Inédito Nuevo

La Pascua de Jehová


person Autor: William Wooldridge FEREDAY 26


1 - «El principio de los meses»

La Pascua era la institución fundamental de Israel. Marcaba el comienzo de su historia como nación y como pueblo teniendo una relación especial con Jehová. Aquella noche en Egipto nunca sería olvidada por los israelitas. Sus terribles acontecimientos se repetirían en los oídos de sus hijos de generación en generación.

¡Qué noche! El ángel de Jehová barrió el imperio de Faraón de punta a punta con su espada destructora. Todas las casas, excepto las marcadas por la sangre fueron privadas de sus primogénitos. Cada establo fue privado de lo mejor y más precioso. Un profundo gemido unido subió al cielo cuando Jehová vindicó así su ofendida majestad y mostró su superioridad sobre todos los dioses de los paganos, sobre todo el poder y la gloria de los hombres.

Esta terrible historia es una voz viva para los hombres de hoy. Dios actuó en su carácter judicial de vengador del pecado. Faraón y su pueblo habían desafiado abiertamente sus mandamientos. A pesar de una plaga tras otra, seguían negándose a dejar marchar a Israel. Incluso la paciencia divina tiene sus límites. Por eso, en Éxodo 12, Jehová cumple su amenaza inicial, descrita en Éxodo 4:22-23: «Dirás a Faraón: Jehová ha dicho así: Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito». ¿Son hoy los hombres más sumisos a la voz de Dios que en los días de Faraón? ¿No es un hecho que todos sus mandamientos están burlados entre nosotros y que su autoridad está desafiada en todas partes? Así como asoló a Egipto en el pasado, pronto asolará a toda la tierra. Nadie escapará a su mano vengadora, excepto los que están protegidos por la sangre del Salvador.

El capítulo de la Pascua se abre de manera muy sugestiva. «Habló Jehová a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto, diciendo: Este mes os será principio de los meses; para vosotros será éste el primero en los meses del año» (Éx. 12:1-2). El mes en cuestión era Abib, también conocido como Nisán (Éx. 13:4), y correspondía a nuestro mes de marzo-abril. Hasta ahora, había sido el séptimo en el orden de los meses; a partir de la liberación de Israel de Egipto, debía considerarse el primero. La redención daba así al pueblo un nuevo comienzo con Dios. Lo mismo ocurre hoy. Cuando un hombre se reconoce pecador a los ojos de Dios, expuesto a la ira eterna, y por simple fe se refugia bajo la sangre del Cordero, comienza de nuevo su vida. Su pasado de pecado y culpa queda divinamente borrado. Toda su trayectoria anterior, «ajeno a la vida de Dios» (Efe. 4:18), está considerada como un desperdicio y una inutilidad tales que es una misericordia por parte de Dios borrarla de toda memoria.

Somos conscientes de que esta no es la manera habitual de ver las cosas. Cuando susurramos que tal o cual persona se ha “convertido”, con demasiada frecuencia suponemos que ha dicho “adiós” a la “vida” de una vez por todas. Lo que la gente llama “vida” y lo que Dios describe como «vida» son 2 cosas completamente distintas. La idea que el hombre tiene de la “vida” es satisfacer sus propios deseos y placeres distanciándose lo más posible de su Creador. El resultado es amargura y decepción, como el Señor mostró tan claramente en la parábola del hijo pródigo en Lucas 15, y como el sabio relata tan dolorosamente (escribiendo de su propia experiencia) en el libro del Eclesiastés. Significa alimentarse de cenizas y luchar contra el viento. La vida según Dios es participación en los gozos divinos. «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). El hombre feliz en quien esto es así está, en su corazón y en su mente, en contacto con los placeres fuera de este mundo. La vida que así ha recibido, como fruto de la gracia soberana, es de orden celestial e incluye la posibilidad de entrar en los pensamientos divinos, en los afectos divinos y en los consejos divinos. Esto es verdaderamente vida. Quien está inmerso en ella mira hacia atrás, con vergüenza y juicio, todos los años pasados en la ignorancia de Dios y de su Hijo. El conocimiento de la redención supone una enorme revolución; es «os será principio de los meses» –un nuevo punto de partida, una nueva forma de ser.

2 - «Cada uno un cordero»

Un total de 10 plagas cayeron sobre el Egipto rebelde. Los israelitas cautivos fueron liberados de 9 de ellas. Mientras sus opresores estaban envueltos en una oscuridad palpable, los israelitas tenían luz en sus moradas; mientras la plaga mortal destruía el ganado de los egipcios, el ganado de los israelitas escapaba ileso; mientras el granizo asolaba las cosechas de unos, las cosechas de otros permanecían absolutamente intactas; y así sucesivamente. Los cautivos se libraron de todos los sufrimientos providenciales padecidos por sus verdugos. De este modo, Jehová mostraba abiertamente la diferencia entre los que le pertenecían y los que no. Pero cuando el ángel de la muerte fue enviado a través del país, invadiendo con su espada los hogares de todos los que transgredían la voluntad divina, Israel ya no pudo quedar exento. Por muy favorecidos que fueran en la soberanía de la gracia de Dios, seguían siendo pecadores como todos los demás (Ez. 20:5-9); por eso, si se les quería liberar del temido golpe final, tenía que haber una razón justa para ello. Por eso se prescribió el cordero.

Las instrucciones relativas al cordero eran muy amplias. «Hablad a toda la congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las familias de los padres, un cordero por familia» (Éx. 12:3). No debemos malinterpretar la fuerza evidente de estas palabras. Están dirigidas a «toda la congregación de Israel» y «cada uno» debe llevar un cordero. En aquel momento había entre ellos unos 600.000 hombres capaces de tomar armas; sobre esa base, probablemente había unos 3.000.000 de israelitas en Egipto aquella noche. Entre un número tan grande de personas había sin duda grandes diferencias de carácter y comportamiento. Los religiosos y los irreligiosos, los amables y los pendencieros, los honorables y los deshonrosos, los generosos y los mezquinos, por no mencionar la distinción universal entre altos y bajos, ricos y pobres. Pero todos deben tomar un cordero. Ni el carácter ni la posición importan en el juicio de Dios. Al insistir en el cordero, Jehová tenía en mente a Cristo. 1 Corintios 5:7, lo pone fuera de toda duda. «Porque nuestra Pascua, Cristo, ha sido sacrificada». Así que esta antigua historia de Israel en Egipto habla a nuestras conciencias ahora mismo. Nada cuenta a los ojos de Dios salvo Cristo. «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). El pecador más escandaloso que se refugia en la fe en Cristo y en Su sangre está a salvo de todo temor; el personaje más estimable que jamás haya vivido que no se haya servido humildemente de esta misericordiosa provisión de Dios se precipita a la ruina eterna. Ninguna proposición puede ser más sencilla y, sin embargo, nada parece más difícil de comprender para la mente humana. A todos nos gusta pensar que hay algo en nosotros que debería encomendarnos a Dios; como el fariseo de Lucas 18:11, estamos más o menos dispuestos a decir: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres». Tal afirmación, por mal expresada que esté, puede contener algo de verdad, pero el hecho es que, a los ojos de Dios, nada importa salvo Cristo. El Cordero, y solo el Cordero, es nuestra única esperanza y nuestro único recurso.

3 - «El día diez»

Es notable que, aunque el mes de la Pascua iba a ser en adelante el primero del año para el pueblo de Israel, el cordero no iba a ser sacrificado el primer día de ese mes. Casi se podría suponer que Jehová habría comenzado el nuevo relato con el gran hecho de la redención. Sin embargo, leemos en Éxodo 12:3: «Hablad a toda la congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero». Así que tenían que pasar 10 días antes de que la víctima fuera sacada del rebaño para ser sacrificada.

Los números se utilizan en la Sagrada Escritura con significado divino. Las frecuentes apariciones de «7» y «12» en el libro de Dios bastan para sugerirlo a cualquier lector atento. Este no es el lugar para mostrar el significado de todos los números divinamente empleados; para nuestro propósito presente, basta decir que «10» representa la medida completa de la responsabilidad humana. Así tenemos 10 mandamientos en Éxodo 20, 10 vírgenes en Mateo 25:1-13, y 10 minas en Lucas 19:13. Así que los 10 días de Éxodo 12:3 nos hablan de las edades de responsabilidad (o probación) que pasaron antes de que Dios enviara a su amado Hijo para ser el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo.

Las edades de responsabilidad anteriores fueron diseñadas divinamente para enseñar a la humanidad su profunda necesidad de un Salvador, de modo que estuvieran preparados para acogerle con adoración cuando apareciera. Si tomamos la cronología del arzobispo Usher (en la que, sin embargo, no podemos insistir), los hombres fueron disciplinados de este modo durante 40 siglos. Durante este largo período, los caminos de Dios hacia sus criaturas caídas han variado considerablemente. Hasta la época de Noé, los hombres tenían el testimonio de la creación y la voz de la conciencia. No existían las Escrituras, ni gobernantes o magistrados que pidieran cuentas a los malhechores. El fin fue el diluvio, pues la tierra se había llenado de corrupción y de violencia. Cuando Noé y sus hijos se establecieron en la tierra purificada, Dios estableció el principio del gobierno humano (Gén. 9:6), una disposición misericordiosa destinada a frenar la maldad. La embriaguez de Noé, la tiranía de Nimrod, la construcción de la torre de Babel y la idolatría que pronto cubrió la tierra demostraron con demasiada tristeza que la magistratura (por muy excelente institución que sea) es ineficaz cuando se aplica a un ser tan rebelde como el hombre.

Más tarde vino la entrega de la Ley, con sus solemnes «No…» y las amenazas y maldiciones que la acompañaban para todos aquellos que la desobedecieran. La Ley fue dada solo a Israel (Éx. 20:2; Sal. 147:19-20), porque Dios quería demostrar en esa nación el estado moral de la carne en todo el mundo. Los mandamientos apenas habían salido de la mano de Jehová cuando el primero fue violado al erigirse el becerro de oro; y esto fue solo el comienzo de una larga historia de transgresiones que finalmente culminó con el asesinato del Hijo de Dios, obligado por hombres sin fe ni Ley a seguir el mismo camino sangriento que todos los que alguna vez habían tratado de llevar a Dios ante su conciencia. La parábola de los viñadores en Mateo 21:33-46 es una ilustración sorprendente de esta desdichada historia.

Así fue como los hombres demostraron, durante 40 siglos, que en toda clase de circunstancias y condiciones no había más que maldad en sus corazones. Habiendo quedado plenamente demostrado este terrible hecho, Dios envió a su Hijo. «Porque Cristo, cuando aún estábamos sin fuerza, a su tiempo murió por los impíos» (Rom. 5:6). El «tiempo aceptable» (2 Cor. 6:2) de Dios se establece típicamente en «el diez de este mes» de Éxodo 12:3. ¡Oh, si los hombres en todas partes entendieran la lección, entonces renunciarían a toda pretensión de bondad y fuerza en sí mismos, y se gloriarían solo en Cristo!

4 - «El día catorce»

Así que el cordero debía ser tomado de las ovejas o de las cabras el décimo día del mes, pero no debía ser sacrificado en ese día. «Y lo guardaréis hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes» (Éx. 12:6). Así que durante 4 días la víctima estaba bajo la observación inmediata de aquellos por quienes su sangre iba a ser derramada. Esto encuentra su respuesta en los años del ministerio público del Señor Jesús. Durante los primeros 30 años de su vida terrenal, vivió recluido en Nazaret. Solo Dios conoce sus perfecciones durante esos años. Fue cuando apareció a plena luz del día cuando Juan el Bautista pronunció las maravillosas palabras: «He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Allí estaba, ante los ojos de Juan, Aquel a quien apuntaban el Cordero Pascual y todos los demás sacrificios. Había venido del cielo para cumplir todos los tipos y sombras de la Ley. Pero no fue al Calvario en aquel momento. En efecto, iba camino del Calvario cuando Juan lo vio, pero pasaron 3 años y medio de ministerio –un ministerio incomparable– antes de que «su vida es quitada de la tierra» (Hec. 8:33). Fue, por así decirlo, «tomado» el décimo día y «guardado» hasta el decimocuarto. La imagen típica es aún más completa si recordamos que su muerte constituyó la fiesta de la Pascua aquel año. Los sacerdotes asesinos lo habrían querido de otro modo, temiendo un alboroto entre el pueblo (Mat. 26:5); pero la hora de Dios había llegado, y el hecho tenía que hacerse entonces, y no en otro momento.

Durante los 3 años y medio de su ministerio, el Salvador vivió bajo el fuego de la crítica hostil. No era un asceta como Juan, su morada no estaba en el desierto, iba y venía libremente entre la gente. Por tanto, todos los hechos de su vida eran perfectamente conocidos. Si sus enemigos hubieran podido descubrir en él un solo defecto, ¡cómo se habrían alegrado sus malvados corazones! Pero era el santo de Dios. El cordero pascual debía ser «sin defecto» (es decir, perfecto); solo así podía representar a Aquel que era santo por naturaleza y puro en todos sus caminos. Al final, su juez tuvo que decir: «No hallo en él ningún crimen» (Juan 19:6) y sus enemigos solo pudieron encontrar una apariencia de caso contra él sobornando a hombres para que cometieran perjurio en su tribunal (Marcos 15:55-60).

Su vida inmaculada demostró que era digno de morir para expiar los pecados de los demás. Si se hubiera demostrado que había sido culpable de la más mínima transgresión, la salvación habría sido imposible para cualquiera de nosotros, pues entonces habría necesitado un Salvador para sí mismo. Sus años de vida pública demostraron que la muerte no tenía ningún derecho sobre él. Por lo tanto, era divinamente competente para tratar la cuestión del pecado y resolverla para la satisfacción eterna de las demandas del trono de Dios. «¡Aleluya!» ¡Qué Salvador!

5 - «Lo inmolará»

La muerte está grabada por todas partes en nuestro capítulo (Éx. 12). Centrémonos ahora en las solemnes palabras del versículo 6: «Lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes». Nada menos que esto podía satisfacer las exigencias de Dios y evitar la destrucción que se avecinaba. El cordero debía morir; la sangre inocente debía ser derramada si se quería salvar a los culpables.

La muerte es en todas partes el fruto del pecado; es la paga del pecado, como dice Romanos 6:23. Si el pecado no hubiera interferido en la hermosa creación de Dios, nunca se habría cavado una tumba, nunca se habría derramado una lágrima de luto. No malinterpretemos esto. Aquellos que hablan de su muerte inminente como una “deuda de la naturaleza” están simplemente ocultándose a sí mismos la verdad real de su posición en relación con Dios y su trono. No hay mayor locura. Solo hay una explicación para la presencia de la muerte en el mundo: el hombre es una criatura caída, rebelde contra su Creador. Para quienes no buscan la gracia y el perdón de Dios, la muerte del cuerpo es solo el preludio de «la segunda muerte, el lago de fuego» (Apoc. 20:14). La justicia de Dios exige que, si uno de ellos ha de librarse de esta última terrible sentencia, la muerte debe caer sobre otro en su lugar.

Así lo demuestra claramente el orden del cordero pascual. El ángel de la muerte debía cruzar la tierra de Egipto a medianoche para destruir a los primogénitos en cada casa. No había otra manera de escapar a tan espantosa visita que la muerte del cordero. En cada casa donde la muerte había hecho su obra en el sacrificio, la muerte pasaba por encima del primogénito sin tocarlo. Donde el pueblo no había puesto la muerte del cordero entre él y Dios, caía el golpe. Lo mismo sucede hoy. La muerte de Cristo, humildemente aceptada y apropiada por la fe, es nuestro único medio posible de escapar al juicio eterno de Dios. A Israel no le habría bastado un cordero vivo; a nosotros no nos bastaría un Cristo vivo. Su presencia personal en la tierra fue un privilegio y una bendición inestimables para la humanidad, pero la expiación no se hizo así. Tuvo que morir antes de poder estar disponible como Salvador para los hombres perdidos. Sus propias palabras en Juan 6:51 lo demuestran de manera concluyente: «Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno come de este pan, vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne que doy por la vida del mundo». A esto puede añadirse la memorable afirmación que hizo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asimismo es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Juan 3:14-15). Feliz el hombre que puede decir: El Salvador «sí mismo se dio por mí» (Gál. 2:20). El golpe del juicio divino nunca podrá caer sobre él. «Lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes». No “ellos”, sino «él». Miles de corderos fueron degollados aquella noche; sin embargo, en la mente de Dios solo había uno. Cristo es el primer gran pensamiento de Dios, y a él apuntan todos los sacrificios. No hay salvación en ningún otro.

6 - «Tomar de la sangre»

En Éxodo 12:7, por primera vez en la Sagrada Escritura, se menciona la sangre en relación con la liberación y bendición del hombre. En varios pasajes del libro del Génesis, la sangre se menciona como prueba de la culpabilidad humana (notablemente en la historia de Caín y Abel), y en los primeros capítulos del Éxodo, la sangre se introduce 2 veces como uno de los juicios de Dios sobre Egipto rebelde (Éx. 4:9; 7:17). Ahora, en la ordenanza del Cordero Pascual, nos está presentada como el medio por el cual el pueblo creyente de Dios quedaba a salvo de la destrucción. Desde este momento hasta el final del libro de Dios, la doctrina de la sangre de la expiación se distingue por rasgos inconfundibles. Es por la sangre, y solo por la sangre, que los hombres pueden ser salvados. Tales fueron las instrucciones dadas a Moisés y Aarón en la tierra de Egipto: «Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer» (Éx. 12:7). Más adelante en el capítulo oímos a Moisés dirigirse a los ancianos de Israel de la siguiente manera: «Sacad y tomaos corderos por vuestras familias, y sacrificad la pascua. Y tomad un manojo de hisopo, y mojadlo en la sangre que estará en un lebrillo, y untad el dintel y los dos postes con la sangre que estará en el lebrillo; y ninguno de vosotros salga de las puertas de su casa hasta la mañana» (Éx.12:21-22). Por tanto, las distintas etapas estaban perfectamente claras para el pueblo de Dios. Ni el más estúpido de ellos podía entender mal lo que era esencial para su salvación. Primero había que elegir el cordero para el sacrificio; luego había que llevarlo a la casa; 4 días después había que sacrificarlo; por último, había que rociar con la sangre el dintel y los postes de la puerta de la casa de todo hombre de Israel. No bastaba con sacrificar el cordero, ni siquiera con presentar la sangre en un lebrillo; había que rociarla obedeciendo la Palabra de Jehová.

El significado para nosotros hoy es bastante claro. Cristo, el Cordero de Dios, ha sido sacrificado; su preciosa sangre ha sido derramada; todo lo que Dios pide al pecador que quiere escapar de la ira venidera es aceptar estos grandes hechos mediante una fe sencilla y sincera. Pero, así como aquella noche en Egipto nadie podía ayudar a su prójimo, pues cada uno estaba obligado a rociar la sangre por sí mismo, así hoy nadie puede refugiarse bajo el manto de la fe de otro; cada uno debe apropiarse de la preciosa sangre de Cristo como única salvaguardia de su alma. A los que así lo han hecho, Pedro les escribe así: «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir que vuestros padres os enseñaron, no con cosas corruptibles, como plata u oro, sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha, predestinado antes de la fundación del mundo, pero manifestado al fin de los tiempos a causa de vosotros, que por él ahora creéis en Dios, quien lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios» (1 Pe. 1:18-21). Los sentimientos expresados en este pasaje van claramente mucho más allá de lo que se experimentaba en Egipto en tiempos de Moisés. Entonces se trataba simplemente de mantener a Dios, como Juez, fuera de los hogares; ahora, sobre la base justa de la sangre de Cristo, todo creyente es llevado a Dios, aceptado y acogido en el favor del Resucitado, y al mismo tiempo capacitado para conocerle por el poder del Espíritu Santo descendido del cielo.

7 - «Yo veré la sangre»

Si las instrucciones dadas a Israel eran muy explícitas, para que nadie pudiera malinterpretarlas, también eran muy rígidas. No había lugar para la opinión humana en cuanto a lo que era correcto y apropiado esa noche, y no se permitía ninguna desviación de la estricta letra de la Palabra divina. La sangre del cordero era el requisito divino, y nada más podía aceptarse en su lugar. Este es el mensaje de Jehová al pueblo: «Yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto, y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto» (Éx. 12:12-13).

Si algunos de los israelitas hubieran afirmado que sus vidas eran mucho mejores que las de sus vecinos y que, por tanto, no era tan urgente poner sangre en los postes de las puertas, ¿qué habría ocurrido? El ángel de la muerte habría barrido esa casa, aunque la gente de allí fuera en realidad la más recta y religiosa de la tierra. Jehová no dijo: “Cuando vea vuestras buenas vidas”, sino: «Cuando vea la sangre». Supongamos que algunos se hubiesen opuesto al sacrificio del cordero, porque su espíritu se rebelaba ante el horror del derramamiento de sangre, y en su lugar hubiesen atado el animal vivo a los postes de las puertas de sus casas, ¿habría sido aceptado? De ninguna manera. El Señor no dijo: “Cuando vea el cordero”, sino «Cuando vea la sangre». La sangre era una confesión, por parte de los que la rociaban, de que eran personalmente dignos de muerte y de que se cobijaban bajo la muerte de otro. Para Dios, la sangre atestiguaba que la muerte ya había entrado en las casas sobre las que yacía, y esto le justificaba para pedir a sus ministros justicieros que pasaran de aquellas casas. ¡Qué sencillas son estas lecciones y, sin embargo, qué difícil es inducir a los hombres a aceptarlas, cuando se refieren a su paz eterna! Cuántos alegan en favor de su vida moral y religiosa, como si una vida excelente debiera eximirles del santo juicio de un Dios que no conoce el pecado. Cuántos, en cambio, hablan en favor de Cristo vivo, admirando sus caminos perfectos y aclamándolo como el gran predicador a quien todos los hombres harían bien en escuchar. “Volvamos a Cristo”, dicen. “Vivamos según los principios del Sermón del monte, y todo irá bien”. ¡Vana ilusión! ¡Falsa esperanza! La gran necesidad de los hombres no es un ejemplo santo, ni un maestro que enseñe la bondad, sino un sacrificio que expíe los pecados. Esto solo puede encontrarse en la preciosa sangre de Cristo. Él hizo la paz mediante la sangre de su cruz (Col. 1:20), y nunca podría haberse hecho la paz de otro modo entre los hombres y Dios. «Sin derramamiento de sangre no hay perdón» (Hebr. 9:22). Un milenio de vida santa y enseñanza divina por parte del Hijo de Dios habría dejado la cuestión del pecado donde estaba antes de que él viniera a la tierra. El pecado solo podía ser expiado por la sangre.

Alabado sea Dios por la muerte expiatoria de Cristo. Le permitió no solo eximir del juicio al pecador que cree, sino también acogerlo en su corazón de amor por los siglos de los siglos. No es de extrañar que los redimidos de arriba atribuyan todo el valor y la gloria al Cordero que fue inmolado.

8 - «Pasaré de vosotros»

A menudo se malinterpreta el significado de la promesa de Jehová a Israel: «Pasaré de vosotros». Muchos piensan que se trata de una simple exención de la destrucción, cuando en realidad las palabras implican mucho más que eso. Citaremos detenidamente Éxodo 12:23 para que tengamos todo el compromiso ante nosotros: «Jehová pasará hiriendo a los egipcios; y cuando vea la sangre en el dintel y en los dos postes, pasará Jehová aquella puerta, y no dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir».

Jehová «pasando» es una cosa, pero Jehová «pasando de vosotros» es otra. Es sobre este último punto que nos preguntamos. ¿Qué significa esto? Isaías 31:5 nos ayudará aquí. «Como las aves que vuelan, así amparará Jehová de los ejércitos a Jerusalén, amparando, librando, preservando y salvando». El lenguaje de Isaías 31 es, pues, muy parecido al de Éxodo 12, y su significado es claro. Da la idea de una madre ave que se cierne sobre su nido, lo vigila con ansiedad y vela por sus crías. Esto es lo que Jehová prometió hacer en Egipto por todos aquellos que, en obediencia a su Palabra, rociarían con sangre sus casas. Él mismo sería el protector de este pueblo. Se interpondría entre ellos y cualquier peligro. «No dejará entrar al heridor en vuestras casas para herir».

Esto nos da una visión verdaderamente encantadora del Dios con el que tratamos. Él está positivamente del lado de aquellos que, por fe, han buscado el refugio de la sangre de Jesús. El hecho de que haya resucitado a su Hijo de entre los muertos es una prueba pública de que se han cumplido plenamente todas las exigencias de su trono. En perfecta armonía con su propio carácter de justicia, Aquel contra quien se han cometido todos nuestros pecados puede ahora constituirse en guardián de su pueblo creyente. Fiel a su Palabra y a la preciosa sangre de Jesús, nunca, mientras duren los siglos, permitirá que el juicio toque a los suyos. Siendo esto cierto, despojémonos de todo temor servil. No hay lugar para el miedo en nuestra relación con un Dios así.

Los hombres de Israel bien podían sentarse en tranquila confianza aquella noche. Aunque los gemidos de angustia de los demás llegaran a sus oídos, no tenían por qué preocuparse. Habían puesto la sangre del cordero entre ellos y el destructor, y Jehová mismo estaba de centinela, por así decirlo, fuera de sus puertas rociadas. Si hubieran tenido pensamientos ansiosos, habrían deshonrado a Dios, su fidelidad y su verdad. De la misma manera, las aprensiones incrédulas de muchos en nuestros días que verdaderamente aman el nombre del Salvador son una profunda afrenta al Dios de nuestra salvación. Como dicen los versos de Toplady*:

* (Augustus Montague Toplady, (1740 – 1778), un religioso anglicano y poeta inglés).

¿De dónde viene este temor y esta incredulidad?

¿De dónde viene este temor y esta incredulidad?

Si Dios, mi Padre, ha agraviado

A su inmaculado Hijo por mí.

¿Puede él, el justo juez, condenarme por esta deuda de pecado?

Condenarme por esta deuda de pecado,

Que, Señor, te fue imputada.

¡Es imposible!

9 - «Comer la carne»

Una vez rociada la sangre del cordero según la ordenanza de Jehová, había que cocer y comer la carne del animal. También aquí cada detalle estaba regido por la Ley divina; nada se dejaba a la decisión del pueblo. Así leemos: «Aquella noche comerán la carne asada al fuego, y panes sin levadura; con hierbas amargas lo comerán. Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas» (Éx. 12:8-9). En la Escritura, comer tiene la doble fuerza de la apropiación y de la identificación. En Juan 6:51-57, el Salvador insiste en la necesidad de comer su carne y beber su sangre para tener la vida eterna y gozar de ella. No tiene sentido introducir la Cena en Juan 6, pues no había sido instituida en la época en que nuestro Señor habló de esta manera. El significado es que no solo debe ser inmolado para satisfacer a la necesidad de los hombres pecadores, sino que los hombres deben apropiárselo claramente por la fe a causa de ello. De ahí el lenguaje del nuevo cántico en el cielo: «Tú fuiste inmolado y con tu sangre compraste para Dios» (Apoc. 5:9). Los que rodean el trono reconocen con adoración que todas sus bendiciones se deben a la muerte del Salvador. El hecho de que Israel se alimentara del cordero en Egipto es, por tanto, típico de nuestra apropiación de Cristo una vez muerto hoy.

Pero hay algo más. Estaba claramente prohibido hervir la carne y comerla medio cocida. Tenía que ser «asada al fuego». El fuego es el emblema bíblico de la santidad de Dios en el juicio. No me basta con saber que Cristo murió; es esencial que crea que murió de forma expiatoria, habiendo agotado todo el juicio de Dios que merecían mis pecados. «Él mismo llevó en su cuerpo nuestros pecados sobre el madero» (1 Pe. 2:24). Al alimentarme, por así decirlo, del cordero asado, entro hasta cierto punto en el terrible juicio que cayó sobre Cristo como portador de mis pecados, y comprendo que, sin su amor abnegado, yo mismo habría tenido que permanecer bajo la ira de Dios para siempre (Juan 3:36). Este sentimiento debió pesar mucho en el alma de Saulo de Tarso en Damasco cuando, durante 3 días, no pudo comer ni beber (Hec. 9:9).

Las «hierbas amargas» que acompañaban al cordero asado evocan el mismo principio. La comprensión de que el pecado –mi pecado– es de tal gravedad a los ojos de Dios que nada podría expiarlo, y por tanto salvarme de la ruina eterna, salvo la muerte de Cristo, y esto en medio de circunstancias de dolor y vergüenza sin comparación, es verdaderamente amargo para el creyente, aunque el conocimiento de la redención, en última instancia y para siempre, le proporcione un gozo increíble. No debía quedar nada del cordero pascual, o tendría que ser quemado en el fuego por la mañana. El sacrificio, con todo su ceremonial, debía completarse en una sola noche.

«Ninguna cosa dejaréis de él hasta la mañana; y lo que quedare hasta la mañana, lo quemaréis en el fuego» (v. 10). Así, el sol naciente no vería ni rastro del cordero inmolado. De la misma manera, la obra expiatoria de Cristo no es progresiva, sino completa. No es una obra en curso, sino definitiva y eternamente realizada. Como un memorial fragante y santificado, el precioso sacrificio del Calvario permanece para siempre para Dios y los redimidos; el sacrificio mismo es pasado y completo. Es tan divinamente eficaz que no se puede exigir ni aceptar nada más. Para el cordero sufriente de Dios, la noche oscura del juicio ya no existe, y vive allá arriba en el sol eterno del favor y el amor divinos.

10 - «Jehová ha golpeado»

Las amenazas de los hombres son a veces meras palabras vacías o jactancias vanas, pero no los juicios anunciados por Dios. En ningún momento de la historia del mundo el Creador ha amenazado con un juicio que no tuviera intención de cumplir. Ha habido ocasiones en que su mano ha sido desviada por el arrepentimiento del pueblo. La salvación de Nínive en tiempos de Jonás es un ejemplo. Forma parte de los caminos declarados de Dios retirar su sentencia cuando los hombres se humillan ante él. Jeremías 18:7-8 lo aclara. También es cierto que es «lento para la ira» (vean Sal. 86:15), dejando la puerta abierta al arrepentimiento hasta el final; pero incluso la longanimidad de Dios tiene sus límites. Así lo demostraron solemnemente los desafiantes egipcios de la época de Moisés. Al comienzo de la misión de Moisés, Jehová dijo a Faraón: «Israel es mi hijo, mi primogénito. Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva, mas no has querido dejarlo ir; he aquí yo voy a matar a tu hijo, tu primogénito» (Éx. 4:22-23). Agotada la paciencia de Dios después de varias apelaciones y juicios preliminares, esta temible sentencia se ejecutó la noche de la Pascua de Israel. «Aconteció que a la medianoche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales. Y se levantó aquella noche Faraón, él y todos sus siervos, y todos los egipcios; y hubo un gran clamor en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto» (Éx. 12:29-30). No había ningún respeto por las personas. El palacio real, que en todos los países está protegido en la medida de lo posible de las desgracias que acontecen a los humildes, no estaba aquella noche más seguro que una cárcel o un establo. El corazón del rey estaba desgarrado por la angustia, al igual que el del más humilde de sus súbditos. Es verdaderamente terrible desafiar al Dios del juicio.

Y, sin embargo, mientras la desolación se extendía por toda la tierra de Egipto, las casas de los israelitas salieron completamente ilesas. Esto se debió únicamente a que obedecieron a Jehová por fe y rociaron la sangre del cordero inmolado fuera de sus casas. No fue el buen comportamiento ni la ortodoxia religiosa lo que les salvó aquella noche, sino solo la sangre del cordero. Al abrigo de esa sangre pudieron comer y beber en paz, con los lomos ceñidos y el cayado en la mano, dispuestos a abandonar un escenario que no era en absoluto su hogar.

Vivimos un momento solemne en la historia del mundo. El día del Evangelio está llegando a su fin, con todas sus posibilidades de bendición eterna. La hora del juicio de Dios está a punto de amanecer. El Señor que había sido crucificado se levantará del trono en el que está sentado y saldrá con su poder como Juez divinamente designado de vivos y muertos. Primero se ocupará de los vivos, destruyendo ante sí a sus enemigos como nieve batida; más tarde, al final de su reinado milenario, sacará a los muertos de sus tumbas para que comparezcan ante el gran trono blanco. Son consideraciones extraordinarias, que sería insensato ignorar. Bienaventurado el hombre que, como pecador convicto digno de la ira eterna, se ha refugiado en el Salvador, confiando entera y únicamente en su preciosa sangre expiatoria. Tal hombre está eternamente seguro –tan seguro como un Dios justo puede hacerlo,

11 - «Para memorial»

Aquella noche en Egipto debía ser recordada perpetuamente por el pueblo de Israel. Para que nunca fuera olvidada, la Pascua debía celebrarse cada año como fiesta en honor de Jehová, de generación en generación. «Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Jehová durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis» (Éx. 12:14). El corazón humano tiene una peligrosa tendencia al olvido, sobre todo cuando se trata de asuntos relacionados con Dios. Cuántas veces en el Deuteronomio –ese libro que nos ofrece los últimos discursos de Moisés al pueblo– encontramos advertencias como «Acuérdate» y «Te acordarás». La Segunda Epístola de Pedro fue escrita para que sus lectores pudieran recordar sus enseñanzas después de su muerte. Según el apóstol, una de las características del apóstata es que habiendo olvidado «la purificación de sus antiguos pecados» (2 Pe. 1:9).

Estamos pensando aquí en la Cena. El Salvador estaba a punto de morir cuando la instituyó. Su maravilloso viaje por la tierra tocaba a su fin y estaba a punto de sufrir la angustia suprema del Calvario. Solo a través de su muerte podía tener lugar la expiación y ser posible la salvación para los hombres pecadores. Sin embargo, incluso un ser tan divinamente único como él, y un sacrificio tan maravilloso como el suyo, corrían el riesgo de ser olvidados por los suyos. Por eso dio a sus discípulos primero el pan y luego la copa, diciendo: «Haced esto en memoria de mí» (Lucas 22:19-20). Años después de su regreso a la gloria del cielo, el Espíritu Santo repitió sus palabras en 1 Corintios 11:23-25, añadiendo: «Siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (v. 26).

Así, mientras dure su ausencia en el cielo, la Cena sigue siendo para la Iglesia el memorial de su Señor y Salvador una vez muerto. Debería ser evidente lo absurdo de animar a participar a quienes no tienen un conocimiento salvífico de Cristo; ¿cómo puedo recordar a una persona que nunca he conocido? Cada año, la fiesta de la Pascua debía ser observada en Israel. De esta manera, la bondad de Dios debía mantenerse viva en la mente del pueblo, y el hecho de que Jehová los había redimido de la esclavitud de Egipto, llevándolos a una relación consigo mismo sobre la base de la sangre del cordero. La Pascua debía ir acompañada de 7 días de pan sin levadura. En todas las Escrituras, la levadura es símbolo del mal. Así, en el libro de imágenes de Dios, como en otras partes en el lenguaje más claro, insiste en la pureza de la vida y de la doctrina de todos aquellos a quienes la gracia ha cobijado bajo la sangre del Salvador.

Los hijos de Israel también entraban en el pensamiento divino. Debían ser cuidadosamente instruidos en el significado de la fiesta pascual. El caso se da por supuesto en Éxodo 12:26-27, donde los niños preguntan más tarde: «¿Qué es este rito vuestro?». Los padres debían responder: «Es el sacrificio de Jehová»: «Es la víctima de la pascua de Jehová, el cual pasó por encima de las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a los egipcios, y libró nuestras casas».

Asegurémonos hoy de que no solo nosotros mismos estemos a salvo por la sangre del Cordero, sino que también nuestros hijos estén en la misma posición de seguridad divina. La ira de Dios contra toda impiedad es una terrible realidad, de la que nada puede protegernos a nosotros ni a nuestros hijos, salvo la sangre del Salvador.