La disciplina


person Autor: John Nelson DARBY 90

flag Temas: La separación del mal y la disciplina La unidad del Cuerpo de Cristo

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


1 - La disciplina y la unidad de la Asamblea

1.1 - Diferentes formas de disciplinas que no hay que confundir

1.1.1 - Una prerrogativa del amor

La disciplina es algo serio, solemne. No deberíamos hablar de ejercerla sin recordar lo que nosotros mismos somos. Si reflexiono que no soy más que un indigno y miserable pecador, salvado únicamente por gracia, y que subsisto delante de Dios solo por la eficacia de la obra de Cristo, será evidente que el ejercicio de la disciplina me parecerá algo horroroso. ¡Quién otro que Dios puede juzgar!… Tal será mi primer pensamiento.

Estando en medio de personas amadas por el Señor, las cuales debo considerar y estimar como más excelentes que yo, si soy consciente de mis propias miserias y de mi nada delante de Dios, el solo pensamiento de ejercer la disciplina me parecerá extremadamente serio, a veces hasta abrumador para mi corazón. Una sola consideración podrá neutralizar este sentimiento de mi incapacidad: la posibilidad de ver la disciplina como una prerrogativa del amor.

El amor, realmente en actividad, no se inquieta por nada, si no del cumplimiento del objeto que tiene en vista. Ved al Señor Jesús. Jamás nada pudo impedir ni detener la acción del amor del cual estaba pleno. Sí, es bien esto lo único que podría aliviar el espíritu del sentimiento tan penoso de una posición completamente falsa: la del ejercicio de la disciplina sin amor.

En el momento que salgo del amor, la disciplina me parece monstruosa; y querer ejercerla de otro modo que por un principio de amor, es algo que me revela un estado espiritual completamente malo.

No basta que la norma de conducta sea según la justicia; aun hace falta que sea puesta en práctica por el amor; –por el amor en actividad, para salvaguardar, aunque cueste, la bendición de la santidad en la Iglesia. No se trata en absoluto de tomar una posición de superioridad en la carne (véase Mat. 23:8-11). No nos conviene de ninguna manera ejercer la disciplina tomando el carácter del dueño. Y, aunque seamos empujados por el amor a mantener el orden, y estimulados por un santo y vigilante celo de velar los unos sobre los otros, debemos siempre recordar que después de todo, si nuestro hermano está en pie o si cae, es para su propio Amo (Rom. 14:4). Con respecto al individuo que es el objeto de disciplina, solo el amor debe ser nuestro móvil en el cumplimiento de este deber, que solo debe ser, en el fondo, un servicio del amor.

Es como amo, que el Señor Jesús ejerció la disciplina cuando tomó un látigo de pequeñas cuerdas para echar del templo a los profanadores (Mat. 21; Juan 2); pero revestía entonces, por anticipación, un carácter que tendrá cuando venga para ejecutar el juicio.

Se confunde comúnmente, entre los cristianos, dos o tres géneros de disciplina, que están llenos de consuelo porque son un testimonio de la unión de los individuos con todo el Cuerpo y con Dios.

En Inglaterra, mucho más que en otro lugar, un gran número de dificultades se une al asunto de la disciplina, a causa de ciertas maneras de actuar que ha tenido por resultado el considerar la disciplina como un acto puramente deliberativo y judicial. Personas se han asociado voluntariamente, lo que ha conducido a establecer reglas consideradas como esenciales para el prestigio del cuerpo formado en virtud de esta asociación voluntaria. Y, como se piensa que cada uno debe garantizarse por si mismo, cada sociedad se da, con este fin, sus reglamentos particulares. Pero, en la Iglesia, este principio está muy alejado de la verdad como el mundo lo es de la Iglesia, o la luz de las tinieblas.

No podemos admitir ningún principio de asociación voluntaria, ni alguna regla de invención humana, imaginada como medio preservador. Lo que conduce a la perdición eterna es la voluntad del hombre. Es un principio completamente malo, a pesar de alguna modificación que, además, se le pueda hacer. En las cosas de Dios, no hay ningún lugar para una acción voluntaria por parte del hombre; hay que actuar por el Espíritu Santo bajo la dependencia de Cristo. Tan pronto como un hombre obedece a su voluntad propia, está al servicio del diablo y no de Cristo. Su acción tiene una multitud de consecuencias lastimosas, y produce un cúmulo de dificultades prácticas que no pueden ser sentidas por los de afuera. Si mantengo la idea de un tipo de proceso judicial que, como en una causa criminal, debe ser perseguido en virtud de ciertas leyes, me encuentro totalmente fuera del terreno de la gracia; he confundido las cosas más opuestas.

1.1.2 - Alcance de Mateo 18:15-17

Aunque a menudo citada con ocasión de la disciplina pública en general, el pasaje de Mateo 18:15-17, directamente no se relaciona a eso, es lo que me parece. En estos versículos, en cuestión, es un daño hecho por un hermano a otro hermano, y no se dice en ninguna manera que la iglesia tuviera que excluir, en este caso, al culpable. Solo se dice: «sea para ti como un gentil y un cobrador de impuestos». Puede suceder enseguida que la iglesia tuviera que considerarle también como tal; pero la disciplina no es contemplada aquí desde este punto de vista. Simplemente hay un: «sea para ti», etc.; es decir, que no tenga más que hacer con él.

Lo repetimos. Este pasaje supone que un hermano ofendió a otro. Es un caso análogo en aquel que, bajo la ley, exigía el sacrificio por el delito que se habla en estos términos: cuando alguna persona pecare y cometiere un crimen contra Jehová, mintiendo a su prójimo en cuanto a la siega, etc. [1]. La soberanía de la gracia está allí para perdonar, hasta setenta veces siete. Pero también está: «razonarás con tu prójimo», y no sufrirás de pecado en él (Lev. 19:17).

[1] Todo hombre que actuaba en contra de los mandamientos de Dios, o que hacía aquello que no debía ser hecho, cometía un pecado; y esto exigía el sacrificio por el pecado. Pero aquí, se trataba de delitos contra los individuos, de daños hechos al prójimo, por abusos de confianza y cosas semejantes; y, para estas culpas, hacía falta un sacrificio por el pecado. Leer los siete primeros versículos del capítulo 7 de Levítico.

¿Si alguien me ofendió, que tengo que hacer? No recurriré ni a la disciplina del Padre, ni a la del Hijo sobre su propia Casa; pero, si actúo en amor hacia el que me perjudicó, iré y le diré: “Hermano mío, pecaste contra mí”, etc. Ante todo, esta advertencia es necesaria porque es según la justicia. Hay que hacerlo, y el medio de hacerlo es sin salirse de la senda de la gracia. Si después de haber hecho este primer paso, mi hermano no quiere escucharme, tomo conmigo a una o dos personas, «Pero si no te escucha, toma contigo uno o dos, para que de boca de dos o tres testigos conste toda palabra». Si este medio aun no sirve, debo entonces informar sobre esto a toda la asamblea; y, si el hermano que me ofendió se niega a escuchar a la asamblea, entonces «sea para ti», etc. Lo que este pasaje nos da, es una norma de conducta individual, y el resultado es una posición individual de un hermano frente a otro hermano. Puede que el asunto llegue hasta el punto que se necesite la disciplina de la iglesia, pero no es siempre ni necesariamente así. Voy a mi hermano, esperando ganarlo trayéndolo al arrepentimiento, para volver a colocarlo en su relación normal de comunión conmigo y con Dios; porque, donde lo que daña el amor fraternal, la comunión con el Padre debe necesariamente haber sufrido. Si mi hermano es ganado, el asunto no va más lejos. Su falta debe ser olvidada. Jamás debo recordarlo. La iglesia no sabrá nada sobre eso, ni nadie tampoco, con la sola excepción de nosotros dos. Si mi gestión fraternal fracasa, actuaré luego con el propósito y con el deseo de levantar a mi hermano, y de restablecerlo en el gozo de la comunión con todos.

1.1.3 - Solicitud paternal – Disciplina como privilegio individual según la gracia

En cuanto a la disciplina del Padre, es mucho más aun que un privilegio individual según la gracia. Dudo mucho que pueda implicar la solicitud de todo un cuerpo de cristianos; es más bien el ejercicio individual de esta solicitud. No veo que la Iglesia deba tomar el lugar del Padre. En un sentido, la idea de superioridad es justa, ya que hay diversidad de gracias, como hay diversidad de dones. Si tengo más santidad, debo ir y enderezar a mi hermano que cayó (Gál. 6:1). Pero allí hay una acción individual en gracia, y no una disciplina de la Iglesia. Es muy importante comprenderlo bien y distinguir cuidadosamente estas cosas, con el fin de que si, por un lado, tal hermano está totalmente dispuesto a someterse a dos o tres testigos, por otra parte, que el poder individual no sea restringido en absoluto, sino que permanezca intacto y en su lugar. El Espíritu Santo debe tener toda su libertad. Podría suponer un caso dónde un individuo deba ir, y reprender a varios, como Timoteo a quien el apóstol escribía: «redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina», etc. (2 Tim. 4:2). – He aquí la disciplina, y sin embargo la iglesia no tiene que ocuparse de eso. Es un acto individual.

Pero, en otras ocasiones, la iglesia puede estar obligada a ejercer la disciplina, como fue en el caso de los corintios (1 Cor. 5). Los corintios no estaban en absoluto dispuestos a ejercer la disciplina, y Pablo insiste en la necesidad de que hay que ejercerla. Pero hay, lo repito, lo que se puede llamar el ejercicio individual del poder del Espíritu sobre las almas de los otros, en el ministerio de gracia y de verdad; lo que no implica de ninguna manera la acción de la iglesia. Es un error grave considerar que la disciplina de la Iglesia sea la única. Sería algo horroroso estar obligado a traer toda especie de mal al conocimiento de todos. Ciertamente tal no es la tendencia, tal no es el efecto del amor; al contrario, el amor «cubrirá multitud de pecados» (Sant. 5:20). Con amor en el corazón, si se ve a un hermano que peca de un pecado que no es en absoluto un pecado de muerte, vamos y oramos por él; y este pecado jamás puede salir a la luz, jamás hacerse un asunto del cual la Iglesia tuviera que ocuparse.

Creo que jamás ha habido un caso de disciplina [2] donde la iglesia sea la vergüenza de todo el Cuerpo. También, escribiendo a los corintios sobre un tema semejante, Pablo les dice: «¿Por qué no sufrís más bien la injusticia? ¿Por qué no permitís más bien ser defraudados?» (1 Cor. 6:7) Todos estaban identificados con el mal que había sido cometido. Lo mismo, cuando una úlcera alcanza a uno de los miembros de un hombre, esto manifiesta el estado enfermizo de todo el cuerpo, de toda su constitución. Una asamblea cualquiera no podrá, ni jamás sabrá ejercer la disciplina, si no se ha identificado primeramente con el pecado del individuo.

[2] Me parece que la palabra de «malvado» da bien la medida de los objetos de disciplina pública. Es algo que contradice públicamente el carácter de Cristo.

Si la Iglesia quiere actuar de otra manera, toma una forma judicial que no podría ser el ministerio de la gracia de Cristo. Cristo todavía no se ha revestido totalmente de su carácter de juez. Tan pronto como la Iglesia viene y dice: «el qué es injusto todavía cometa la injusticia», se ha alejado completamente de la posición que debe guardar. Ha olvidado completamente que su carácter sacerdotal, durante la economía actual, es un carácter de gracia. 

¿Cuál es el carácter de la disciplina paternal? ¿Cómo lo ejerce el padre? El principio de esta disciplina es su cualidad de padre. No está en la misma posición que el niño. Hay aquí algo superior en gracia y en sabiduría; ve a otro equivocarse, extraviarse; va y le dice: “Yo estaba en otro tiempo en vuestra posición, no actuéis de esta u otra manera». Son invitaciones, súplicas. Es un cuadro fiel de los escollos y peligros del camino, pero descritos con amor. En casos de endurecimiento, la reprensión puede encontrar también lugar. El padre puede tener mucha indulgencia debido a su debilidad y por inexperiencia, recordando que él mismo ha pasado por eso. Hágase siempre, en lo posible, siervo del otro, pero que el principio del padre sea mantenido: es un principio de superioridad individual, pero acompañada por la gracia.

Ninguna consideración humana debe impedirme retener este privilegio del amor individual, que puede decir: “hasta amándoles mucho, les ame poco”. El amor sale del Padre, que se traslada sobre mi hermano, y, por amor a él, no me permite dejarlo en el mal. Y no hablo de un caso de ofensa contra mí, sino de un caso de marcha o de conducta, en el cuál falta a su carácter de hijo. Faltamos a este respecto, porque tememos que, la pena y los contratiempos que semejante gestión pueden procurarnos. Si veo a un santo extraviarse, tengo el deber de buscar volverlo a traer por un medio o por otro. Es una oveja de Cristo. Debo desear en mi corazón que marche fielmente. Puede ser que me diga, si le advierto: “Esto no le concierne, usted no tiene que ocuparse de mis asuntos», o alguna palabra semejante; pero debo, si es necesario, ponerme a sus pies para sacarlo fuera de la trampa en la cual se encuentra, aun cuando por esto me tenga que exponer a sus reproches y a su reprobación. Esto requiere un espíritu de gracia, y bastante amor para que se procure tomar sobre su propia alma toda la carga de su hermano.

1.1.4 - La disciplina de Cristo – La disciplina eclesiástica

Otro género de disciplina es la de Cristo en calidad de «Hijo sobre su casa» (Hebr. 3:6). El caso de Judas tiene aquí una gran importancia. Si hay espiritualidad en el Cuerpo, sucederá siempre que el mal no podrá durar allí. Es imposible que la hipocresía o alguna otra iniquidad, permanezca por mucho tiempo allí dónde hay espiritualidad. En el caso de Judas, es la gracia personal de Jesús que supera todo; y, para nosotros, siempre será así en nuestra medida y práctica. Era ante todo contra la gracia que el mal se manifestaba: «Para quien yo moje el bocado y se lo dé». «Tras el bocado» (es la gracia perfecta de Jesús que se mostró en el momento en el que Judas ha sido manifestado, porque era contra Él que Judas pecaba), y «salió al instante» (Juan 13:26-27, 30).

La disciplina de Cristo solo se aplica a lo que se manifiesta, jamás va más allá. Es por eso que vemos a los discípulos que se interrogan el uno al otro sobre lo que significaban las palabras de Jesús. Antes de que el pecado sea cometido, no tocaba la conciencia de la asamblea. La disciplina del Padre se ejerce donde aun nada es manifestado, con respecto a un mal secreto, o que posiblemente será puesto en evidencia solo mucho tiempo después. Si soy un hermano anciano, y veo a un hermano más joven en peligro, debo actuar con él según esta solicitud paternal, e ir a hablarle de su mal; pero esto es otra cosa que la disciplina de la Iglesia.

Tan pronto como ejerzo una disciplina paternal, se sobreentiende que yo mismo estoy en comunión con Dios, respecto al asunto; que sé discernir la causa del mal que existe en un hermano, que no sabe juzgarse a sí mismo, que no tiene la percepción que yo he alcanzado por mi experiencia espiritual, experiencia que me autoriza y que me empuja a actuar según un amor fiel hacia este hermano, aunque posiblemente no pueda explicar esto que hago a ningún ser humano.

La confusión y la mezcla de estas tres cosas: la advertencia individual; la disciplina del Padre en una solicitud paternal; y la disciplina de Cristo «como Hijo sobre su casa», o la disciplina eclesiástica, han conducido a muchos errores.

1.1.5 - La disciplina preventiva – La necesidad de pastores

La disciplina esencialmente debe tener por objeto prevenir la excomunión o la exclusión de una persona. En los nueve décimos de los casos, solo la disciplina individual debería tener curso.

Si se trata del ejercicio de la disciplina «del Hijo sobre su casa», la Iglesia solo debería emprenderlo con un espíritu de identificación con aquel que pecó, confesando el pecado como común a todos, y humillándose de que el mal haya podido llegar a este punto. Esta disciplina no presentaría en absoluto el aspecto de un tribunal de justicia, sino más bien de una deshonra para el Cuerpo. La espiritualidad purificaría la Iglesia de la hipocresía, de la mancha [3], de toda cosa inconveniente, sin tomar nunca los pasos de un tribunal. Nada debería sernos más odioso que el pensamiento, que, en la Casa de Dios, un mal igual haya podido presentarse. Supongamos que, en una de nuestras casas, sucediera algún hecho ignominioso y deshonroso: ¿toda la casa no sería comprometida? ¿Alguno de los que componen la familia podría estar indiferente a este oprobio, y decir que esto no le concierne? Podría suceder que algún hijo pervertido deba ser echado fuera por el amor de los otros. Todos los esfuerzos para conducirlo hacia el bien han sido infructuosos. Es incorregible. Corrompe a la familia. No queda pues ningún otro partido que tomar que un partido extremo. Nos encontramos en la necesidad de decirle: “no puedo guardarte aquí. No debo soportar que ejerzas sobre los otros una funesta influencia por tus costumbres y por tus vicios” ¡Oh! ¿No sería esto un tema de lágrimas, de duelo y de quebranto, de dolor y de vergüenza para toda la familia? Los otros hijos no les gustaría hablar de este tema. Sus amigos se abstendrían también por consideración, por sus penas. Hasta no sería mencionado el nombre del culpable.

[3] Compárese Deuteronomio 17:7, 12-13, pasajes a los cuales el apóstol se refiere: 1 Corintios 5:12-13; compárese 2 Corintios 7:11. Eran ellos mismos, y era la gloria de Dios, que estaban en tela de juicio.

Tal es el cuadro que debe tener lugar en la casa del Hijo. Debemos experimentar allí una gran repugnancia al pensar en rechazar a un miembro. ¡Qué vergüenza común, qué angustia, qué tristeza, este pensamiento debería producir! Nada es menos según Dios que un proceso judicial en la Iglesia.

Es verdad que la Iglesia está sumergida en un estado de debilidad y de corrupción; pero esto no debilita en absoluto lo que acabamos de decir. Al contrario, cuanto más mal hay en la Iglesia, más grande es la responsabilidad de los que tienen algún don pastoral; más afecto deben tener por los santos, y cuidarles con solicitud.

Nada es más importante para mí, en mis oraciones, pedirle a Dios que dé pastores a las asambleas de sus hijos. Por pastor, entiendo a un hombre que puede llevar en su propio corazón todos los dolores, todas las inquietudes, todas las miserias y todos los pecados de su hermano, presentarlos a Dios, y traer de cerca de Dios todo lo que proporcione la recuperación y la liberación de esta alma, sin que sea necesario requerir la intervención de algún otro hermano.

Hay aún una cosa que observar. El resultado del ejercicio de la disciplina puede ser la separación. Pero cuando se llega a tal acto colectivo de juicio, la disciplina cesa totalmente en el momento en que el que pecó es separado. «¿No juzgáis vosotros a los de dentro? Pero a los de afuera los juzgará Dios» (1 Cor. 5:12).

Por otro lado, ni siquiera tengo que cuestionar si puedo sentarme con tal o cual persona que está dentro. Es una cosa verdaderamente extraordinaria que un hermano se prive de la comunión, a causa de la presencia de tal o cual hermano del que no tiene buena opinión, o con el que, como se dice, no está cómodo. ¡Sí, esto es excomulgarse sí mismo por otro! «Nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo; porque todos participamos de un solo pan» (1 Cor. 10:17). Mantenerme alejado de la Cena, es como decir que no soy un cristiano porque otro ha caminado mal. Así no es como se debe actuar. Puede que tenga que hacer algo al respecto; pero yo mismo no debo tener la locura de excomulgarme, por temor de que un pecador se deslice en una asamblea de hijos de Dios. Si no se considera así el caso, es la presunción de tomar sobre sí la disciplina de toda la Casa, y juzgar no al individuo, sino a toda la Asamblea.

1.1.6 - El objeto de la disciplina es la restauración

Hasta su último acto, toda disciplina debe tener por objeto restaurar. El acto de separar o excomulgar no es, hablando con propiedad, la disciplina, sino una manera de decir que la disciplina es ineficaz y que ha tenido un fin. Excluir, es decir: la Iglesia no puede hacer nada más por aquel.

En cuanto al asunto de unanimidad en los casos de disciplina eclesiástica, acordémonos que se trata del Hijo ejerciendo su disciplina sobre Su casa. En el caso de los corintios, era la acción directa de Pablo sobre el Cuerpo, en el poder apostólico –y no la acción de la Iglesia.

¡Podemos concebir algo más horroroso que reclamar el derecho a ejercer la disciplina! Es transformar a la familia de Dios en un tribunal de justicia. Supongamos que un padre está a punto de echar a la calle a un mal hijo, y que los otros hijos digan: “Tenemos el derecho de ayudar a nuestro padre a echar a nuestro hermano de la casa”; ¿no sería algo horrible? El apóstol se vio obligado a forzar a los corintios a que ejercieran la disciplina, cuando no estaban dispuestos a hacerlo. Pero les dice: «Hay fornicación entre vosotros… ¿no debierais más bien estar tristes, para que fuera quitado de entre vosotros el que ha hecho tal cosa?» (1 Cor. 5:1, 3). Los obliga primero a reconocer que el pecado en cuestión es el suyo, tanto como el de este hombre; luego acaba diciéndoles: «Quitad al malvado de entre vosotros» (v. 13). La Iglesia no está en estado de ejercer convenientemente la disciplina, hasta que ella no reconozca que el pecado del individuo ha llegado a ser el pecado de la Iglesia.

He aquí lo que hay para aquellos que puedan creerse afectados: «A los que continúan pecando, repréndelos delante de todos, para que los demás también tengan temor» (1 Tim. 5:20). «Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad a esa persona con espíritu de mansedumbre» (Gál. 6:1) etc. Pero, si el mal es de un carácter tal, que necesita la excomunión, la Iglesia debe efectuarlo, no como usando de un derecho, sino como siendo forzada a actuar así. Los santos deben mostrar que son puros en este asunto. Este acto fuerza a aquellos que tienen la humillante necesidad de cumplirlo, a reconocer su estado miserable, a confesarlo y tener vergüenza de sí mismos. Se alejan del hombre (o mujer) culpable e impenitente, el cual es dejado solo en la ignominia de su falta (véase 2 Cor. 2 y 7).

Tal es la manera en la que el apóstol obligaba los corintios a ejercer la disciplina. La conciencia de toda la iglesia ha sido forzada a la purificación en un asunto del cual era culpable como Cuerpo. ¿Y qué pena no tuvo para llega a este resultado? He allí, lo pienso, lo que muestran estas palabras del apóstol: «Y al que vosotros algo perdonáis, yo también; porque lo que yo también he perdonado, si algo he perdonado, ha sido por vosotros en presencia de Cristo, para que Satanás no se aproveche de nosotros; porque no ignoramos sus intenciones» (2 Cor. 2:10-11). El hecho, lo que el diablo buscaba hacer, era esto: el apóstol había insistido en la excomunión (1 Cor. 5:3-5), y a la iglesia le repugnaba hacerlo. El apóstol los obliga; entonces lo hacen de manera judicial, no inquietándose en restaurar el culpable (2 Cor. 2:6-7): «más bien debéis perdonarle».

La intención de Satanás era introducir el mal en medio de los hermanos, y hacerlos indiferentes; luego de empujarlos a erigirse en tribunal para combatirlo; con el fin de producir así una ocasión y un tema de desacuerdo entre Pablo y la asamblea de los santos de Corinto. El apóstol se identifica con todo el Cuerpo, primero obligándolos a purificarse; luego quiere que aquel que ha sido censurado sea restaurado por todos, de manera que hubiera una unidad perfecta entre él y ellos; los asocia con él en todo esto; y así, los tiene con él, ya sea para la censura, o para la reinserción. Si la conciencia del Cuerpo no es conducida a sentir lo que hace purificándose sí mismo por el acto de la excomunión, no sé para qué ella es buena. Hace de los hermanos hipócritas.

La casa debe ser conservada pura. Los cuidados del Padre hacia su familia, y los cuidados del Hijo «sobre su casa» son dos cosas diferentes. El Hijo confía a los discípulos a la guardia del Padre santo (Juan 17). No es lo mismo que tener la casa en orden. En Juan 15, dice: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no lleva fruto, lo quita; pero todo aquel que lleva fruto, lo poda para que lleve más fruto» (v. 1-2). Estos son los cuidados del Padre. Él limpia las ramas, para que den mucho más fruto. Pero, en el caso del Hijo actuando sobre su Casa, no se trata de individuos; es la Casa que debe ser guardada pura. «Si nos examináramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados» (11:31), etc.

Hay pues estos tres tipos de disciplina:

1. La que es puramente fraternal: voy como una persona que ha sido ofendida; pero es necesario que actúe con gracia.

2. La que es paternal. Debe ser ejercida con ternura y misericordia. Debemos actuar como lo haría un buen padre hacia un niño que se extravía.

3. La del «Hijo sobre su propia casa», por la cual tenemos que actuar bajo la responsabilidad de conservar la pureza en la Casa, de tal modo que los que están en la Casa tengan la conciencia en armonía con la naturaleza de esta Casa. En esta disciplina, no es solamente el individuo quien debe actuar; es la Casa, la asamblea, la conciencia de la asamblea.

El efecto puede ser la restauración del individuo; pero, aunque esto sea una gracia preciosa, no es sin embargo el motivo esencial de la disciplina. Cuando se ha llegado a esto, hay algo más que la restauración de un individuo, está la responsabilidad de guardar la Casa exenta de toda mancha. La conciencia de todos es afectada, y esto puede dar lugar a veces a mucho dolor.

1.1.7 - Carácter sacerdotal del ejercicio de la disciplina

En cuanto a la naturaleza de todo esto, pienso que es en un espíritu sacerdotal que la disciplina debe ser ejercida. Los sacerdotes comían en el lugar santo la ofrenda por el pecado (literalmente: el pecado; Lev. 10). No pienso que un individuo cualquiera, o un cuerpo de cristianos cualquiera, pueda ejercer la disciplina a menos que se tenga la conciencia pura, y de haber sentido delante de Dios todo el poder del mal y del pecado, como si él mismo lo hubiera cometido. Entonces actúa como si él mismo experimenta la necesidad de purificarse. Está claro que todo esto solo tiene lugar para los casos de pecados efectivos.

¿Cuál es el carácter de la posición ahora ocupada por Jesús? Es el del servicio de sacerdote, y estamos asociados con Él. Si hubiera en la Iglesia más de esta intercesión sacerdotal, simbolizada por la acción de comer en el lugar santo la ofrenda por el pecado, no tendríamos la idea de una Iglesia erigida como tribunal judicial.

¡Qué angustia y qué amargura, qué ansiedad y qué fuertes dolores no provoca a todos los miembros de una familia un acto vergonzoso cometido por uno de los hijos! Y Cristo ¿no se alimenta de la ofrenda por el pecado? ¿No siente la aflicción? ¿No se carga con eso? Es la Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia; por consiguiente, ¿no está herido y afligido en uno de sus miembros? ¡Oh sí! Lo es.

Si estoy en la necesidad de enviarle a algún hermano que ha caído una amonestación individual, debo recordar que no seré capaz de hacerlo de una manera bendita, sin que mi alma se haya preparado por un servicio sacerdotal sobre el asunto, como si yo mismo hubiese estado en este pecado. ¿Que hace Cristo? Lleva el pecado en su corazón, e intercede delante de Dios para que su gracia venga y lo remedie. Lo mismo, el hijo de Dios también lleva el pecado de su hermano en su propio corazón en la presencia de Dios. Intercede con Dios el Padre, con el fin de que la herida hecha al Cuerpo de Cristo, del cual es miembro, sea reparada.

Tal es, no lo dudo, el espíritu en el cual la disciplina debe ser ejercida. Pero es en esto mismo que faltamos. No tenemos suficiente gracia para comer la ofrenda por el pecado.

1.1.8 - Actuar según el pensamiento de Dios, incluso en un tiempo de ruina

Cuando es la asamblea como cuerpo que es llamada a actuar, aun hay algo más. Haría falta que la asamblea misma se humillara, hasta que ella misma fuera purificada. Tal es, a mi juicio, la fuerza de estas palabras del apóstol: «No debierais más bien estar tristes», etc.

No había bastante espiritualidad en Corinto para cargarse del pecado, y es como si el apóstol les dijera: “Deberíais estar afligidos; deberíais haber tenido el corazón y el espíritu quebrantados y humillados de que tal cosa no estaba quitada; deberíais haber tenido el deseo de la pureza de la casa de Cristo”. [4]

[4] Un principio muy importante en la práctica se presenta aquí. Si espiritualmente el estado general del Cuerpo (Asamblea) no es superior al estado individual en el cual el pecado ha sido cometido, el Cuerpo no está en condiciones de ejercer la disciplina con respecto a aquel pecado. Debería, pero no lo puede, porque no tendrá, en nombre de Cristo, acceso a la conciencia del que lo ha cometido. Cristo no estará en esa acción. Si mi cuerpo está en mal estado, una enfermedad local no se curará sin un mejoramiento general de mi salud. En este caso, el estado moral del cuerpo se manifiesta en el individuo, y el cuerpo no puede curarlo. Hace falta en consecuencia, que todo el cuerpo se analice sí mismo, y confiese el pecado como suyo, no de manera sacerdotal solamente, sino como siendo realmente culpable; y que, por su propia humillación, se libere de este pecado como del suyo propio, poniendo a un lado, no obstante, al pecador hasta que se arrepienta; porque no se debe guardar el pecado.

Separar lo puro de lo impuro es otro atributo del servicio sacerdotal. Los sacerdotes no debían beber vino ni sidra, con el fin de conservarse en un estado espiritual en armonía con los oficios del santuario, siendo así capaces tan de distinguir entre lo puro y lo manchado. Esta necesidad existe también para nosotros. Cuando tenemos que ver con el mal, debe haber allí comunión de pensamientos y comunicación entre nosotros y Dios. Nuestro objeto debe ser el objeto de Dios. Su casa es el lugar, la escena donde se manifiesta el orden de Dios. Se le dice a la mujer que debe tener señal de autoridad sobre su cabeza (una cubierta) «por causa de los ángeles» (1 Cor. 11:10), y esto es porque el orden de Dios debe ser manifestado en la Iglesia. Nada que ofendiera a los ángeles debería ser tolerado en la Casa de Dios. Todo está en una completa ruina. La gloria de la Casa será plenamente manifestada cuando Jesús venga en su gloria, solo entonces lo será. Pero debemos, por lo menos, desear que haya, en lo posible, por la energía del Espíritu Santo, una correspondencia entre su carácter actual y su condición futura.

Cuando Israel volvió de la cautividad, después de que Lo-Ammi hubiera sido pronunciado sobre ellos, que la gloria se hubiese alejado de la casa y que la manifestación pública de la presencia de Dios en medio de ellos se hubiese ido, Nehemías y Esdras procuraban actuar según los pensamientos de Dios. Nuestra posición actual es la misma que la suya. Y tenemos, nosotros, algo que no tenían. Fuimos siempre un remanente. Hemos comenzado al final. –Y he aquí lo que hay para nosotros: «Porque donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). De manera que, aunque todo el sistema esté reducido a la nada, podría retenerme a ciertos principios invariables y benditos, de donde todo es derivado.

Es en la reunión de los «dos o tres» que Cristo unió no solamente su nombre, sino también su disciplina, el poder de atar y de desatar. Todo proviene de allí. ¡Qué consuelo incomparable! El gran principio de la unidad sigue siendo cierto, incluso en medio de la caída.

Si abrimos el capítulo 20 del Evangelio según Juan, vemos que, cuando Jesús envió a sus discípulos, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo, a los que perdonéis los pecados, les son perdonados; y a los que se los retengáis, les son retenidos» (v. 22-23). No es de ningún modo aquí cuestión del sistema de la Iglesia como Cuerpo, sino del poder del Espíritu Santo produciendo un discernimiento espiritual en los discípulos, como siendo enviados por Cristo y actuando en nombre de Cristo. La disciplina debe ser el fruto de la energía del Espíritu Santo. La que no resulta del poder del Espíritu Santo no es nada.

En principio, lo que era necesario sobre este tema ha sido dicho. Que seamos, de hecho, un pequeño remanente, no cambia nada en el fondo. Ante todo, la disciplina debe ser considerada como siendo, no un proceso judicial, no un asunto de pecadores juzgando a pecadores, sino, en la Casa de Dios, un ministerio cumplido por la actividad del Espíritu Santo. La unanimidad, a este respecto, es una unanimidad [5] de conciencias despertadas sobre la necesidad de conservar la pureza en la Casa.

[5] En cuanto a la unanimidad, es evidente que se debe buscarla: pero la regla del apóstol es vengarse de la desobediencia, cuando la obediencia fuera cumplida; es decir que, por la operación de su gracia, el Espíritu Santo habiendo separado a los que se sometían a sus enseñanzas, aquellos que no lo hicieran serían ellos mismos el objeto de la disciplina que él ejercía. Es evidente que, si alguien apoya un pecado escandaloso, esto no debe impedir el ejercicio de la disciplina; sino que esto puede dar lugar para que aquel que actúe así también llegue a ser objeto de esta. Podría suceder que reclamaciones serias de un hermano fiel detengan la disciplina, y dieran lugar a una búsqueda más profunda de la voluntad de Dios.

Es algo horroroso oír a pecadores hablar de juzgar a otro pecador; pero es una cosa bendita verlos ejercitados en sus conciencias con respecto al pecado que se introdujo en medio de ellos.

Luego, tengo aun que observar, que la disciplina solo debe ser ejercida en un espíritu de gracia. A menos que actúe en gracia, no debo atreverme a actuar más, como no desearía atraer sobre mi mismo un juicio. «No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con la que medís, seréis medidos» (Mat. 7:1-2). Si vamos para ejercer un juicio hacia otro, es un juicio que encontraremos para nosotros mismos.

1.1.9 - Problema de la ausencia de pastores

En cuanto a la dificultad que hay donde se encuentran los santos, que se reúnen sin tener entre ellos dones de pastor, mi oración es que Dios produzca en medio de ellos pastores. Pero creo que, por todas partes donde los hermanos se reúnen y caminan juntos según los principios de una verdadera fraternidad, pueden ser tan felices como otros colocados en circunstancias diferentes, con tal que guarden sinceramente su posición, y no se pongan en el espíritu de querer hacer iglesias.

Sin duda, si amo a las ovejas del Señor, desearé su prosperidad; y, por consiguiente, oraré al Señor para que les dé pastores. Después de la comunión individual con el Señor, no encuentro nada más dulce, de más bendición que los cuidados de un pastor apacentando las ovejas del Señor, el rebaño del Señor; pero es el rebaño del Señor el que apacienta y no el suyo propio. No veo en ninguna parte en la Palabra que sea cuestión de un pastor y de su rebaño, si no es hablando de Jesús. Esto cambiaría totalmente el aspecto de las cosas.

 

Cuando un cristiano siente que el rebaño sobre el cual es llamado a velar es el rebaño del Señor, ¡qué pensamientos de responsabilidad, qué solicitud, qué celo, qué vigilancia este sentimiento debe producir!

No veo algo más dulce que esto: «¿Me amas? –Apacienta mis ovejas– Apacienta mis corderos». No, no veo algo más precioso sobre la tierra que los cuidados de un pastor fiel, de un hombre que con amor se dispone a llevar la carga entera de las penas y de las inquietudes, de las pruebas y de las tentaciones de algún alma, y que sabe presentar a Dios todas las cosas, y hablar con Él. Creo que tal ministerio produce las relaciones más felices y más benditas que puedan existir en este mundo. Pero por esto no vayamos a imaginar que el «Pastor supremo» (1 Pe. 5:4) no pueda él mismo ocuparse de sus ovejas, porque le falten pastores que lo hagan. ¡Oh! Si los hermanos que se reúnen se atan firmemente al Señor, si no pretenden ser lo que no son, podrán caminar sin peligro, aun cuando entre ellos no haya pastores, porque no dejarán, en esta posición, de tener los cuidados del Sumo Pastor. Abstengámonos de imputar a Dios de nuestra pobreza, como si no pudiera ocuparse de nosotros. En el momento en que el poder del Espíritu es puesto a un lado, el poder de la carne es introducida.

1.2 - Necesidad de la disciplina

1.2.1 - Suciedad y unidad

Es bueno señalar que hay dos principios que parecen estar en actuación hoy. Vivimos en un tiempo en el que todo está puesto en tela de juicio y donde se difunden principios de toda clase. Si se presenta alguno que cuya naturaleza sea arruinar la posición misma de los santos, como testimonio consciente e inteligente en medio de la cristiandad, no es inútil atraer sobre ellos la atención. Estos dos principios, son:

  • Primero, se niega que una asamblea cristiana esté obligada a mantener la pureza para ser reconocida como tal, o más bien, se niega que se contamine si admite el mal en su seno. Y,
  • Segundo, se niega la unidad del Cuerpo en lo que concierne a la Iglesia sobre la tierra.

Habiendo oído afirmar tan a menudo, sea a propósito de la moral o de la doctrina, que una asamblea de cristianos no puede en absoluto ser contaminada por el mal que ella contiene, y que se debe dejar al Señor el cuidado de poner la mano sobre el mal y quitarlo, debo concluir que este principio generalmente es admitido. Lo que hasta ahora había sido alegado solo en forma de argumentos individuales respecto al segundo principio más arriba mencionado, se encuentra ahora defendido en un tratado que espontáneamente me ha sido enviado (para mi edificación, supongo), y que voy a examinar. Ignoro quién es el autor, y discutiré rápidamente esos principios, porque es un tema digno de atención.

También me llegó un tratado sobre el primer punto; creo que conozco al autor, pero aquí me limito a discutir sus principios. He aquí ambos asuntos:

  1. ¿Puede un cuerpo de cristianos ser contaminado por la tolerancia de males morales o por medio de doctrina?
  2. ¿Existe una unidad de la Iglesia de Dios sobre la tierra?

1.2.2 - Aceptar la comunión con el mal

Se ha sostenido públicamente que, si la fornicación era tolerada en un cuerpo de cristianos, no sería un motivo para separarse de ellos. Otros ya han respondido. Por cierto, la mejor respuesta era producir esta afirmación en plena luz. Decir que los cristianos deben separarse del mundo, que deben desprenderse del gran cuerpo de la iglesia profesa a causa de la corrupción eclesiástica; afirmar luego que la comunidad a la cual pertenecemos no está contaminada por una inmoralidad efectiva, y que los santos, a pesar de ello, están obligados a reconocer tal congregación; es una propuesta muy monstruosa, preferentemente otorgada a las ideas eclesiásticas sobre la inalterable moralidad de Dios en el Evangelio, que es sorprendente que los cristianos puedan caer en tal estado de obscuridad moral. Es un solemne testimonio de los estragos producidos por falsos principios. Naturalmente no tenemos nada que hacer con estas personas o su congregación, salvo lo que pide la caridad de Cristo. Nos ocupamos de los principios: veamos adonde estos conducirían.

No será permitido, a los que forman parte de una reunión cristiana de este tipo, separarse de ella. Se verán obligados a aceptar la compañía del pecado, obligados a aceptar la desobediencia a esa regla del apóstol: «Quitad al malvado de entre vosotros». Tendrán que permanecer en constante comunión con el mal, y afirmar constantemente, en el acto más solemne del cristianismo, la comunión entre la luz y las tinieblas. Pero eso no es todo. En este tipo de reuniones, la congregación de un lugar recibe, como lo hacían las iglesias de las que habla la Escritura, a quienes están en comunión en otra y, cuando se actúa regularmente, sobre la base de cartas de recomendación. Supongamos que el fornicador, o uno de los que han mantenido su derecho a permanecer en la asamblea (otra forma de tolerar el mal), es recomendado, o viene de la asamblea en cuestión, como estando en comunión. Si se le recibe deliberadamente en su asamblea local, naturalmente se le debe conceder, en lo que de ella depende, el mismo derecho fuera. Esta persona es recibida en otro lugar, y así la maldad deliberada de la mayoría de la reunión de la que es miembro, o de toda la reunión, si se quiere, obliga a toda asamblea cristiana –si la Iglesia de Dios estuviera en orden, diríamos cada asamblea de Dios en el mundo– a poner su sello a la comunión con el pecado y el mal, a declarar que el pecado puede ser admitido libremente a la mesa del Señor, y que Cristo y Belial van bien juntos. En el caso contrario, lo único que queda por hacer es romper con esta reunión o iglesia, es decir, negarle absolutamente el carácter de iglesia. Ahora bien, si las asambleas deben actuar así, también los individuos de la reunión contaminada, que tienen algo de conciencia, deben hacerlo.

1.2.3 - La asamblea local representa al Cuerpo de Cristo

El “Establecimiento nacional” (anglicano) incomparablemente vale más que esto. No pretende tener la disciplina; cada uno es piadoso por su propia cuenta; mientras que aquí, se sanciona en principio el pecado y la comunión con el pecado a la Mesa del Señor. Se acepta perfectamente que no puede ser tolerado, pero se declara que si, por otra parte, es tolerado con una intención deliberada, cada uno debe someterse: la congregación no es contaminada, y pecadores desobedientes tienen el derecho de forzar a toda la Iglesia de Dios a aceptar el pecado, si no en principio, por lo menos en la práctica, y renegar así sus principios. Es la Iglesia de Dios afirmando como tal, en virtud de su privilegio y de su título especial, los derechos del pecado contra Cristo. Como principios, yo no sabría concebir algo peor. Y no son simplemente las costumbres de una clase particular de cristianos, que llevan a esto. El orden escritural de la Iglesia de Dios, tal como nos es mostrado en las Escrituras, implica la sanción del pecado si esta teoría es verdadera.

Nadie puede negar que los santos pasaban de una asamblea a otra y que, si se pertenecía a una, eran recibidos en las otras. No era en absoluto una organización de iglesias, tales como el Presbiterianismo o el Episcopalismo (los nombro aquí solo para darme a entender), pero era un total reconocimiento de las iglesias como expresiones de la unidad del Cuerpo de Cristo. Vemos a los santos saliendo de una asamblea, ser recibidos como tales en otra, y esto en virtud de las cartas de recomendación. Cada asamblea era reconocida como representando, en su localidad, el Cuerpo de Cristo, los que formaban parte debían ser recibidos como miembros de este Cuerpo por las otras asambleas. Cada asamblea local era responsable de mantener en su seno el orden y la piedad que convienen a la Asamblea de Dios, y se debía contar con ella para esto. Esto no es discutir la competencia de la asamblea local, sino reconocerla, que al recibir a una persona porque forma parte de ella. Si no la recibo, niego de esta manera que esta asamblea sea un testigo conveniente de la unidad del Cuerpo de Cristo.

Así pues, es precisamente el lugar que el Espíritu de Dios da a la asamblea local en Corinto: en vez de negar la unidad en un solo Cuerpo de todos los santos que están sobre la tierra, reconoce a la asamblea local como representando el Cuerpo, en su medida. «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno en particular» (1 Cor. 12:27). Si pues reconozco que la asamblea local en Corinto, o de otro lugar, ocupa esta posición, debo recibir, como miembro del Cuerpo de Cristo, a cualquiera que le pertenece, y no supondré que pueda ser miembro de otra cosa, lo que la Escritura no admite tampoco. También, cuando el apóstol dice «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno en particular», y todos nosotros somos «un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan», estoy obligado a reconocer a la asamblea como representando el Cuerpo, y los que participan en este solo pan como miembros del Cuerpo. Si no lo hago, caigo en un principio de una asociación voluntaria, que se da a si misma sus reglas y hace lo que ella desea.

¿Debo entonces mantener como representando la unidad del Cuerpo, y actuando por el Espíritu con la autoridad del Señor, a una asamblea que autoriza el pecado y declara que no está contaminada en absoluto? Por otra parte, suponed que una asamblea, la de Corinto, por ejemplo, hubiera rechazado al malvado, y que otra asamblea lo reciba, esta última niega por esto mismo, que la primera hubiera actuado en el carácter de una asamblea de Dios, representando al Cuerpo de Cristo; niega la acción del Espíritu Santo en la asamblea, o que lo que ha sido atado en la tierra ha sido atado en el cielo.

Es un sofisma puro suponer que, porque no reconocemos el sistema de iglesias organizadas en un cuerpo, tampoco reconocemos la responsabilidad de cada asamblea con respecto al Señor, o su capacidad para actuar por el Espíritu Santo en los asuntos de la Iglesia de Dios. Si una persona rechazada en Corinto, era recibida en Éfeso, o bien la asamblea de Éfeso negaba la acción del Espíritu Santo en Corinto, o rechazaba la acción negaba con esto la autoridad del Espíritu Santo y de Cristo; es decir que las asambleas eran reconocidas porque cada una de ellas, en su localidad, actuaba bajo la dependencia del Señor y por el Espíritu Santo. Sin duda podían fallar; Corinto hubiera fallado sin la intervención del Espíritu por medio del apóstol; pero hablo del principio escriturario, y de lo que tenemos que esperar en una asamblea. La asamblea es reconocida porque actúa por el Espíritu Santo bajo la autoridad del Señor.

1.2.4 - Autoridad de la asamblea (dos o tres reunidos al Nombre del Señor)

Estando este punto aclarado (y la Primera Epístola a los Corintios me parece no dejar sombra de duda sobre esto), paso a otro –la responsabilidad que resulta para los cristianos que componen la asamblea. Deben actuar para Cristo por el Espíritu. Santo «Quitad al malvado de entre vosotros». Es a la asamblea que Pablo encarga esto. Igualmente, en los casos de perjuicio hecho a alguien, es ante la asamblea que el asunto es finalmente llevado, y es respecto a ella que se habla de “dentro» y de “afuera». En otros términos, encuentro que el Cuerpo es responsable como competente. El Señor que conocía toda la historia futura de su Iglesia, cuando hablaba del ejercicio de la disciplina y de la acogida favorable de las oraciones, extendió esto en su gracia a una reunión de dos o tres reunidos en su nombre, cuando hablaba del ejercicio de la disciplina y de la acogida favorable de las oraciones. Cuando dos o tres están reunidos a su nombre, está allí en medio de ellos. Así, suponiendo plenamente que todos los santos de una localidad son quienes constituyen la asamblea de esta localidad; si no quieren unirse, la responsabilidad se encuentra, lo mismo que la presencia del Señor, con los que lo hacen. Sus actos tienen Su autoridad, si realmente son hechos en Su nombre: es decir que otra asamblea debe reconocer a esta asamblea y sus actos, o negar su conexión con el Señor. No quiero decir que, si la asamblea se equivocó en algún caso particular, no se le pueda hacer amonestaciones, comprometerla en volver sobre su decisión; pero, en el curso regular de las cosas, una asamblea reconoce la acción de la otra, conforme a la promesa de la presencia del Señor, porque reconoce en la otra la acción del Señor, la acción de su propio Señor en ella, y es la asamblea del Señor. No es en absoluto una iglesia voluntaria, es una asamblea de Dios según la Escritura. Si la asamblea no se reúne sobre esta base, y no reconoce la unidad del Cuerpo, el poder y la presencia del Espíritu Santo y la presencia de Jesús, como reunida a Su nombre, yo no reconozco a esta asamblea, aunque pueda reconocer a los santos que la componen. en el caso opuesto, debo reconocerla.

1.2.5 - La asamblea está obligada a no tolerar el mal

Pero vemos, además, que la asamblea en Corinto no quitaba al malvado, y que el apóstol estaba decidido a poner orden. Incluso, mientras permaneciera en este estado, no habría ido allí sino para actuar con severidad y rigor. Lo que dice en la segunda epístola muestra que los consideraba involucrados en el mal por el hecho de que lo toleraban. «En todo habéis mostrado vuestra inocencia en este asunto» (2 Cor. 7:11). Los acusaba de tener pecado, levadura –no solo un pecador, sino pecado entre ellos. Ignorantes como eran de la disciplina, no se habían afligido para que Dios quitara de entre ellos al que había hecho este acto; y les ordena que quiten la vieja levadura (no simplemente que rechacen a la persona, que era de hecho la dirección práctica que les estaba dando), para que pudieran ser una masa nueva, ya que estaban sin levadura. Por su aquiescencia al pecado, estaban implicados en él. Eran considerados como estando en Cristo, y su verdadera posición como sin levadura; pero tenían que quitar la vieja levadura para poder ser masa nueva, para que su condición actual estuviera en armonía con su posición. Por lo demás, no eran, la asamblea no era, una masa nueva.

Por eso, en la segunda epístola, después de que la primera hubiera surtido efecto, el apóstol declara que habían demostrado que eran puros en este asunto; pero si toleraban el mal, no eran puros. La asamblea no era una masa nueva, y sus miembros no eran puros, si aceptaban en su seno el principio de tolerar el mal. Utilizar el título de nuestra posición como una aprobación de la tolerancia del pecado en la asamblea, diciendo que no se puede contaminar, es una de las doctrinas más dañinas y perniciosas. Pretender que los que forman parte de la asamblea, no siendo personalmente culpables del pecado cometido son puros, aunque participen en él tolerándolo, es un principio radicalmente malo y formalmente contrario a la Escritura.

Hay más. Una asamblea que ha admitido tal principio ha perdido su derecho a ser reconocida en el carácter que he mencionado anteriormente. Un punto que hemos reconocido es que cualquier asamblea particular, verdaderamente reunida en el nombre del Señor, representa el Cuerpo de Cristo, y que debemos esperar la presencia de Cristo en medio de ella. Pero no puedo reconocer como representando al Cuerpo de Cristo, o reunida al nombre de Cristo, a una asamblea que admite el pecado o lo tolera, que sostiene que el pecado no la mancha. Esto es hacer a Cristo partícipe del pecado –es hacerlo un «ministro del pecado» (Gál. 2:17). ¡Dios no lo quiera! El Cuerpo de Cristo (y declaramos por nuestra participación en «un solo pan» que somos un solo Cuerpo), es un Cuerpo santo: no puedo decir que soy un cuerpo con los pecadores. Que un pecador o un hipócrita se haya colado en la asamblea, todos lo admitimos; pero yo no tolero al pecador. Pero si un cuerpo admite a pecadores, o tolera su presencia, deja de tener completamente el carácter de Cuerpo de Cristo, de lo contrario el Cuerpo de Cristo es compatible con el pecado conocido; es decir, que el Espíritu Santo y Cristo estando presentes admiten y toleran el pecado.

Esta doctrina, de que la asamblea no está contaminada por la presencia de un pecado conocido en su seno, es una negación positiva de la presencia del Espíritu Santo que forma a los creyentes en un solo Cuerpo, y de la autoridad de un Señor presente. ¿Acepta el Señor el pecado en los miembros del Cuerpo? Si no lo acepta, quienes lo hacen están actuando como una asamblea voluntaria, según sus propias reglas, y no admiten el poder del Espíritu Santo que anima la asamblea, pues sería una blasfemia decir que Él admite el pecado en quienes le pertenecen. Una asamblea que sostiene esta doctrina, no es en absoluto una asamblea de Dios. Puede haber negligencia –debe ser corregida; pero quien, en principio, reconoce la existencia del pecado en la asamblea, y niega que esté contaminada, niega su unidad y la presencia del Señor. En otras palabras, no es una asamblea reunida en el nombre del Señor. Lo que considero esencial en este asunto es la presencia del Señor según su promesa, y la acción del Espíritu de Dios. Si esto es así, si reconozco al Señor, debo reconocer la asamblea y sus acciones: si acepta un principio contrario a la presencia del Señor y a la acción del Espíritu Santo, no puedo reconocerla como suya.

1.2.6 - Unidad del Cuerpo de Cristo en la tierra

La otra cuestión que mencioné al principio, es si existe una unidad del Cuerpo de Cristo en la tierra.

Ya he señalado la responsabilidad de cada asamblea local de ejercer una disciplina fiel y mantener la unidad, como representando de manera local a todo el Cuerpo, porque el Espíritu y el Señor están allí; de modo que actúa en virtud de una autoridad que, si es una verdadera asamblea, obliga a todas las demás asambleas (salvo la parte de la debilidad humana). La cuestión es si hay «un solo Cuerpo» reconocido en la tierra.

1.2.6.1 - Una Iglesia, muchas iglesias

La misión de los apóstoles no contiene una palabra sobre la Iglesia o de las iglesias, de una comunidad o de comunidades. La misión o las misiones que les encomendó el Salvador resucitado no tienen nada que ver con eso. Se trata de predicar el Evangelio a toda criatura, para salvación o condenación, o predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados entre todas las naciones, o hacer discípulos de todas las naciones.

Se habla de una Iglesia; pero es el Señor quien la construye, o quien le añade: esto nunca se dice de las iglesias. Incluso cuando se habla de la obra de los apóstoles en este sentido, es de manera general; se trata de toda la Asamblea de Dios, y no de asambleas particulares, aunque sabemos que las había, y que, en un sentido práctico, representaban en su propia esfera a toda la asamblea. Pero la negación de una Asamblea como un todo en la tierra es un error grande y pernicioso.

La Escritura nunca enseña nada de eso; se era añadido a la Asamblea, y no hay nada en la Escritura que sugiera en lo más mínimo la idea de unirse a una iglesia. No se puede pedir a nadie que pruebe una negación, pero veremos que la Escritura habla de otra manera sobre eso. Los discípulos eran añadidos al Señor y así pasaban a formar parte de la Asamblea.

1.2.6.2 - ¿Solo unidad mística?

Tomemos la Escritura y veamos cómo se expresa sobre este tema. La primera mención de la asamblea está en Mateo 16: «Sobre esta Roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (v. 18). Ahora bien, construir la asamblea no es formar una unión mística de individuos con la Cabeza en el cielo. Esto presupone un sistema establecido en la tierra, un edificio: la Asamblea. El final de la declaración del Señor es la prueba más evidente de ello. Se dice que es una promesa de que las puertas del Hades no prevalecerán contra la unión mística con Cristo en el cielo y que no se trata de las condiciones de una Iglesia en la tierra. Esta interpretación se refuta a sí misma. Las puertas del Hades no tienen nada que ver con la unión mística individual con Cristo en el cielo. En Mateo 18, como hemos visto, se necesitan solo dos o tres, reunidos al nombre de Cristo, para administrar la disciplina con autoridad.

Veamos los Hechos. Ahí vemos cómo se formó la Asamblea: todavía no había diferencia entre la Asamblea y las asambleas. El Señor había declarado que edificaría su Asamblea, y así lo hacía. No había rastro de la idea de que era un deber para un hombre unirse a una comunidad de discípulos. Un judío, o un gentil (lo que ocurrió por primera vez en el llamado de Cornelio), era convertido para compartir las promesas y el llamado de Dios. Era introducido (no planteo aquí ninguna cuestión particular sobre este tema) por el bautismo con toda seguridad, no en alguna asamblea particular, sino en la Asamblea; era admitido públicamente entre los cristianos. Observe ahora, como se habla de la obra misma: «Y cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (Hec. 2:47). El Señor añadía. Era su obra, y estaba añadiendo a la Asamblea. Esto es lo que hacía con el remanente conservado según la elección de la gracia. No estaba restaurando a Israel; los estaba añadiendo a la Asamblea, ya que la nación estaba a punto de ser rechazada. eran colocados en la tierra en esta nueva posición; así que era evidente que la Asamblea estaba en la tierra. Esto estaba de acuerdo con las palabras: Él murió «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:52). Ahora bien, si solo se trataba de una unidad mística, no necesitaban, si eran creyentes, ser reunidos en uno. No podían ser dispersos; su unidad era permanente e inmutable. Sin embargo, Jesús sí mismo se entregó para reunirlos en uno. El hecho de que el bautismo es el medio por el cual eran admitidos públicamente, hace imposible que debieran añadirse a una iglesia. La Iglesia los había aprobado públicamente; los había recibido; tenían un lugar y estaban obligados a ocuparlo, dondequiera que fueran, en la Asamblea de Dios.

1.2.6.3 - Fuera y dentro, en relación con la Asamblea universal, y no con una asamblea particular

Consideremos ahora cómo actuó la Iglesia con ellos cuando entraron en ella: la Primera Epístola a los Corintios nos dará luz divina sobre este punto.

Aquí, es importante señalar (ya que esta epístola trata de una asamblea local, que representa prácticamente, en cierto modo, a toda la Asamblea de Dios), que la Primera Epístola a los Corintios se dirige a todos los creyentes de todo el mundo, a todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo. La epístola tiene un carácter eclesiástico, pero al escribirla, el apóstol tiene cuidado de asociar a todos los cristianos con los de Corinto. De esto viene que, si alguien era rechazado como impío por la asamblea en Corinto, estaba «fuera», es decir, fuera de toda la Iglesia de Dios; no vitalmente fuera del Cuerpo de Cristo, sino fuera de la Asamblea en la tierra. Es imposible leer toda la epístola sin ver que lo dicho por el apóstol, y lo hecho por la asamblea en Corinto, era válido para todo el Cuerpo de santos en la tierra, y que todos son considerados como involucrados en este acto, siendo además expresamente mencionados en la epístola. Afirmar que el individuo rechazado solo estaba fuera de la asamblea particular, es una interpretación de un carácter tan monstruoso como pernicioso. Es en vano que explicamos las palabras del apóstol: «¿No juzgáis vosotros a los de dentro? Pero a los de afuera los juzgará Dios», como si se refiriera solo a un cuerpo particular. Evidentemente, es «dentro» o «fuera», en la tierra, y no habla de una asamblea particular: la diferencia es entre cristianos y hombres del mundo. Las expresiones «dentro» y «fuera» se aplican, pues, a toda la Asamblea de Cristo en la tierra. Eran los fornicadores de este mundo, o de alguien llamado hermano. En Corinto, para ser de la Asamblea, había que ser de la asamblea local, a no ser que estuviera en estado de cisma: pero si uno era llamado «hermano», era de la Asamblea, no porque se hubiera unido a ese cuerpo particular, sino porque se era un cristiano no excluido por una disciplina justa.

Llego ahora al capítulo 12, que dejará el tema lo más claro posible; pues, aunque muestra que una asamblea local (considerada en su asociación con todos los cristianos, en cualquier lugar de la tierra), representa prácticamente a todos los santos, y actúa por ellos con la autoridad del Señor si ella se reúne en su nombre, este capítulo nos hace ver que el apóstol tiene en mente la Asamblea y no una asamblea. «Pero todas estas cosas las hace el único y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere. Porque, así como el cuerpo es uno, y tiene muchos miembros, pero todos los miembros del cuerpo, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo, seamos judíos o griegos, seamos esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un solo Espíritu» (v. 11-13). El capítulo trata de los dones espirituales, y la figura del cuerpo no se utiliza con vistas a nuestra unión personal con Cristo, por muy capital que sea esa doctrina, sino con vistas al Espíritu Santo descendido del cielo. La Iglesia universal no se considera como estando en el cielo, en su Cabeza, sino como estando en la tierra en sus miembros; todos han sido bautizados con este único Espíritu, para ser un solo Cuerpo. Los miembros son los dones. Todos son miembros, y el Espíritu Santo distribuye a su antojo.

¿Dónde se ejercen estos dones y a quién pertenecen? Se ejercen en la tierra, eso es obvio; no hay evangelización en el cielo, ni curación de enfermos. Sin embargo, no pertenecen a una asamblea particular, sino a la Asamblea. «Dios los ha puesto en la Iglesia: primero a los apóstoles, segundo a los profetas, tercero a los maestros, luego a los que hacen milagros, después los dones de curar», etc. (v. 28). Nada puede ser más claro ni más positivo que esto: estos dones se ejercen en la tierra; están puestos en la Asamblea; ni siquiera se ejercían todos en una asamblea, pues a veces los apóstoles predicaban al mundo. Se podían hacer milagros en el mundo, o se podían hacer curaciones en el mundo, pero eran miembros del Cuerpo los que actuaban; estaban colocados en la Asamblea. Este capítulo deja muy claro que, mientras la Escritura reconoce positivamente las asambleas locales, cuyas responsabilidades y acciones ya hemos considerado, el Espíritu Santo se contempla como formando una Asamblea en la tierra, y actuando solo en la tierra –con exclusión de lo que hará en el cielo–, como se desprende del ejercicio de los dones y de su naturaleza. Si Apolos enseñaba en Éfeso, también enseñaba cuando iba a Corinto. Era un cristiano y, por tanto, pertenecía necesariamente a la asamblea de cristianos de Corinto, porque era la asamblea de los cristianos de allí. Esto no impide la disciplina, sino que la hace válida para toda la Asamblea de Dios.

Encuentro la misma verdad en la Epístola a los Efesios, destinada más especialmente a instruir a los cristianos en los más altos privilegios que pertenecen a los santos individuales, o a la Iglesia. «En quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (2:22); es decir, judíos y gentiles eran reconciliados en un solo Cuerpo para Dios por medio de la cruz. Este Cuerpo crecía hasta alcanzar la plenitud, pero había una morada de Dios en la tierra por el Espíritu Santo. Aquí el punto clave es la unidad: un solo cuerpo, un solo Espíritu, una sola esperanza. Pero ¿dónde se encuentra eso? En la tierra. Los dones son dados a cada uno según la medida del don de Cristo. Después de que Cristo ascendió a lo alto, dio dones a los hombres: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, para perfeccionar a los santos, etc.

Por lo tanto, el estado celestial y futuro sigue excluido. Sin embargo, debemos mantener la unidad del Espíritu por el vínculo de la paz, pues hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu. La Cabeza, habiendo ascendido a lo alto, dio dones, pero no en una iglesia. Los apóstoles y los evangelistas ejercían su ministerio en el mundo, los primeros en parte, los segundos exclusivamente, y los apóstoles obviamente no pertenecían como tales a ninguna asamblea en particular. La idea de que uno es miembro de una asamblea es totalmente desconocida en la Escritura. La palabra «miembro» es una figura que alude al cuerpo humano. Somos comparados con un cuerpo, pero ese cuerpo es el Cuerpo de Cristo; una asamblea no es su Cuerpo, aunque sea una representación local del mismo. Se dice: «La iglesia, la cual es su Cuerpo, la plenitud del que todo lo llena en todo» (Efe. 1:23) [6].

[6] Compárese también con 1 Timoteo 3:15. Es una enormidad decir que una asamblea particular, reunida sobre el principio de la voluntad individual, es la columna y el cimiento de la verdad. Sin embargo, una asamblea local de cristianos también debe representar a la Iglesia en esto. Esta verdad es sorprendentemente evidente en este pasaje, que muestra, junto con 1 Corintios 12, que el apóstol nunca pierde de vista a la Asamblea, y siempre considera a cada asamblea particular como representándola. Véase otro ejemplo notable de esto en Hechos 20:28.

1.2.6.4 - Asamblea de Dios o asociación voluntaria

Ciertamente, soy el último en negar la existencia de la confusión que se preveía. Esta confusión hace sentir doblemente el consuelo de la promesa: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Pero cada vez que no se reconoce la unidad del Cuerpo en la tierra, ya no se trata que de una mera asociación voluntaria, que se regula a sí misma. Estos no pueden tomar las Escrituras como guía; comenzaron negándolas en el punto que establecía su propia posición. «Vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios» (3:9). ¡Ay!, pero si sobre este fundamento alguno edifica… madera, heno, paja (v. 12); se han colado hombres perversos y han entrado lobos; las ordenanzas y el legalismo han corrompido la cristiandad; pero todo esto no altera la verdad de Dios. Dios ha visto todas las cosas de antemano, y ha provisto en su Palabra el camino de la obediencia, y a la gracia necesaria para ello. Cuando negamos una verdad bíblica, podemos ser cristianos sinceros y hacerlo por prejuicio e ignorancia, pero nos privamos de la bendición y del carácter santificador que conlleva esa verdad. Del mismo modo, cuando se niega la unidad de la Asamblea en la tierra, se pierden las bendiciones que conlleva, en lo que respecta a nuestro beneficio personal. Estas bendiciones son nada más y nada menos que la obra del Espíritu Santo en la tierra, uniéndonos a Cristo como sus miembros, y obrando como él cree conveniente en los miembros aquí abajo. Negar que la Asamblea está contaminada cuando tolera el mal, negar la unidad del Cuerpo en la tierra por la presencia del Espíritu Santo, es destruir toda la responsabilidad que conlleva el primer punto y toda la bendición que fluye del segundo; es, en estos puntos, anular la Palabra de Dios.

2 - La disciplina y la unidad de acción – [Unidad de acción entre distintas asambleas – interacción recíproca]

Comienzo por establecer lo que es admitido como base general de acción, y es que toda asamblea de cristianos reunidos en nombre del Señor Jesús Cristo, y en la unidad de su Cuerpo, tan pronto como actúa como Cuerpo, lo hace bajo su propia responsabilidad hacia el Señor, como por ejemplo cuando ejerce un acto de disciplina o cuando cumple alguna otra cosa de esta naturaleza; así como lo hace también cuando se recibe en el nombre del Señor a los que vienen en medio de ella para participar en Su Mesa. Cada asamblea, en semejante caso, actúa en su propia iniciativa y en su esfera, decidiendo cosas puramente locales, pero que tienen, sin embargo, un alcance que se extiende a toda la Iglesia. Los hombres espirituales que se ocupan en esta obra y se ocupan detalladamente, antes de que el caso sea llevado delante de la asamblea con el fin de que la conciencia de todos sea interesada en el asunto, pueden, sin duda, discernir en los detalles con mucho provecho y cuidados piadosos; pero si vivieran para decidir algo aparte de la Asamblea de los santos, hasta en las cosas más simples, su acción dejaría de ser la de la Asamblea y debería ser desaprobada.

Cuando tales asuntos locales son tratados así por una asamblea que actúa en su esfera de asamblea, todas las demás asambleas de los santos están ligadas, como estando en la unidad del Cuerpo, y reconocer lo que ha sido hecho, teniendo por admitido (a menos que lo contrario no sea demostrado) que todo se cumplió rectamente y en el temor de Dios, en nombre del Señor. El cielo, tengo la certeza, reconoce y ratifica esta acción santa, y el Señor dijo que sería de así (Mat. 18:18).

Se dice a menudo y se reconoce que la disciplina de «quitad al malvado de entre vosotros» (1 Cor. 5:13), debe ser el último medio al cual se recurra, y esto cuando se agotó toda paciencia y toda gracia; y dejar perdurar por más tiempo el mal no sería otra cosa que deshonrar el nombre del Señor y prácticamente asociar el mal con Él y la profesión de su nombre. Por otra parte, la disciplina de exclusión se hace siempre con vistas a restaurar a la persona a la que se le sometió, y jamás para desembarazarse de ella. Así son los caminos de Dios hacia nosotros. Dios siempre tiene en vista el bien del alma, su restauración en plenitud de gozo y de comunión, y jamás retira su mano mientras este resultado no sea obtenido. La disciplina según Dios, cumplida en su temor, se propone lo mismo, de otro modo no es de Dios.

Pero mientras que una asamblea local realmente subsiste en su propia responsabilidad personal y mientras que sus actos, si son de Dios, atan a las otras asambleas como en la unidad de un solo Cuerpo, este hecho no destruye por otra parte lo que es de importancia muy alta y que muchos parecen olvidar, a saber que la voz de los hermanos de otras localidades tienen tanta libertad como la de los hermanos del lugar de hacerse oír en medio de ellos para discutir los asuntos de una reunión de santos, aunque no sean locales de esta reunión. Oponerse a eso sería de hecho una negativa solemne de la unidad del Cuerpo de Cristo.

Aun más, la conciencia y el estado moral de una asamblea local puede ser tal para que hubiera ignorancia, o bien una concepción muy imperfecta de lo que es debido a la gloria de Cristo y a Él mismo. Todo esto da una percepción tan débil que puede que no haya allí más fuerza espiritual para discernir el bien y el mal. Puede ser aun, en una asamblea, los perjuicios, la precipitación o más bien la disposición de ánimo y la influencia de uno o de varios, que puede extraviar el juicio de la asamblea y hacer que ella de un paso en falso y cause un perjuicio grave a un hermano. Cuando esto es así, es una verdadera bendición que hombres espirituales y prudentes de otras asambleas, intervengan y procuren enderezar la conciencia de la asamblea; así como también, si vienen a instancia de la asamblea o instancias del hermano de cuyo asunto es la dificultad capital del momento. En este caso su intervención, lejos de ser vista como una intromisión, debe ser acogida y reconocida en nombre del Señor. Actuar de otro modo, sería simplemente sancionar la independencia y negar la unidad del Cuerpo de Cristo.

Sin embargo, los que vienen y actúan así no deben actuar aparte del resto de la asamblea, sino con la conciencia de todos. Cuando una asamblea rechaza toda amonestación y rehúsa aceptar el socorro y el juicio de otros hermanos, cuando toda paciencia ha sido agotada, una asamblea que ha estado en comunión con ella, tiene el fundamento para no permitir su acción errónea y así aceptar a la persona rechazada, si esta asamblea se equivocó con respecto a él. Pero cuando se llega a estos extremos, y la dificultad ha llegado a ser un asunto de negación de comunión con la asamblea que actuó mal y que de sí misma ha roto su comunión con el resto de los que actúan en la unidad del Cuerpo. Tales medidas pueden ser tomadas solo después de muchos cuidados y paciencia, con el fin de que, la consciencia de todos, puedan acompañar esta acción como siendo de Dios.

Señalo estos temas, porque podría haber allí una tendencia que desaprueba la intervención de los que, estando en comunión, vendrían de otras localidades, y a establecer una independencia de acción en cada asamblea local. Pero toda acción, así como lo reconocí desde el principio, concierne primero a la asamblea local.

3 - El deber y no el poder – o, el ejercicio de la disciplina en las asambleas cristianas

Bajo el pretexto de que la disciplina exige el poder apostólico para ser puesta en práctica, el enemigo, que siempre está al acecho para desviar a los santos de Dios de su integridad con respecto de la verdad y de la práctica, hace un esfuerzo para poner de lado la disciplina en las asambleas de cristianos. Todo lo que esto requiere es la obediencia a un precepto apostólico. Muchos pueden esta confundidos con el acto de «entregar al tal Satanás», que supone el poder. Pero un examen del pasaje donde las dos cosas son mencionadas no deja ninguna duda sobre la diferencia que hay entre ellas y que una exige poder, la otra implica un deber. En el caso de «entregar… a Satanás» el apóstol dice: «Yo… reunidos vosotros y mi espíritu, con el poder de nuestro Señor Jesús, para entregar al tal a Satanás para destrucción de la carne, a fin de que el espíritu sea salvo en el día del Señor» (1 Cor. 5:3-5). Este era el acto del apóstol, aunque realizado cuando estaban reunidos, con el poder del Señor Jesús presente en medio de ellos.

Este acto consistía en entregar a Satanás a la persona culpable, en infringirle un castigo penoso para el cuerpo (como en el caso de Job), para el bien de su alma; y con ese motivo Pablo había juzgado de entregar a tal hombre en las manos de Satanás. No dice nada de que los corintios lo hayan excluido. El hecho sucede en una asamblea solemne, pero este fue únicamente el acto de Pablo. Esto hubiera podido hacerse sin ninguna especie de intervención de la asamblea, y sin que nada pudiese decir esta; solemnemente el apóstol deseaba que ellos estuviesen presentes cuando pronunciara este juicio. Pero la acción de entregar era su acción; aquí no se habla para nada de exclusión. En otro caso, Pablo había actuado igualmente con su propia autoridad y con su propio poder, que lo tenía sin duda, del Señor (1 Tim. 1:20): «de los que son Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás, para que aprendan a no blasfemar». Aquí, no es un asunto de la acción de la Iglesia. Pablo los había entregado.

En 1 Corintios 5:7, les dice lo que tenían que hacer, y toda la asamblea cristiana obediente debía seguir sus direcciones. Y esto como siendo «en el nombre del Señor Jesús». En el versículo 9 establece las reglas en cuanto al punto en cuestión –lo que concierne a su deber como cristianos– reglas que ante las cuales ellos tenían que actuar. Les había escrito de no mezclarse con los fornicarios, pero agrega que no con los de este mundo; porque entonces les sería necesario salir del mundo; sino que, si algún hermano lo era, no deberían comer con tal hombre. ¿Que es lo que esto puede hacer con el poder? Es una regla clara que tiene el peso de un mandamiento del Señor; por eso es un deber para los que tienen oídos para escuchar. ¿Tenía que hacer algo para juzgar a los de afuera? Estaban entre las manos de Dios. Pero se tenía que juzgar a los de adentro, y luego viene la orden clara y positiva: «Quitad al malvado de entre vosotros». Esto no es: «entregar al tal a Satanás», o «quienes entregué a Satanás». Nada indica que alguien más deba hacerlo, sino que tenemos aquí una orden positiva del apóstol con respecto a lo que se debía hacer –no de entregar al culpable a algo o a alguien, sino de librarse ellos mismos del mal que, si era tolerado, los impedía absolutamente de ser una nueva masa.

Debían quitar a este malo de entre ellos. Nada más simple; es un deber evidente, emanando de un mandamiento evidente. El hombre estaba entre ellos, y debían quitarlo, sin que sea dicho de colocarlo en alguna parte. Debían quitar la vieja levadura, con el fin de que ellos pudieran ser una nueva masa. No lo eran si rehusaban obedecer a este precepto –no eran una nueva masa conforme a su vocación divina; y, obedeciendo con tanto celo, mostrarían que eran puros en este asunto. El apóstol les había escrito, con el fin de asegurarse que eran obedientes en todas las cosas. Si no hubieran quitado al malo, no habrían sido obedientes; y ahora que el culpable fue humillado, tenían que perdonarlo. Habían infligido el castigo, y ahora debían perdonar, y ratificar hacia él su amor (2 Cor. 2:9; 7:11). Es la dirección positiva del apóstol, y también el mandamiento del Señor (1 Cor. 14:37) que nos ordena quitar del medio de nosotros al malo, si nos llamamos una asamblea cristiana. Si no lo hacemos, no somos una nueva masa; y eludimos un deber, bajo el falso pretexto que el poder apostólico es requerido; mientras que lo que es requerido, es la obediencia simple a la regla apostólica.

4 - Mantener la disciplina escritural no es pretender a la infalibilidad

4.1 - Distinguir infalibilidad y competencia

Se acusa a menudo a los hermanos de pretender a la infalibilidad, porque creen que una decisión tomada por una asamblea, reunida en el nombre del Señor, es obligatoria para toda la Iglesia de Dios. Esta acusación reposa sobre el miserable sofisma (falsedad) que confunde la autoridad con la infalibilidad.

En 100 ocasiones, donde el asunto no es la infalibilidad, la obediencia puede ser obligatoria. Comprenderemos fácilmente que, si no fuera así, no podría haber ningún orden en el mundo. No hay infalibilidad en el mundo, sino, en cambio, mucha voluntad propia; y si no debiera haber obediencia –consentimiento de lo que se ha decidido– que, en el caso de infalibilidad, la voluntad propia, el buen gusto de cada uno, tendrían libre curso y no existiría ningún orden establecido.

En cuanto a la disciplina, no es cuestión de infalibilidad, sino de competencia. Un padre no es infalible, sino que posee una autoridad dada por Dios, que es necesario reconocer. Un magistrado, un juez de paz, no son infalibles, pero tienen una autoridad competente para los casos sometidos a su jurisdicción. Puede haber garantías contra los abusos de autoridad, y hasta, en ciertas ocasiones, una negativa de obediencia, cuando se trata de una obligación superior: derechos de una conciencia dirigida por la Palabra de Dios. Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; pero la Escritura jamás deja libertad alguna a la voluntad humana, como tal. Somos santificados por la obediencia de Jesucristo. Este principio de la simple obediencia que hace la voluntad de Dios, sin resolver cada asunto abstracto que se podría originar –este camino de paz, muchos espíritus que se consideran muy sabios no lo perciben, porque es el camino de la sabiduría de Dios.

La acusación que nos ocupa se reduce pues a un sofisma simple y pobre, que traiciona por un lado el deseo de ser libre de hacer lo que se quiere; por el otro, la confianza que tienen en ellas mismas las personas, que estiman su propio juicio superior a todo lo que ya ha sido juzgado.

Hay una autoridad judicial en la Iglesia de Dios, y si no existiera, sería la iniquidad más horrible que se pudiera ver sobre la tierra; porque esto sería poner la sanción del nombre de Cristo sobre cada iniquidad. Luego es, en efecto, el principio que han sostenido aquellos que originaron los asuntos que nos ocupan. Pretendían que, si se toleraba la iniquidad o la levadura, cualquiera que fuera, esta levadura no podía manchar a una asamblea. Tales principios tuvieron el feliz resultado: han sido aborrecidos, rechazados cordialmente por todo cristiano sincero y por quienquiera que no busca justificar el mal.

4.2 - ¿Independencia de las asambleas o respeto de las decisiones?

No obstante, la autoridad judicial de la Iglesia de Dios no puede estar separada de la obediencia a la Palabra. «¿No juzgáis vosotros a los de dentro? Pero a los de afuera los juzgará Dios. Quitad al malvado de entre vosotros» (1 Cor. 5:12-13). Si esto no se efectúa, lo repito, la Iglesia de Dios da su aprobación a los pecados más abominables. Por otra parte, afirmo y mantengo que, si esto se efectúa, los demás cristianos tienen que respetarlo. Contra la acción carnal en materia de disciplina, encontramos un remedio en la presencia del Espíritu de Dios entre los santos y en la autoridad suprema del Señor Jesucristo. Sin embargo, nos proponen otro remedio, totalmente anti-escriturario y miserable: Se pretende que habría capacidad en todo hombre, el cual se tomaría la fantasía de juzgar por su propia cuenta, independientemente de lo que Dios ha instituido. Considerando el asunto bajo su aspecto más favorable (no bajo su verdadero carácter de pretensión individual), encontramos aquí el principio muy conocido y anti-escriturario que tuvo lugar desde el tiempo de Cromwell, es decir el sistema independiente, según el cual un cuerpo de cristianos, formado por una asociación voluntaria, sería independiente de otro. Este sistema es la negación pura y simple de la Unidad del Cuerpo, así como de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en el Cuerpo.

Ahora yo, abiertamente rechazo, de manera más absoluta, la pretendida capacidad que tendría una asamblea de juzgar a otra; pero, lo que es más importante, esta pretensión es la negación anti-escrituraria de toda la estructura de la Iglesia de Dios. Es la Independencia –un sistema que conozco desde hace cuarenta años y al que jamás querría juntarme. En vano me dirán que no se trata de esto. Esta palabra “independencia” simplemente significa que cada iglesia juzga por sí misma, independientemente de las otras; luego, no afirmo otra cosa. No busco la disputa con aquellos que, amando juzgar por sí mismos, prefieren el sistema independiente; solamente, estoy perfectamente convencido, que, en todos los aspectos, es totalmente anti-escriturario. La Iglesia no tiene en absoluto un sistema voluntario. No está formada –más bien ella está deformada– por un cierto número de cuerpos independientes, actuando cada uno por sí mismo.

Jamás se piensa, que cual que fuere entonces el remedio, que Antioquia pudiera admitir a los gentiles y Jerusalén rechazarlos; luego, que todo pudiera continuar marchando según el orden de la Iglesia de Dios. No hay rastro de tal independencia ni de tal desorden en la Palabra. De hecho, encontramos allí toda especie de evidencia, toda insistencia doctrinal, sobre el hecho de que hay, sobre la tierra, un solo Cuerpo, sobre la Unidad del cual está fundada la bendición, y que cada cristiano tiene el deber de mantener esta Unidad. La propia voluntad puede desear que sea de otro modo; no así la gracia, ni la obediencia a la Palabra. Pueden levantarse dificultades. Nosotros no tenemos, esto es verdad, un centro apostólico, como lo había en Jerusalén, pero nuestro recurso, es la acción del Espíritu en la Unidad del Cuerpo – la acción de la gracia que sana, del don que ayuda– es además la fidelidad del Señor que, en su gracia, prometió no dejarnos ni jamás abandonarnos.

El caso de Jerusalén, en el capítulo 15 de Hechos, es una prueba que la Iglesia escrituraria jamás pensó en la acción independiente en la cuál se insistía, ni la aceptó. La acción del Espíritu Santo se ejercitaba y se ejercita siempre, en la Unidad del Cuerpo. La disciplina dirigida por el apóstol en Corinto (y que nos une como siendo la Palabra de Dios) concernía, en cuanto a su alcance, a la Iglesia de Dios en su totalidad, y todos son tomados en cuenta al principio de la epístola.

¿Alguien se atreverá a pretender que, si el malo debía judicialmente ser expulsado en Corinto, cada iglesia tenía que juzgar si debía recibir a este hombre? Entonces el acto judicial no habría contado para nada; o que solo tenía efecto en Corinto, y las asambleas de Éfeso, de Cencrea, etc, podían, después de eso, hacer lo que les parecía. ¿Que se hacía del acto solemne y la dirección del apóstol? ¡Pues bien! Esta autoridad y esta dirección están ahora para nosotros en la Palabra de Dios. Sé muy bien que se dirá: En algún momento, puede que la carne actúe y que usted no siga convenientemente esta Palabra. Esto es posible, en efecto. Es posible que la carne pueda actuar; pero estoy seguro que todo aquello que niega la unidad de la Iglesia, todo lo que se establece sobre una base de la propia voluntad, todo lo que se organiza en cuerpos independientes –todo esto es la disolución de la Iglesia de Dios, algo anti-escriturario, y nada más que de la carne. Antes de ir más lejos, el asunto es entonces juzgado por mí. Hay un remedio; este remedio precioso de almas humildes, es la ayuda llena de gracia del Espíritu de Dios en la Unidad del Cuerpo, y también el amor de los cuidados fieles del Señor. Pero no es la voluntad presuntuosa que se establece sobre una base independiente, despreciando así, y negando la Iglesia de Dios.

Repito aún que es un miserable sofisma (falsedad), acusar de pretensión a la infalibilidad, cuando se ejerce, en un espíritu de gracia y de humildad, una autoridad divinamente instituida. Repito que el sistema por el cual se quiere reemplazar esta autoridad, tiene como carácter el espíritu presuntuoso de la Independencia, que rechaza totalmente la autoridad de la Escritura en lo que enseña con respecto a la Iglesia, y que, finalmente, exalta al hombre en el lugar de Dios.

4.3 - Asamblea de Dios, o asociación voluntaria

Una segunda cuestión se une a la que acabamos de tratar. Se pregunta: ¿Dónde pues está la Asamblea de Dios? –Respondo que es evidente que allí dónde están dos o tres reunidos, forman una asamblea; y, si están reunidos escrituralmente, son una asamblea de Dios. Si son la única asamblea reunida en un cierto lugar, formarán la asamblea de Dios en aquel lugar. No obstante, en práctica, rehúso tomar este último título, porque “la asamblea de Dios en un lugar” abraza propiamente a todos los santos de este lugar; y que, tomando este título, las almas podrían correr el riesgo de perder de vista la ruina de la Iglesia y de empezar de nuevo a desear ser algo. Añado que, en el caso supuesto anteriormente, el título no es falso. Aun más, si existe tal asamblea y que se edifica, sobre la base de la voluntad del hombre, otra independiente de esa, la primera será la única que, moralmente, a los ojos de Dios, será la asamblea de Dios, y la segunda no podrá de ningún modo llevar este título, porque está establecida sobre el principio de la independencia de la Unidad del Cuerpo.

Rechazo de manera muy formal, y sin ninguna vacilación, todo sistema independiente (lo único que es en realidad el fondo de todo este asunto), como anti-escritural, como un mal efectivo y muy evidente. En nuestros días en los que la Unidad del Cuerpo ha sido puesta en evidencia, y donde es reconocida como una verdad escrituraria, tal sistema independiente es simplemente una obra de Satanás. Ignorar la verdad es una cosa, y es, en muchos sentidos, nuestro común destino. Oponerse a la verdad es otra cosa.

4.4 - ¿Debemos renunciar a vivir la Iglesia?

Se sigue afirmando que la Iglesia está ahora tan en ruinas, que el orden escritural (en relación con la Unidad del Cuerpo) no puede ser mantenido. Los que hacen esta objeción deberían confesar, como personas honestas, que buscan el orden anti-escritural, o más bien el desorden. Pero, en realidad, si lo que afirman es cierto, es imposible reunirse de ninguna manera para partir el pan, si no es en flagrante contradicción con la Palabra de Dios; ya que la Escritura dice que todos somos «un solo Cuerpo, porque todos participamos de un solo pan» (1 Cor. 10:17). Profesamos ser un solo Cuerpo cada vez que partimos el pan. La Escritura no conoce otra cosa, y la Escritura opone a los razonamientos de los hombres un conjunto tan bien ligado, tan poderoso y tan perfecto, que todos sus esfuerzos no podrán romperlo.