Algunas exhortaciones sobre el testimonio práctico


person Autor: John Nelson DARBY 89


Velad continuamente sobre las almas. No trabajéis en hacer arre­glos ni en dictar normas de conducta; que el estado de las almas en detalle sea el objeto de vuestros asiduos cuidados; es esto lo que os guardará en paz, más que todas las formas y reglas. Es la base principalAl mismo tiempo, en cuanto a las circunstancias que se presen­tan, y que exigen algún reglamento, o algún orden, tomo la libertad de aconsejaros de que en semejante ocasión no hagáis planes gene­rales, sino que obréis únicamente según y por la necesidad del momento. Entonces, si una necesidad se presenta, es un deber el ocuparse de ella y podremos contar con la ayuda de Dios en todo asunto, sin ir más allá de nuestras propias fuerzas. Si, por ejemplo, el número de pobres aumenta, se necesita alguien para ocuparse de las colectas: Se provee pues a esta necesidad y así el rebaño toma sus decisiones bajo la mirada de Dios. Es lo que los mismos apóstoles han hecho cuando la cuestión del dinero se ha suscitado, pero han obrado en esa ocasión y no antes.

Asimismo, en cuanto al orden en la asamblea, por ejemplo, cuando hay muchos creyentes para tomar la Cena. Cuando estas cosas se hacen en el amor, se justifican en la conciencia de todos y pro­curan la paz, mientras que cuando se aplican reglas y reglamentos de iglesia, se entra en una discusión sin fin, sobre un terreno que no tiene aplicación en la conciencia de nadie y no hace otra cosa que saciar el orgullo. En lo que resta, que cada cual obre según la medida del don de Cristo. ¡Oh cuán gozosos estamos por el hecho de que se nos permita que Le sirvamos en este mundo rebelde!

Os aconsejo también que os mezcléis solo lo imprescindible en asuntos de dinero. Esto pudiera daros momentáneamente una apariencia de influencia, pero no provendría de Dios. Es mucho mejor confiarse en Él.

Carta de J. N. Darby (2 de mayo de 1841)

 

La responsabilidad individual precede y domina la responsabi­lidad colectiva. Al principio, quien caminaba fielmente, no debía hacer otra cosa que seguir la corriente, pero desde que el mal entró en la Iglesia, es totalmente distinto. La fidelidad separa y la respon­sabilidad individual domina…

Se ha dicho que no hay responsabilidad sin poseer la vida. De ninguna forma puedo admitir semejante afirmación. Se es respon­sable, no según lo que uno posee, sino según la posición quse ocupa. El siervo malvado es tratado como un siervo que faltó en su servicio, y no como si él no hubiese sido siervo.

En el capítulo 15 de Jeremías, Dios quiere que el profeta separe «lo precioso de lo vil». No es que debamos ocuparnos de las cosas viles, sino que es necesario separar las cosas preciosas de las viles. «Conviértanse ellos a ti, y tú no te conviertas a ellos» (Jer. 15:19); he aquí el testimonio. No puedo ejercer mi amor hacia los que están en el mal, si antes no me he separado del mal…

Lo que falta hoy en la Iglesia es la separación total del mal; pues, al contrario, hallamos la unión entre el bien y el mal, entre lo precioso y lo vil.

Nuestra iniquidad glorificará la fidelidad y la paciencia de Dios soportándonos. Pero entretanto, faltamos y hemos faltado. El mal nos invade por todos lados, a pesar de ciertos esfuerzos para producir una unión que no vale nada, porque no se basa en la sepa­ración.

Es de suma trascendencia comprender, que no basta saber que tal o cual persona es cristiana para andar con ella. Si ella no camina de forma que pueda rendir un testimonio a Dios, no puedo unir mi marcha a la de ella. Dios quiere un testimonio. Los cristianos que no quieren ofrecer aquel testimonio que Cristo desea de nosotros, dirán siempre que el testimonio es algo secundario; pero yo no puedo ca­minar con ellos.

En el tiempo de la Reforma, se predicaba la justificación por fe mejor que ahora, pero se olvidaba o se ignoraba que la Iglesia se basa no solamente sobre la obra de Cristo en la cruz, sino en segundo lugar también, sobre Su posición en el cielo y la presencia del Espíritu Santo aquí en la Asamblea y, en fin, sobre el retorno del Señor. Dios nos ha concedido hoy la luz de estas maravillosas verdades y es precisamente lo que debemos retener. Esta es la lucha, pero no pode­mos, por el Espíritu Santo, conmover ni levantar naciones: se trata para nosotros de sufrir con Cristo tal como sufrían los primeros cristianos y ser una minoría odiada por el mundo. Nos es preciso estar separados del mundo y vivir allá donde Dios manifiesta sus luces. ¿No nos es acaso suficiente la gloria de Cristo, la consola­ción del Espíritu Santo, saber que estamos en la posición que place a Cristo?

Hallamos, en la Palabra de Dios, diversas formas de infidelidad. Abraham no tomando en cuenta a Dios y sin pedirle consejo des­ciende a Egipto. Allá, niega a su esposa. Asimismo, los cristianos, han negado que la Iglesia fuera la esposa de Cristo. Jacob usa de medios que no son según Dios para alcanzar la promesa. Esta infidelidad lleva aparejada consigo sus consecuencias; los días de Jacob han sido «pocos y malos» (Gén. 47:9).

El creyente debe evitar siempre emplear medios ilícitos para buenas cosas. Si Dios envía misioneros entre los paganos, es bueno. Mas yo no quiero emplear, para tener estos misioneros, medios que Dios no aprueba. Dios, es responsable del fin, nosotros no, pero en cambio lo somos de los medios. Se dirá que no deseamos que el fin se alcance, pero esto es falso; lo que sucede, es que repudiamos los medios que generalmente se emplean para lograrlo. Se habla de la prensa para ayudar al cristianismo en este mundo. Ha hecho más el Espíritu Santo empleando al apóstol Pablo sin la prensa que después de él con toda la prensa empleada. No es necesario que busquemos los medios; lo que es necesario es que es­peremos en Dios; esto es el todo. Debemos orar al Señor para que los hermanos sean guardados; no existe otro remedio que el poder del Espíritu Santo.

Jesús no escribió. Tal como hablaba, así era él. Los apóstoles escribieron dirigiéndose a personas a quienes interesaban estos problemas, haciendo llamamiento a la conciencia del individuo, según la luz del Espíritu sobre su caso particular.

Hoy, en cambio, se emiten principios tanto para los preparados, como para los que no están en condiciones de recibirlos. La fideli­dad exige que advirtamos al mundo sobre el juicio que ha de llegar. Esta (la fidelidad) no reconoce la necesidad de tal o cual medio. Es necesario en todas las cosas remitirse a Dios. La prudencia, la fe que no traspasa la posición que Dios ha dado a cada cual, la dependencia del Espíritu Santo, he aquí lo que debe caracterizarnos.

Incluso cuando se trate de ayudar a las sociedades para la difusión de la Biblia, por mi parte no aceptaría una asociación que no tuviese al Espíritu Santo como único centro y guía y la Palabra de Dios como única regla. No puedo admitir asociaciones organizadas, cua­lesquiera que sean, pues están gobernadas y dirigidas por la inicia­tiva del hombre; la mayoría determina el camino a seguir, cuando podemos estar seguros que una decisión de la mayoría puede muy bien ser inspirada por el Enemigo. Notemos en cambio que cuando algunos cristianos obran juntos, en conformidad con la Palabra y para obedecer a Dios, esto no puede decirse que sea una asociación. Las sociedades de las cuales hablamos dicen tener por único objeto la difusión de la Palabra, pero el hecho concreto en sí, es que se trata de usar para ello unos medios que Dios no emplea. Por lo cual, yo no conozco otra asociación que no tenga otro principio que Cristo.

En la Palabra hallamos dos clases del amor de Dios. Pri­mera: Dios ama a todos sus hijos. Pero hay un amor de Dios, que depende de la fidelidad del cristiano: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Juan 15:10). «El que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (Juan 14:21). Aquí no se trata pues del amor de la elección. Dios ama a los hijos por­que él es su Padre; pero un padre goza de sus hijos en la medida en que estos obedecen. El Espíritu Santo nos conduce de la misma forma en nuestras relaciones con los otros creyentes. Si yo estuviera separado de otros creyentes por una opinión, esto sería sencillamen­te la carne. Pero si estoy separado, es porque ellos no andan en el camino de Dios. Hay creyentes a los cuales veo más fieles que yo, en bastantes cosas, pero con los cuales no puedo andar según Dios. Este es el gran principio. Si estoy separado del mundo por la fidelidad de la Esposa al Esposo y no hallo esta fidelidad en los cris­tianos, no puedo tener el mismo género de afecto por la persona infiel que por la que anda en el camino de la fidelidad. No creo que Pablo pudiera estar identificado con Demas como con Juan y, sin embargo, no dudo que Pablo hubiese dado su vida por Demas. Si no me hallo en la asamblea a causa de la fidelidad de la Esposa hacia el Esposo, ¡desgraciado de mí de hallarme en este lugar! Si la fidelidad a Cristo no es el principio dnuestra reunión, que Dios la disipal instante. Él puede muy bien distinguir entre el espíritu de partido y la fidelidad hacia Cristo.

Para bien de la Iglesia, estamos luchando con los poderes de mal­dad espiritual que habitan en lugares celestes (Efe. 6:12), y la mitad de este combate se libra mediante la oración. Ha hecho más tal hermano mediante la oración que otros que exteriormente tuvieron mayor actividad. ¿Qué es lo que me hace tener interés por la Iglesia si no es el Espíritu de Cristo en mí? Si en mí siento el interés de Cristo por la Asamblea, conversaré con Él, y sin duda responderá. Se ve esta intimidad, por ejemplo, en Ananías, que razona con Jesús to­cante al mal que Pablo (Saulo) podía hacer. Y el mismo Pablo des­pués de su conversión obra similarmente con el Señor en Jerusalén (Hec. 23). Estos siervos razonan como teniendo un interés común con Cristo. En Colosenses 2:1, vemos que Pablo tuvo un com­bate por los creyentes de aquella asamblea. El efecto del poder del Espíritu Santo es el de poner a la Iglesia en lucha contra Satanás. Cuando las manos de Moisés bajaban, Amalec prevalecía; pero cuando se mantenían en alto Josué vencía. Ante los ataques de Satanás nos es suficiente estar en relación inmediata con el Señor Jesús, y decirle como en otra ocasión le dijo el centurión: «Di una pa­labra» (Lucas 7:7).

1 de febrero de 1843


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