Inédito Nuevo

2 - Segunda meditación – La Iglesia primitiva (Hechos 11:19-26; 15:1-11, 28-29)

La Iglesia primitiva


Ya hemos visto la imagen de la Iglesia primitiva en Jerusalén en Hechos 4:23-5:6; 5:11-14. Pero en estos versículos falta un detalle muy importante, relacionado con la obra de Dios al llamar a la Iglesia. Al escribir a los efesios, Pablo recuerda a los creyentes que Dios ha abolido la separación entre judíos y gentiles mediante la muerte en la carne de nuestro Señor Jesús (cap. 2). Ahora ha hecho de los 2 un solo nuevo hombre. De hecho, es la palabra crear la que se utiliza: «Para crear en sí mismo de los dos un hombre nuevo» (Efe. 2:15). La misma palabra se utiliza antes (2:10): «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras…». El judío y el gentil son llevados por igual, y de la misma manera, a una nueva posición que Dios crea; y esto es tan válido hoy, hacia el final de la historia de la Iglesia, como lo fue al principio, cuando Pablo escribió esto. Los elegidos de entre los gentiles son llevados a esta nueva posición y exactamente al mismo nivel que los elegidos que Dios extrae de entre los judíos. Esto, por supuesto, aún no se veía en Hechos 4.

Dios comenzó la obra en medio de Israel. Las multitudes reunidas el día de Pentecostés eran judías, con quizá unos pocos prosélitos –gente de entre los gentiles que se había adherido a la sinagoga judía. 3.000 almas se convirtieron después de la predicación del Evangelio. Probablemente ellos también habían obrado para el Señor; luego los apóstoles habían sido arrestados y habían tenido problemas. Luego leemos este hermoso relato de la asamblea en Jerusalén. Creo que si hubiéramos estado allí en aquel momento y hubiéramos mirado a “uno de ellos” entre los miles de personas que habían, habríamos visto que casi todos eran de origen judío, tanto hombres como mujeres. El libro de los Hechos trata de un periodo de transición, como a veces lo llamamos. Dios no hace las cosas con prisas. No, la mente de Dios estaba trabajando tranquilamente. Por eso leo estos versículos sobre la obra en Antioquía. Fue en Antioquía, claramente, donde Dios comenzó esta notable obra de reunir un pueblo de entre las naciones para su nombre.

Nuestra lectura comienza cuando muchos se marcharon, dispersados en la persecución que siguió al martirio de Esteban. La mayoría de ellos seguían pensando solo en los judíos. Predicaban al Mesías, crucificado y resucitado de entre los muertos, y lo predicaban solo a los judíos. Pero algunos fueron más lejos. Hombres de Chipre y de Cirene hablaron a los griegos, predicando al Señor Jesús (11:20), y la mano del Señor estaba con ellos (11:21), y muchos se convirtieron al Señor (11:21), y muchos fueron añadidos al Señor (11:24). En Antioquía se estaba llevando a cabo una obra poderosa entre los gentiles; el señorío de Cristo se presentaba claramente y, por supuesto, se enfatizaba. Cuando Pedro habló a Cornelio, le dijo: «Dios envió la palabra a los hijos de Israel, predicando el evangelio de paz por medio de Jesucristo (el cual es Señor de todos)» (10:36). Él es Señor, no solo de los judíos, sino también de las naciones. Su autoridad mesiánica se aplicaba más particularmente al judío que había recibido las Sagradas Escrituras, incluidas las profecías sobre la venida del Mesías; pero si lo consideramos desde el punto de vista de su señorío, entonces desaparecen todas las demás distinciones: es Señor tanto del judío como del gentil. Predicaban al Señor Jesús, y la gente se volvía al Señor. Si me vuelvo al Señor, estoy implícitamente bajo su autoridad. Mi lugar es estar sometido a su poderosa Palabra. Así que hubo una obra muy notable entre los gentiles en Antioquía, casi paralela a la que había tenido lugar entre los judíos el día de Pentecostés en Jerusalén.

Cuando Bernabé bajó, vio la gracia de Dios y se regocijó. Era un hombre bueno. Vio cómo Dios había bendecido el trabajo de otros, y aunque esto no le daba ningún crédito, se alegró de ver que el Señor era glorificado. «Se alegró y exhortaba a todos a permanecer unidos al Señor con corazón firme» (11:23). No podía haber mejor consejo. Que tengamos un vínculo vivo entre nuestras almas y el Señor, y que nada nos aparte del Señor. «A permanecer unidos al Señor», dijo Bernabé. Al venir entre ellos dio un nuevo impulso a la obra de conversión, porque el versículo siguiente dice: «Y una gran multitud fue agregada al Señor». Entonces Bernabé fue a buscar a Pablo y lo llevó a Antioquía. Permanecieron allí todo un año, sirviendo y enseñando.

Los discípulos fueron llamados cristianos por primera vez en Antioquía. ¿Cómo se les llamaba en los círculos judíos? Encontramos la respuesta en Hechos 24, donde Tértulo acusa a Pablo en presencia de las autoridades romanas, diciendo: «… Hemos hallado que este hombre es una peste, provocador de sediciones entre todos los judíos por todo el mundo, y jefe de la secta de los nazarenos» (v. 5). Estaban los fariseos, que eran grandes defensores de la Ley y bastante presuntuosos; los saduceos, que eran muy analíticos y críticos y no creían en esto ni en aquello; los herodianos, que no se preocupaban tanto de estas cosas, sino que seguían a los poderes fácticos para sacar provecho en los asuntos mundanos. Los judíos que tenían estas sectas entre ellos decían: “Ahora tenemos a los nazarenos, seguidores de esta persona singular, Jesús de Nazaret, que fue crucificado”. Pero ahora había algo más. Dondequiera que la obra se estaba llevando a cabo entre las naciones, los que se estaban convirtiendo estaban reconociendo la autoridad del Señor sobre sus corazones y sus vidas y esto estaba poniendo el sello de Cristo en ellos. Los que miraban a estos creyentes debieron decirse: “No podemos definirlos con una larga explicación, necesitamos algo breve y preciso; puesto que son de Cristo, son cristianos”. Se ha señalado a menudo que esta palabra solo aparece 3 veces en el Nuevo Testamento. Agripa la conocía (Hec. 26:28). El nombre de cristiano había llegado claramente a las altas esferas. Agripa no dijo: “Pronto me convenceréis de que sea nazareno”, sino: «¡Por poco me persuades a ser cristiano!». El Espíritu Santo lo avala, pues en la Primera Epístola de Pedro dice: «Si [alguno sufre] como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios en este nombre» (1 Pe. 4:16). El Espíritu de Dios acepta este nombre, por así decirlo, como una buena definición de aquellos que son llevados a su nueva y poderosa obra.

Así que aquí vemos a Dios obrando entre las naciones, reuniendo un pueblo para su nombre. Pero el adversario está activo. Los llamados “maestros judaizantes” querían hacer que todas las cosas, especialmente las naciones, se ajustaran a un determinado modelo judío. Esto es lo que vemos en el capítulo 15. Algunos de estos maestros habían ido a Antioquía para decirles: «A menos que os circuncidéis, según la costumbre de Moisés, no podéis ser salvos» (v. 1). La circuncisión «según la costumbre de Moisés», o según la Ley, vinculaba a la persona circuncidada con el judaísmo. Al proponer esto, estos doctores pretendían introducir el muro divisorio de la clausura que Dios había derribado. En la Iglesia no existe tal separación; los que formamos parte de ella, seamos judíos o gentiles, estamos todos juntos sobre una base nueva, pues hemos sido creados en un solo hombre nuevo. Estamos unidos, pero el adversario trata, por supuesto, de estropear la obra de Dios. Así que estos maestros fueron y les dijeron: “Tendréis que convertir a estas personas en judíos de segunda clase. Tendréis que integrarlos en nuestro sistema legal, de lo contrario nunca se salvarán”.

Si leemos detenidamente el capítulo 15, veremos que hubo una gran discusión. No es que llegaran a las manos y discutieran a gritos, sino que se estaba debatiendo la cuestión. Pedro se levantó y dijo: «Vosotros sabéis que desde el principio Dios me eligió entre vosotros, para que por mi boca los gentiles oyeran la palabra del evangelio y creyeran» (v. 7). Esto sucedió cuando fue a visitar a Cornelio. Dios le había dado la misma visión 3 veces, para liberarle de ideas preconcebidas que le habrían estorbado, y Pedro finalmente había ido. Es notable que el relato divinamente inspirado dado por el historiador Lucas en Hechos 10 se repita en el capítulo 11, aunque desde un ángulo ligeramente diferente. En el capítulo 11, fue Pedro quien dio el relato de lo que había sucedido, a los que le interrogaban, cuando regresó a Jerusalén. Ahora, aquí en el capítulo 15, se hace referencia a Cornelio por tercera vez; se trata de un acontecimiento histórico. Los fariseos eran muy quisquillosos acerca de lavar esto o aquello, pero no se preocupaban mucho por sus corazones. Pedro dijo: “Queridos hermanos, mirad lo que pasó cuando Dios me eligió de entre vosotros para predicar el Evangelio a los gentiles por mi boca”. Fue el Espíritu Santo quien decidió el asunto. Vosotros decís que son naciones inmundas, pero sus corazones han sido limpiados por la fe. Dios limpió sus corazones, y el que conoce el corazón les dio el Espíritu Santo, como hizo con nosotros. En Hechos 10, es sorprendente que no se diga nada sobre su bautismo antes de que recibieran el Espíritu Santo.

En el capítulo 2, en respuesta a la pregunta «¡Hermanos! ¿Qué tenemos que hacer?», Pedro había dicho: «¡Arrepentíos, y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo!» (v. 37-38). El bautismo ocupa un lugar muy especial para el judío. Si me pidieran que expresara su significado, en una palabra, me quedaría con la palabra “ruptura”, aunque se trate de un nuevo vínculo. En el contexto de Hechos 2, se trataba de romper el vínculo con la nación que había rechazado al Mesías. En cierto modo, Pedro estaba diciendo: “Cortad vuestros lazos con la nación que mató al Mesías; separaos de ella. Salvaos de esta generación perversa”. Y se bautizaron; cortaron sus lazos y rompieron con la nación apóstata de entonces. Pero en Hechos 10 vemos que mientras Pedro predicaba la palabra que les señalaba a Cristo resucitado, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que le escuchaban. ¿Había sucedido antes algo semejante? Muchos de ellos eran sin duda personas piadosas y temerosas de Dios, pero no realmente convertidas. Todos los que estaban allí, no convertidos, aparte de Pedro y sus compañeros, se convirtieron sin excepción. El Espíritu Santo cayó sobre todos los que escucharon la Palabra: Cornelio, los soldados, amigos y familiares. Y Pedro tuvo que decir: «¿Puede alguien negar el agua del bautismo a estos, quienes han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros?» (v. 47).

Dios había zanjado el asunto. Esto es lo que dicen más adelante, en el capítulo 15: «Porque pareció bien al Espíritu Santo, y a nosotros…» (v. 28). El Espíritu Santo resolvió la cuestión de la acogida de las naciones al caer sobre ellas tal como eran, cuando la luz del Evangelio brilló en sus corazones. El día de Pentecostés, eran 3.000; aquí solo había una habitación llena, pero fueron «bautizados en un mismo Espíritu… para constituir un solo cuerpo» (1 Cor. 12:13). Aquí vemos que las cosas van tomando forma, de acuerdo con lo que se desarrollará doctrinalmente más adelante en la Epístola a los Efesios, a saber, la obra de Dios que ahora está llamando de entre las naciones a un pueblo para su nombre. Esta obra comenzó de manera notable en el caso de Cornelio y su familia, y continuó en Antioquía a través de la obra de esta gente humilde. No eran grandes predicadores, sino simplemente hombres de Chipre y Cirene. No dice cómo se llamaban; quizá lo sepamos el día en que el Señor evalúe a todos sus siervos y los recompense por lo que han hecho por él. Estos humildes y desconocidos creyentes habían sido expulsados de su país durante la persecución de Esteban, y tal vez tuvieron que huir al extranjero para salvar sus vidas; comenzaron a hablar a la gente de aquellas naciones. Y como el plan de Dios era ir a los gentiles (se lo había dejado claro a los apóstoles desde el principio), la mano del Señor estaba con ellos. Un gran número creyó, se convirtió al Señor y fue introducido en la Asamblea.

Al final del libro de los Hechos, el apóstol estaba prisionero en Roma. Reunió a los judíos. Parece que algunos creyeron, pero, por desgracia, la gran masa rechazó el testimonio del Evangelio. Pablo, después de citar algunos versículos del capítulo 6 de Isaías, tuvo que decirles algo muy solemne: «Sabed, pues, que esta salvación de Dios es enviada a los gentiles; ellos la oirán» (Hec. 28:28). No cabe duda de que durante este largo período en el que Dios está obrando y reuniendo fuera del círculo judío, la obra principal ha sido reunir de entre las naciones. Por eso dice la Escritura que mostrará «en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7). La palabra «inmensa» podría traducirse como “superadora”; es algo que sobrepasa todo lo demás. La obra de gracia que se está llevando a cabo hoy, reuniendo de entre las naciones un pueblo para su nombre, llevándolos a esta maravillosa posición de cercanía y favor y, en última instancia, de gloria en asociación con Cristo, es una demostración de la gracia de Dios que todo lo sobrepasa.


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