Su alabanza estará siempre en mi boca
Filipenses 3 y 4
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En la Epístola a los Filipenses, capítulo 3, leemos de la energía espiritual que conduce al santo hacia adelante, en la carrera hacia Cristo en la gloria.
Estos capítulos tratan principalmente sobre el poder que le proporciona al santo una completa superioridad sobre todas las circunstancias por las cuales tiene que pasar, pero sin hacerlo insensible a los pesares, sino capaz de gozarse en el Señor siempre.
No hay nada más instructivo o humillante en esta práctica, que la vida de Pablo. Privado del ministerio que él amaba, encarcelado en la prisión en Roma, «he trabajado mucho más que todos ellos» (1 Cor. 15:10); encontró que, después de los efectos gloriosos producido por su ministerio, el resultado por fin fue esto: «Se apartaron de mí todos los de Asia» (2 Tim. 1:15); y «Todos buscan sus propios intereses, no los de Cristo Jesús» (Fil. 2:21). No obstante, él pudo decir: «¡Regocijaos en el Señor siempre! De nuevo os lo diré: ¡Regocijaos!» (Fil. 4:4).
Ciertamente que vamos a encontrar en la carrera cristiana mucha turbación, mucho conflicto, pues Satanás no está todavía atado. Cuanto más seguimos adelante, más oposición encontraremos: pesares en la Iglesia, y los santos andando mal individualmente; todas estas cosas entristecen nuestros corazones; pero debemos fijar los ojos en Cristo para tener el poder que levante nuestro corazón totalmente sobre todo ello; la comunión y la fe que vinculan el corazón a Cristo y el andar con él, y también el poder de servir a otros, ocurra lo que ocurra.
Cristo, el Varón de dolores, fue el ejemplo de esto: ¿Quién estaba tan presto a servir como él? «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis» (Juan 4:32) fueron sus palabras. Aun Marta, a quien él amaba, trató de alejar a María de sus pies donde esta escuchaba sus palabras (Lucas 10:40-42). Sus discípulos trataron de desviarlo cuando él les habló de su muerte; todos manifestaron mal entendimiento acerca de lo que él había venido a hacer (Mat. 16:21-23): «Dar su vida en rescate por muchos» (Mat. 20:28). Sin embargo, él pudo rogar al Padre para que sus discípulos tuviesen su gozo cumplido en ellos (Juan 17:13).
Si en verdad tenemos este gozo de Cristo, podemos decir como Pablo: «Todo lo soporto a causa de los escogidos» (2 Tim. 2:10), porque estamos en espíritu con él, y él con nosotros en todo; y él sí lo sufrió todo por «el gozo puesto delante de él» (Hebr. 12:2); sufrió incluso «Hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2:8).
No es simplemente la animación emotiva de un corazón que ignora el poder del mal o la oposición de Satanás. En muchos hay este gozo, que es superficial, ignorando la esencia de las cosas. El verdadero poder es cuando uno se da bien cuenta de la profundidad del mal y de la oposición de Satanás; al mismo tiempo conoce y confía en el poder del Señor, el cual vence todo mal y obstáculo.
Lo que ahora está obrando es el poder del bien (Dios mismo), en medio del mal; y es superior al mal en medio del cual obra. Es cierto que el mal está fluyendo como un río poderoso, el cual, si no es contenido, fluirá hasta el océano del juicio, a menos que el Señor intervenga, como él lo hace, en bondad y misericordia, o en juicio, o en castigo. Pero hasta que Satanás sea atado, el carácter del mundo es este: Que él es su Dios y su príncipe y, en medio de un mundo donde Satanás es el príncipe, el poder supremo de Cristo ha intervenido y está por encima de todo.
Si mi alma está viviendo en el centro inmediato de este poder de Cristo, sentirá la presión del mal, pero no estará deprimida: «En nada aterrados por los adversarios» (Fil. 1:28). El abastecimiento práctico de cada día depende de que el corazón esté con Aquel que lo ha vencido todo; que tiene toda potestad en el cielo y en la tierra (Mat. 18:28). Entonces conocemos, en el Señor mismo, el seguro y efectivo descanso que nadie ni nada puede perturbar. Cierto, tenemos que seguir trabajando, como dice: «Esforcémonos, pues, por entrar en aquel reposo» (Hebr. 4:11); pero si el corazón está con Aquel que está en ese reposo, entonces tiene un poder que nada lo puede alcanzar; y la primera señal de este poder, cuando la marea del mal se levanta, es paciencia. Aquello que persevera hasta el fin ¡es mejor que un milagro! Así aprendemos la gracia y el poder que guardan nuestros corazones libres para meditar en lo que Cristo ha hecho en otros; libres para servir a toda la Iglesia y hasta pensar en todas las condiciones, incluso en la de un esclavo con su amo (Film. 10-19). Los afectos de Pablo estaban vivos para todo verdadero «fiel compañero» (Fil. 4:3), como si no lo hubiesen desamparado todos; y aunque todos buscaban lo suyo propio, esto no le estorbaba para que su corazón se ensanchara hacia ellos.
Nuestros corazones, ¿viven lo suficiente con Cristo para pensar así de un hermano? ¡El corazón de Pablo estaba tan ejercitado en el conocimiento de lo que es ser de Cristo, que cuando él pensaba en un hermano, pensaba de uno cuyo nombre estaba escrito en el libro de la vida! En otro lugar dice: «Estoy perplejo en cuanto a vosotros» (Gál. 4:20), pero en el capítulo siguiente, dice: «En cuanto a vosotros, confío en el Señor» (Gál. 5:10).
«Bienaventurado el hombre… en cuyo corazón están tus caminos». El secreto de todo era que él hacía una fuente de las tristezas. «Atravesando el valle de lágrimas», fue cambiado en una «fuente»; la bendición de lo alto, donde estaba Cristo, llenó los estanques (Sal. 84:5-6).
La historia del apóstol es muy importante en relación con esto mismo. En la prisión, encadenado entre dos soldados, pero confiado más que nunca en Cristo, el Señor fue muy benigno para con él, pues aprendió, viniera lo que viniera, a gozarse, no en la prosperidad de su obra, o en la de la Iglesia, o en la de los santos; sino a alegrarse «en el Señor siempre» (Fil. 4:4).
Que sentimiento tan sano, profundo y verdadero a la manera en la que Cristo se despierta en estas pruebas. Como dice el Salmista: «Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca» (Sal. 34:1). ¿Cómo se produjo esto? «Este pobre clamó, y le oyó Jehová» (Sal. 34:6). El Señor era su pastor, así que él podía decir «Nada me faltará», no decía “Yo tengo pastos delicados”, sino: «Nada me faltará», porque el Señor era su pastor. «Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre». Él aderezó «mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores». Él ungió «mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días» (Sal. 23).
Estando Pablo delante del rey Agripa, dijo: «¡Quiera Dios que, por poco o por mucho, no solo tú, sino todos cuantos hoy me oyen, lleguen a ser tales como yo soy, salvo estas cadenas!» (Hec. 26:29). Él no dijo: “Quisiera que todos fueseis cristianos”, sino: «Como yo soy». Allí estaba un hombre feliz, tan consciente de la bienaventuranza que tenía en Cristo; tan lleno del amor de Cristo, tanto, que deseaba que todos fuesen como él. Su interna y completa felicidad de corazón en Cristo fue tal que las pruebas incluso en la Iglesia, las cuales eran más profundas e innegables, solamente lo llevaban a Cristo.
¿Somos nosotros tan conscientes de esta felicidad en Cristo, que podamos decir a otros: «Quiera Dios que… lleguen a ser tales como yo soy»? Tal vez diréis: “Solo el apóstol pudo decir eso”. No es así, sino que es lo que todo cristiano, joven o mayor, es llamado a ser. La única diferencia es que el joven cristiano se goza más en sí mismo y en las bendiciones; tiene un consuelo bienaventurado en sí mismo. Los ya sazonados, los padres más sencillamente en el Señor, ellos han aprendido a conocer a Cristo; ellos tienen una relación personal con el Señor Jesucristo y se gozan en lo íntimo con él. Los jóvenes se gozan en sus primeros sentimientos fervientes, llenos de vehemencia. Es bueno y cierto, lo que Dios ha dado, pero en el esforzarse al atravesar este mundo encontramos que verdaderamente no hay nada en que gozarnos, sino en Cristo.
El poder de esto consiste en que estando el creyente cerca de Cristo, en verdadera comunión, cuando el mal brota y el poder de Satanás está obrando, el corazón se apoya y confía en el que resucitó, quien ha vencido al que tenía el imperio de la muerte (Hebr. 2:14), en él, cuyo brazo santo y poderoso le obtuvo la victoria. Él dice: «Tened ánimo, yo he vencido al mundo» (Juan 16:33). Él nos pone en marcha con este testimonio, habiéndose ido a un lugar donde el mal no puede entrar; y allí tenemos a Cristo, la fuente inagotable de bendición, y nos gozamos con él. No nos ha sacado todavía de este mundo gobernado por el poder de Satanás, pero nos guarda del mal, porque no somos del mundo, como él no es del mundo (Juan 17:14, 16).
Los santos también, cuando corren con paciencia «la carrera» (Hebr. 12:1), deben mirar a Jesús, quien comenzó y terminó todo este camino de fe; quien ha anulado el poder de Satanás en el principio y en el fin: «Tentado en todo conforme a nuestra semejanza, excepto en el pecado» (Hebr. 4:15). Él venció «a aquel que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» (Hebr. 2:14) y «Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hebr. 1:3) la victoria ganada. Es nuestra porción gozarnos ahora el él, en lo muy alto, e independientes de todas las cosas por las que atravesamos.
No permita que las circunstancias presentes le ocupen. No quite su mirada de él y las ponga en ellas, ¡sino, gócese!, no en sí mismo de ninguna manera, sino, ¡en Cristo siempre!
Pero para esto debe estar con él en espíritu, porque solo él está fuera de todo mal, y él es el centro y fuente de todo bien; y lo que debe verse aquí en la tierra, es su «amabilidad» (Fil. 4:5) y su humildad. Si yo soy feliz en Cristo, ¿debo estar reclamando mis derechos en este mundo? Cristo no tuvo ninguno. ¡Oh, no!, mi tesoro está en otro lugar; yo voy a salir de este mundo; debo posponer mis derechos hasta que Cristo tenga los suyos. Que nuestros corazones sean destetados de las cosas de este mundo; pasemos por este mundo como hijos destetados.
Cristo pasó por este mundo, dejando a todos y a cada cual que siguiera su propio camino. En presencia de la injusticia, el espíritu tiene la tendencia de enojarse; pero hay que cultivar la sujeción que cede. Los samaritanos no quisieron recibir al Señor, y él se dirigió a otra aldea. ¡Oh qué lección es esa! Fue porque él «afirmó su rostro para ir a Jerusalén» (Lucas 9:51, 53). Los indiferentes no le recibieron porque él estaba haciendo precisamente lo que marcaba su devoción a su Padre; y así será con Ud.; los religiosos indiferentes no le van a querer, si afirma su rostro para caminar rectamente.
«¡El Señor está cerca!» (Fil. 4:5). Él nos ha enseñado a esperarlo, a que seamos siempre semejantes a hombres que esperan a su Señor (Lucas 12:36).
«Por nada os preocupéis, sino que, en todo, con oración y ruego, con acciones de gracia, dad a conocer vuestras demandas a Dios» (Fil. 4:6). Su paz es mejor que nuestros cuidados. Es cierto que tenemos sufrimientos y penas, y tendríamos más si estuviésemos viviendo con más semejanza a siervos fieles entre las dificultades de este mundo. No indiferentes, Cristo nunca lo fue. Pero hay un alejamiento de Cristo en mi propio corazón, una tendencia de ponerme ansioso incluso en el cuidado por otros. Pero decírselo a Dios; esto me levanta sobre los cuidados en tal manera que puedo gozarme en él.
¿Qué da Dios al corazón que ha volcado toda su solicitud en Él? ¿Una sencilla contestación? No, aunque sabemos que él sí contesta; sino nos da su paz. ¿Está preocupado el corazón de Dios por las circunstancias? ¿Está turbado por ellas? ¿Está sacudido su trono por la temeridad y maldad del mundo o aun por el fracaso de los santos? ¡Nunca! Echa, pues, toda tu solicitud en Dios, y él pondrá su paz en tu corazón, la paz inefable de Dios. El que conoce el fin desde el principio, el autor de esta paz, guardará tu corazón y mente en Jesucristo. Entonces no habrá indiferencia, negligencia, ni frialdad, sino suplicación y ruego ferviente, todo con acción de gracias.
Un hombre cuyo corazón está lleno de acción de gracias, contando con Dios, va a él en oración y súplica, y el alma, dejando todo a Dios, siente su mano en la turbación, y puede decir: “Es asunto suyo; no es mío”. He aquí, un hombre feliz. Él camina por este mundo en esta bendita comunión con Cristo, en el poder del Espíritu de Dios, con gozo interior y con sus afectos ensanchados hacia sus hermanos.
«Por lo demás, hermanos, todo lo verdadero, todo lo honroso, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay alguna otra virtud, si hay alguna otra cosa digna de alabanza, pensad en esto» (Fil. 4:8). En otras palabras, tener corazones que estén libres para poder encontrar lo bueno en los demás.
Jesús pudo encontrar la más pequeña partícula de la gracia en una pobre alma. «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis», «María ha escogido la buena parte», «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño» (Juan 4:32; Lucas 10:42; Juan 1:47). Siempre hay esta percepción cuando el corazón se guarda libre para gozarse del fruto del Espíritu en otros, estando ocupado en lo que es bueno.
No se puede tocar el alquitrán sin ensuciarse; y en estos días hay gran cantidad de alquitrán. Pensando como el mundo, y hablando como el mundo, el corazón se conforma al matiz mundano. ¡Esto no es Cristo! El corazón puesto en libertad, vive en lo que deleita el corazón de Cristo. ¡Oh, qué gran diferencia!, viviendo en el ambiente donde mora el corazón de Cristo, en lugar de ser arrastrado tras miles de otras cosas.
«Lo que habéis aprendido, y recibido, y oído, y visto en mí, hacedlo; y el Dios de paz estará con vosotros» (Fil. 4:9), y no solamente su paz como en el versículo 7 sino él mismo. El gozo es algo que sube y baja y puede ser estorbado; puede haber de que gozarse, pero una turbación puede también estorbar el corazón para que no goce de la paz. La paz de Dios es algo que nada ni nadie puede perturbar; es tan calmada como el trono de Dios: «Y el Dios de paz sea con todos vosotros. Amén». «El Dios de paz quebrantará en breve a Satanás bajo vuestros pies» (Rom. 15:33; 16:20).
«El Dios de paz estará con vosotros» (Fil. 4:9), y «El mismo Dios de paz os santifique por completo» (1 Tes. 5:23). «El Dios de paz … os perfeccione» (Hebr. 13:20-21). La paz es el resultado de una completa y perfecta obra. El Señor obtuvo la paz, pacificando por la sangre de su cruz. ¿Por qué? Porque el sufrió todo lo que era contrario a Dios, soportó la ira (lo muy opuesto a la paz) de Dios, y al instante en que él fue resucitado, vino, y poniéndose en medio de sus discípulos, les dijo: «¡Paz!». Ahora Dios nos da a conocer este bendito y maravilloso nombre: «El Dios de paz».
¿Tiene su corazón esta paz? Si Dios es por nosotros con todos los atributos que posee, ¿puede algo estorbar esa paz? Yo puedo decir delante de Dios, “yo estoy en luz, como Dios está en luz, y porque la sangre de Jesucristo, su Hijo, me limpia de todo pecado”. Puedo tener conflicto con el yo personal, con el mundo, y aun con Satanás; pero Dios me infunde de esa paz que nada ni nadie la puede perturbar. Su paz fluye como un río.
La fe es necesaria para poder gozarse siempre en el Señor, los pies caminando donde Dios quiere que caminen, no meramente evitando el mal, sino andando por donde él nos dirija en todo detalle de nuestra vida; nuestros hábitos, modo de vestir, conversación y relaciones. No hay nada que pruebe más el estado de nuestra alma que los hábitos cotidianos.
«Todo lo puedo en aquel que me fortalece» (Fil. 4:13). Es una cosa diferente decir: “Cristo me fortalece”, que decir, «todo lo puedo». Pablo había aprendido todo esto. Cosa bienaventurada fue el haber aprendido que Cristo era suficiente para él; había aprendido cómo estar humillado, y cómo tener abundancia (lo más difícil, porque la abundancia tiene la tendencia de alejar al corazón del Señor. El Señor guardó el corazón de Pablo dos veces). Si tenía necesidad, él tenía a Cristo; si abundancia, también tenía a Cristo. El Señor guardó su corazón en la necesidad y en la abundancia.
No que se gozara en las circunstancias, sino la fuerza moral levantándose sobre ellas. Él había aprendido, mirando a Cristo de continuo, saboreándolo todo el camino. Es cierto que Pablo no lo sabía al principio como lo supo al final, cuando él podía hablar a otros de eso como algo que había aprendido. Tal como él dijo: «Mi Dios» ¡bendita palabra! Bien conocida, experimentada en toda clase de circunstancias: «en viajes, muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de mis compatriotas, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo arduo y fatiga, con muchos desvelos, hambre y sed, muchas veces sin comer, con frío y desnudez» (2 Cor. 11:26-27), él pudo decir: «Mi Dios colmará toda necesidad vuestra». Yo lo conozco, y si Ud. me pregunta: “¿Cuál es su medida?”, contestaré que es: «Conforme a sus riquezas en gloria, en Cristo Jesús» (Fil. 4:19). Yo te garantizo todo eso.
Pablo encontró que todos buscaban lo suyo propio, pero esto solo le proporcionaba decir más positivamente: «Mi Dios». ¡Qué realidad hay en la vida de fe!, andando en el secreto de Dios (Sal. 25:14). Somos muy débiles los que así estamos; pero esto es algo que el mundo no puede tocar, ni Satanás nos lo puede robar; y las pruebas que nos suceden de paso, solamente nos aseguran que somos superiores a toda circunstancia por el poder de su gracia. Dios nos conceda que la conozcamos, y a él en ella. Amén.