Fuego para los que tienen frío, y comida para los que tienen hambre


person Autor: William John HOCKING 35


«Cuando desembarcaron a tierra, vieron allí unas brasas puestas con un pescado sobre ellas, y pan» (Juan 21:9).

A menudo nos asombra el cuidado constante que Dios nos prodiga en las circunstancias ordinarias de la vida. ¿No hemos dicho a veces con ansiedad: “Qué comeremos mañana”? Y, por la mañana, al descorrer las cortinas de la tienda, hemos visto a nuestros pies algo «menudo y redondo» que se podía comer y que había caído del cielo. Día tras día, el pan nuestro de cada día.

Mientras dormíamos, los ángeles, enviados para los que debían heredar la salvación, nos pusieron una mesa en el desierto. Y la visión de estas provisiones traídas por manos divinas nos llenó de vergüenza y remordimiento. Habíamos olvidado que nuestro Padre sabe que nuestro cuerpo, al igual que nuestra alma, necesita alimento. En verdad, la carne es débil sin fe, pero Dios es fiel.

Dios también da capacidad a los incapaces. Elías mostró una gran energía al correr ante el carro de Acab desde el Carmelo hasta Jezreel. Fue capaz de hacerlo porque conocía el secreto de la fuerza. Este hombre de oración permaneció de rodillas hasta que la «nubecita» apareció en el horizonte. Entonces se elevó como con alas de águila; después de tres años de hambre corrió y no se cansó.

Pero el oro más fino puede empañarse. La sola palabra de Jezabel llena de miedo al profeta, que se había enfrentado solo a los cuatrocientos profetas de Baal. Temió la ira de la reina y huyó al desierto; se durmió bajo una retama y, en su hambre y desesperación, rogó a Dios que le tomara el alma. El profeta de Dios tenía frío y hambre en un desierto.

Una sorpresa le esperaba al despertar. No había allí cuervos que le trajeran su ración de pan y carne; y la mano que le tocó no fue la de la mujer viuda con su inagotable olla de harina y sus dos leños para hacer fuego. Elías encontró su Betel cuando estaba bajo la retama. No se trataba de morir, sino de vivir. Un ángel de Jehová había venido para proveer a sus necesidades. Fuego y comida, los dones de Dios, estaban bajo su mano.

Ante la oración de Elías, cayó fuego del cielo sobre el sacrificio en el monte Carmelo. Las fuentes del cielo, abiertas a la súplica de este hombre justo, habían regado la tierra reseca. Pero las piedras calientes, la torta horneada y la jarra de agua le fueron dadas por Dios sin que él las pidiera. ¡Qué fidelidad la de nuestro Dios! Jehová sabía que el viaje que Elías iba a hacer sería largo y agotador. Así que el ángel le proporcionó una segunda comida después de un nuevo período de sueño, y con la fuerza de estos alimentos que, ninguna mano humana había preparado, Elías fue cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, la montaña de Dios.

Elías podría haber cantado como David: «Dios es el que me ciñe de poder, y quien hace perfecto mi camino» (Sal. 18:32). Es Dios quien siempre nos prepara el camino, y nos prepara para el camino. ¿Cómo dudaríamos de Él? Pero bien podemos dudar de nosotros mismos.

Lleguemos ahora a la orilla del mar de Tiberias. «Después de que yo haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea», había dicho el Señor a sus discípulos la noche en que fue traicionado. En el sepulcro vacío, el ángel, dirigiéndose a las mujeres, les dijo: «Id, decid a sus discípulos y a Pedro, que él va delante de vosotros a Galilea; allí lo veréis, como os dijo» (Marcos 14:28; 16:7). Los discípulos, sabiendo que su Maestro había resucitado, fueron a Galilea a verlo. Obedecieron de esta manera.

Pero la carne es débil e impaciente. Era demasiado doloroso para ellos esperar pacientemente a que el Señor viniera a guiarlos. Uno de ellos dijo: «Yo voy a pescar». «Vamos nosotros también contigo» (Juan 21:3), dijeron los otros. ¡Oh!, vosotros que seguís a un Cristo resucitado, pensad en Saúl, aquel rey desobediente que no quiso esperar la llegada de Samuel para ofrecer el holocausto (1 Sam. 13:8-14). Su prisa carnal le costó su reino. Ovejas de Cristo, ¿no queréis esperar pacientemente al gran Pastor, que fue herido por nosotros? No estropeéis vuestra obediencia con vuestra impaciencia.

Pero los siete discípulos, sabiendo que el Señor, según su promesa, estaría en Galilea antes que ellos, partieron en su barca para pescar, aunque el Maestro aún no se les había mostrado.

Ninguno de ellos recordaba las palabras del Señor que les había dicho antes de dejarlos: «Separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5). Y la prueba se les dio aquella noche en el mar de Tiberias. Toda su fuerza, su habilidad, su sagacidad, su capacidad como marineros, no les sirvió de nada; no cogieron nada en toda la noche. Y la luz de la mañana los encuentra cansados, desanimados, indiferentes, hambrientos y abrumados por el absoluto fracaso de su trabajo.

Pero, ¿qué es esa silueta que aparece en la orilla en la bruma de la mañana? ¿Cuál es esa voz que domina el sonido de las olas que rompen en la orilla? ¿Qué pregunta hace?: “¿Qué noche habéis tenido? ¿Qué captura habéis hecho? ¿Tenéis pescado?”

No; estas no son las palabras del Señor. Estas preguntas podrían haber parecido como una reprimenda a estos hombres decepcionados, por esta expedición que ellos mismos habían montado y que había quedado sin resultados; habrían sido bien merecidas, pero Aquel que hablaba sabía decir «palabras al cansado» (Is. 50:4). La compasión viene primero: la reprimenda puede venir después.

«¿Muchachos, tenéis algo de comer?» ¡Cómo se ajustaban estas palabras a la condición de estos hombres hambrientos! Venía de Aquel que durante los últimos tres años había mantenido sus ojos sobre ellos para que no les faltara nada.

Aquella voz que les hablaba por encima de las olas era la voz de Aquel que en el monte cercano se había compadecido de la multitud cansada, porque no tenían nada que comer y podrían haber desfallecido en el camino; de Aquel que había dicho a sus apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Mat. 14:16; Marcos 6:37; Lucas 9:13), y que Él mismo a los hambrientos ha «colmado de bienes» (Lucas 1:53).

Lleno de gracia, sabía que los hombres privados de alimento son hombres sin valor: “dispuestos a perecer”. ¿Qué pueden responder estos siete hombres?

El Señor les pregunta: «¿Muchachos, tenéis algo de comer?». ¿Habéis olvidado tomar pan, como el otro día al cruzar el mar? Deben confesar que no tienen comida en la barca; y responden: «No».

Así, antes de mostrarles su gracia, el Señor, mediante esta pregunta, les hace sentir suavemente la insensatez de su infructuosa aventura. Deberían apreciar aún más lo que Él había preparado para ellos. En la orilla había fuego y comida.

¡Siete hombres en una barca! ¡Una noche entera de trabajo! No se ha capturado ningún pez. ¡El Maestro descuidado! ¿Qué discípulos son estos? ¿No recogerán los amargos frutos de su propia locura? ¿Quién no encontraría que se lo habían bien merecido? Pero, ¿qué maestro es como nuestro Maestro? ¿Qué persona amada es como nuestro Amado?

Una sola palabra del Señor les indica el lugar exacto en el que encontrarían los abundantes peces que habían intentado pescar en vano durante las largas horas de la noche; y la red se llena pronto. Los peces grandes estaban en el lado derecho de la barca, a unos doscientos codos de tierra, cerca del Maestro. En mar abierto, donde Él no estaba, no habían capturado ninguno.

Cuando llegaron a tierra, tuvieron una prueba más del cuidado del Señor: allí había brasas y también comida: «brasas puestas con un pescado sobre ellas, y pan».

Estos pocos hombres se encontraron en presencia del Señor de la tierra y del mar. Los introdujo en el banquete de su casa. No les dijo: “Vayan en paz, caliéntense y llénense” donde puedan. En la plenitud de su amor y de su poder, proporcionó fuego y alimento, útil para el cuerpo, refrescante para el alma.

«Venid a desayunar», dijo el Señor, que amaba servir a los suyos, y añadió: «Traed de los pescados que habéis cogido ahora». Eran sus invitados; estaban en la mesa del Señor. Es Él quien toma el pan y se los da, y también los peces. ¿Qué pescado? ¿El que estaba en Su fuego, o el que estaba en su red?

El Señor había dicho: «Traed de los pescados que habéis cogido ahora». La verdad es que no habían pescado nada después de trabajar toda la noche. Así que los peces que habían arrastrado hasta la orilla, eran suyos. A su palabra, habían echado la red: allí habían encontrado esos peces. Solo podían traer a este banquete matutino lo que Él les había dado del mar.

Esto era cierto, sin duda, pero sabiendo que era el Señor, no cuestionaron su palabra, aceptaron la gracia que, sin hacerles observaciones sobre sus largas horas de trabajo inútil sin Él, les daba el beneficio de los cortos pero fructíferos momentos de su trabajo cuando se hacía en el Señor y con Él.

En comunión con su Señor resucitado, estos siete hombres comieron el alimento que Él había sacado de su almacén oculto; y Él comió del fruto del trabajo al que Él había guiado sus manos. Llamó; le abrieron la puerta; entró y cenaron con él y él con ellos.

¡Qué cuidado tiene nuestro Señor de nosotros, como hombres «en la carne»! Nuestro Señor no es un asceta; el Hijo del hombre vino comiendo y bebiendo. Un día dijo a los apóstoles: «Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni tenían tiempo para comer» (Marcos 6:31).

Él conoce nuestro cuerpo, que necesita recibir alimento y descanso regularmente; recuerda que somos polvo. En el pasado hizo que miles de hombres y mujeres cansados se sentaran a descansar sobre la hierba verde, y los alimentó con pan y pescado, productos de la tierra y del mar. Después de su resurrección, el Señor no había cambiado en su preocupación por los demás. Cuando vio a estos siete discípulos, estuvo conmovido por el sentimiento de sus debilidades. Tenían frío, estaban mojados, cansados y hambrientos. Y sin que ellos hicieran algo, Él les había proporcionado comida y calor para reanimar sus agotadas energías.

El Señor cuidaba de sus almas, pero primero comieron juntos. Estaban demasiado débiles, demasiado cansados, demasiado hambrientos para poder sacar provecho de Sus palabras, hasta que se hubieran calentado y saciado. Pero cuando hubieron comido, el Señor actuó como si tomara un paño y se ciñera con él para continuar su servicio. Con el lebrillo de agua de su palabra se acercó a Pedro, como a sus pies, y le dijo: «¿Me amas?». En el capítulo 13 es el cuerpo, aquí el alma.

Entonces, como un relámpago, Simón Pedro se vio en medio de los soldados, oyó la voz de la sirvienta y también el canto del gallo. La obra de amor había despertado en él los tristes recuerdos de su triple negación, pero el ministerio del amor no se detuvo hasta que su alma fue restaurada, y Pedro confesó ante todos: «¡Sí, Señor, tú sabes que te quiero!»

Hay muchas almas desanimadas en nuestros días que necesitan el fuego y el alimento del propio ministerio del Señor. Más de un discípulo de Cristo ha ido a la guerra pagando sus propios gastos (1 Cor. 9:7). Algún hermano impulsivo ha dicho: «Yo voy a pescar»; otros, ganados por el entusiasmo, lo siguen. Pero olvidan que el primer carácter, el carácter esencial de la fe, es esperar al Señor, que su presencia invisible está ahí, que deben buscarlo para encontrarlo, que sin él nada pueden hacer. Y van sin su palabra de aprobación, aunque interiormente tienen la esperanza de que Él bendecirá sus planes. Pero echan las redes y las levantan vacías cada vez; hasta que al final les queda claro que su trabajo no es más que un fracaso. Entonces se entristecen y se desaniman. Para estar reanimados necesitan el fuego y el alimento de la presencia del Maestro.

Pensad en los planes abandonados y las causas perdidas entre los cristianos, lanzados con gran fervor y bellas perspectivas, que terminan en decepción. Pensad en los grupos que van disminuyendo, en los hombres que no pueden mantener su lugar en la asamblea, en el culto sin vida, en las oraciones formalistas, en los ministerios inoportunos y no rentables, en las casas divididas, en el evangelismo seco, en las redes vacías.

Señor, ten piedad de aquellos que, entre tus santos, tienen frío y hambre, acércate a ellos con tu fuego y tu alimento, como hiciste una vez junto al mar de Tiberias.

Pero, en realidad, ni siquiera necesitamos orar así a nuestro amado Señor, el gran Jefe de su Iglesia. Él nunca se olvida de los que tienen frío y hambre porque lo han descuidado, a Él y a su palabra. Es especialmente para ellos que Él enciende el fuego y prepara la comida. Su alegría es calentar los afectos y fortalecer el hombre interior; es hacer que los suyos descansen en verdes pastos y conducirlos a aguas tranquilas para que pueda restaurar sus almas.

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1953, página 266


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