La verdadera gracia de Dios
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«La gracia en la que estáis es la verdadera gracia de Dios» (1 Pedro 5:12).
Dios nos concede conocerle como el Dios de toda gracia, y que la posición en la que hemos sido puestos es la de haber gustado que el Señor es bueno (1 Pe. 2:3). ¡Qué difícil es para nosotros creer esto, que «el Señor es bueno!» La impresión natural de nuestros corazones es: «Yo sabía que eres hombre exigente» (Mat. 25:24); pues hay naturalmente en todos nosotros la falta de comprensión de la gracia de Dios.
A menudo existe el pensamiento de que la gracia implica que Dios pasa por alto el pecado sin exigir reparo, censura o tacha; pero es todo a lo contrario; la gracia supone que el pecado es una cosa tan horriblemente mala que Dios no puede tolerarla. Si estuviese en el poder del hombre, después de ser injusto y perverso, poder enderezar sus caminos, y enmendarse a sí mismo por sus propios esfuerzos para presentarse ante Dios, entonces no habría ninguna necesidad de la gracia. El mismo hecho de que el Señor es benigno, muestra que el pecado es una cosa tan perversa que –siendo el hombre un pecador– su condición está sumamente arruinada y sin esperanza, y nada menos que la gracia de Dios valdrá para él y bastará para colmar su necesidad.
Debemos aprender lo que Dios es a favor nuestro, no por medio de nuestros propios pensamientos, sino por lo que él es y lo que ha revelado por sí mismo. Desde el momento que yo entiendo que soy un hombre pecaminoso, y que el Señor, no obstante, que conoce bien todo mi pecado, y lo detestable que es, y a pesar de todo esto él vino hasta mí, entonces comprendo lo que es su gracia. La fe me hace ver que Dios es más grande que mi pecado, y no que mi pecado es más grande que Dios. El Señor que yo he conocido como el que puso su vida por mí, es el mismo Señor con quien tengo que ver todos los días de mi vida, y todos sus tratos conmigo son a base de los mismos principios de gracia. El secreto del crecimiento espiritual es, probar que el Señor es benigno. Qué precioso, qué fortalecedor es saber que Jesús está en este mismo instante sintiendo y ejerciendo el mismo amor hacia mí como cuando él murió en la cruz por mí.
Esta es la verdad que debemos usar en las circunstancias más ordinarias de la vida cotidiana. Por ejemplo, suponiendo que me encuentro de mal humor, y que me es difícil vencerlo; debo traer este asunto a Jesús, mi Fiel Amigo, y la virtud saldrá luego de él para mi necesidad. La fe debe ser ejercida de este modo, siempre contra las tentaciones, y no simplemente por mis propios esfuerzos que nunca serán suficientes. El recurso de verdadera fortaleza está en el conocimiento pleno de que el Señor es benigno. El hombre natural en nosotros desconfía de Cristo como la única fuente de fortaleza y de toda bendición. Suponiendo que mi alma esté fuera de comunión, el corazón natural podría decir: «Yo debo corregir la causa de esto antes de que pueda acercarme al Señor»; pero él es benigno, y conociendo esto, debemos volver inmediatamente a Cristo, tal como somos, y luego humillarnos profundamente en su presencia. Es solamente en él, y de él, que podemos encontrar lo que restaurará nuestras almas. Humillarse en su presencia es la única y verdadera humildad. Si en su presencia confesamos ser exactamente lo que somos, encontraremos que él en su benignidad nos mostrará su gracia.
Es Jesús quien da descanso permanente a nuestras almas, y no lo que sean nuestros pensamientos de nosotros mismos. La fe nunca piensa que la base de nuestro descanso consiste en lo que hay en nosotros; ella recibe, ama y apercibe lo que Dios ha revelado, y los pensamientos de Dios a propósito de Jesús, en quien tiene su descanso. Conociendo que Jesús es precioso a nuestras almas, nuestros ojos estando fijos y nuestros corazones ocupados con él, se evitará eficazmente que sean llevados por la vanidad y el pecado que nos rodea; y esto también será nuestra fortaleza contra el pecado y la corrupción en nuestros propios corazones. Cualquier cosa que yo veo en mí que no esté en él, es pecado; pero no es el pensar en mis propios pecados y vileza, y estar ocupado con ellos, que me humillará, sino pensando en el Señor Jesús, y descansando en su excelencia. Es bueno y necesario poner término con nosotros mismos, y ocuparnos de Jesús. Tenemos derecho de olvidarnos a nosotros mismos; tenemos derecho de olvidar nuestros pecados; tenemos derecho de olvidar todo, menos a Jesús.
Es una de las cosas más difíciles para nuestros corazones el sostenerse en el sentido de la gracia, y continuar prácticamente conscientes de que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia (Rom. 6:14); y «es bueno afirmar el corazón por la gracia» (Hebr. 13:9). Sin embargo, no hay cosa más difícil para nosotros comprender la plenitud de la gracia, esa «gracia en la que estáis es la verdadera gracia de Dios», y andar en el poder y conocimiento de ella. Solamente en la presencia de Dios podemos conocerla, y nuestro privilegio es estar allí. Desde el momento que nos retiramos de la presencia de Dios, habrá siempre cierto ejercicio de nuestros propios pensamientos, y nuestros pensamientos nunca pueden alcanzar los pensamientos de Dios respecto a nosotros, a propósito de «la gracia de Dios».
Cualquier cosa en que yo tuviera el más pequeño derecho posible de esperanza, no podría ser la gracia pura y gratuita –no podría ser la «gracia de Dios». Es solamente en la comunión con él que podemos medir todo según su gracia. Es imposible, cuando estamos morando conscientemente en la presencia de Dios, que cualquier cosa, sea lo que sea –incluso el estado de la Iglesia– pueda movernos, porque estamos con Dios, y luego todas las cosas llegan a ser una esfera y escena para las operaciones de su gracia.
El abrigar pensamientos muy sencillos de la gracia, es el castillo de nuestra fortaleza como cristianos; y permanecer conscientes de la gracia, en la presencia de Dios, es el secreto de toda santidad, paz y quietud de espíritu.
La «gracia de Dios» es tan ilimitada, plena y perfecta que, si nos alejamos de la presencia de Dios por un instante, no podremos estar verdaderamente conscientes de ella, no tenemos la fuerza para apercibirla; y si tratáramos de conocerla fuera de su presencia, solamente la cambiaríamos en disolución. Si pensamos en el simple hecho de lo que es su gracia, comprendemos que no tiene límites, no tiene extensión limitada. Fuéramos lo que fuéramos, (y no podremos ser peores de lo que somos), a pesar de todo eso, lo que Dios es por nosotros es amor. Ni nuestro gozo ni nuestra paz depende de lo que nosotros seamos para Dios, sino en lo que Dios es para nosotros (Rom. 8:31), y esto por su gracia.
La gracia supone todo pecado y maldad que hay en nosotros, y es la revelación bendita por Jesús, que todo este pecado y maldad ha sido borrado. Un solo pecado es más horrible a Dios, que mil pecados –incluso todos los pecados del mundo– lo son a nosotros; y no obstante, con el pleno conocimiento de lo que somos, le place a Dios mostrarnos únicamente su amor (1 Juan 4:9-10).
En Romanos capítulo 7 el estado descrito es el de una persona que ha sido vivificada, pero de quien todo el razonamiento se reconcentra en sí misma… Desconoce la gracia, el simple hecho de que cualquiera que fuese su estado o condición, fuese tan malo como fuese: «Dios es Amor» y le ama. En lugar de mirar a Dios, es todo «yo», «yo», «yo». La fe mira a Dios, tal como él se ha revelado asimismo en gracia… Permítame preguntarle: «¿Soy yo –o mi condición– el objeto de la fe?» No, la fe nunca hace de lo que está en mi corazón su objeto, sino la revelación de Dios mismo en su gracia.
La gracia se refiere a lo que Dios es, y no a lo que somos nosotros, con excepción de la grandeza de nuestros pecados que magnifica la amplitud de la «gracia de Dios». Al mismo tiempo debemos recordar que el objeto, y el efecto esencial de la gracia, es conducir a nuestras almas a la comunión con Dios para santificarnos, conduciendo el alma al conocimiento de Dios, y a amarlo; por lo tanto, el conocimiento de la gracia es el verdadero principio de santificación.
El triunfo de la gracia es manifestado en esto, que cuando la enemistad del hombre echó a Jesús fuera de este mundo, el amor de Dios trajo la salvación por ese mismo acto –vino a hacer la expiación por el pecado de aquellos mismos que le rechazaron. A vista del más pleno desarrollo del pecado del hombre, la fe discierne el más pleno desarrollo de la «gracia de Dios». Me he alejado de la gracia cuando tengo la más ligera duda o vacilación acerca del amor de Dios. Entonces estaré diciendo: “Estoy triste porque no soy lo que debiera ser”. Mas esa no es la cuestión. La cuestión exacta es si Dios es lo que deseamos que él sea, si Jesús es lo que podemos desear que sea. Si el conocimiento de lo que somos –de lo que descubramos en nosotros– tiene cualquier otro efecto de, mientras nos humilla, aumentar nuestra adoración de lo que Dios es, entonces estamos fuera del terreno de la gracia pura. ¿Hay angustia y desconfianza en nuestras mentes? Veamos si no es porque todavía estamos diciendo: «Yo», «yo», y perdiendo de vista la gracia de Dios.
Es mejor pensar en lo que Dios es, que en lo que nosotros somos. Esto de mirarnos a nosotros mismos, es realmente en el fondo el orgullo y una falta de conocimiento verdadero de que no somos buenos para nada. Hasta que comprendamos esto, nunca dejaremos de mirarnos a nosotros mismos en lugar de mirar a Dios. Al mirar a Cristo, es nuestro privilegio olvidarnos de nosotros mismos. La humildad verdadera no consiste en pensar mal de nosotros mismos, sino en no pensar nada de nosotros, no vale la pena. Lo que yo necesito es olvidarme de mí mismo y mirar a Dios, quien en verdad es digno de todos mis pensamientos. Pues, siendo yo demasiado malo, no soy digno para pensar en mí mismo. ¿Tengo necesidad de humillarme? Sí, pero pensando en Dios, en su amor y en su gracia, esto producirá una verdadera humillación y arrepentimiento.
Amados, podemos decir: «En mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18). Ya con esto hemos pensado lo suficiente en nosotros mismos; ahora pensemos en él quien pensó en nosotros con pensamientos de bien y no de mal. Pensemos en lo que son sus pensamientos de gracia para nosotros, y pronunciemos las palabras de fe: «Si Dios está por nosotros, ¿quién puede estar contra nosotros?» (Rom. 8:31).