Índice general
¡El Señor ha resucitado de verdad!
Autor: Fritz VON-KIETZELL 2
Tema: Su obra en la Cruz, su resurrección y su elevación: Salvador, Redentor, Señor
1 - Durante 40 días
«Después de padecer, se presentó vivo con muchas pruebas convincentes a lo largo de 40 días» (Hec. 1:3).
Así es como el capítulo 1 de los Hechos describe el breve período entre la muerte de Cristo y su ascensión al cielo. Ningún creyente puede leer este versículo sin experimentar algo del carácter misterioso de aquellos 40 días.
«Muy temprano, el primer día de la semana», el hombre Cristo Jesús, nuestro Señor, resucitó de entre los muertos. El mismo versículo que recoge este hecho nos dice también que «apareció primero a María Magdalena» (Marcos 16:9; comp. Juan 20:11). Después se apareció a las otras mujeres que volvían del sepulcro (Mat. 28:9).
Después de esto, Simón Pedro, que había caído tan bajo, fue aparentemente el primero de los discípulos en ver al Señor, así como el primer hombre testigo de la resurrección (Lucas 24:34; 1 Cor. 15:5).
«Después apareció de forma diferente a dos de ellos que iban de camino al campo» a Emaús (Marcos 16:12; Lucas 24:13). Luego, al atardecer de aquel día de la resurrección, «el primer día de la semana», el propio Cristo resucitado atravesó las puertas que estaban cerradas por miedo a los judíos, y se puso en medio de los suyos. «Se alegraron los discípulos, viendo al Señor» (Juan 20:19; Lucas 24:36).
La aparición del Señor Jesús 8 días después se hizo especialmente para Tomás, que no había estado con ellos la semana anterior (Juan 20:24).
A continuación, la Escritura describe otros 2 encuentros con el Señor resucitado en Galilea: primero en el lago Tiberíades (Juan 21:1), donde estaban 7 de sus discípulos (5 de ellos llamados por sus nombres), y después en un monte sin nombre al que Jesús había enviado a los 11 (Mat. 28:16). Aunque el mensaje que les dirigió allí podría interpretarse como una despedida, volvemos a encontrar a los discípulos con su Señor, en el monte de los Olivos, cerca de Betania, donde «fue elevado viéndolo ellos». Una vez terminado su ministerio, fue llevado al cielo (Hec. 1:9-12; Marcos 16:19; Lucas 24:50).
Además de estas 9 apariciones del Señor resucitado registradas en los Evangelios, hay otras 2 o 3, brevemente mencionadas en 1 Corintios 15. El Señor se apareció a los «500 hermanos», a Santiago y a «todos los apóstoles» (suponiendo que no se trate aquí de la aparición en el monte de Galilea o de la ascensión del Señor). En este capítulo se mencionan 7 testigos de su resurrección, incluidas las Escrituras (v. 3) y el propio Pablo (v. 8). Según las costumbres de la época, el testimonio de las mujeres no tenía valor jurídico. Por eso, en 1 Corintios 15 no se menciona a las mujeres, aunque el Señor se reveló primero a ellas.
Está claro que estas 11 o 12 apariciones de nuestro Señor (de las que solo se relatan en detalle 9) son solo una parte de las «muchas pruebas convincentes» (Hec. 1:3) con las que se presentó vivo a los que le habían seguido. En los días de su humillación, Jesús había hecho ante sus discípulos –como dice Juan– «muchas otras señales… que no están escritas en este libro» (20:30). Continuando este pensamiento en su último capítulo, Juan declara: «Hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, las cuales, si fuesen escritas una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que se escribirían» (21:25). Con estas palabras, escritas por la pluma de Juan, el Espíritu de Dios concluye los 4 Evangelios, y reconocemos en ellas la expresión de un alma desconcertada ante la gloria del Hijo de Dios venido en carne. De la misma manera, el Espíritu de Dios no quiso decirnos más acerca de los 40 días que siguieron a su resurrección; pero estos pocos relatos bastan, y proporcionan a nuestros corazones preciosos temas de meditación.
«A lo largo de 40 días; dejándose ver de ellos y hablándoles sobre el reino de Dios» (Hec. 1:3).
¡Qué enseñanza tan incomparable, salida de la boca del mismo Señor resucitado! Poco antes, todavía se preguntaban entre ellos «qué sería lo de resucitar de los muertos» (Marcos 9:10). Lucas nos dice que «no entendieron nada de esto; y esta declaración les estaba oculta, y no comprendían lo que se les decía» (18:34). Sin duda, incluso ahora, antes de la venida del Espíritu Santo, estaban limitados en su capacidad de comprensión (comp. con Hec. 1:6-8). Pero una vez más se podía decir de los discípulos, que entonces eran el remanente fiel de Israel, que el reino de Dios estaba entre ellos, en la persona del Rey (Lucas 17:21). Él les abrió las Escrituras, de modo que sus corazones ininteligentes e incrédulos ardían dentro de ellos, y «les interpretó en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren». «Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día» (Lucas 24:25-27, 45-46).
¡Qué reencuentro el de los discípulos con el Señor resucitado! La cruz del Calvario y el sepulcro habían echado por tierra todas sus esperanzas, y luego los rumores inciertos les habían llenado de estupor (Lucas 24:21-24). Luto y lágrimas habían sido su porción, «temblor y asombro» se habían apoderado de sus pobres corazones (Marcos 16:5-10), pero ahora también su «No temáis» disipó todo temor, y su «Paz a vosotros» les devolvió la calma. Se cumplió su promesa: «Pero os veré otra vez, y se alegrará vuestro corazón, y ninguno os quitará vuestro gozo» (Juan 16:22).
Para que esta bendita seguridad fuera suya, «se presentó vivo con muchas pruebas convincentes» durante 40 días. De este modo se convirtieron en los testigos más fidedignos imaginables de su resurrección (Hec. 1:22).
Y ahora la gracia de Dios nos ha concedido creer en Él «por la palabra de ellos». Un conjunto de pruebas de perfección divina atestigua, no solo para nosotros sino para el mundo entero, que Cristo «resucitó al tercer día conforme a las Escrituras» (Juan 17:20; 1 Cor. 15:4-8).
Jesús ha resucitado,
A él sea la gloria.
A los suyos se presentó
A los suyos tardos en creer.
Viendo sus manos, y su costado,
Conmovedoras heridas,
Escucharon a continuación
La voz que apacigua.Himnos y Cánticos (en francés) No. 241,1
2 - La resurrección
Testimonios milagrosos siguieron al gran grito de triunfo del Hijo de Dios, grito con el que, cumplida su obra, «entregó el espíritu» (Juan 19:30) para dejar esta tierra:
1. El velo del templo se rasgó, de arriba abajo, abriendo el acceso a la presencia de Dios.
2. La tierra tembló y las rocas se partieron; se abrieron los sepulcros y salieron «muchos cuerpos de santos, que habían dormido», todo ello, por supuesto, dando preferencia a Aquel que es las «primicias de los que durmieron» (Mat. 27:52; 1 Cor. 15:20).
3. Cuando la espada del soldado romano atravesó el costado de Jesús, «en el acto salió sangre y agua» (Juan 19:34), una prueba misteriosa pero divina del poder expiatorio y purificador de la obra redentora.
Estos 3 testimonios de los benditos resultados de la muerte de Cristo son eclipsados, sin embargo, por este otro testimonio que supera a todos los demás en grandeza: Su resurrección de entre los muertos «por la gloria del Padre» (Rom. 6:4).
En la víspera del sábado, al atardecer, se cumple la profecía de Isaías: «Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte» (Is. 53:9). El Espíritu de Dios nos da la preciosa razón: «nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca». Era conveniente que su cuerpo fuera envuelto en un «lienzo limpio» y depositado en el «sepulcro nuevo» de un hombre rico y honorable, «un sepulcro excavado en la roca», en el cual nadie había sido puesto todavía», que aún no había sido profanado por la corrupción de ningún cuerpo (Mat. 27:57-60; Marcos 15:46; Lucas 23:53; Juan 19:41).
«Y habiendo rodado una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue» (Mat. 27:60). José de Arimatea cerró cuidadosamente el sepulcro, sentando sin saberlo las bases de una prueba irrefutable de la resurrección. La piedra rodada, poco después, habló por sí sola. La incredulidad de los principales sacerdotes y de los fariseos añadió más peso a esta prueba cuando, recordando algo que el Señor había dicho sobre su resurrección, pidieron a Pilato que reforzara la guardia en el sepulcro. Se asignó una guardia especial al sepulcro y se selló la piedra. Pensaron que habían hecho todo lo necesario para deshacerse de este odiado Nazareno de una vez por todas. ¡Qué equivocados estaban! Ni la piedra «muy grande» (Marcos 16:4), ni la guardia, ni el sello podían retener en la tumba al Príncipe de la vida, el que tenía el poder de recuperar su vida como había tenido el poder de dejarla (Juan 10:18). Las mismas precauciones tomadas por los enemigos de Jesús iban a servir como prueba de su resurrección, ¡como armas que se hubieran vuelto contra ellos mismos!
«Después del sábado, al amanecer del primer día de la semana, vinieron María Magdalena y la otra María [1] a ver el sepulcro» (Mat. 28:1). ¡Qué conmovedor es el papel desempeñado por las mujeres a lo largo de este relato! Las encontramos de pie «junto a la cruz» (Juan 19:25), o mirando desde lejos y viendo «dónde lo ponían» cuando fue sepultado (Marcos 15:40, 47). Luego «prepararon especias aromáticas y perfumes; y el sábado descansaron, conforme al mandamiento» (Lucas 23:56). En Mateo 28:1, las encontramos de nuevo en el sepulcro «después del sábado, al amanecer del primer día de la semana», de nuevo ocupadas comprando y preparando especias (Marcos 16:1).
[1] La madre de Jacobo y de José, tal vez la madre de Jesús (comp. con Mat. 27:56, 61 y Marcos 15:47; 6:3).
A la mañana siguiente, «siendo aún oscuro» (Juan 20:1), María Magdalena, a la que se menciona específicamente en la mayoría de estos relatos, corre sola hacia el sepulcro. Más tarde, «al amanecer», vemos a las otras mujeres siguiéndola (Mat. 28:5; Marcos 16:2; Lucas 24:1). Se las menciona 7 veces, un conmovedor tributo al afecto que sentían por su Señor, mientras que los discípulos, casi sin excepción, ¡habían huido!
A partir del versículo 2, Mateo 28 registra los acontecimientos de la mañana de la resurrección. «Hubo un gran terremoto; porque un ángel del SEÑOR descendió del cielo, y acercándose, rodó la piedra de la puerta y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve». Nada se dice aquí ni en ninguna otra parte sobre la resurrección propiamente dicha. Solo Marcos nos dice que tuvo lugar «en la madrugada, del primer día de la semana» (16:9).
No fue para permitir que el Hijo de Dios saliera de la tumba para lo que Dios envió a uno de sus mensajeros ¿cómo iba a necesitarlo? Sino para dar al mundo entero, al abrir aquel sepulcro tan cuidadosamente sellado, una prueba segura e irrefutable de la realidad de la resurrección de Cristo de entre los muertos. La mano del ángel mostró que el sepulcro estaba vacío. Solo Mateo da cuenta de todo esto. Los relatos de los otros Evangelios comienzan más tarde. Nos muestran claramente que las mujeres aún no habían regresado en el momento solemne en que se abrió el sepulcro.
¿Pero no hubo testigos de este acontecimiento? ¡Claro que los hubo! Leemos: «Los guardas temblaron por miedo a él y quedaron como muertos» (Mat. 28:4). Fue por boca de algunos de ellos que, un poco más tarde, los principales sacerdotes y los ancianos se enteraron de la verdad. La huida de aquellos soldados aterrorizados (que podrían pagar con su vida su deserción) y el relato que hicieron de los hechos fueron para ellos la prueba innegable de la resurrección de Jesús. Si hubiese sido de otra manera, ¿por qué recurrirían a medios tan desesperados como la mentira y la corrupción (Mat. 28:12-15)?
Así es el hombre, ¡ay! Antes y después de la cruz, e incluso antes de la tumba vacía, está siempre en oposición a Dios. Pero esta lucha contra la verdad le cuesta muy cara. Si solo habían dado 30 monedas de plata para lograr su primer objetivo, ahora los vemos dando «una buena suma de dinero a los soldados». Y es muy posible que hayan vendido su propia alma hasta el final.
¡Qué aplastante responsabilidad descansa sobre los hombros de estos enemigos de Cristo! Mateo 28:15 nos dice que la historia que inventaron «se ha divulgado entre los judíos hasta nuestros días». En otra parte leemos que «hasta el día de hoy», incluso cuando se lee el Antiguo Testamento, «un velo cubre sus corazones» (2 Cor. 3:14-15). ¿Por qué? Porque no creyeron en el mensaje bien probado de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Y si planteáramos la menor duda sobre este glorioso acontecimiento, seríamos, como dice el apóstol, «más culpables que todos los hombres».
«Pero ahora Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron» (1 Cor. 15:20). Cuando murió, su espíritu subió al cielo [2] (Lucas 23:43). Su cuerpo fue depositado en el sepulcro, y aunque permaneció “3 días y 3 noches en el seno de la tierra [3], no vio corrupción”. Y no permaneció en el sepulcro. «Muy de mañana, el primer día de la semana» (Marcos 16:2), para coronar la obra que había realizado en la cruz, Dios lo resucitó, «liberándolo de las ataduras de la muerte, por cuanto no era posible que él fuese retenido por ella» (Hec. 2:24-31; Sal. 16:8-11).
[2] Y no en el lugar de tormento, menos aún en la Gehena. La doctrina de que Cristo descendió a los infiernos es tan errónea como la de que predicó a los espíritus de los perdidos.
[3] Es decir, en el sepulcro. Este tiempo se calcula a la manera de los judíos.
Así, nuestro amado Señor fue «designado Hijo de Dios con poder, conforma al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos» (Rom. 1:4). Resucitó del sepulcro como Cabeza de una nueva creación, y como «primogénito de entre los muertos, para que en todo él tenga la preeminencia» (Col. 1:18).
3 - María Magdalena
«Después de haber resucitado en la madrugada del primer día de la semana, Jesús apareció primero a María Magdalena» (Marcos 16:9).
¿Quién era esta mujer? La encontramos por primera vez entre aquellas pocas mujeres galileas que seguían a Jesús y «le servían con lo que poseían» (Lucas 8:3). ¡Qué razones tenían para servirle! ¿No habían sido «habían sido sanadas por él de espíritus malignos y de enfermedades» por él? Y esta María, de la pequeña ciudad de Magdala, tenía un motivo muy especial para ello, pues, como está escrito 2 veces, el Señor había expulsado de ella 7 demonios (Marcos 16:9; Lucas 8:2). Satanás la había tenido completamente bajo su poder; ahora liberada, se había unido de todo corazón a Aquel que la había liberado de esta cruel esclavitud.
Ya hemos subrayado cómo, en los Evangelios, el Espíritu de Dios destaca la belleza de la actitud y del servicio de estas mujeres abnegadas. Una de ellas, María de Betania, no se menciona en el relato de la resurrección. Su comprensión del Señor era mucho mayor que la de las otras mujeres. De hecho, fue la única a la que se le permitió honrar el cuerpo santo del Señor. Ella lo ungió de antemano para su entierro (Marcos 14:8). Cuando las otras mujeres llegaron al sepulcro para ungir el cuerpo, ya era demasiado tarde. Jesús había resucitado y el sepulcro estaba vacío.
Entre estas mujeres, María Magdalena destacó sin duda por la intensidad de su afecto a su Señor. Para convencerse de ello, basta seguir sus huellas a lo largo de aquellos trágicos días. La encontramos primero en la cruz (Marcos 15:40), luego en el sepulcro para ver cómo era depositado allí el cuerpo de Jesús (v. 47). La encontramos en el sepulcro antes de que terminara el sábado (Mat. 28:1), luego en la ciudad con sus compañeras, comprando especias además de las ya preparadas (Lucas 23:56; Marcos 16:1). Finalmente, antes que las demás, regresó al sepulcro para estar donde «su Señor» había sido depositado.
«De madrugada, el primer día de la semana, siendo aún oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio la piedra quitada del sepulcro» (Juan 20:1). Las otras mujeres llegaron al amanecer (Marcos 16:2), pero María había venido «siendo aún oscuro». No tuvo miedo de hacer esta caminata solitaria, de noche, por el difícil y peligroso camino que salía de la ciudad. Es más, cuando vio la piedra removida y el sepulcro vacío, se adelantó a las demás mujeres (que, presumiblemente, ya habían llegado) y volvió sobre sus pasos en dirección contraria. Molesta, volvió corriendo a la ciudad y contó a Pedro y a Juan lo que acababa de ver: «¡Han quitado de sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto!» (Juan 20:2).
Al igual que los 2 discípulos y las demás mujeres, María buscaba “entre los muertos al que vive”. Evidentemente, ninguno de ellos recordaba lo que el Señor les había dicho tantas veces. Sin embargo, en lo que se refiere a María, esta falta de conocimiento quedaba eclipsada por el ardor de sus afectos. «Entonces volvieron los discípulos otra vez a sus casas. Pero María estaba de pie fuera, junto al sepulcro, llorando» (Juan 20:10-11). Es una gran belleza. María es extremadamente ignorante. No sabe que Cristo ha resucitado. Tiene tan poca idea de que él es Señor y Dios que puede pensar que alguien se ha llevado su cuerpo. Sin embargo, Cristo es verdaderamente su todo, el que su corazón necesita. Sin él lo ha perdido todo, el mundo está vacío.
¿No nos asombra un amor tan ferviente hacia el Señor, que tanto nos ha amado y también nos ha liberado? Tal vez sepamos mucho más que María sobre temas elevados y gloriosos, pero ¿no son a menudo nuestros corazones muy fríos e insensibles hacia quien nos ha hecho merecedores de estas grandes bendiciones entregándose él mismo? ¿No pasamos a veces horas, incluso días, sin disfrutar de la comunión con él, tal vez sin darnos cuenta de la pérdida que hacemos? ¡Qué pena nos da compararnos con María Magdalena! Fue la primera en ir al sepulcro la mañana de la resurrección. Cuando todos los demás se habían ido, ella se quedó allí, sola, derramando lágrimas porque no encontraba a su Señor y no sabía dónde había sido depositado. Pero a través de esas lágrimas, pronto verá a Jesús, no solo su cuerpo, sino al Señor mismo, al que resucitó de entre los muertos.
Los 2 discípulos y las otras mujeres dejan el sepulcro vacío. María Magdalena se queda sola. Se quedó fuera del sepulcro y lloró (Juan 20:11).
Pero tal vez se equivocó; solo echó un vistazo rápido al interior. ¿No hay ahí una explicación para lo que le sucedió a su Señor? Sea cual fuere la razón de su acción, el hecho es que «se inclinó para mirar dentro del sepulcro» (Juan 20:11). Su mirada se paró por la «visión de ángeles» (Lucas 24:23) que se menciona en todos los Evangelios. 2 de estos seres celestiales, vestidos de blanco, estaban sentados dentro del sepulcro, «uno a la cabecera y otro a los pies, donde había yacido el cuerpo de Jesús» (Juan 20:12).
A la vista de este ser sobrenatural y maravilloso, cuyo «aspecto era como un relámpago», los guardias temblaron de miedo y quedaron «como muertos» (Mat. 28:3-4). También las otras mujeres se aterrorizaron ante aquel hombre vestido de «blanco como la nieve»; porque les había entrado «temblor y espanto» aterrorizadas, huyeron del sepulcro (Marcos 16:5, 8; Lucas 24:4-5). Pero no leemos nada parecido sobre María. Todo lo demás parece insignificante comparado con su profundo dolor, que nada puede calmar. Por eso, la primera pregunta que le hace el ángel, y más tarde el Señor, es sobre su dolor y el motivo de sus lágrimas.
«Le dijeron: Mujer, ¿por qué lloras? Ella les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto» (Juan 20:13). Sus palabras son siempre las mismas. A los ángeles, a Pedro, al otro discípulo y, más tarde, al que confundió con el jardinero, les repite una y otra vez: «Se han llevado a mi Señor». Su «Señor», el que la había liberado de 7 demonios y había cambiado por completo su vida en los últimos 3 años, el que era su Único. Manos amorosas lo habían depositado cuidadosamente en la tumba tras su horrible e ignominiosa muerte. Y ahora, ¿se lo han llevado los enemigos de Dios, quienesquiera que sean, impidiendo así que María encuentre al menos su cuerpo sin vida, sin poder estar cerca de él?
No se nos dice aquí que los ángeles respondieran a María, como hicieron con las otras mujeres. Alguien más se presentó ante ella para responder a su angustia. El Señor, ante quien los ángeles callan y se inclinan en reverencia, ¿podría haber hecho algo menos que responder con su propia presencia a un amor tan ardiente? «Cuando hubo dicho esto, se volvió», probablemente consciente de que ya no estaba sola, «y vio a Jesús de pie, y no sabía que era Jesús» (Juan 20:14).
Cegada por las lágrimas, no le reconoce. Víctima de su propia ignorancia, buscó al Viviente entre los muertos. Sin duda eran solo sentimientos humanos y un deseo ignorante, pero el Señor Jesús era el objeto de su corazón. Ojalá fuera así para nosotros. Podemos tener muchos conocimientos, podemos estar orgullosos de nuestra inteligencia, de nuestro trabajo y de nuestra fidelidad allí donde Dios nos ha colocado. Pero ¿y nuestro afecto por él? ¿Es Jesús el Señor, por quien queremos vivir? ¿Es su persona el objeto de todas nuestras aspiraciones y deseos?
¿No es conmovedor ver que el Señor resucitado se manifiesta primero a esta mujer? Antes de que ella se dé cuenta, está allí, a su lado. No deja que sean los ángeles quienes le den la noticia de su resurrección, como hizo con las otras mujeres. Comienza respondiendo a su angustiosa pregunta con otras 2: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Lo que quiere para María (como para nosotros) es que aprenda a expresarle su amor en su propia presencia.
Pensando que era el jardinero, le dijo: «¡Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré!» (Juan 20:15). No menciona ningún nombre, solo habla de «él», como si fuera evidente que todo el mundo sabe de quién se trata. También dice «y yo me lo llevaré», olvidando por completo que ella, una mujer débil, es incapaz de hacerlo.
Este amor conmueve el corazón del Señor. El buen Pastor, que dio su vida por las ovejas y ahora la ha recuperado, llama a esa oveja por su nombre. La conocida voz del Pastor resuena de un modo incomparable en lo más profundo de su corazón. Aunque seguía de espaldas, María se dio cuenta de que el que creía muerto estaba a su lado y le hablaba. Jesús le dijo: «¡María! Volviéndose ella, le dijo en hebreo: ¡Raboní! (que significa Maestro)» (Juan 20:16). Entonces se arrojó a los pies de Jesús para aferrarse a él y no volver a separarse de él.
Pero no podía ser así. El Señor no estaba a punto de restablecer el reino para Israel (Hec. 1:6) y morar corporalmente con su pueblo en la tierra. Cuando dijo «vendré otra vez», sus palabras tenían un alcance mucho más amplio y un significado mucho más profundo. La redención había producido un resultado mucho más maravilloso: un lugar para los redimidos en esas «muchas moradas» de la Casa del Padre en el cielo. Por eso la detiene: «No me toques, porque todavía no he subido a mi Padre». El Señor resucitado debía ocupar primero el lugar que le correspondía a la derecha del Padre.
Esta querida oveja, que, a pesar de su desconocimiento, deseaba tanto encontrar a su Señor y Maestro, se convirtió no solo en la primera persona a la que «se presentó vivo, con muchas pruebas convincentes», sino también en la primera a la que reveló y confió el misterio de la nueva y gloriosa posición que había adquirido para los suyos. «Pero vete a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Juan 20:17).
Estas son las primeras palabras del Señor resucitado. Por su amor «hasta la muerte» y por su obediencia total a Dios, introdujo a los suyos en la relación que le corresponde como resucitado, con su Dios y Padre. No se avergüenza de llamarnos «hermanos». Pero no olvidemos a la mujer a la que primero confió esta buena noticia, ni el motivo de esta elección. Desbordante de gozo, María vuelve del sepulcro vacío donde, unos momentos antes, con angustia y lágrimas, buscaba a su Señor. Ahora viene a decir «a los discípulos: ¡he visto al Señor! Y les manifestó que él le ha dicho estas cosas» (Juan 20:18).
4 - Las mujeres en el sepulcro
«Muy temprano, el primer día de la semana, llegaron al sepulcro cuando el sol ya había salido» (Marcos 16:2). Se trata de las otras mujeres de Galilea: la otra María (la madre de Jacobo y de José), Salomé (la mujer de Zebedeo), Juana (la mujer de Chuzas, el mayordomo de Herodes, Lucas 8:3), «y las otras mujeres con ellas» (Lucas 24:10). Ya hemos visto a María Magdalena en el sepulcro a una hora aún más temprana.[4]
[4] Por Lucas 24:10, se podría pensar que María Magdalena también estuvo presente en esta ocasión. Sin embargo, creo que Lucas 24:10-12 (como ocurre a menudo en este Evangelio) debe considerarse como un resumen, no una secuencia cronológica.
De hecho, estas mujeres también acudieron «muy temprano», por la razón que nos da Lucas 24:1: «fueron al sepulcro llevando las especias aromáticas que habían preparado». El pensamiento de que el Señor había resucitado estaba tan lejos de sus mentes que su única preocupación era terminar de embalsamar su cuerpo, que Nicodemo y José de Arimatea ya habían envuelto en telas de lino con especias (vean Juan 19:39-40). También querían rendir los últimos honores a su difunto Maestro, según la costumbre judía. Pero, como sabemos, llegaron demasiado tarde para realizar su servicio. Habrían actuado de manera muy distinta si hubieran recordado las palabras del Señor. ¿No les había dicho que resucitaría de entre los muertos al tercer día? Entonces el sepulcro no les habría interesado [5].
[5] Esto puede compararse con la conducta muy diferente de los creyentes mientras esperaban al Espíritu Santo (Hec. 1:14).
A sus inútiles esfuerzos se añade ahora una preocupación igualmente inútil: «Y decían entre ellas: ¿Quién nos rodará la piedra de la puerta del sepulcro? Alzando los ojos, vieron que la piedra ya había sido rodada; porque era muy grande» (Marcos 16:3-4).
¿No es este pequeño detalle muy instructivo para nosotros? ¡Cuántas veces nos hemos preocupado por un obstáculo aparentemente insalvable, solo para darnos cuenta, para nuestra gran vergüenza, de que una mano invisible ya lo había eliminado! ¡Cuántas veces una puerta que parecía irremediablemente cerrada se abrió en cuanto levantamos la vista! Solo había que entrar, como hicieron las mujeres.
«Encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro; entraron y no hallaron el cuerpo del Señor Jesús» (Lucas 24:2-3). A sus inútiles esfuerzos y preocupaciones se unió la inútil perplejidad. «Sucedió que, mientras esto las tenía desconcertadas, dos varones se pusieron junto a ellas con vestiduras resplandecientes» (Lucas 24:4). Dios había enviado a sus siervos. ¡Con cuánta bondad provee a los suyos! De hecho, ¿cuándo ha dejado de proporcionarles sus pacientes e incansables cuidados?
La «visión de los ángeles» ya mencionada en la historia de María Magdalena es interesante en más de un sentido. Cada Evangelio, según su propio carácter, la presenta de manera diferente. En relación con el Mesías, Mateo habla de «un ángel del SEÑOR» que desciende del cielo. «Su aspecto era como un relámpago, y su vestido blanco como la nieve» (Mat. 28:2-3). Juan también habla de ángeles (20:12). En el Evangelio según Marcos, donde se presenta al Señor como siervo de Dios, vemos a «un joven [6] sentado a la derecha» (Marcos 16:5). Y en Lucas, donde Cristo es presentado como el hombre dependiente, hay simplemente «dos varones» (Lucas 24:4). ¡Qué perfecta es la Palabra de Dios! Podemos estudiarla con plena seguridad del carácter divino de su origen.
[6] La expresión se refiere a un siervo más joven, un subordinado o un criado (comp. con Hec. 5:6).
La inútil perplejidad de las mujeres es sustituida ahora por un inútil temor. Aunque los mensajeros celestiales habían venido especialmente para ellas, «les había entrado temblor y espanto» (Marcos 16:8), «aterrorizadas con sus rostros inclinados a tierra» (Lucas 24:5).
¡Cómo los comprendemos! Y, sin embargo, lo que había sucedido bastaba para asustar y hacer temblar al mundo (representado aquí por los guardianes del sepulcro), pero no a los que por gracia pertenecían a Jesucristo, crucificado y resucitado. «No os asustéis; buscáis a Jesús, el nazareno, el que fue crucificado; no está aquí, ha resucitado» (Mat. 28:5-6; Marcos 16:6).
«No temáis», había dicho un ángel del Señor a los pastores de Belén, «os ha nacido hoy un Salvador». Pero el camino de este Salvador, que yacía como un niño pequeño en el pesebre, resultó ser totalmente distinto de lo que los pastores habían pensado. Acabó en la cruz, en la muerte y en el sepulcro. Ahora, una vez más, apareció un ángel del Señor, proclamando «gran gozo» y diciendo «no temáis» a aquellas almas atribuladas. Esta aparición era muy necesaria, porque allí donde Satanás ha perdido su poder sobre un alma humana (para siempre, como él bien sabe), hace todo lo posible para llenarla de temor, incluso de terror. Y este temor oprime el corazón, haciéndolo impotente, incapaz de apreciar plenamente las bendiciones que fluyen de la obra de Cristo.
Por eso estas palabras «no temáis» se dirigen a nosotros como a las mujeres. «Sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado», que buscáis la comunión con Aquel que fue despreciado por todos. Recordemos también que a su humillación siguió su gloriosa victoria y su triunfo sobre el pecado, la muerte y Satanás. ¿No hay algo de lo que avergonzarse, mirando hacia atrás a todos nuestros esfuerzos, nuestras preocupaciones, nuestras perplejidades y nuestros temores inútiles?
«No está aquí, ha resucitado» (Marcos 16:6-7). Todas las preocupaciones y penas inútiles de las que venimos hablando tienen su única fuente en el descuido de la Palabra del Señor. Por eso los ángeles añaden a su aliento una advertencia y una reprensión: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de cómo os habló cuando estaba en Galilea» (Lucas 24:5-6). ¡Cuánto dolor y preocupación innecesarios, cuánta agitación inútil, duda y ansiedad se habrían ahorrado estas mujeres si, como María, la madre del Señor, hubieran guardado todas sus palabras en el corazón! (Lucas 2:19, 51). También Jacob había guardado una vez la palabra de José (Gén. 37:11), pero, por desgracia, no el tiempo suficiente. Del mismo modo, el salmista exclama: «En mi corazón he guardado tus dichos» (Sal. 119:11). Su deseo era aprenderla, prestarle una atención constante, meditarla todo el día, no olvidarla nunca, observarla y practicarla para siempre. Sí, «bienaventurados los que oyen la Palabra de Dios y se guían por ella» (Lucas 11:28).
Al testimonio de la Palabra de Jesús se añade ahora la prueba de la tumba vacía. «Venid a ver dónde yacía el Señor» (Mat. 28:6; Marcos 16:6). El lugar estaba vacío. Ya no estaba allí, tal como les había dicho. Pronto, el que habían estado buscando en vano entre los muertos se les presentaría vivo, y esa sería una de las varias «pruebas convincentes».
Después de ver el sepulcro vacío, «el lugar donde yacía», las mujeres pudieron llevar a los discípulos el feliz mensaje de su resurrección. Era importante que esto se hiciera lo más rápidamente posible. Por eso los ángeles dijeron: «Id pronto y decid a sus discípulos que resucitó de entre los muertos» (Mat. 28:7). Los demás discípulos no debían permanecer en la ignorancia o en la tristeza. Iban a verle de nuevo, y su tristeza se convertiría en gozo (Juan 16:20). «Él va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo» (Marcos 16:7). ¡Qué mensaje, dado por Jesús y luego confirmado por los ángeles! «Pero os veré otra vez, y se alegrará vuestro corazón, y ninguno os quitará vuestro gozo» (Juan 16:22). «Y ellas se acordaron de sus palabras» (Lucas 24:8).
Pero ¡qué decepcionante es el corazón humano! Cuando Jesús había hablado con anterioridad a sus discípulos de su muerte y resurrección, ellos no habían entendido sus palabras, a pesar de ser tan claras [7]. Y ahora, aunque recordadas bajo una nueva luz, estas palabras siguen sin calmar del todo sus corazones (Lucas 24:7). Es cierto que, siguiendo las instrucciones de los ángeles, salieron rápidamente del sepulcro y «fueron a avisar a sus discípulos». Pero lo hicieron «con temor y gran gozo», 2 sentimientos muy contradictorios. Marcos describe así sus sentimientos: «Saliendo huyeron del sepulcro; porque les había entrado temblor y espanto; y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo» (Marcos 16:8).
[7] Comp. con Mateo 16:22; 17:23; Marcos 9:32; Lucas 9:45; 18:34. Los Evangelios nos hablan de 3 ocasiones muy distintas en las que Jesús anuncia su muerte y resurrección: Mateo 16:21; 17:22; 20:17; Marcos 8:31; 9:31; 10:32; Lucas 9:22, 44; 18:31.
A menudo, las palabras del Señor tienen poco efecto en nuestros corazones, que son lentos para creer y están llenos de nuestros propios pensamientos. Él, sin embargo, «no desfallece, ni se fatiga» (Is. 40:28). A menudo, para nuestra vergüenza, es nuestra misma debilidad la que despierta su condescendencia y le hace tender su mano hacia nosotros en gracia. Así sucede aquí, cuando Jesús se acerca a estas mujeres que vacilan entre «temor y gran gozo».
«De pronto Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas, acercándose, le cogieron los pies, y se postraron ante él» (Mat. 28:9). ¡Qué encuentro! Pero, podríamos añadir también, ¡qué saludo! Ya hemos oído este mismo saludo 2 veces en el relato del Señor. Traducido literalmente, significa «Gozaos». En una ocasión fue pronunciado pérfidamente por Judas: «¡Salve, Rabí!» (Alégrate), tuvo la osadía de decir mientras traicionaba a su maestro con un beso. Y del mismo modo, los soldados que, burlándose, doblaron las rodillas ante Jesús, le escupieron y golpearon el rostro de aquel a quien habían coronado de espinas y vestido de grana, le dijeron: «¡Salve, Rey de los judíos!» (Mat. 26:49; 27:29).
Así trataron judíos y gentiles al Señor de gloria. Por desgracia, fueron aún más lejos, dándole un lugar de desprecio e ignominia suprema en la cruz. Sin embargo, en los bondadosos designios de Dios, esta cruz iba a convertirse en el medio por el cual la liberación y el gozo eternos iban a ser la porción de aquellas pocas almas que eran simples, pero enteramente devotas de este despreciado Nazareno. Es a ellos a quienes su Señor crucificado y resucitado dirige ahora este gozoso saludo «¡Salve!», cuando regresan del sepulcro donde había sido depositado, todavía llenos de temor. Pronto, sin embargo, los cielos resonarían con un saludo como nunca se había oído antes, ni se volvería a oír jamás, cuando «el autor de eterna salvación» entrara en ellos, «proclamado por Dios Sumo Sacerdote» de su pueblo para siempre (Hebr. 5:9-10).
Cuando seamos arrebatados juntos para encontrarnos con el Señor en el aire, oiremos también este saludo, como las mujeres que volvían del sepulcro: «¡Salve!». También entonces se hará realidad lo que tantas veces hemos anticipado en la tierra:
Pronto, en el cielo, de siglo en siglo,
Cantando el nuevo himno,
Los redimidos, pagarán tributo
Ante la faz del Cordero.
Llenos de gozo en su presencia,
Y admirándolo en su belleza,
Proclamarán su poder
Y su bondad magnificarán.Himnos y Cánticos en francés, No. 220,1
Lo que a María de Magdala no se le había permitido hacer, se les concedió a estas mujeres, de acuerdo con el carácter del Evangelio según Mateo: «Acercándose, le cogieron los pies, y se postraron ante él» (Mat. 28:9). En efecto, como Rey de Israel, ahora quería encontrarse con las «ovejas del rebaño», sus «hermanos», el resto fiel de Israel. No se reuniría con ellos en Jerusalén, ni en el templo, sino en Galilea, donde ya había establecido contacto con su pueblo terrenal, y ese era el único lugar donde podía hacerlo. Jesús repite ahora lo que había dicho el ángel: «No temáis; id, anunciad a mis hermanos, que vayan a Galilea; allí me verán» (Mat. 28:10).
Pero antes de partir para Galilea, los discípulos volverían a ver al Resucitado, individual y colectivamente, según está escrito: «Después de padecer, se presentó vivo con muchas pruebas convincentes a lo largo de 40 días» (Hec. 1:3).
5 - Simón Pedro y el otro discípulo
Todas las mujeres que acudieron al sepulcro aquella mañana de la Resurrección recibieron un mensaje dirigido a los discípulos. Pero antes, María Magdalena había ido por propia iniciativa a decir a algunos de ellos que el sepulcro estaba vacío: «Han quitado del sepulcro al Señor». El vínculo que la unía al Señor la unía también a sus queridos discípulos. Sabía dónde encontrarlos y quiénes de ellos habían gozado de una intimidad especial con el Maestro. Hacia ellos dirige sus pasos. Está escrito: «Corrió hacia Simón Pedro y al otro discípulo, a quien Jesús amaba» (Juan 20:2).
Sabemos que el discípulo así designado es el autor del Evangelio de Juan (21:20, 24). ¡Qué maravilloso rasgo de carácter en este discípulo! Siempre se abstiene de llamarse por su nombre, prefiriendo hablar de sí mismo como «el discípulo a quien Jesús amaba». De todas las cosas que nos cuenta de sí mismo, lo que más le importa es ser amado por Jesús. Y en cada una de las 5 escenas en las que se refiere a sí mismo de este modo, le vemos ocupar un lugar particular. En la última Cena, está muy cerca de Jesús, «sobre el pecho de Jesús» (13:23), y es el único de los discípulos que está cerca de la cruz (19:26). Es el primero de ellos en llegar al sepulcro (20:2-4), y en el mar de Tiberíades es el primero en reconocer al Señor (21:7). Por último, es aquel de quien Jesús dice, aludiendo sin duda a su ministerio profético [8]: «Si quiero que él permanezca hasta que yo vuelva» (21:22). Y Juan escribe más tarde: «Nosotros le amamos, porque él nos amó primero» (1 Juan 4:19).
[8] El Apocalipsis, una visión revelada a Juan, le lleva hasta el regreso del Señor y más allá.
Pero ¿es casualidad que, en el incidente de la visita al sepulcro, el Espíritu de Dios utilice la más débil de las 2 palabras griegas que significan «amar»? (phileo, no agapao como en los otros 4 pasajes mencionados. Tal vez, como es su costumbre, Juan no disfruta plenamente aquí del amor de Jesús, pues su corazón está apesadumbrado y le entristece el giro de los acontecimientos. Parece que nada menos que el mensaje urgente de María era necesario para hacerle reaccionar y animarle a ir al sepulcro con Pedro, tras lo cual ambos volverán a casa.
Una vez en camino hacia el sepulcro, apresuraron sus pasos: «Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió delante más aprisa que Pedro» (20:4). ¡Qué carrera más notable y significativa!
Si Juan no gozaba entonces plenamente del amor de Jesús, ¡cuánto más debía ser para Simón Pedro! Por eso su paso es más lento y menos enérgico que el del «otro discípulo». ¡Qué bien comprendemos esto! El aplastante sentimiento de culpa, cuyo peso apenas podemos imaginar, le agobiaba por completo y ralentizaba su paso. Desde aquella noche en que había negado 3 veces a su Señor, no había tenido ocasión de acercarse a él para confesarle su pecado y pedirle perdón. De hecho, parecía que no volvería a tener tal oportunidad. En efecto, ¿qué había sucedido desde aquella inolvidable mirada de su Señor, desde aquellas lágrimas de amargo arrepentimiento con las que había abandonado el palacio de Caifás? El Señor le había sido arrebatado, puesto en la cruz y luego en el sepulcro. Oh, qué debieron de ser las horas y los días siguientes para ¡Simón Pedro!
Así que el discípulo que solía superar a los demás en celo y energía, ¡ahora se quedaba rezagado con respecto a su amigo! Corrió más aprisa que Pedro, y fue el primero en llegar al sepulcro; y mirando, vio los lienzos en el suelo; pero no entró» (20:4-5). Lo que vio Juan confirmó lo que había dicho María. La tumba estaba vacía, y esta evidencia parece haberle convencido por un momento. «Entonces Simón Pedro, que lo seguía, entró en el sepulcro» (20:6). Pedro no comprendió la vacilación de Juan. Con la impulsividad que le caracterizaba, se adelantó a su compañero, pues una necesidad interior le obligaba a entrar en el sepulcro para comprobar los hechos por sí mismo.
Una vez en el sepulcro, «vio los lienzos puestos allí; y el sudario, que estaba sobre su cabeza, no puesto con los lienzos, sino doblado en un lugar aparte» (20:6-7). Todo se aclara también para él. Los lienzos y el sudario, esos signos de muerte, están allí, pero están allí en buen orden. Si el cuerpo de Jesús hubiera sido robado de la tumba por los hombres, nunca habrían dejado atrás tal orden. La misma forma en que estaban dispuestos los lienzos era una prueba contundente de que el Señor había roto los lazos de la muerte sin ningún esfuerzo, y que había salido de la tumba como el Vencedor. Toda la armadura del «hombre fuerte», de «aquel que tenía el imperio de la muerte», yacía en el suelo, señal de la victoria de Aquel que era «más poderoso» que el «hombre fuerte» (Lucas 11:21-22; Col. 2:15; Hebr. 2:14).
Ahora Juan decide averiguarlo por sí mismo. «Entró el otro discípulo también, el que llegó primero al sepulcro, y vio y creyó» (Juan 20:8). La fe de Juan en este momento no era mayor que la de Tomás, a quien Jesús tuvo que decir: «Porque me has visto, has creído. ¡Bienaventurados aquellos que no han visto, y han creído!» (20:29).
El verdadero fundamento de nuestra fe no está en lo que vemos ni en nuestras experiencias (por importantes que sean), sino en la infalibilidad de la Palabra de Dios. Por eso, en el caso de estos 2 discípulos, el Espíritu Santo añade: «Porque hasta entonces no entendían la Escritura, que era necesario que él resucitara de entre los muertos» (20:9). Se acercaba el feliz momento en que les abriría la mente para escuchar las Escrituras (comp. con Lucas 24:45).
«Los discípulos se fueron a casa» (Juan 20:10). Convencidos por las pruebas que acababan de ver, sus pensamientos se centraban ahora en lo que su Señor había hecho. Sin embargo, aún no se preocupan por él personalmente, a diferencia de María de Magdala, que, aunque mucho más ignorante que ellos, lo deseaba con todas las fibras de su corazón. Al parecer, el aprecio de Pedro ni siquiera era igual al de Juan. Lucas nos dice que, al salir del sepulcro, «se fue a casa maravillado de lo que había sucedido» (24:12). La carga que pesaba tanto sobre este desafortunado discípulo ensombrecía todos sus pensamientos.
Y ahora, la misericordia de nuestro Señor, que siempre acude en ayuda de los suyos en su debilidad, brillará en todo su esplendor. El discípulo que había caído tan bajo lo experimentará por sí mismo. ¿No le había advertido el Señor y orado por él para que su «fe no desfallezca» (Lucas 22:32), incluso antes de que Pedro fuera consciente del peligro inminente? Y ahora, ¿cuáles eran los términos del mensaje dirigido por los ángeles a las mujeres que habían acudido al sepulcro? «Id, decid a sus discípulos y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea» (Marcos 16:7). ¡Qué compasivo se mostró el Señor con quien tan miserablemente le había abandonado y deshonrado! En su preocupación, quiso que este discípulo recibiera de manera especial la buena nueva de su resurrección de entre los muertos.
Pero eso no fue suficiente. Simón Pedro tuvo que ser el primero de los 11 discípulos en encontrarse con el Señor resucitado (1 Cor. 15:5). No sabemos dónde ni cómo tuvo lugar este encuentro, y no hay constancia de él en la Palabra. Podemos imaginar a Pedro postrado a los pies de Jesús hasta que este lo levantó, pero esta escena, al igual que el diálogo que tuvo lugar a continuación, sigue siendo un secreto entre este discípulo y su Señor. El Espíritu Santo, con gran respeto, ha cubierto todo esto con el silencio para siempre. Y, sin embargo, el hecho en sí impresionó tanto a los demás discípulos que dijeron a los que se les unieron aquella noche: «Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto» (Lucas 24:34). Aún hoy, este hecho sigue hablando con fuerza a todos los que reflexionan sobre él.
6 - Los discípulos de Emaús (Lucas 24:13-35)
6.1 - Las cosas que han ocurrido en los últimos días
«Después apareció de forma diferente a dos de ellos que iban de camino al campo» (Marcos 16:12).
Habían transcurrido varias horas entre los acontecimientos que acabamos de considerar y el que vamos a tratar ahora. La tarde del primer día de la semana estaba ya muy avanzada [9]. Pero a pesar del mensaje de las mujeres de que el Señor estaba vivo y había sido visto por ellas, sus corazones seguían oprimidos.
[9] La distancia entre Jerusalén y Emaús es de unos 60 estadios (11 km), es decir, unas 2 1/2 horas a pie. Dado que los discípulos llegaron a Emaús al caer la tarde (hacia las 5 o las 6), podemos deducir que habían salido de Jerusalén hacia las 3 de la misma tarde.
2 de ellos «iban a una aldea llamada Emaús, que distaba 60 estadios de Jerusalén» (Lucas 24:13). Decepcionados, dan la espalda a la ciudad donde su Señor acababa de ser crucificado y donde estaba el sepulcro de todas sus esperanzas. ¿Cómo iban a olvidar lo que acababa de suceder allí? «Hablaban entre sí de todos los acontecimientos» (v. 14).
Ante esta tristeza, su Señor resucitado no podía permanecer indiferente; tenía que unirse a ellos. Aquella mañana, de repente, se puso detrás de una María que lloraba. Se acercó a las mujeres que huían del sepulcro, diciéndoles: «No temáis». Había tenido un pensamiento especial para Pedro, que había faltado gravemente, y se había reunido con él. Y ahora se aparecía a estos 2 discípulos que, hasta entonces, no se habían distinguido de los demás, pero que no le eran menos queridos. «Mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y caminaba con ellos» (v. 15).
Nótese que se trata de «Jesús mismo», de su propia Persona. Esta es una de esas ocasiones en que «los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero», y «Jehová escuchó y oyó» (Mal. 3:16). «Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo» se inclinó para morar «yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados» (Is. 57:15). «No os dejaré huérfanos; yo vengo a vosotros», les había dicho (Juan 14:18). En realidad, ¿quién sino «Jesús mismo» podría haber levantado a esos discípulos desanimados y apartarlos, con una fuerza irresistible, de su camino de duda y desesperación? Volvemos a encontrar a ese «él mismo» en el relato de la resurrección (Lucas 24:36).
Es cierto que «tenían los ojos impedidos para no reconocerlo» (v. 16). Tampoco María Magdalena ni los 7 discípulos en el mar de Tiberíades, «no sabían que era Jesús»; ni los discípulos de aquella noche, que «creían ver un espíritu» (Lucas 24:37; Juan 20:14; 21:4). En este caso, sin embargo, el Señor tenía un objetivo muy concreto al no revelarse inmediatamente a los 2 discípulos: el divino Maestro quería abrirles los ojos espiritualmente antes de hacerlo corporalmente. ¿No es así como actúa con nosotros en nuestro camino hacia la meta, donde la fe se convertirá en vista?
Y les dijo: «¿De qué estáis hablando entre vosotros mientras camináis, para que estéis tan tristes?» (v. 17). ¡Qué extraordinario extranjero este! Cleofás, uno de los 2 discípulos, respondió con asombro y un toque de reproche: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo ocurrido en ella estos días?» (v. 18). ¿Era posible que alguien hubiera estado en Jerusalén sin sentirse conmocionado por el terrible acontecimiento que acababa de tener lugar allí?
Hoy, la noticia de lo que sucedió allí, en el Gólgota, es conocida prácticamente en todo el mundo, o al menos en el mundo cristiano y, sin embargo, parece dejar indiferente a la mayoría. A la cristiandad se dirige un llamamiento urgente: «¡Quisiera que fueras frío o caliente!» (Apoc. 3:15). La tibieza y la indiferencia que prevalecen hoy en todas partes son objeto de disgusto para el Señor y reclaman su juicio. ¿Cuál es la actitud de cada uno de nuestros corazones ante los acontecimientos que tuvieron lugar en Jerusalén en aquel tiempo?
Pero este extranjero, que evidentemente acababa de salir de las puertas de Jerusalén, parecía ignorar por completo todas estas cosas. Él les preguntó: «¿Qué cosas? A lo que ellos dijeron: Las cosas acerca de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obra y palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes lo entregaron para condenarlo a muerte; y lo crucificaron» (v. 19-20). Este «profeta poderoso», por medio del cual Dios había «visitado a su pueblo», este «Maestro venido de Dios», «aprobado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales» que Dios había hecho por medio de él en medio de ellos, ante sus ojos, el que «anduvo haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo» era este Jesús al que los que estaban llamados a ser los dirigentes del pueblo habían dado una muerte ignominiosa, «colgándole de un madero» (Lucas 7:16; Juan 3:2; Hec. 2:22; 10:38-39). Verdaderamente, ¡eran hechos que ni el más indiferente podía ignorar! ¿Era posible que aquel desconocido no supiera nada de esto?
Pero ¿qué sabían ellos mismos? ¿Comprendían realmente el verdadero significado de estos acontecimientos? «Pero nosotros esperábamos que él era el que debía liberar a Israel. Y tras lo ocurrido, este es el tercer día desde que sucedió todo esto» (v. 21). ¿Habían esperado realmente en vano, como «todos los que esperaban la redención en Jerusalén»? (Lucas 2:38). Pero precisamente para esta liberación que había muerto Cristo. Su sangre, aquella «preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe. 1:19), se había convertido en el fundamento divino de la redención. ¿Y no había hablado claramente el Señor de este «tercer día»? Así pues, no tenían razón alguna para sentirse perturbados por los acontecimientos de los últimos días. Era solo en sus corazones, porque estaban llenos de sus propias ideas, donde estaba la causa de sus problemas.
Eso es lo que vemos aquí: «También unas mujeres de entre los nuestros nos llenaron de asombro». Lo que las mujeres habían dicho sobre el sepulcro vacío, la «visión de ángeles» y su mensaje de que «vive» había llegado a sus oídos; pero en lugar de alegrarse, habían quedado completamente confusos y desconcertados (v. 22-23). Algunos de los que estaban con ellos incluso habían ido al sepulcro y habían encontrado «las cosas tal como las mujeres dijeron». ¿Qué más necesitaban? De todo lo que oyeron, solo se quedaron con esto: «pero a él no lo vieron» (v. 24).
No se dan cuenta de que es él mismo quien está ante ellos, porque sus corazones, al igual que sus ojos, están «impedidos».
6.2 - ¿No era necesario que Cristo sufriera estas cosas?
«Pero a él no lo vieron». Esta es la conclusión del relato que los 2 discípulos hacen al forastero que se ha reunido con ellos. «Él», «él», estas palabras están constantemente en sus labios. Porque, aunque sus corazones estaban llenos de amarga decepción y del dolor de ver frustradas todas sus esperanzas, la causa más profunda de su tristeza era que «él», su Señor, a quien amaban más que a nada en el mundo, les había sido arrebatado tan repentinamente y en tales condiciones.
Ahora es el momento de que hable el Señor mismo. ¡Con qué gozo responde a tal necesidad de sí mismo! Pero, una vez más, la forma en que lo hace es extraordinaria. No les llama la atención sobre su presencia corporal, sino sobre la Palabra infalible de Dios, sobre el testimonio de las Escrituras (vean Juan 5:39).
«Él les dijo: ¡Oh hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas!» (v. 25). A aquel a quien hacían reproches, ahora los dirige a ellos. Le habían preguntado: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo ocurrido en ella estos días?» ¡Pero ahora deben oír que ellos mismos son ignorantes y poco inteligentes!
¡Qué instructivo es todo esto para nosotros! ¡Cuántas veces, creyendo saber algo, nos confiamos y seguimos adelante, solo para ser detenidos por la seria advertencia del Señor: «No entiendes esto»! (comp. con Juan 3:10; Apoc. 3:17). ¡Que podamos considerar más «la paciencia y el consuelo de las Escrituras»! (Rom. 15:4) Solo ellas son una guía segura para nuestros pasos, y solo ellas pueden hacernos sabios para salvación (2 Tim. 3:15).
Porque la fe debe ir de par con el conocimiento. Ni oír ni leer la Palabra nos sirve de nada si no está «mezclada con la fe» (Hebr. 4:2). ¡Qué pérdida para nosotros si nuestra fe no es activa y nuestros corazones son «tardos… para creer»!
También para estos 2 discípulos fue una gran pérdida, como hemos visto, el haber sido «tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los Profetas» (comp. con Hec. 24:14). El énfasis está en esa pequeña palabra «todo». Habían creído en muchas de ellas, pero sobre todo en las que encajaban de un modo u otro con sus propias esperanzas y aspiraciones humanas. Así que no habían entendido nada. No habían comprendido la necesidad absoluta sobre la que el Señor llama ahora su atención, como volverá a hacer esa misma tarde: «¿No era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrara en su gloria?» (v. 26, comp. con v. 46).
«¿No era necesario?» ¡Una necesidad bendita pero profundamente solemne! Jesús no solo tuvo que «derramar su vida» y ser «contado con los pecadores» (Is. 53:12). «Tengo que ser bautizado con el bautismo» (Lucas 12:50), había dicho, y ese bautismo era nada menos que el juicio que Dios iba a descargar sobre su Hijo por nuestro pecado. Entonces, no solo se cerraría el corazón del pueblo a Cristo, sino que también el cielo le sería cerrado; le sería ocultado el rostro de Dios mientras él estaría allí, suspendido entre el cielo y la tierra, rechazado tanto por el hombre como por Dios. Porque «como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Juan 3:14-15).
Ahora bien, una obra tan completa y perfecta debía tener su coronación. Como muestra de su culminación, el Señor tuvo que resucitar de entre los muertos al tercer día. Triunfó sobre la muerte «por cuanto no era posible que él fuese retenido por ella» (Hec. 2:24).
Fue todo esto (y ciertamente mucho más) lo que estos 2 discípulos desconocidos tuvieron que aprender de este extranjero que caminaba con ellos. «Comenzando desde Moisés y todos los Profetas, les interpretó en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren» (v. 27). ¡Qué lección! ¡Qué Maestro para enseñarla! ¿Quién de nosotros no habría deseado estar allí, sentir su corazón arder en su interior, como les ocurrió a aquellos dos discípulos (v. 32)?
Esto es lo que nuestros corazones, naturalmente tan fríos e insensibles, realmente necesitan. ¿Y no es así como él se acerca a cada uno de nosotros incluso hoy? ¿No sigue queriendo acercarse a nosotros? Aunque nuestros ojos no puedan verlo corporalmente, el Señor presente, aunque invisible, quiere instruirnos individualmente a través de su maravillosa Palabra. Ahora la poseemos en su totalidad. Basta con que estemos dispuestos a tomarla y a creer de todo corazón en «todas las Escrituras», «comenzando por Moisés y todos los Profetas», hasta el testimonio final del Apocalipsis. Entonces el largo camino de la vida nos parecerá corto: haremos cada vez más la experiencia que hicieron aquellos discípulos de Emaús.
«Llegaron a la aldea adonde iban, y él intentó ir más lejos» (v. 28). Más pronto de lo que pensaban, ¡demasiado pronto! –llegaron a su destino. Entonces el forastero que los había acompañado hizo como si continuara su viaje [10] a pesar de que estaba anocheciendo. ¿Qué derecho tenía aquel forastero a entrar en su casa y sentarse a su mesa? Habría continuado su viaje en la oscuridad si no le hubieran invitado a quedarse con ellos. ¡Qué delicadeza de sentimientos, solo igualada por la dulzura y la perfección que emanan de toda su persona! Pero ¿cómo habrían podido dejarle continuar su camino?
[10] La expresión «hizo como si» no indica en absoluto nada fingido o insincero. La «miel» de la cortesía humana (que es insinceridad) estaba ausente de la perfecta «oblación» de su vida, al igual que la «levadura» (comp. con Lev. 2:11).
«Pero ellos insistieron, diciéndole: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se va acabando» (v. 29). Su consideración hacia él procedía sin duda de sus buenos sentimientos, pero sobre todo del deseo de disfrutar aún más de su compañía. Por eso «insistieron», poniéndose, por así decir, delante de él para cerrarle el paso [11]. ¡Qué feliz debió de sentirse al verse forzado de ese modo! Del mismo modo, Lidia, la vendedora de púrpura, «obligó» a los siervos del Señor a entrar en su casa, después de que el Señor le abriera el corazón «para escuchar las cosas dichas por Pablo» (vean Hec. 16:14-15).
[11] La expresión griega utilizada aquí es similar a la traducida como «tomado por la violencia» en Mateo 11:12 y Lucas 16:16.
¿Qué le vamos a decir al Señor cuando leamos esto? ¿No queremos también nosotros “cerrarle el paso” para evitar que se aleje? ¿O es que nuestro corazón está lleno de otras cosas, como les ocurrió a los gadarenos (Marcos 5), para quienes sus animales inmundos eran más valiosos que la presencia de Jesús, y por eso «comenzaron a rogarle que se fuera de su distrito»? (v. 17).
El Señor no se impone a nadie, pero no pudo resistirse a la insistente oración de los 2 discípulos: «Entró, pues, para quedarse con ellos». Su insistencia le permitió completar lo que quería hacer en sus corazones.
6.3 - Se les abrieron los ojos y lo reconocieron
El forastero entró en su casa y se sentó a la mesa. Pero, sorprendentemente, aunque era el invitado, desde el principio ocupó el lugar del dueño de la casa. «Al sentarse a la mesa con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se los dio» (v. 30).
Cada detalle de esta tercera escena de nuestra historia es precioso y conmovedor. El extranjero está ahora en el centro de la acción. Por supuesto, ahora sabemos que tenía todo el derecho a ocupar el lugar que ocupaba entre ellos, pero todo esto debió de sorprenderles mucho.
¡Qué manera tan inimitable de tomar el pan! ¿Quién podría «bendecir» así? ¿Quién podría dar gracias por este don de Dios de una manera tan sentida? ¡Nadie más distribuyó la comida de esta manera! ¡Cómo debieron mirar al Señor, mudos de asombro! Todo sucedía exactamente igual que cuando había repartido los 5 panes y luego los 7 a las multitudes hambrientas; o cuando había dado el pan que representaba su cuerpo, en aquel inolvidable encuentro en el aposento alto (Mat. 14:19; 15:36; 26:26).
«Se abrieron sus ojos y lo reconocieron» (v. 31). Podemos estar seguros de que nunca olvidaron aquel momento. Del mismo modo que el sonido de su voz había revelado a María quién era el que estaba detrás de ella, aquí, al ver su mano que bendecía y satisfacía sus necesidades, se levantó el velo que les cubría los ojos. Reconocieron que, en efecto, era el Señor mismo quien se había reunido con ellos en el camino y quien los había instruido a través de la Palabra de Dios de un modo tan extraordinario.
Pero ¿no había aquí algo más? Lo que el Señor acababa de hacer correspondía a la costumbre de su tiempo (comp. con Hec. 27:35). Pero, aunque no se tratara de la Cena, el hecho es que el acto de partir el pan recordaba su muerte. El que había muerto se revelaba como el Viviente, resucitado de entre los muertos. Entonces desaparecieron todas sus penas y desilusiones, pues ahora, con los ojos abiertos, contemplaban a Aquel que había estado muerto y estaba vivo.
¡Qué momento, hoy, cuando un creyente comprende esto! ¡Y qué momento será cuando la fe dé paso a la vista! Entonces veremos «tal como él es» (1 Juan 3:2) a Aquel que tan fielmente nos ha acompañado en el camino, sin dejar nunca de instruirnos y alentarnos con la fuerza de su Palabra. Mientras esperamos ese momento bendito, sería un error pensar que no podemos estar ya recorriendo el camino con el corazón lleno de gozo.
Tampoco para los discípulos había llegado aún ese momento. También ellos, como María Magdalena, iban a ver cómo su Señor les abandonaba de nuevo: «Pero [él desapareció] se hizo invisible de delante de ellos». Pero los hombres y mujeres que le habían seguido no lloraron su partida, ni lloraron cuando, 40 días después, fue llevado al cielo. Del mismo modo que el mayordomo etíope no se sintió afectado por la partida de Felipe y siguió su camino con gozo (Hec. 8:39), aquí el corazón de los 2 discípulos estaba tan lleno de gozo que no se sintieron privados de su presencia corporal, ahora que sabían que estaba vivo. Su enseñanza, los recuerdos que tenían de él, sus palabras, la mirada de sus ojos, todo permanecía con ellos. Lejos de desilusionarse de nuevo, se dijeron: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos abría las Escrituras?» (Lucas 24:32).
Esto es exactamente lo que los santos necesitan hoy: corazones que ardan en su interior a causa de su Palabra. Las muchas voces extrañas que se hacen oír en nuestros oídos no tienen este efecto, en contraste con la voz familiar del Buen Pastor, cuyas palabras «son espíritu y vida». Fue a este Buen Pastor a quien Pedro dijo una vez, porque también su corazón ardía: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes las palabras de vida eterna» (Juan 6:63, 68). Ojalá nos sentemos más a menudo junto a esta fuente inagotable.
«Y levantándose al instante, volvieron a Jerusalén y hallaron reunidos a los once y a los que estaban con ellos» (v. 33). Sus corazones, ahora ocupados con la persona de su Señor resucitado, no les permitieron permanecer donde la incredulidad y el desánimo los habían llevado. Sin vacilar, se levantaron «al instante» para regresar. No les importó el largo y penoso viaje que tenían que hacer en dirección contraria. Tampoco dejaron que la oscuridad de la noche les detuviera. Sus corazones siguen ardiendo, y sienten una ardiente necesidad de comunión con los amados del Señor. También están ansiosos por contarles la gloriosa noticia de la resurrección.
Sin embargo, el Señor también había actuado en gracia entre los que se habían quedado en Jerusalén. Apenas se reunieron con ellos los 2 discípulos de Emaús, estos les dieron la bienvenida, diciéndoles: «Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto» (v. 34) [12]. Luego ellos, a su vez, «contaron lo que les había sucedido en el camino, y cómo lo reconocieron cuando partió el pan» (v. 35).
[12] En contraste con esto, Marcos describe a los demás en su incredulidad y dureza de corazón (16:13-14). Esto muestra claramente nuestra incapacidad para reconciliar los Evangelios con nuestra limitada comprensión.
«De la abundancia del corazón habla la boca» (Mat. 12:34). Así, de corazones que «arden» porque están preocupados por Él, salen palabras y obras que glorifican y exaltan su Nombre sin par.
7 - Alrededor de Cristo resucitado
7.1 - En medio de los suyos (Lucas 24:36-49; Juan 20:19-23)
Llegamos ahora a lo que quizá sea el acontecimiento más memorable de todo el relato de la resurrección: la primera reunión de los discípulos en torno a Cristo resucitado. Cronológicamente, tiene lugar inmediatamente después del regreso de los 2 discípulos de Emaús a los demás. «Mientras hablaban de estas cosas, él se puso en medio de ellos» (Lucas 24:36).
Como hemos visto, mientras 2 de ellos estaban «en camino», «Jesús mismo» había venido y anduvo con ellos (v. 15). Ahora están juntos y «él mismo» está en medio de ellos. Estos son 2 aspectos de nuestra vida cristiana. A veces nos encontramos «en camino», unos aquí, otros allá, y a veces tenemos el privilegio de estar reunidos. Pero en cualquiera de los 2 casos, podemos contar con «él». Y cuando su Esposa llegue por fin al final de su larga y ardua travesía por el desierto, no enviará a un ángel a recibirla, sino que «el Señor mismo con voz de mando… descenderá del cielo… y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:16-17).
«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas [del lugar] donde se hallaban juntos los discípulos, por temor de los judíos, vino Jesús y se puso en medio de ellos» (Juan 20:19). Es evidente que el Espíritu Santo insiste deliberadamente en que esta primera reunión de creyentes [14] tuvo lugar «el primer día de la semana», pues de lo contrario no lo habría repetido expresamente aquí (comp. con v. 1).
[14] Para evitar malentendidos, hay que señalar que la Iglesia o Asamblea no nació hasta Pentecostés. Además, este pasaje no se aplica únicamente a los apóstoles. Aunque Marcos 16:14 habla de los «11», y 1 Corintios 15:5 de los «12» (nombre colectivo), Lucas 24:33 nos dice que el círculo era en realidad más amplio. También debemos tener en cuenta que Tomás estaba ausente (Juan 20:24).
¡Qué día tan extraordinario! Se estableció un nuevo orden de cosas. El sábado se dejó de lado y, a partir de entonces, el primer día de la semana de la nueva creación, el octavo día, el día de la resurrección de nuestro Señor, tendría prioridad sobre el sábado. ¿Respetamos debidamente este día, en nuestro corazón y en nuestra vida? Es el día del Señor, «el primer día de la semana».
También hay que tener en cuenta que, cuando por fin se reunieron los discípulos, ya era de noche. Hasta entonces habían estado dispersos, cada uno se había ido a su casa (Juan 20:10; Lucas 24:13). Incluso ahora, «las puertas [del lugar] donde se hallaban los discípulos» estaban cerradas, «por temor de los judíos» (Juan 20:19). Aunque había muchas pruebas de la resurrección –basta recordar las 4 apariciones del Señor ya consideradas– los discípulos no descansaban aun plenamente sobre este hecho.
Los 3 relatos que tenemos de esta reunión nocturna describen 3 estados diferentes del corazón: dureza de corazón (Evangelio según Marcos), falta de fe (Lucas) y gozo (Juan). ¿No nos ocurre lo mismo a nosotros hoy? ¿Acaso su presencia viva en medio de los suyos reunidos en torno a él, no se experimenta de maneras muy distintas?
Pero ni el estado de los corazones de algunos de los suyos, ni las puertas cerradas, pudieron retenerle. «Jesús vino y se puso en medio de ellos. Y les dijo: ¡Paz a vosotros!» (Juan 20:19). ¡Qué momento tan extraordinario! Él, el «Señor de paz» (2 Tes. 3:16), que él mismo «es nuestra paz» (Efe. 2:14), entró en medio de los suyos y pronunció este singular saludo, que encontramos nada menos que 3 veces en el relato de la resurrección (Juan 20:19, 21, 26). Ante su angustia y la agitación de sus corazones, ¿qué otro saludo podría haber sido más apropiado que este? El profeta había gritado una vez al remanente: «He visto sus caminos; pero le sanaré, y le pastorearé, y le daré consuelo a él y a sus enlutados; produciré fruto de labios: Paz, paz al que está lejos y al cercano, dijo Jehová» (Is. 57:18-19). Y el salmista proclama: «Porque hablará paz a su pueblo y a sus santos… La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron» (Sal. 85:8-10). En la muerte y resurrección de Cristo, ese momento había llegado. ¿No les dijo antes de partir?: «La paz os dejo; mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da; no se turbe vuestro corazón, ni tengan miedo» (Juan 14:27).
En realidad, estaban «asombrados y llenos de temor», y «creían ver un espíritu» (Lucas 24:37). Verle aparecer en medio de ellos de un modo tan misterioso fue demasiado para ellos. Nos recuerda la sorpresa de la criada Rodas y de los reunidos en oración cuando Pedro, prisionero, fue liberado por la mano de un ángel. O la de los propios discípulos, cuando Jesús se les presentó caminando sobre el mar, y ellos gritaron asustados: «¡Es un fantasma!» (Mat. 14:25-26; Hec. 12:12-13).
Así como aquella noche calmó sus temores diciéndoles: «Yo soy», también aquí los calma, aunque no sin reprenderlos. Leemos en Marcos 16:14 que «les reprochó su incredulidad y dureza de corazón». Y les dijo: «¿Por qué estáis turbados? ¿Y por qué esos pensamientos se agitan en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lucas 24:38-39).
El cuerpo maravilloso del que hablamos aquí no es un espíritu, sino un «cuerpo espiritual», un «cuerpo celestial», a veces visible, a veces invisible, reconocible en ciertos momentos y en otros no, capaz de atravesar puertas cerradas, así como de alimentarse de comida ordinaria, aunque ciertamente no la necesitaba. Pero este no es todavía el Señor glorificado ante el que cayeron al suelo Saulo en el camino de Damasco y el apóstol Juan en Patmos. Debemos tener cuidado de no sacar conclusiones precipitadas sobre nuestros cuerpos glorificados a partir de estos detalles, ya que «aún no ha sido manifestado lo que seremos» (1 Juan 3:2). Sin embargo, una cosa es cierta: «así como llevamos la imagen del terrenal, también llevaremos la imagen del celestial» (1 Cor. 15:49).
Más aún que todo eso, me parece que es la invitación del Señor a sus discípulos la que debería hablar a nuestros corazones cuando les exhorta a ver por sí mismos la realidad de su presencia: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpadme y ved… Dicho esto, les mostró sus manos y sus pies», así como su costado, que había sido atravesado por la lanza del soldado (Lucas 24:39-40; Juan 20:20). ¡Cuán conmovedoramente el Señor condescendió a liberarlos de sus dudas! Pero eso no era suficiente. «Y como todavía, asombrados y gozosos no creían, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? Y le dieron parte de un pescado asado y de un panal de miel. Él, tomándolo, comió delante de ellos» (Lucas 24:41-43).
He aquí 3 «pruebas convincentes», adaptadas al estado de ánimo de sus seguidores aquí reunidos, con las que se presentó a ellos como el hombre Cristo Jesús, resucitado de entre los muertos. Él es quien hizo «la paz por medio de la sangre de su cruz» (Col. 1:20). Y no se presentó ante ellos como un espíritu, sino con un cuerpo real. Estaban tan plenamente convencidos de ello que uno de ellos escribió, décadas más tarde: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y tocado con nuestras manos… eso os anunciamos» (1 Juan 1:1-3). Y, en tercer lugar, habiendo tomado el alimento, «comió delante de ellos» (Lucas 24:43). Era el primer hombre real en un cuerpo de resurrección, un cuerpo de la nueva creación: «el primogénito de entre los muertos» (Col. 1:18). Ahora podían dar testimonio de él, porque «comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos» (Hec. 10:41).
«Se alegraron los discípulos, viendo al Señor» (Juan 20:20). El dolor y la angustia, el desaliento y el miedo habían terminado. Sus heridas y su resurrección sentaban las bases de una paz verdadera y duradera, y la contemplación de su persona les llenaba de gozo. Como él mismo les había dicho antes: «Se alegrará vuestro corazón, y ninguno os quitará vuestro gozo» (Juan 16:22). Abraham había visto su día y se había alegrado (Juan 8:56), e Isaías había visto su gloria (Juan 12:41), pero aquí había mucho más. Los discípulos vieron a Jesús «en persona», el Primogénito entre muchos hermanos, ¡el Señor resucitado en medio de sus amados!
7.2 - El relato de Lucas 24
Los 2 relatos que tenemos de esta reunión extraordinaria siguen caminos tan diferentes que parece preferible considerar cada uno por separado. En el relato de Lucas, 3 puntos caracterizan de manera especial esta reunión: la presencia personal del Señor, el papel de la Palabra de Dios y la responsabilidad de los reunidos. Estos 3 puntos siguen determinando hoy el contenido y el desarrollo de nuestras reuniones.
Ya hemos considerado el primero de los 3: nuestro Señor resucitado, él mismo, allí «en medio de ellos». ¡Qué importante es, sobre todo, que la presencia personal del Señor se conserve en las reuniones de creyentes de, que el Señor no sea marginado, ni siquiera sustituido, por nadie ni por nada! Esto solo es así si, en principio y en la práctica, se considera que el hombre y la carne no son nada, y si realmente se cumple esta preciosa palabra: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20).
El Señor, «con muchas pruebas convincentes», había convencido a sus discípulos de que era él mismo. Ahora, presente personalmente entre ellos, es él quien habla; instruye a sus discípulos, reunidos en torno a él, con la Palabra de Dios. Les dijo: «Estas son mis palabras que os hablé estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lucas 24:44). Es interesante notar aquí la alta estima en que el Señor tiene a las Escrituras. ¡Qué importante es esto, en una época como la nuestra, en la que parece que damos cada vez menos valor a la Palabra de Dios! En el camino de Emaús, ya había explicado a los 2 discípulos «en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren» (v. 27). También aquí se refiere a todas las Escrituras: menciona las 3 grandes divisiones del Antiguo Testamento que distinguían los judíos y que aún hoy se encuentran en las Biblias hebreas. ¿No tenemos nada que aprender de esto, puesto que son estas mismas Escrituras las que dan testimonio de él (Juan 5:39)?
Todo lo que estaba escrito sobre él tenía que cumplirse. ¿Cómo podría haber sido de otro modo? «Les dijo: Está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos al tercer día; y que en su nombre se predicase el arrepentimiento para perdón de pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén» (Lucas 24:46-47). Así habló también a sus discípulos la última vez que estuvieron todos juntos con él, así a la gran muchedumbre que vino a prenderle con espadas y palos, y a Pedro, el discípulo celoso que arriesgó su vida por él. Les dijo: «Porque os digo que esto que está escrito debe cumplirse en mí» (Lucas 22:37; vean Mat. 26:54, 56). Estas expresiones «está escrito» y «para que se cumpliese la Escritura» caracterizan todo su ministerio, desde la tentación en el desierto hasta su muerte en la cruz (comp. con Juan 19:24, 28, 36-37).
Cada vez que les había contado lo que tenía delante, solo les había causado incomprensión, tristeza y miedo. Pedro había llegado incluso a reprenderlo al respecto. «Estaban asombrados y le seguían con temor» (Marcos 10:32). «No entendían esto; y no se atrevían a preguntarle» (Marcos 9:32). «Y no entendían nada de esto; y no se atrevían a preguntarle» (Lucas 18:34).
¡Qué contraste con lo que encontraremos después de que el Espíritu Santo haya sido derramado sobre ellos! Entonces esos mismos discípulos no dejarán de demostrar, según las Escrituras, que Dios ha cumplido lo que fue anunciado por boca de todos los profetas (Hec. 3:18). El fundamento de tal certeza se puso ciertamente en aquella memorable noche en que el Señor mismo «les abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lucas 24:45). El contraste entre el período anterior y el posterior a Pentecostés pone de manifiesto el extraordinario efecto de la presencia del Espíritu Santo en los creyentes, que debía conducir a los discípulos, y a través de ellos a nosotros, «a toda la verdad». Así que hoy estamos sin excusa, pues no solo tenemos la Palabra de Dios completa, sino también «la unción del Santo» y la presencia de Aquel que «dará entendimiento en todo» (1 Juan 2:20; 2 Tim. 2:7).
¡Qué maravillosa experiencia es cuando nos abre el entendimiento de su Palabra! Las palabras pronunciadas por Isaías tanto tiempo antes se cumplieron para aquel remanente fiel que estaba de luto: «En aquel tiempo los sordos oirán las palabras del libro, y los ojos de los ciegos verán en medio de la oscuridad y de las tinieblas. Entonces los humildes crecerán en alegría en Jehová, y aun los más pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel» (Is. 29:18-19). Nosotros también somos «pobres de los hombres» pero «el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento» (1 Juan 5:20).
Pero no olvidemos que toda apertura de espíritu conlleva una responsabilidad mayor. «Vosotros sois testigos de estas cosas» (Lucas 24:48). Con estas solemnes palabras del Señor que Lucas termina su relato de esta primera reunión en torno al Señor resucitado. Estas palabras deberían ser también la conclusión de cada momento pasado en su presencia, escuchando su Palabra.
7.3 - El relato de Juan 20
Esta extraordinaria reunión de los discípulos en torno a su Señor resucitado comenzó con el saludo: «Paz a vosotros». Ahora termina con la misma palabra.
Jesús les dijo: «Paz a vosotros. Así como el Padre me envió a mí, yo también os envío» (Juan 20:21). El significado de estas palabras va más allá de lo que acabamos de considerar en el relato de Lucas. «Como el Padre me envió» –si no estuviera escrito aquí, ciertamente no nos atreveríamos a decirlo. Ahora que él, el enviado del Padre iba a abandonar de nuevo el escenario de su actividad, les correspondía a ellos, sus hermanos, ser los portadores de su testimonio, un testimonio que, antes de su venida, nunca había resonado en esta pobre tierra colocada bajo la maldición del pecado.
Si queremos saber en qué consistía este testimonio, basta con escuchar al propio Señor: «Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (Juan 3:17). El Padre había enviado a su Hijo único en gracia, y ahora les tocaba a ellos, los mensajeros del Señor, llevar este mensaje de gracia a un mundo que corría hacia el juicio. Más tarde, el apóstol Pablo expresaría el mismo pensamiento al decir que Dios había encomendado a los apóstoles «el ministerio de la reconciliación»: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros ¡Os rogamos por Cristo, reconciliaos con Dios!» (2 Cor. 5:18, 20). ¿No deberíamos reconocer que, por lo general, tenemos una concepción demasiado estrecha de la tarea que el Señor nos ha hecho el honor de confiarnos?
Para ser portadores de tal testimonio, primero debemos haber experimentado plenamente la paz nosotros mismos. Si miramos el segundo «paz a vosotros» en su contexto, lo vemos bajo una luz muy diferente del primero. Al decir este, Jesús les había mostrado sus manos y su costado, pero es otra acción muy significativa la que se asocia al segundo. «La sangre de su cruz» trae la paz a nuestras conciencias, pero la paz del corazón está vinculada a su persona, a su resurrección y a su vida.
«Habiendo dicho esto, sopló sobre ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Juan 20:22). Este acto simbólico del Señor no tiene nada que ver con la venida personal del Espíritu Santo que tendría lugar el día de Pentecostés. De lo que se trata aquí es del Espíritu Santo como fuente de vida nueva. El Hijo, a quien el Padre ha dado «que tenga vida en sí mismo», «da vida a los que quiere» (Juan 5:26, 21). Así como en la primera creación insufló aliento de vida en la nariz del hombre, aquí, como «espíritu vivificador» (1 Cor. 15:45), insufla simbólicamente la vida de la nueva creación (es decir, su vida de resurrección) en los que, con él y por él, pertenecen a esa nueva creación. «Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis» (Juan 14:19). Él, que se llama a sí mismo «la vida» (Juan 11:25; 14:6), y a quien pertenece «el poder de una vida incorruptible» (Hebr. 7:16), «abolió la muerte y sacó a la luz la vida y la incorruptibilidad» (2 Tim. 1:10). Ahora está dispuesto a dar esta «vida eterna» a todos los que acudan a él, a todos los que el Padre le ha dado (comp. con Juan 17:2). Esta vida eterna no es simplemente una vida que dura para siempre, sino una vida que viene de Dios, una vida más allá y fuera de la muerte. La muerte no tiene poder sobre ella, porque es la vida del Señor mismo. Él, el segundo Hombre, el último Adán, la Cabeza de la nueva creación, adquirió esta vida para sí mismo y para los suyos.
El que tenía el imperio de la muerte, el diablo, perdió la partida. La prueba está en esos inútiles lienzos y sudario, doblados en un lugar aparte, descubiertos en el sepulcro la mañana de la resurrección (Juan 20:7). La vida de resurrección [arrebatada al terrible Adversario] es como un botín que el Vencedor comparte con los suyos, un botín que no guardarán para sí, sino que a su vez compartirán con todos aquellos a quienes lleven el Evangelio.
Evidentemente, no todo el mundo está preparado para recibir este don, que será aceptado o rechazado según el estado espiritual de cada persona. Por eso el Señor añade: «A los que perdonéis los pecados, les son perdonados; y a los que se los retengáis, les son retenidos» (Juan 20:23). Esta sublime y solemne expresión, a diferencia de las similares de Mateo 16:19 y 18:18, no tiene nada que ver con el ejercicio de la disciplina, ni se dirige a los apóstoles o a la Asamblea como tales. Todos los redimidos deben ser portadores de este mensaje de gracia. Así como los mensajeros del Evangelio del reino tenían que juzgar si «un hijo de paz» habitaba en la casa donde entraban (Lucas 10:6), hoy los mensajeros del Evangelio de la gracia deben tener discernimiento. A uno pueden llevarle un saludo de paz, pero a otro deben proclamarle, como hizo Pedro a Simón el hechicero: «No tienes parte ni herencia en este asunto; porque tu corazón no es recto delante de Dios» (Hec. 8:21).
En el Edén, el jardín de la vida, Dios tuvo que hablar al hombre de la muerte, para ponerlo a prueba, de la que el hombre no salió victorioso. Por eso la muerte reinó desde Adán hasta nuestros días. El segundo Hombre, enviado por Dios, soportó la muerte por los pecadores culpables. Aquí, en esta escena de muerte, triunfante desde la tumba, dice ahora palabras de vida. Esta es la gracia digna de nuestra adoración.
Sin embargo, el Enemigo, la serpiente astuta, sigue haciendo hoy lo mismo que hizo el día en que dijo al hombre: «No moriréis» (Gén. 3:4). Al poner en duda ahora la Palabra de vida, como hizo entonces con la sentencia de muerte, priva a innumerables almas de los frutos de la victoria de Cristo.
No escuchemos la voz del mentiroso; escuchemos más bien la voz de aquel de quien está escrito: «¡Este es mi Hijo, el elegido, oídle a él!» (Lucas 9:35). Que su paz llene nuestros corazones y que su vida actúe en nosotros. Seamos conscientes también del gran privilegio que tenemos de poder reunirnos en torno a él, hasta el momento, quizá muy cercano, en que lo contemplaremos, al Cordero inmolado, «en medio del trono… y en medio de los ancianos» (Apoc. 5:6), es decir, en medio de todos sus redimidos. Entonces le alabaremos para siempre.
8 - La incredulidad
8.1 - Tomás
«Pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino» (Juan 20:24). ¡De cuántas bendiciones se estaba privando! La Escritura no nos exhorta en vano, especialmente en vista de los últimos días, que no abandonemos «congregarnos como algunos acostumbran» (Hebr. 10:25).
Pero Tomás no era consciente de lo que se había perdido. Cuando los otros discípulos le dijeron: «¡Hemos visto al Señor!» (Juan 20:25), no quiso creerles. Sin duda, esta actitud puede explicarse en parte por una disposición natural. Solo nos encontramos con Tomás 4 veces en la Escritura, pero su carácter se describe quizá más claramente que el de los otros discípulos. Cuando trataron de disuadir a Jesús de que fuera a Betania a consolar a las 2 hermanas, recordándole que los judíos habían tratado de apedrearlo, Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vamos también nosotros para que muramos juntamente con él» (11:7-8, 15-16). Esto muestra una conmovedora devoción al Señor, pero también una tendencia a preocuparse por cosas que nunca debieron suceder. Y más adelante, cuando el Señor habla de su obra de redención y de sus gloriosos resultados, cuando dice: «Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino», Tomás responde, casi con reproche: «Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?». El hecho de estar en Cristo y con Cristo en el camino hacia el Padre, hacia aquellas moradas de la Casa del Padre donde el Señor mismo los introduciría, no había impresionado mucho a Tomás (14:1-7).
Aquí dice: «¡Si yo no veo en sus manos la señal de los clavos, y si no meto mi dedo en la señal de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré!» (20:25). No sabemos cuántos de los discípulos estaban presentes aquella noche de la resurrección, pero ciertamente había suficientes testigos que habían visto y oído al Señor, e incluso le habían tocado con sus manos (1 Juan 1:1). ¿No es grave poner en duda un testimonio tan bien atestiguado? Nada de eso le importa a Tomás. Puso sus condiciones: quería ver y tocar por sí mismo.
“Si no lo veo, no lo creeré”. ¡Qué avergonzado debió de sentirse después por estas palabras! En el fondo, son las mismas expresiones que emplearon los enemigos del Señor cuando insistían en una señal: «para que veamos y creamos» (Juan 6:30; comp. con Mat. 12:38; 27:42). Del mismo modo, hasta el día de hoy, los judíos rechazan el testimonio dado del Resucitado, adoptando la misma actitud que llevó al Señor a exclamar: «¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os soportaré?» (Mat. 17:17). Cuidemos de que no haya en nosotros «un corazón malo de incredulidad», según la exhortación de Hebreos 3:12.
Pero encontramos a los discípulos reunidos de nuevo el primer día de la semana siguiente, «y Tomás con ellos» (Juan 20:26). Durante la semana, al menos había aprendido que no debía faltar a la cita otra vez. ¡Qué diferencia debió de haber entre los sentimientos de los discípulos y los de Tomás! Pero el Señor no les defraudó en sus expectativas, y cubrió de confusión la incredulidad de Tomás.
«Vino Jesús, estando cerradas las puertas, y se puso en medio de ellos, y dijo: Paz a vosotros» (v. 26). ¡Qué visita tan maravillosa, sobre todo para Tomás! Jesús se dirige a él y le dice sin preámbulos: «Trae aquí tu dedo, y ve mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (v. 27). ¡Admirable gracia! Más de una vez, al reunirnos a su alrededor, ¿no tenemos la impresión de que el Señor Jesús se dirige a nosotros personalmente, aunque fuesen muchos los reunidos?
Ya es notable ver al Señor volverse hacia Tomás, pero ¿no es aún más notable oír lo que le dice? Parece una repetición de las propias palabras de Tomás, o de las condiciones en las que había insistido. Nos encontramos aquí ante el Dios que escruta los corazones, ante Aquel que, según su perfecto conocimiento, sale al encuentro de cada uno exactamente en el terreno en el que se encuentra.
Incluso la duda se apacigua. Tanta paciencia y condescendencia acabaron con la resistencia de este discípulo pesimista y lento de corazón para creer. Tomás respondió y le dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Juan 20:28).
Lo mismo sucederá con su pueblo terrenal. Después de pasar por terribles juicios, se postrarán ante el Cristo glorioso cuyos pies estarán sobre el monte de los Olivos (Zac. 14:4). Mirarán al que traspasaron (12:10) y «se lamentarán a causa de él todas las tribus de la tierra» (Apoc. 1:7). «Meteré en el fuego a la tercera parte, y los fundiré como se funde la plata, y los probaré como se prueba el oro. Él invocará mi nombre, y yo le oiré, y diré: Pueblo mío; y él dirá: Jehová es mi Dios» (Zac. 13:9).
Jesús le dijo: «Porque me has visto, has creído. ¡Bienaventurados aquellos que no han visto, y han creído!» (Juan 20:29). Ver y creer será, en los días venideros, la porción del remanente del Israel restaurado, que, sin embargo, no alcanzará las bendiciones celestiales de la Iglesia. No ver y creer, sin embargo, es lo que caracteriza a los redimidos en la presente edad de gracia. ¡Cuán bienaventurados son en verdad los que se vuelven del mundo a Cristo, a quien el mundo ha rechazado! El apóstol Pedro dice: «A quien amáis sin haberle visto; en quien aun sin verle, creéis, y os alegráis con gozo inefable y glorioso» (1Pe. 1:8).
La próxima vez que el Señor se revelará a sus discípulos, Tomás no estará ausente. Será la cuarta y última vez que se le mencione en las Escrituras.
9 - Jesús se manifiesta a los suyos
9.1 - En el mar de Tiberíades (Juan 21:1-14)
«Después de esto se manifestó Jesús otra vez a sus discípulos, junto al mar de Tiberias» (v. 1). El versículo 14 nos dice que «esta es la tercera vez que Jesús apareció a los discípulos después de haber resucitado de entre los muertos». Esto no solo nos aclara la cronología de estos acontecimientos (que es relativamente poco importante), sino que también confiere un carácter especial a la escena que vamos a considerar. Si la primera de estas 3 apariciones evoca la familia de Dios del tiempo presente (20:19), la segunda el remanente de Israel de un tiempo venidero (20:24), esta tercera aparición nos mostrará el resultado de la aceptación del Señor por Israel, es decir, la obra de Cristo durante el Milenio.
Aquí se aparece a 7 de sus discípulos, después de que se hubieran marchado a Galilea, según sus instrucciones (comp. con Mat. 28:7, 10). Se apareció de la siguiente manera: «Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, y Natanael de Caná de Galilea, los [hijos] de Zebedeo y otros dos de sus discípulos» (v. 2). El hecho de que Tomás y Natanael sean mencionados cada uno en particular como figura del futuro remanente de Israel (Tomás en Juan 20, y Natanael en Juan 1) es ciertamente significativo e indica el terreno que pisamos, proféticamente hablando.
Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos nosotros también contigo» (v. 3). ¿Estaba Pedro cansado de esperar, o preocupado por lo que iban a comer? Fueran cuales fuesen sus razones para reanudar su antigua actividad, el camino que seguía y por el que conducía a los demás discípulos no contaba con la aprobación del Señor. ¿No les había llamado a ser pescadores de hombres? En ese momento, «al instante, dejando sus redes, le siguieron» (Marcos 1:18). ¿No estaban a punto de abandonar este camino bendito de confianza y dependencia del Señor, sobre todo porque les había dado expresamente una cita en Galilea? (comp. con Mat. 28:10).
«Y aquella noche no pescaron nada» (v. 3). A primera vista, las circunstancias eran favorables: eran pescadores experimentados, en un lago conocido aún hoy por su riqueza piscícola, y estaban en el lugar adecuado en el momento oportuno. Pero les faltaba la bendición del Señor, de quien todo depende, hoy como ayer. «Aquella noche no pescaron nada»: ese será siempre el resultado cuando neguemos nuestra dependencia del Señor. «Él permanece fiel; porque no puede negarse a sí mismo» (2 Tim. 2:13). Y así fue toda la noche hasta el amanecer.
«Cuando ya iba amaneciendo, Jesús se presentó en la playa; pero los discípulos no sabían que era Jesús» (v. 4). No dice que Jesús llegara en aquel momento, sino que estaba allí. Aunque, por amor a ellos, no podía concederles el éxito de su empresa, sin embargo, había estado allí presente, aunque invisible, compadeciéndolos en sus vanos esfuerzos. Su amor y su gracia van unidos a su fidelidad. Prueba de ello es cómo se dirige ahora a sus discípulos, cansados y decepcionados: «Les dijo entonces Jesús: ¿Muchachos, tenéis algo de comer?» (v. 5). «¡Muchachos!» ¡Qué ternura en esta expresión! ¡Y qué justa y apropiada es la palabra aquí, dada la gran debilidad que mostraban aquellos a quienes se dirigía el Señor! ¿Podría haber algo más apropiado para poner de manifiesto esta debilidad que esta breve petición del Señor? Allí, en la orilla, había un forastero que les pedía algo de comer. A pesar de sus esfuerzos durante toda una noche, no tenían absolutamente nada que darle. Sus redes, sus barcas, sus manos estaban vacías, ¡y ni siquiera podían saciar su propia hambre!
«Maestro, después de trabajar toda la noche, nada pescamos» (Lucas 5:5), dijeron Simón y los hijos de Zebedeo, cuando tuvieron la misma experiencia la primera vez. Bien podrían haber repetido lo mismo aquí, pero solo un breve y avergonzado «no» logró salir de sus labios. Nuestra respuesta debe ser siempre “no” cuando se nos pregunta si nos hemos beneficiado de nuestros actos de voluntad propia.
Respondieron «no», sin darse cuenta todavía de que el que estaba ante ellos era Aquel que ya les había dicho: «Echad vuestras redes para pescar» (v. 6). Esto es ciertamente lo que ya habían hecho muchas veces durante la noche anterior, pero sin el Señor y confiando solo en sí mismos. El Señor ya les había permitido una vez tener una experiencia similar. ¿No fue él quien una vez preparó un pez grande para Jonás, y otra vez uno pequeño para Simón Pedro, para ayudarle a salir del lío en que se había metido? (Jonás 2:1, 10; Mat. 17:27). «Por demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar, y que comáis pan de dolores; pues que a su amado dará Dios el sueño» (Sal. 127:2). «La bendición de Jehová es la que enriquece, y no añade tristeza con ella» (Prov. 10:22). Sin él, nada; con él, todo. Esa es la gran lección que encontramos aquí.
Para aprender esta lección, primero debemos volvernos humildes, pequeños a nuestros propios ojos. «Entonces la echaron». Es sorprendente que obedecieran sin rechistar. Ellos, pescadores experimentados, siguieron el consejo de un extraño. Esto demuestra lo indefensos que estaban, pues habían perdido toda confianza en sus propias capacidades. Pero es precisamente entonces cuando el Señor está cerca, dispuesto a bendecir con abundancia.
«Entonces la echaron, y ya no la podían sacar a causa de la gran cantidad de peces» (v. 6). Como en el relato de Lucas 5: «Cuando lo hicieron, pescaron una gran cantidad de peces». Este es nuestro Señor. Ya sea «las aves de los cielos» o «los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar» (Sal. 8:8), «porque mía es toda bestia del bosque, los millares de animales en los collados» (Sal. 50:10), o la plata y el oro (Hag. 2:8), todo es suyo. Puede decir: «Mío es el mundo y su plenitud» (Sal. 50:12). Y, lo que es más, ahora Dios ha exaltado a su Hijo «por encima de todos los cielos» y «nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 4:10; 1:3). «Siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9).
La sorprendente bendición que trajeron en su red hizo reflexionar de pronto a uno de ellos. Se acuerda del Señor, en quien no habían pensado en absoluto durante varias horas. «Entonces este discípulo a quien Jesús amaba dijo entonces a Pedro: ¡Es el Señor!» (v. 7). Nada podía detener a Simón Pedro. Con su habitual impetuosidad, se precipitó hacia delante y se adelantó a todos los demás, pero esta vez en su propio beneficio. ¡Qué escena tan conmovedora! El hecho de que Juan, en virtud de su íntima y constante comunión con el Señor, lo reconociera primero, ciertamente habla a nuestros corazones. Pero ¡cuánto más la conducta de Pedro! «Y Pedro al oír que era el Señor, se ciñó su túnica (porque estaba desnudo), y se echó al mar. Pero los otros discípulos vinieron en la barca, porque no estaban lejos de tierra, sino como a unos 200 codos, arrastrando la red llena de pescados» (v. 7-8).
El encuentro personal de Pedro con el Señor, tras su grave caída, había producido un inmenso cambio en este discípulo (Lucas 24:34). Su gracia reparadora había desterrado todo lo que podía mantenerle a distancia. Su amor perfecto había desterrado todo temor. El corazón de Pedro se llenó del deseo de estar cuanto antes con su Señor. Se olvida de que aún le queda trabajo por hacer, y de que los demás pueden reprocharle que haya tenido que quitar la red sin su ayuda. No pensó en el hecho de que su prisa de poco le serviría, dada la proximidad de la orilla. No fue la reflexión, sino el amor, lo que le impulsó a actuar como lo hizo.
Y este amor va acompañado de un gran respeto. «Se ciñó su túnica», aunque fuera incómodo nadar con ella. No quería aparecer “desnudo”, sino debidamente vestido, ante el Señor. La gracia había obrado en el corazón de este discípulo que, hacía poco, durante una noche trágica, había dicho: «No lo conozco, mujer» (Lucas 22:57).
¿Y el Señor? Mientras que aquella noche, sus enemigos habían encendido un fuego que había sido una trampa para Simón Pedro (Juan 18:18). Aquí, el Señor había preparado un fuego para esperar a Pedro y a sus compañeros, que tenían frío, estaban cansados y hambrientos después de su duro trabajo. ¡Qué contraste entre aquella noche oscura y el amanecer que ahora despuntaba! «Cuando desembarcaron a tierra, vieron allí unas brasas puestas con un pescado sobre ellas, y pan» (v. 9). Peces en la red y más peces y pan en la orilla. Así es como el Señor confundió a sus discípulos, que habían pensado que podrían conseguir algo sin él.
Pero el Señor destaca también los peces que habían pescado los discípulos. Jesús les dice: «Traed de los pescados que habéis cogido ahora» (v. 10). Pedro ayuda de nuevo. Con el corazón desbordante de gozo por la presencia de su Señor, hace el trabajo solo. Sin darnos cuenta, recordamos el día de Pentecostés: «Subió Simón Pedro, y sacó a tierra la red, llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres; y aunque había tantos, sin embargo, no se rompió la red» (v. 11).
«Os haré pescadores de hombres» (Mat. 4:19), dijo una vez el Señor al pequeño remanente que se había comprometido a seguirle. Aquí tenemos el cumplimiento de esas palabras. El día de Pentecostés, «unas 3.000 almas» quedarán atrapadas en la red echada por Pedro y sus compañeros, imagen gloriosa de esa pesca extraordinaria que aún está por llegar, cuando el futuro remanente judío eche su red en el mar de las naciones, al instaurarse el reinado milenario. Así como ya había peces aquí ante el Señor, el producto de esta pesca extraordinaria no será la primicia de Dios entre las naciones. ¿No son los creyentes de la presente edad de gracia «como primicias de sus criaturas»? (Sant. 1:18). Pero ¡qué contraste en números! Un día, será esta «gran multitud, que nadie podía contar, de toda nación, tribus, pueblos y lenguas» (Apoc. 7:9). Y la red no se romperá, a diferencia de la primera captura: porque la obra del Señor no sufrirá ninguna pérdida.
Ahora el Señor los lleva a la mesa que ha preparado. Jesús les dice: «Venid a desayunar» (v. 12). «Venid vosotros aparte… y descansad un poco» Marcos 6:31). Después del trabajo viene el descanso. Estos son los caminos del Señor. Nadie puede bendecir tanto el trabajo como él, pero nadie es tan sensible a las necesidades de sus siervos. Toda esta escena está impregnada de santa paz y discernimiento. Y ninguno de los discípulos se atrevió a preguntarle: «¿Quién eres tú?, sabiendo que era el Señor» (v. 12).
Luego, a su manera habitual, distribuyó estos sencillos alimentos. «Vino entonces Jesús y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado» (v. 13). Momento de intimidad y gozo en su compañía, recuerdo de lo que un día conocieron con él, esta tercera manifestación del Señor resucitado prefigura el tiempo, ya muy cercano, en que «estaremos siempre con el Señor» (1 Tes. 4:17; vean también Lucas 12:37).
10 - La gracia en actividad
10.1 - «¿Me amáis?» (Juan 21:15-17)
Las palabras del Señor a Pedro ahora, después de la comida, muestran la gracia inefable de Jesús. Son la conclusión de su paciente trabajo para restaurar a este discípulo que había caído tan bajo.
Antes de la caída de Simón, el Señor ya había orado por él, para que su fe no decayera (Lucas 22:31-32). Y desde aquel momento, vemos qué constante cuidado había tenido de un discípulo que no se conocía a sí mismo. Sus manos habían reparado el mal que la espada de Pedro, movida por el celo carnal, había hecho (Lucas 22:49-51). Después de la negación, había mirado a su pobre discípulo con una mirada de tristeza y compasión que le hizo sentirse culpable y derramar lágrimas de sincero arrepentimiento (Lucas 22:61-62). Después de la resurrección, el Señor había enviado a Pedro un mensaje especial (Marcos 16:7). Cuando se le apareció poco después de su resurrección, le dirigió palabras de gracia y perdón, para que pudiera redescubrir el gozo de la comunión con Él (Lucas 24:34). Lavados así sus «pies», según la imagen de Juan 13, Pedro pudo, a partir de aquella tarde, ocupar su lugar entre aquellos a quienes el Resucitado saludaba diciéndoles: «¡Paz a vosotros!» ¡Qué Señor tenemos! No hace nada a medias. El pasaje que tenemos ante nosotros nos muestra cómo el que conoce los corazones completa la obra de restauración de un discípulo que había sido víctima de un exceso de confianza en sí mismo.
El comportamiento de Pedro aquella mañana junto al mar demostró que su conciencia había sido restaurada y purificada. Pero, por importante que fuera, aún quedaba algo por hacer. La gracia le había quitado el pecado, pero este discípulo, cuya caída había sido tan grave, tenía que reconocer y juzgar sus causas profundas.
«Cuando hubieron desayunado» es como el Espíritu Santo introduce la escena. Durante la comida, el Señor no había hecho ninguna alusión al pasado. Había traído a Simón a su mesa y le había hecho probar su bondad. Solo entonces se dirigió a él. ¡Él sabe exactamente elegir el momento oportuno y la mejor manera de alcanzar su objetivo!
«Cuando, pues, hubieron desayunado, dijo Jesús a Simón Pedro: ¿Simón, [hijo] de Jonás, me amas más que estos?» (v. 15). Las palabras «[hijo] de Jonás» recordaban a Pedro su origen, de donde le había sacado la gracia. Esta manera de dirigirse a él por 3 veces debió conmover profundamente su corazón. Y ¡cuánto más las palabras que siguieron! «Más cortante que toda espada de dos filos» (Hebr. 4:12), aquella primera pregunta «¿Me amas más que estos?» –debió de golpearle con especial dureza. «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré», dijo antes de su caída (Mat. 26:33). ¡Qué confianza en sí mismo! Su caída había sido para él una prueba magistral de las ilusiones que se había hecho sobre sí mismo, no solo aquella noche, sino muchas otras veces antes.
Él le respondió: «¡Sí, Señor, tú sabes que te quiero [15]! Le dijo: Apacienta mis corderos» (v. 15). ¿No era un amor profundo y ardiente lo que había impulsado a este discípulo a pronunciar las palabras presuntuosas a las que aludía la pregunta del Señor? ¿No había arriesgado realmente su vida por su Señor cuando desenvainó la espada por él y le siguió hasta el patio del palacio del sumo sacerdote? Sin embargo, se había equivocado de corazón, pues su amor no había resistido la prueba de una pregunta sarcástica de una sirvienta. Por eso habla ahora con mucha prudencia, dirigiéndose a Aquel que conoce su corazón mejor que él mismo: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero [15]». El Señor se goza de esta declaración y responde confiando a Pedro los pequeños de su rebaño: «Apacienta mis corderos».
[15] En sus 2 primeras preguntas, el Señor utiliza la palabra griega «agapao», que expresa un amor muy fuerte y apasionado. Pedro, en cambio, utiliza la palabra más débil «phileo», que expresa un sentimiento de amistad.
«Le dijo de nuevo, por segunda vez: ¿Simón, [hijo] de Jonás, me amas?» (v. 16). Las palabras “más que estos” no aparecen en esta segunda pregunta, como si dijera: ¿Se puede hablar siquiera de amor, por parte de un discípulo que, un día, empezó a maldecir y a jurar: «¡No conozco a este hombre de quien habláis!» (Marcos 14:71)? Profundamente humillado, Pedro respondió en los mismos términos que antes. Ahora el Señor puede dar un paso más y encargar a Pedro una nueva misión: «Pastorea mis ovejas».
«Le dijo por tercera vez: ¿Simón, [hijo] de Jonás, me quieres?» (v. 17). Esta vez, el Señor utiliza la misma expresión que Pedro había empleado en sus respuestas. ¿Podía hablarse siquiera de amistad? ¿No había nada que Pedro pudiera reclamar? No, absolutamente nada. La triple pregunta del Señor iba sacando a la luz inexorablemente, aunque con la mayor ternura posible, los rincones más oscuros del corazón de Pedro. Este discípulo comprendía ahora que no podía confiar en absoluto en sus propios sentimientos. Estaba en el colmo de su humillación, y esto es lo que expresan ahora sus palabras de un modo sumamente conmovedor.
«Pedro se contristó de que le dijera por tercera vez: ¿Me quieres [16]?, y le dijo: ¡Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero!» (Juan 21:17). Ahora renuncia por completo a cualquier capacidad de discernir los “pensamientos e intenciones” de su propio corazón. Ni siquiera responde con un “Sí, Señor”, como antes. Deja que sea el Señor quien juzgue sus sentimientos, poniéndose en sus manos con absoluta confianza.
[16] ¿Me tienes afecto?
¡Qué lección para nosotros!
11 - El perfecto amor del Señor
11.1 - «Tú, sígueme» (Juan 21:18-23)
El amor perfecto de Jesús hizo todo lo necesario para restaurar plenamente al discípulo que había caído, primero a solas con él y luego públicamente ante sus hermanos. En su gracia, el Señor había procurado que la fe de Simón Pedro no decayera. El hecho de que la triple pregunta del Señor había alcanzado su objetivo queda demostrado por la triple misión que se le encomendó posteriormente. El discípulo del Señor había «vuelto» y podía «fortalecer a sus hermanos» (Lucas 22:32). Pero a partir de ahora, su camino sería completamente distinto del que había seguido hasta entonces. Esto es lo que implican las palabras solemnes, pero también un tanto enigmáticas, de Jesús a su querido discípulo: «En verdad, en verdad te digo: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, y andabas por donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá, y te llevará a donde tú no quieres. Esto dijo dando a entender con qué clase de muerte glorificaría a Dios» (v.18-19). ¡Qué declaración! El pasado y el futuro de este siervo de Jesús se yuxtaponen en un atajo sorprendente, siendo el camino que lleva de uno a otro, por así decirlo, el de la ruptura de su propia voluntad.
«En verdad, en verdad te digo»: es la última vez que oímos al Señor utilizar esta afirmación característica, con la que tantas veces introducía lo que iba a decir [17].
[17] Es bien sabido que este «en verdad» (propiamente «amén») repetido 2 veces solo se encuentra en el Evangelio según Juan. Los lectores que busquen estas 25 expresiones encontrarán en ellas un excelente tema para la meditación y la oración.
Una vez antes, el Señor había hablado así a Pedro, la noche en que tuvo que comunicarle el triste fracaso que iba a sufrir: «En verdad, en verdad te digo: No cantará el gallo sin que me hayas negado tres veces» (13:38). Este fracaso, en efecto, iba a conducir a la quiebra de su fuerte voluntad, de su independencia y de su confianza en sí mismo. Pondría fin definitivamente a un período durante el cual Pedro, por así decirlo, se había ceñido a sí mismo, es decir, durante el cual había sido su propio dueño (o eso había creído él), donde había ido donde había querido. Pero ese no puede ser nunca el camino de un discípulo de Jesús, de un siervo del Señor. Cristo fue clavado en la cruz por nosotros, y la cruz muestra concluyentemente cuál es el lugar que conviene a nuestra vieja naturaleza y nuestra propia voluntad.
El propio Pedro debía, en un sentido muy literal, terminar su vida de un modo que le identificara con su Señor en su muerte. Debía ser «semejante a él en su muerte» (Fil. 3:10). ¡Qué honor para él! Su declaración: «Mi vida pondré por ti» se cumpliría entonces, pero esta vez en un espíritu de total dependencia. Porque para llegar hasta allí, el camino tenía que ser el mismo que para cualquiera que quiera servir y seguir al Señor: el de una voluntad quebrantada. «Donde querías» era la característica del antiguo camino, «donde tú no quieres» será la característica del nuevo camino. Solo quien permanece cerca del Señor, con un corazón firme, puede seguir ese camino.
«Cuando hubo dicho esto, le dijo: ¡Sígueme!» (v. 19). Solo una palabra, pero ¡qué importante es! La encontramos a menudo en la Escritura. Describe con toda claridad el camino estrecho, pero bendito, del siervo. «Si alguno me sirve, que me siga; y en donde yo estoy, allí también estará mi siervo. Si alguno me sirve, a este le honrará mi Padre» (Juan 12:26).
Desde este punto de vista, el camino de todo siervo del Señor es el mismo, aunque las tareas que el Maestro asigna a cada uno sean diferentes. El «discípulo a quien Jesús amaba» también seguía al Señor. Pedro, que le tenía mucho cariño, se dio cuenta de ello y preguntó: «Señor, ¿y qué de este?» (v. 21). Pero esta pregunta solo concernía a este discípulo y a su Señor. Cada uno tiene que ocuparse de su propio camino. Jesús le dijo: «Si quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿qué a ti? ¡Sígueme tú!» (v. 22).
Estas palabras del Señor llevaron a algunos a concluir que Juan seguiría vivo hasta la venida del Señor. El Espíritu Santo refuta esta interpretación, primero diciendo explícitamente que eso no es lo que quiso decir el Señor, y luego repitiendo sus palabras palabra por palabra. Pero si no está hablando aquí de su discípulo en persona, sí parece que está hablando del ministerio de su discípulo. Podemos ver en este pasaje una alusión a los diferentes servicios de estos 2 apóstoles. El ministerio de Pedro, el apóstol de la circuncisión (Gál. 2:8-9), llegó a su fin, en cierto sentido, cuando el pueblo terrenal de Dios se dispersó. El ministerio de Juan, en cambio, tanto si presenta la vida eterna en el Hijo (como en su Evangelio), como la vida eterna en nosotros (como en su Primera Epístola), se dirige al pueblo celestial de Dios. Solo llegará a su fin cuando el Señor venga a tomarlo para sí.
Así pues, los ministerios de estos 2 discípulos debieron de ser completamente distintos entre sí, tanto en su duración como en su alcance. Y será lo mismo, repetimos, para cada siervo del Señor. Cada uno tendrá que aprender primero, a su tiempo y a su manera, el secreto de una voluntad quebrantada, enteramente sometida a su Señor, pero a cada uno se le impondrá Su mismo mandato: «Sígueme tú».
12 - La autoridad del Señor
12.1 - La misión (Mat. 28:16-20)
El relato de los acontecimientos que rodearon la resurrección del Señor nos lleva de nuevo a Galilea, esta vez al monte adonde Jesús había ordenado ir a sus discípulos (v. 16). Si el mar, donde 7 discípulos habían pescado una pesca milagrosa, es una imagen del mar de las naciones en el que Dios hace su obra, el monte, según el carácter del Evangelio según Mateo, es el símbolo del surgimiento de su reinado.
El Resucitado se acerca y, a excepción de unos pocos que aún tenían los ojos cerrados, los discípulos lo reconocen y le rinden el homenaje debido al verdadero Rey de los judíos (v. 17).
¡Cuán digno, en verdad, de este homenaje! Jesús se acercó y les habló diciendo: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (v. 18). «Toda autoridad»: esta fue la contrapartida y la recompensa de su humillación voluntaria, según lo que está escrito: «Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores» (Is. 53:12).
Sin duda, ya les había enseñado «como quien tiene autoridad» (Marcos 1:22) cuando había recorrido su humilde camino entre los suyos. También había ordenado a los demonios con autoridad (1:27), y en ciertas ocasiones su fuerza creadora, su poder divino, había podido brillar a través del velo de humillación que se había puesto momentáneamente. Pero «cuando llegó la hora», los hombres dirigidos por Satanás recibieron de lo alto poder contra él (Juan 19:11). Salieron contra él «Como contra un ladrón habéis salido con espadas y bastones», y el Señor tuvo que gritar: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lucas 22:52-53).
Ahora todo eso había terminado. Aquella batalla sin parangón contra «autoridades y potestades» había terminado con el resonante triunfo del Señor sobre ellos (Col. 2:15). Cuando Satanás le había ofrecido «todos los reinos del mundo y toda su gloria» en otro «monte muy alto», él los había rechazado. Pero ahora Dios le había dado a él, su Ungido, «toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra». Y con esta autoridad suprema ordenó a sus discípulos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado» (v. 19-20).
Recordemos aquí que, antes de dejar este mundo, el Señor resucitado confió a sus discípulos misiones de carácter algo diferente.
En el Evangelio según Juan, los discípulos son vistos como aquellos que, en el poder de la nueva vida, deben proclamar el Evangelio que trae la paz a todos los que encuentran (20:21-23).
En Lucas, vemos que este Evangelio de arrepentimiento y perdón de los pecados debía predicarse en su nombre a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, con el poder de la Palabra y el Espíritu de Dios (24:45-49).
El alcance de esta predicación es aún más general en Marcos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura». Y, al igual que el ministerio del Señor, el de los apóstoles sería aceptado o rechazado, siendo el Evangelio que debían proclamar el de la salvación por la fe (16:15-18).
En el Evangelio según Mateo es diferente. Aquí se trata de la sumisión de todas las naciones a la supremacía de Cristo, Rey de Israel, y de la aceptación de su enseñanza mediante el bautismo en el nombre de las 3 personas de la Deidad. Los apóstoles, pues esta misión fue confiada a los 11, debían continuar en cierto modo el ministerio de Cristo, de quien estaba escrito: «También te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra» (Is. 49:6). Sabemos que este ministerio llegará a su plenitud al final de los tiempos, cuando Israel se vuelva de nuevo a Dios.
¿Será fácil este ministerio? Desde luego que no. El Señor ha hablado muchas veces a sus apóstoles de la oposición y del sufrimiento que encontrarán sus mensajeros (Mat. 10:23). Por eso añade estas palabras alentadoras: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del siglo» (v. 20). Y ciertamente tenemos derecho a aprovechar esta preciosa promesa, para nosotros mismos, para nuestro caminar cristiano y para nuestro servicio al Señor.
13 - «Los amó hasta el fin» (Hechos 1:6-14)
El Señor resucitado no se manifestó abiertamente a todo el mundo, ni siquiera a “todo el pueblo” de Israel, sino solo a los testigos «que había escogido». A estos se presentó «vivo con muchas pruebas convincente» durante 40 días. Lo vieron con sus ojos, lo contemplaron y lo tocaron con sus manos. Comían y bebían con él, y él mismo les hablaba «sobre el reino de Dios» (Hec. 1:3; 10:40-41; 1 Juan 1:1). Pero aquellos 40 días llegaban a su fin, y se acercaba la hora de que él, el Señor amado, fuera recibido en el cielo (Hec. 3:21).
«El Señor, después de hablarles, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la derecha de Dios» (Marcos 16:19). El Siervo fiel e incansable había cumplido su servicio. Ahora entraría en su lugar de descanso y ocuparía, a la diestra de Dios, el lugar excelso que era su recompensa. Sus discípulos ocuparán ahora su lugar en la tierra, yendo y llevando a cabo su obra bajo su dirección y con su ayuda, «con la colaboración del Señor, confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Marcos 16:20).
Así pues, la ascensión de Nuestro Señor fue la gran transición entre su maravillosa actividad personal en la tierra y la actividad de la que eran responsables los hijos de Dios, ahora dejados solos en la tierra. Contrariamente a lo que podríamos suponer, no se trataba de un retroceso, pues debía tener lugar en el poder del Espíritu Santo, la otra persona de la Deidad, que debía descender a la tierra. El Espíritu Santo continuaría ahora la actividad del Hijo de Dios que el mundo había rechazado. Su poder y su gracia se desplegarían desde el lugar de su rechazo. «Recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos, no solo en Jerusalén sino también en toda Judea, Samaria y hasta en los últimos confines de la tierra» (Hec.1:8; comp. con Juan 16:7; 14:12).
«Y habiendo dicho esto, fue elevado viéndolo ellos; y una nube lo recibió y lo ocultó a su vista» (Hec. 1:9). ¡Qué acontecimiento! En Emaús él «se hizo invisible de delante de ellos», y lo mismo había sucedido en las muchas ocasiones en que el Resucitado se había aparecido a los discípulos. Pero ahora «fue elevado» por un poder misterioso, mientras ellos miraban. Y una nube ocultó de su vista a su amado Salvador, que ahora los dejaba solos en este mundo.
Impresionados por este espectáculo, no podían apartar los ojos de Jesús. ¿Comprendían que les dejaba para siempre? ¿Iba a invadir sus corazones un nuevo y profundo sufrimiento? Una vez más, como en la tumba vacía, Dios había preparado a sus mensajeros celestiales para apoyarles, iluminarles e instruirles. Mientras él se iba, se les aparecieron 2 hombres vestidos de blanco, que les dijeron: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hec. 1:10-11).
Hay que señalar que Dios siempre tiene cuidado de subrayar el carácter momentáneo de nuestras pruebas. «Aún un poco, y no me veréis; y otra vez un poco, y me veréis», dijo el Señor a sus discípulos, hablando de los días de su sufrimiento y muerte, para fortalecer su fe. «Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Juan 16:16, 20).
Del mismo modo, aquí, al dejarlos, les hace saber que volverá. Al quedar solos en el mundo, se verían inevitablemente «afligidos con diversas pruebas» en el futuro inmediato. Pero serían «guardados por el poder de Dios mediante la fe para la salvación preparada para ser revelada en el tiempo postrero» (1 Pe. 1:5-6). Sufrirían durante «por poco tiempo», pero «el Dios de toda gracia» los había llamado «a su gloria eterna en Cristo» (5:10). Nuestra «ligera aflicción momentánea» se contrasta siempre con ese «peso eterno de gloria» que produce «en medida sobreabundante» (2 Cor. 4:17).
En el último encuentro memorable que tuvo con sus discípulos antes de su muerte, el Señor, que amaba a sus discípulos «hasta el fin», habló también de su regreso. «Si voy y os preparo un lugar, vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:3; comp. con 17:24). «Sí, vengo pronto» (Apoc. 22:20). Son las últimas palabras que nos dirige en su Libro. Es cierto que aquí, en el momento de su ascensión, no habla de esa esperanza gloriosa que es el arrebato de la Iglesia. Este misterio aún no había sido revelado. Se refiere a su regreso glorioso a la tierra.
Los juicios que precederán a su regreso visible a la tierra, los días de la gran tribulación, que «por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados», pues de lo contrario «nadie podría salvarse» (Mat. 24:22; Rom. 9:28). Pero «entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo» (Mat. 24:30). Este Jesús, el mismo que el mundo rechazó y nunca ha visto desde que unas manos amorosas bajaron su cuerpo de la cruz, «este Jesús… volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hec. 1:11). Un día terrible para todos los que no han recibido el amor de la verdad, ¡pero un día de triunfo y de gloria para él y para los suyos!
Notablemente, en ese día, los pies de nuestro Señor glorificado se pararán en la misma montaña donde pisaron la tierra por última vez (Zac. 14:4; Hec. 1:12). Allí donde recibió la copa de la mano de su Padre, se manifestará por primera vez su gloria.
En el Evangelio según Lucas [18], esta escena nos está presentada de un modo algo diferente, seguramente por una buena razón. «Los condujo fuera hasta Betania [19]; y alzando las manos, los bendijo. Sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos» (Lucas 24:50-51). A la vista de la aldea donde había encontrado un hogar acogedor, y a la que había estado unido por los más dulces lazos, el Señor se despide ahora de los suyos con una conmovedora despedida. Su presencia con ellos había sido su bendición, y con bendición se despide de ellos. Estemos seguros de que no bajará sus manos levantadas hasta que todos hayamos llegado a nuestro destino.
[18] El Mesías está asociado a las expectativas terrenas de Israel; por eso Mateo no menciona la ascensión del Señor. Juan tampoco dice nada al respecto, porque se ocupa del Hijo único, que está permanentemente en el seno del Padre (Juan 1:18; 3:13).
[19] El monte de los Olivos está en las afueras de Betania.
¿Ser amados «hasta el fin» no llenaría nuestros corazones de adoración y agradecimiento? Y la responsabilidad que conlleva ese amor, ¿no nos impulsaría a orar con perseverancia? Esto es exactamente lo que podríamos esperar de los discípulos. «Cuando llegaron, subieron al aposento alto, donde se alojaban Pedro y Juan, Jacobo y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo. Todos ellos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración, con las mujeres, María la madre de Jesús y con los hermanos de él» (Hec. 1:13-14). «Estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios» (Lucas 24:53).
Y así, mientras los suyos, llenos de gozo, permanecían en esta pobre tierra, el cielo se abría para Cristo y lo recibía de un modo único y maravilloso. Allí, el Señor, «autor de eterna salvación», fue «proclamado por Dios Sumo Sacerdote» por la eternidad. Allí el Señor glorificado «se sentó a la diestra del trono de majestad en los cielos» (Hebr. 5:9-10; 8:1).
Ya no necesitamos todas esas «pruebas convincentes», porque por la fe lo vemos allá arriba, «coronado de gloria y honra» (Hebr. 2:9). Y así lo contemplamos hasta el día en que se levante del trono para llevarnos consigo.