El amor perfecto de Cristo por su Iglesia
Su obra y su propósito
Autor:
Su actividad celestial actual Los cuidados y la solicitud del Señor para su Iglesia
Temas:«Maridos, amad a vuestras mujeres, como también Cristo amó a la iglesia y sí mismo se entregó por ella, para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra; para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (Efe. 5:25-27).
Hay dos cosas en este pasaje que ponen de relieve el amor perfecto de Cristo por la Iglesia: primero, lo que ya ha hecho, y segundo, lo que aún tiene que hacer. En otras palabras, primero tenemos su obra, luego su propósito.
«Cristo amó a la iglesia y sí mismo se entregó por ella». Valoramos una cosa en función de lo que nos cuesta; cuanto más pagamos por ella, más la estimamos. Así pues, Cristo aprecia la Iglesia según lo que le costó poseerla. Pagó un precio infinito, renunció a todo lo que tenía, su lugar, su descanso, su gloria con el Padre, todos sus derechos y glorias como Hijo del hombre y, sobre todo, sí mismo se entregó. Se entregó a Dios por nosotros, para glorificar a Dios por nosotros, para sufrir todo lo que merecíamos. Dejó su vida para pagar nuestro rescate, para redimirnos para Dios.
No podía dar más, hacer más o sufrir más. Su amor fue probado hasta el extremo, pero permaneció firme como una roca. «Muchas aguas no podrán apagar el amor» (Cant. 8:7).
Pero hay otra forma para nosotros de juzgar una cosa, podemos apreciarla por lo que es en sí misma, según nuestra propia estimación de su valor, que puede incluso superar el precio que hemos pagado. Puede tener un valor para nosotros más allá de toda estimación.
Así sucedió con Cristo, cuyo corazón desde la eternidad pensaba en la Iglesia. Él mismo hizo la estimación de su valor. Para él, ella tenía un precio y una belleza especiales, era esa perla de gran precio, el único objeto que su corazón deseaba, llena de belleza y encanto a sus ojos, y renunció a todo lo que tenía para poseerla.
En este caso, su estimación de este tesoro se formó antes de comprarlo; quería poseerlo a cualquier precio. ¡Qué maravilloso amor el suyo! ¡Había visto belleza en tales objetos, que yacían en sus pecados, pobreza y degradación! Suena casi demasiado maravilloso para ser verdad, y sin embargo su propia Palabra nos asegura que así fue: «Mis delicias son con los hijos de los hombres» (Prov. 8:31).
Sin embargo, esta verdad a menudo se pierde de vista, o solo se comprende vagamente, cuando pensamos en el amor de Cristo por nosotros, y en su muerte como su expresión suprema. Pensamos en su gracia cuando murió por nosotros, como si no tuviera otro propósito, en esa ocasión, que liberarnos del estado en que yacíamos. Volvemos a pensar que cargó con el juicio por nosotros y nos liberó de él; o que murió por nosotros y aseguró nuestra salvación. Todo esto, aunque cierto, solo expresa una pequeña parte de la verdad. Murió no solo para liberarnos, sino para poseer la Iglesia para sí y elevarla hasta él (1 Tes. 5:9-10).
Tal amor y tal modo de obrar no pueden concebirse en ninguna criatura humana, pero, sin embargo, tal fue y es el amor perfecto de Cristo por la Iglesia. «Para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra». Es porque él ama a la Iglesia tan perfectamente que desea que esté separada de todo lo que pueda contaminarla, para que su posición moral corresponda a lo que él es. Por eso quiere purificarla, mediante el lavado de agua por la Palabra, de todo lo que es del mundo y no conviene a la elevada y santa relación a la que él la ha introducido, habiéndola redimido entregándose sí mismo. Su amor perfecto no podía satisfacerse con nada menos que una condición moral digna de él mismo.
Si pensamos en su amor, apreciaremos plenamente este servicio presente de Cristo, despertará en nosotros la necesidad de responder a lo que él desea para nosotros, y no nos satisfará nada menos que una completa separación de todo lo que no es digno de él. Apreciaremos la Palabra de Dios por su efecto santificador.
Esto nos lleva a la segunda parte de nuestro tema, a saber, el propósito de Cristo en relación con la Iglesia, lo que quiere hacer por ella. Sí mismo se entregó por ella, no solo para redimirla, sino para poseerla, con el propósito de traerla a sí mismo, en su propio lugar y en un estado tal que fuera digna de él: «Para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra; para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada». Su amor no estará satisfecho hasta que nos haya llevado a su propio lugar para compartir con él en su propio honor y gloria, siendo llevados al pleno disfrute del lugar y condición que es suya en la Casa del Padre. Quiere que disfrutemos con él de su gozo y de su gloria, en la medida en que puedan darse. Todo esto será la plena realización de esta verdad: «El que santifica como los que son santificados, son todos de uno» (Hebr. 2:11). Entonces se cumplirán sus deseos y descansará en su amor.
Espera pacientemente este momento. Lo que dice el Salmo 45 de su pueblo terrenal será aún más cierto de su esposa celestial: «Está la reina a tu diestra con oro de Ofir… Toda gloriosa es la hija del rey en su morada; de brocado de oro es su vestido» (v. 9, 13). Entonces la Iglesia será vista «como una novia engalanada para su esposo» (Apoc. 21:2). Este es el propósito de Cristo para la Asamblea, y esto es lo que él hará por ella. No podía hacer más y no quiere hacer menos.
La pregunta que se nos plantea ahora es: ¿cómo respondemos a ese amor? No me refiero en modo alguno a devolverle algo, pues hacerlo de forma adecuada sería imposible, sino a cómo nuestros corazones aprecian sus pensamientos y su amor. ¿Consideramos realmente por encima de las cosas de este mundo lo que está ante nosotros, la gloria venidera? ¿Creemos realmente que en poco tiempo habremos acabado con las cosas de este mundo y abandonado este mundo y todas las cosas que ahora nos ocupan, para ser llevados a donde está Cristo, con él y como él? ¿Creemos que quizá nos hayamos reunido por última vez en torno a la Mesa del Señor y que, antes de que llegue otro Día del Señor, todos podamos ser arrebatados y encontrarnos con toda la Iglesia glorificada en la presencia de nuestro Señor en lo alto, con él para siempre? ¿Corremos hacia la meta, anhelando el premio del llamamiento celestial de Dios en Cristo Jesús? ¿Responde la paciencia de nuestro corazón a la del suyo? ¡Qué poco penetran en nuestras mentes y corazones los pensamientos de Cristo hacia nosotros!
Vemos en Pablo (Fil. 3) a un hombre cuyo corazón estaba tan penetrado por el amor y el propósito de Cristo, que lo dejó todo en la tierra, en su anhelo de realizar la plenitud de bendición de estar con Cristo y ser como él. Podía decir con verdad: «Una sola cosa hago: olvidando las cosas de atrás, me dirijo hacia las que están delante, prosigo hasta la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:13-14).
Si descubrimos, en lo que a nosotros respecta, que esta esperanza ha perdido su frescor, que carecemos de ese deseo ardiente que separa el corazón de todo aquello en lo que no está Cristo, entonces, ¿qué haremos? ¿Cómo estarán nuestros corazones en un estado adecuado con respecto al Señor y a lo que él ha puesto ante nosotros como nuestra esperanza? En este caso, es inútil detenerse en nuestras faltas, en la pobreza de nuestro amor por él y en la respuesta de nuestro corazón. Más bien, debemos buscar, por medio del ministerio de la Palabra obrando en nuestras almas a través del Espíritu, tener nuestros corazones más ocupados con su perfecto amor por nosotros, y sus pensamientos y propósito para nosotros. Solo así se reavivará nuestro amor y deseo por él.
Que Dios lo cumpla en cada uno de nosotros, para que seamos encontrados como un pueblo que espera al Señor y está preparado para él.
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1956, página 253