar? Solo puede tomar «la copa de la salvación», invocar «el nombre de Jehová» y cumplir sus votos, es decir, adorar. Nosotros mismos hemos recibido más que la copa de la salvación, ya que hemos recibido un Salvador, un don inefable que hace rebosar de alabanza el corazón de Pablo y que constituye el fundamento mismo de nuestra adoración. Solo cuando la mujer samaritana conoció el don de Dios y supo quién era Aquel que le pedía de beber, pudo comprender algo de lo que debe y tal vez sea la verdadera adoración.
7.3 - Las primicias
El primer acto del israelita que se acercaba al Jehová consistía en tomar «las primicias de todos los frutos que sacares de la tierra que Jehová tu Dios te da» (Deut. 26:2). Nosotros también, para poder llevar, primero tenemos que comprender por la fe a Aquel que es «las primicias» (1 Cor. 15:23), Cristo, y cuando nuestro corazón, como la cesta del israelita, esté lleno de él hasta rebosar, entonces tendremos, no solo algo, sino a alguien a quien presentar a Dios como objeto de nuestro culto y nuestra adoración.
7.4 - El Salmo 45
Lo que hacía bullir el corazón de los hijos de Coré (Sal. 45) era la contemplación de Aquel que es más hermoso que los hijos de los hombres. Nuestra adoración consiste en elevar a Dios el perfume de Aquel que es su deleite, en todo lo que ha sido, de lo que es y de lo que será para él y para nosotros. A menudo nos contentamos con exaltar solo lo que él es para nosotros –y ciertamente nunca lo haremos demasiado–, pero el culto más elevado encuentra su expresión en el capítulo 5 del Apocalipsis, en el cántico del cántico nuevo, en el que se hace hincapié en la expresión «para Dios» (v. 9).
7.5 - En el cielo
El culto que rendiremos en el cielo no será más que la continuación en la perfección de esta adoración que tenemos el inmenso privilegio de comenzar en la tierra y que es la única parte eterna de nuestro servicio. No cambiará ni de objeto ni de carácter.
7.6 - Una víctima ofrecida en sacrificio. Sus sufrimientos
La adoración se basa siempre en un sacrificio. No hay culto sin el recuerdo del Cordero ofrecido de una vez por todas en el altar de la cruz. Por eso, la celebración de la Cena tiene naturalmente su lugar en un servicio de adoración y lo lleva, en cierto modo, a su punto culminante. La adoración no puede prescindir del recuerdo de los sufrimientos de Aquel que fue clavado en la cruz y de la contemplación de las perfecciones de la Víctima. Cuanto mejor le conozcamos, «a él, y el poder de su resurrección y la comunión de sus padecimientos» (Fil. 3:10), más elevado será nuestro culto.
Los patriarcas adoraron a Dios basándose en el mismo sacrificio que Cristo debía realizar más tarde, pero que estaba prefigurado en los sacrificios ofrecidos en los altares que ellos erigieron. Para nosotros, que tenemos el inmenso privilegio de conocer al Cordero que fue inmolado, es en su sacrificio donde se basa nuestra alabanza actual y eterna.
7.7 - No hay que confundir: culto, oración y predicación
La adoración es en cierto modo lo contrario de la oración, ya que en la oración nos dirigimos a Dios para pedir, mientras que en la adoración es para dar. Por lo tanto, no hay que confundir el culto con una reunión de oración; sin embargo, es cierto que el Espíritu puede llevarnos en el culto a dirigir también oraciones a Dios, que estarán en su lugar, sin formar realmente parte de él, y que, del mismo modo, en una reunión de oración brotarán naturalmente de nuestros corazones expresiones de alabanza.
El culto, o servicio de adoración, tampoco debe confundirse, como ocurre a menudo en la cristiandad, con la escucha de un predicador que presenta la Palabra a quienes la escuchan, creyentes e incrédulos. Alegrémonos de que la Palabra de evangelización y edificación siga siendo llevada al mundo. Sin embargo, tal predicación no tiene nada que ver con el culto, ya que lleva a los hombres la Palabra que viene de Dios, mientras que la adoración se eleva hacia Él, bajo la guía del Espíritu, de todos los creyentes y solo de los creyentes. En efecto, no es concebible que un incrédulo participe en un verdadero culto; ¿qué podría aportar a Dios si ha rechazado al Salvador?
7.8 - La participación efectiva
Un creyente nunca debe asistir a un culto sin participar en él, ni siquiera guardando silencio. La adoración puede expresarse mediante acciones de gracias rendidas por todos y expresadas por un hermano que habla como si fuera, en cierto modo, la boca de toda la asamblea, o mediante los himnos cantados con los que todos juntos expresan la alabanza con una sola voz. También puede realizarse en un silencio a menudo más elocuente que las palabras. Todo esto es muy diferente de un servicio religioso dirigido por un hombre, llamado por los hombres para presidir lo que en la cristiandad profesa se llama culto. Así, puede suceder que, durante toda su vida, domingo tras domingo, los creyentes llamados fieles vayan a la iglesia a escuchar un sermón sin haberse dado cuenta nunca de lo que es el culto en espíritu y en verdad.
7.9 - Condiciones para la adoración
Para cumplir este servicio de adoradores, se necesitan ciertas condiciones. «Acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, con corazones purificados de una mala conciencia y lavados los cuerpos con agua pura» (Hebr. 10:22). Cuando el israelita se acercaba a Jehová (Deut. 26), primero tenía que haber entrado en la tierra de Canaán, luego poseerla y habitar en ella. Por lo tanto, para poder rendir culto, no basta con conocer al Señor y poseerlo como Salvador, sino que también debemos habitar en la tierra, es decir, realizar la comunión con él todos los días de nuestra vida y no solo en el momento del culto o unas horas antes. Esta comunión solo será real e ininterrumpida si practicamos el juicio continuo de nosotros mismos. Nuestras cestas no pueden llenarse apresuradamente solo el sábado.
La forma en que debemos rendir culto se define con 2 palabras: «En espíritu y en verdad» (Juan 4:24). En espíritu, no solo guiados por el Espíritu, sino también fuera de toda forma material, de toda tradición y de todo lo que hace aparecer al hombre en la carne y que no tiene cabida en la presencia del Señor. Y en verdad, es decir, en una dependencia completa y absoluta de la Palabra, que es la Verdad y, por ello mismo, de Aquel que es el camino, la Verdad y la vida. Es imposible adorar si tenemos en nuestro corazón un rincón oscuro que cerramos a la luz y si nuestra conciencia está cargada. No olvidemos tampoco que, como los israelitas, no podemos ofrecer nuestro don en el altar si nuestro hermano tiene algo contra nosotros.
7.10 - ¿A quién adoramos?
¿A quién adoramos? No es el Dios del Sinaí ante el cual temblaban los israelitas manteniéndose a distancia. No es el Dios de Gerizim, al que los samaritanos no sabían lo que adoraban. Tampoco es a Jehová que se vio obligado a abandonar su casa por las infamias que allí se cometían (Ez. 10 y 11), es, como el Señor enseña a la samaritana, el Padre –revelado en su Hijo, que es la expresión de todo lo que él es, Luz y Amor– que busca adoradores entre sus hijos. Él quiere ser conocido por ellos en esta dulce relación de Padre, y mediante este conocimiento forma adoradores. Así es como somos capacitados para adorar al Padre, porque él nos ha amado, sin duda, pero ante todo porque él es amor. Del mismo modo que él no busca la adoración, sino adoradores, nuestra parte no es adorar las glorias de Dios, sino adorarlo a él mismo, como Padre.
Al mismo tiempo que se dirige al Padre, la adoración no puede dejar de tener también al Hijo como objeto. Él es el centro de la alabanza y lo será eternamente, como vemos en el capítulo 5 del Apocalipsis, como el Cordero en medio del trono, y es a través de él que nuestra alabanza asciende hasta el Padre.
7.11 - Lugar de la adoración
¿Cuál es el lugar de la adoración? Los israelitas debían ir «al lugar que Jehová tu Dios escogiere para hacer habitar allí su nombre» (Deut. 26:2). Este lugar se caracterizaba por la presencia del «sacerdote que hubiere en aquellos días» (v. 3). Lo mismo ocurre ahora con nosotros. El lugar de la alabanza es el lugar de la presencia del Señor, es decir, como él mismo dijo, donde 2 o 3 están reunidos a su nombre. Pero, cuidado, no basta con decir que estamos reunidos a su nombre, debe ser una realidad, el Señor no puede sancionar con su presencia una asamblea que no tenga el carácter de santidad que corresponde a su Casa y que tolere en su seno un mal moral o doctrinal. Para entrar en los Lugares Santos (Hebr. 10:19) hay que salir del campamento (Hebr. 13:15), y es sobre el altar de oro de los lugares santos donde podremos ofrecer «por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre».
7.12 - ¿Cuándo adorar?
Se dice «un continuo». La adoración no se limita a la adoración colectiva del culto del primer día de la semana, aunque es allí donde tiene su expresión más elevada y completa. Hay una adoración individual que debería ser continua, ya que el acceso a los lugares santos nos está siempre abierto y, si nuestros corazones están verdaderamente ocupados y llenos de la Persona del Señor, se derramarán ante él en alabanza, expresada o silenciosa. Como el apóstol Pablo, considerando la profundidad de las riquezas, la sabiduría y el conocimiento de Dios, diremos: «A él sea la gloria por los siglos! Amén» (Rom. 11:36).