1 - Primera meditación – La Iglesia primitiva (Hechos 4:23-5:6; 5:11-14)
La Iglesia primitiva
Aquí tenemos una imagen de la iglesia de Jerusalén tal como era al principio. Vale la pena notar algunas características muy interesantes y llamativas que marcaron a estos primeros creyentes. El cuadro nos muestra cuál era el pensamiento de Dios cuando, por un tiempo, se sintió fuertemente el poder del Espíritu morador de Dios.
El primer punto por destacar es el siguiente: Pedro y Juan habían sido arrastrados ante las autoridades, pero después de ser liberados, se fueron a los suyos. En los primeros versículos del capítulo se dice que no encontraron «cómo castigarlos» (4:21). Comprobaron que lo sucedido no justificaba su crítica y su oposición; después de golpearlos, los soltaron y se fueron con los suyos. Para entonces, algunos de ellos habían formado una compañía en Jerusalén, de modo que los apóstoles, liberados por las autoridades hostiles, sabían adónde ir. La Iglesia es una compañía separada del mundo. Esto se ha olvidado. A lo largo de los años, el objetivo del adversario ha sido mezclar la Iglesia con el mundo; ahogar, si es posible, lo que es de Dios en los asuntos del mundo; y con demasiada frecuencia lo ha conseguido. Pero antes de que se extendiera la bancarrota, se trazaba una línea clara entre la Iglesia y el mundo. Esa línea sigue existiendo hoy y debemos reconocerla. La Iglesia no forma parte del sistema religioso del mundo. La Iglesia es una compañía llamada fuera del mundo. Esto es lo que realmente significa la palabra traducida Iglesia (o Asamblea según J.N. Darby). En nuestro idioma, la palabra griega se ha introducido como adjetivo.
La palabra griega ekklesia viene de «ek», que significa «fuera de», y «klesis», de «kaleo», que significa “llamar”; simplemente significa un pueblo “llamado fuera de”. Esta es siempre la forma de actuar de Dios. Llama a su pueblo, y lo vemos desde el principio de la Biblia. En los primeros capítulos del Génesis, vemos que después del diluvio, cuando tal vez había pasado un siglo y la población volvía a crecer, dijeron: «Venid, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo» (Gén. 11:4).
Lo que realmente estaban diciendo era: “No podemos hacer lo que queremos individualmente, tenemos que hacerlo juntos. Necesitamos algo colectivo, no solo individual”. El mundo está diciendo: “Vamos, unámonos todos. Podéis hacer mucho más si os unís a nosotros y dais una especie de impulso cristiano a lo que estamos haciendo”. Así fue cuando empezaron a construir la torre de Babel. Un solo hombre no podía hacerlo, pero podían hacerlo todos juntos, y la empezaron. Fue en este contexto que Dios le dijo a Abraham: «Vete…» (Gén. 12:1). Este pensamiento de llamar a salir siempre ha marcado la obra de Dios. Llamó a Israel a ser una nación distinta. Por eso se usa la palabra «ekklesia» para referirse a esta nación en Hechos 7:37-38: «Este es el Moisés que dijo a los hijos de Israel: Dios os levantará un profeta de entre vuestros hermanos, como yo; [a él oiréis]. Este es el que estuvo en la asamblea en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí, y con nuestros padres…». Era un pueblo llamado a salir de Egipto. Nosotros pertenecemos a la ekklesia, la Iglesia, la familia llamada a salir del mundo. Inmediatamente después de Pentecostés, esto se manifestó en Jerusalén, y Pedro y Juan «volvieron a los suyos».
¿Qué caracterizaba a esta compañía? Lo primero que hay que señalar es que la Palabra de Dios les era familiar, y sus pensamientos estaban regidos por la Palabra de Dios. En esta situación crítica, enfrentados a la oposición de poderosos líderes religiosos, encontraron luz y guía en la Palabra de Dios. No tenían los escritos del Nuevo Testamento, pero tenían el Antiguo Testamento y retomaron lo que David había escrito en el Salmo 2. Este notable ejemplo muestra que la Escritura tiene a menudo un doble cumplimiento. Hay un cumplimiento preliminar, antes de que llegue el cumplimiento completo. Cuando Pedro predicó el día de Pentecostés, dijo: «Esto es lo que se dijo por medio del profeta Joel» (Hec. 2:16), y el profeta Joel predice lo que sucederá al comienzo del Milenio en una escala mayor. Pedro dijo que la efusión del Espíritu y el hablar en lenguas el día de Pentecostés eran una especie de muestra de lo que estaba por venir. Lo mismo ocurre aquí con la cita del Salmo 2. Cuando se llegue al apogeo, y las naciones se enfurezcan, y la gente imagine cosas vanas, y los poderes anticristianos parezcan estar en la cima de su forma, Dios intervendrá, y pondrá a su ungido en su santa colina de Sion. Citan solo esta parte: «¿Por qué se amotinaron las naciones, y los pueblos meditaron vanos proyectos? Acudieron los reyes de la tierra, y los príncipes unánimes se juntaron contra el Señor y contra su Cristo» (v. 25-26). Lo que se predijo entonces sucedió exactamente. Judíos y gentiles crucificaron al Mesías, pero solo hicieron lo que «tu mano y tu consejo predestinaron que sucediera». No lo sabían, pero solo cumplieron lo que se había predicho sobre los sufrimientos de Cristo. Así que lo que fortaleció a la Iglesia primitiva fue el conocimiento, el consejo y la guía de la Palabra de Dios. Esto sigue siendo válido hoy para nosotros, que pertenecemos a la Iglesia. La Palabra de Dios debe ser el factor determinante.
También había la oración. Se mantenían en contacto con Dios. No apelaban a los poderes fácticos ni cultivaban vínculos con los hombres del mundo. No, se encomendaban enteramente a Dios, y no hay duda de que cuando los santos hacen esto, están seguros de obtener misericordia. Al unísono elevaron su voz a Dios; ¿qué pedían? No se quejaron de la hostilidad de los gobernantes ni de los tiempos difíciles que estaban atravesando. Desde luego, no pidieron a Dios que los juzgara o los detuviera. Miraron las cosas desde el punto de vista de Dios, digamos. Decían: «Ahora, Señor, mira sus amenazas», y también: «Concede a tus siervos que con todo denuedo anuncien tu palabra» (4:29). Pidieron a Dios que extendiera su mano e hiciera sentir su poder, para que pudieran hacer lo que sabían que se les había encomendado. Debían ir y predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados entre todas las naciones, empezando por Jerusalén (Lucas 24:47). Era como si el Señor hubiera dicho: “Empezaréis por donde es más duro, por donde el pecado ha alcanzado su apogeo”; porque nunca ha habido, ni habrá, un pecado mayor que el rechazo y la muerte del Mesías. Es el pecado supremo de la humanidad y fue perpetrado en Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas.
Cuando el Señor llora con las hermanas de Lázaro junto a su tumba, la palabra traducida «llorar» significa derramar lágrimas en silencio (la única vez que se utiliza esta palabra en el Nuevo Testamento). Cuando llora sobre Jerusalén, la palabra utilizada para «llorar» significa gran lamentación. Sabía lo que le esperaba a la ciudad (Lucas 19:41-44). Pues era en esa misma ciudad donde se iba a empezar a predicar el Evangelio, y donde se iban a manifestar su poder y su eficacia. Conocedores de su misión, y sin pensar por el momento en las naciones, oraron pidiendo audacia para proclamar la Palabra del Señor. Y así lo hicieron. Dice: «Hablaron la Palabra de Dios con denuedo» y: «Los apóstoles con gran poder daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús» (4:31, 33).
Como resultado de su oración, el Espíritu Santo actuó en medio de ellos. Esta es una de las grandes marcas de la Iglesia primitiva. El Espíritu Santo vino, y es su poder el que se manifiesta. No lo olvidemos. Es el poder del Espíritu Santo el que hace la obra de Dios. Vivimos en una época en la que pensamos que el hombre es muy grande; sus pensamientos y sus obras abundan. Podemos olvidar que el poder no reside en la capacidad humana; solo está en el Espíritu Santo de Dios. La Primera a los Corintios deja esto doctrinalmente muy claro. Es el Espíritu Santo quien obra con su poder en la Asamblea de Dios. La gente a veces se inclina a decir que las reuniones de “hermanos” parecen ser una especie de institución democrática donde cualquier hermano puede levantarse y hablar. Deberíamos decir que nadie puede levantarse y hablar a menos que lo haga bajo el poder y la guía del Espíritu de Dios. No niego que esto sea difícil de poner en práctica. Tenemos que ejercitarnos y preguntarnos: ¿debo levantarme para dar gracias, hablar u orar? Puedo equivocarme y otros también, pero es mejor hacer lo que está bien, aunque sea imperfectamente, que lo que está mal, aunque sea con el mejor estilo.
Por desgracia, la cristiandad se ha alejado mucho de la sencillez de la Iglesia primitiva, que se caracterizaba por el poder del Espíritu y, en consecuencia, por una gran unidad de corazón. ¿Vemos eso hoy en día? No, con demasiada frecuencia. Al principio tenían «un corazón y un alma» (4:32). Las diferencias que vemos hoy en día muestran lo poco que sabemos sobre el poderoso control del Espíritu de Dios. Había una gran unidad de corazón entre los santos y un poderoso testimonio ante el mundo. Estas 2 cosas, la unidad interior y el testimonio exterior, están más estrechamente relacionadas de lo que imaginamos. La unidad de corazón significa cuidar de los santos. Hemos hablado a menudo de este hermoso derroche de generosidad. Debemos recordar que los santos eran un pueblo rechazado. Pero había mucho cuidado y compasión según Dios. Esta generosidad no les fue impuesta como una exigencia divina. Pedro le dijo a Ananías: «Sin venderlo, ¿acaso no era tuyo? Y vendido, ¿no te pertenecía?» (5:4). Él no debía tener reparos. Podía venderla y quedarse con el dinero, sin fingir nada, pero actuó con engaño; y la pobre Safira mintió. Cuando «todos los poseedores de campos o de casas los vendían y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles», Ananías trajo el dinero, fingiendo que era todo el precio, pero quedándose con una parte. Cuando este tipo de pecado entra en el círculo de los santos, suele haber una demostración radical de santa disciplina desde el principio.
La iglesia es un lugar donde se ejerce la disciplina. Se ejerció en la compañía primitiva cuando apareció la primera manifestación de egoísmo. Había fingimiento y falsedad. Se mentía al Espíritu Santo, como si el Espíritu de Dios no conociera la verdad del asunto. El obró poderosamente en la Iglesia y manifestó su poder por medio de la santa disciplina. Iluminó la mente de Pedro para que hablara como lo hizo y Ananías murió. Se había comportado como si se pudiera engañar al Espíritu de Dios, pero no se puede. A menudo, al principio de un período, Dios da una demostración radical de poder y juicio en la disciplina. Recordamos el caso de Acán cuando los hijos de Israel entraron en el país. Es importante aprender esta lección. En su estado primitivo, la Iglesia estaba marcada no solo por los caracteres que ya hemos considerado, sino también por la santa disciplina. La Iglesia es la Casa de Dios que él habita por su Espíritu. Nadie podía detectar el engaño de Ananías, pero el Espíritu Santo lo sabía y demostró con ello que realmente habitaba en la Iglesia, la Casa de Dios. Pedro simplemente dijo las palabras que el Espíritu Santo le había dado que dijera y Ananías y Safira murieron.
El hecho de que Dios les hiciera esto demuestra que eran sus santos. Dios no hace eso con el mundo. Esa es la gran pregunta en el Salmo 73. El pobre salmista dice: «En cuanto a mí, casi se deslizaron mis pies; por poco resbalaron mis pasos. Porque tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos» (Sal. 73:2-3). Todas las mañanas el salmista se sentía turbado, atormentado y castigado, mientras la gente del mundo se ocupaba de sus asuntos y parecía despreocupada. Pero cuando entró en el santuario, comprendió su fin. Vio las cosas desde el punto de vista de Dios. La gente del mundo parece librarse de muchas cosas en esta vida, pero luego se sumerge en una eternidad de perdición. El hijo de Dios no se libra tan fácilmente, como hemos visto a menudo. Si un hijo de Dios hace algo malo, Dios permite que se descubra. Si lo mismo lo hacen muchas veces otras personas, en el mismo lugar, no se descubre. El cristiano lo hace y es descubierto, ¿por qué? Porque Dios cuida del cristiano. Si un santo deshonra al Señor, es arrestado. Eso es lo que sucedió en Hechos 5. Tal disciplina tuvo el efecto de un freno. En primer lugar, «sobre toda la iglesia sobrevino gran temor» (5:11). Se les recordó que Dios no quiere que el creyente haga lo que hace el mundo, está destinado a una vida de santidad. Como santos, estamos destinados a un tipo de vida diferente que no está marcada por los caminos del mundo. El ojo de nuestro Señor está sobre nosotros.
Hay algo más. Este temor se apoderó de «todos los que oían estas cosas». El poder de Dios se manifestaba a través de los apóstoles y «ninguno de los demás osaba juntarse con ellos» (5:12-13). Es posible que algunos, impresionados por la generosidad de los santos, se unieran a ellos, aunque no fueran verdaderos miembros de Cristo, sino solo fuentes de problemas y debilidad. Esta disciplina ha frenado la afluencia de meros profesos externos, pero no ha detenido la verdadera obra de Dios. «Cada día se añadían al Señor más creyentes, una multitud tanto de hombres como de mujeres» (5:14). Esto es lo que debemos ver: creyentes puestos bajo el señorío de Cristo, convirtiéndose en una verdadera fuente de ayuda y gozo.