Inédito Nuevo

Las características de los primeros cristianos

Hechos 2:42-47


person Autor: Christian BRIEM 25


1 - La perseverancia en 4 cosas – Hechos 2:42

«Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (2:42).

Este versículo, y de hecho toda la sección final de este capítulo, nos da un hermoso cuadro del estado y de la actividad de los primeros cristianos. Se nos dicen 4 cosas que los caracterizaban. Estas 4 cosas se dividen en 2 grupos de 2 cosas, los elementos de cada grupo están unidos por la palabra «y». El primer grupo es la doctrina y la comunión, que son los atributos característicos de estos creyentes. Son el origen del segundo grupo, aquello a lo que se dedican: la fracción del pan y las oraciones, sus actividades en el servicio divino.

Los primeros cristianos perseveraban en estas 4 cosas. Hacía poco que se habían convertido en hijos de Dios, pero sentían instintivamente la necesidad de permanecer en estas cosas. ¿Y nosotros hoy? ¿Nos caracterizamos también por estas cosas o hemos abandonado ya alguna de ellas? Si es así, ¡que el Señor nos ayude a volver a lo que era desde el principio! Porque estemos seguros de que no es posible descuidar una de estas cosas sin sufrir un daño interno y perder también las otras.

Cuánto necesitamos también nosotros la exhortación de Pablo al joven Timoteo en el camino, al final de su carrera: «Pero tú, persevera en lo que aprendiste y fuiste persuadido, sabiendo de quién lo has aprendiste» (2 Tim. 3:14). Los apóstoles inspirados (la palabra «de quién» es plural en griego [1], le habían instruido, y su seguridad en los días malos de la época era permanecer en lo que había aprendido de aquellos que habían recibido un llamamiento. Es lo mismo hoy para nosotros que hemos llegado a los días del fin. Los principios de la Palabra de Dios siguen siendo los mismos, y si hacemos buen uso de las Escrituras como hizo Timoteo, seremos guardados y preservados en el camino hacia la bienaventuranza.

[1] NdT.: Nos parece que este plural se debe no solo a los apóstoles inspirados, sino, según el versículo 15 que sigue, a la madre y a la abuela de Timoteo.

1.1 - La doctrina de los apóstoles – Hechos 2:42

Lo primero que veremos es la doctrina [o: enseñanza] de los apóstoles. «Perseveraban en la doctrina de los apóstoles».

Había una gran necesidad de enseñanza y de ser enseñados. No solo el Señor había ordenado a sus discípulos que enseñaran antes de su partida (Mat. 28:20), sino que ellos mismos, aunque enseñados por él, no podían comprender sus palabras (Juan 16:12). Ahora había llegado el Espíritu, el Espíritu de verdad del que había hablado el Señor Jesús, y que era capaz de guiarlos a «toda la verdad» (v. 13). «Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho» (Juan 14:26). Estas palabras del Señor dejan claro de inmediato qué y quién estaba en el centro de la enseñanza de los apóstoles: Él mismo, Cristo. No tenemos ante nosotros la doctrina de los apóstoles si todo en ella no converge hacia él. Juzguemos con este criterio todo lo que oímos o enseñamos.

¡Cuán hambrientos debían estar entonces los discípulos de toda la verdad divina, que era enteramente nueva para ellos! Hasta entonces solo conocían la Ley dada por Moisés –ese «yugo» que ni ellos ni sus padres habían podido soportar (15:10)–, ahora habían llegado a conocer a Aquel por quien habían venido la gracia y la verdad (Juan 1:17). Habían recibido la vida divina, y con ella la capacidad de disfrutar de las cosas divinas y eternas, e incluso de Dios mismo. El deseo de esta nueva vida es siempre por Cristo y por la verdad de Dios revelada por Cristo.

En aquel tiempo, el ministerio del Espíritu era solo oral, nada del Nuevo Testamento había sido escrito todavía. Pero el Espíritu velaba sobre los que hablaban, para que no cometieran errores al proclamar la verdad: «comunicando cosas espirituales con palabras espirituales» (1 Cor. 2:13), es decir, las mismas palabras que pronunciaban eran dadas por el Espíritu Santo, de modo que quedaba excluido todo error.

A diferencia del Señor Jesús, que es «la verdad» en sí mismo, los apóstoles no siempre hablaban de forma inspirada en todas las ocasiones, y también cometían errores en otros ámbitos, como nos muestra el ejemplo de Pedro en Gálatas 2:11-14. Pero el Espíritu de Dios vigilaba cuidadosamente la doctrina de los apóstoles. Forma un todo bien unido. Un apóstol no decía nada distinto de lo que decía otro. Había perfecta armonía en lo que enseñaban. El Señor había orado con miras al testimonio de los suyos en el mundo; y de las 3 unidades que se encuentran en su oración en Juan 17, es la que se especifica en el versículo 11, la que nos ocupa aquí: la unidad del testimonio de los apóstoles.

Hoy tenemos la doctrina de los apóstoles registrada en las Sagradas Escrituras del Nuevo Testamento que, como toda «la Escritura», «está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia» (2 Tim. 3:16). Nuestra fe se basa en esto. Podemos considerarnos sumamente afortunados de tener la Santa Palabra de Dios como base de nuestra fe, y no la palabra de los hombres, como por ejemplo la de los padres de la Iglesia.

Los hombres siempre tienen muchas opiniones y doctrinas (comp. Mat. 15:9; 1 Tim. 1:3; 4:1; Col. 2:22; Hebr. 13:9), pero Dios tiene y reconoce una sola doctrina [o: enseñanza] (comp. Juan 7:16-17; Hec. 2:42; 13:12; Rom. 6:17; 1 Tim. 1:10; 4:6; Tito 1:9; 2:1, 10; 2 Juan 9). Y él predijo en su Palabra infalible que habría un tiempo, «en que no soportarán la sana doctrina; sino que, teniendo comezón por oír, se amontonarán para sí maestros, conforme a sus propias concupiscencias; y apartarán el oído de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tim. 4:3-4). ¡Qué fatal es apartar los oídos de la verdad! Vivimos hoy en estos «tiempos difíciles» (2 Tim. 3:1), estos últimos días de la era de la gracia.

Ahora bien, no solo hay una doctrina [o: enseñanza], la doctrina de los apóstoles, sino que en la Palabra de Dios esta doctrina [o: enseñanza] también ocupa siempre el primer lugar. La gente suele poner otras cosas en primer lugar, por ejemplo, el celo por Cristo, el caminar del cristiano o cosas similares. Por supuesto, estas cosas son importantes por sí mismas. ¿Quién puede discutirlo? Pero la Palabra de Dios da prioridad a la doctrina y a la perseverancia en la doctrina. Lo vemos inequívocamente en la Segunda Epístola a Timoteo, que ya se ha citado varias veces. Pablo pudo decir a Timoteo: «Pero tú has seguido de cerca mi enseñanza, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia…». (3:10). No puede haber un sano caminar práctico si la doctrina retenida no es sana. Y ya hemos dicho que «toda la Escritura» dada por Dios sirve principalmente para la doctrina o la instrucción.

También aquí, en Hechos 2, la doctrina se menciona en primer lugar debido a su importancia. La comunión cristiana y el caminar cristiano se basan en la verdad. La doctrina de los apóstoles es también el fundamento sobre el que descansa «todo el edificio» de la Asamblea de Dios. Todos los verdaderos cristianos son ahora «conciudadanos de los santos y de la familia de Dios» y están edificados como tales sobre el fundamento de los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento, «siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular». El fundamento del «templo santo en el Señor», de la «morada de Dios en el Espíritu», no es lo que fueron los apóstoles y profetas en su propia persona (¡eso sería terreno movedizo!) sino de lo que Dios enseñó a través de ellos (véase; Efe. 2:20-22).

¿No es característico que la palabra enseñar aparezca tanto en el primer versículo como en el último de este libro de los Hechos, y que comience, por así decirlo, con la enseñanza del Señor Jesús y termine con la enseñanza del apóstol Pablo?

«Escribí el primer tratado, oh Teófilo, acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar» (1:1).

«Y Pablo permaneció dos años enteros en su propia vivienda alquilada, y recibía a cuantos iban a verle, predicando el reino de Dios y enseñando lo concerniente al Señor Jesucristo, con toda libertad, sin impedimento» (28:30-31).

Cuántas veces a lo largo de este libro nos encontramos con el hecho de que los apóstoles del Señor enseñaban al pueblo o a los creyentes, pero también ¡cuántas veces las circunstancias muestran a Satanás tratando precisamente de impedir que esto ocurriera! Veamos algunos pasajes:

  • «Mientras hablaban al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes, el capitán de la guardia del templo y los saduceos, irritados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en nombre de Jesús la resurrección de entre los muertos» (4:1-2).
  • «Llamándolos, les prohibieron hablar o enseñar en el nombre de Jesús» (4:18).
  • «Oyendo esto, entraron en el templo al amanecer y enseñaban» (5:21).
  • «Pero se presentó uno que les informó: ¡Mirad, los hombres que pusisteis en la cárcel, se encuentran en el templo enseñando al pueblo!» (5:25).
  • «¿No os prohibimos rigurosamente enseñar en ese nombre? ¡Y he aquí que habéis llenado a Jerusalén con vuestra enseñanza, e intentáis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre!» (5:28).
  • «Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y proclamar la buena nueva de que Jesús es el Cristo» (5:42).
  • «Y cuando lo halló, lo condujo a Antioquía. Y sucedió que durante todo un año se reunieron con la iglesia y enseñaron a una multitud considerable» (11:26).
  • «Pablo y Bernabé continuaron en Antioquía, enseñando y predicando, con muchos otros también, la palabra del Señor» (15:35).
  • «Se quedó allí un año y seis meses, enseñando entre ellos la palabra de Dios» (18:11).
  • «Este estaba instruido en el camino del Señor; y de espíritu fervoroso, hablaba y enseñaba con exactitud lo concerniente a Jesús» (18:25).
  • «… sin ocultar nada de cuanto os fuera provechoso, he predicado y he enseñado públicamente y en cada casa» (20:20).

¡Qué lugar tan eminente ocupó en el principio la enseñanza de la Palabra de Dios! No se me ocurre nada más importante para nosotros hoy que perseverar en la doctrina [o: enseñanza] de los apóstoles. Siempre nos equivocaremos, si nuestra voluntad toma la iniciativa. Nuestro lugar es ver lo que Dios dice, y seguirlo. David era ciertamente un hombre temeroso de Dios, un hombre según el corazón de Dios. Y como él mismo vivía en una casa de cedro, mientras que el arca de Dios vivía solo bajo alfombras, pensó en construir una casa para el arca de Dios. Este era un buen pensamiento y, en principio, estaba de acuerdo con el beneplácito de Dios (1 Reyes 8:18). Sin embargo, la voluntad de Dios se dirigía de otro modo, y Natán, el profeta de Dios, tuvo que comunicar a David que no era él quien debía construir una casa para Dios, sino su hijo (2 Sam. 7).

Con demasiada frecuencia, decimos: “Estaría bien hacer esto o aquello”, y en las circunstancias en cuestión todo es obra nuestra. Puede que no hayamos cuestionado al Señor en absoluto en el asunto; o puede que lo hayamos hecho simplemente porque pensábamos que era lo correcto. Pero eso es simplemente el principio del pecado: la voluntad propia (1 Juan 3:4).

Esta voluntad propia es terrible y ha sido la causa de todas las divisiones y sectas en nuestros días y en días pasados. Si hubiéramos permanecido en la doctrina de los apóstoles, no habrían ocurrido. ¡Cuántas asambleas locales de creyentes han sido destruidas al final por la voluntad propia de los líderes! Puede que tuvieran razón en muchos aspectos, pero su voluntad no se sometió a la voluntad del Señor, y al final se produjo una división, cuando se podría haber evitado, si el Señor hubiera estado en mente.

Perseverar en la doctrina de los apóstoles no significa insistir excesivamente en tal o cual punto de esta doctrina [o: enseñanza] (¡cuántas desgracias han surgido de tales polarizaciones!) sino que significa conservar la doctrina en su totalidad y con equilibrio. En la Palabra de Dios todo está en equilibrada armonía.

1.2 - La comunión – Hechos 2:42

Ahora bien, de la perseverancia en la doctrina [o: enseñanza] se sigue, como algo natural, que permanezcamos en comunión. Los creyentes tenían a Cristo como centro de toda doctrina [o: enseñanza]. Y en la medida en que captaban y disfrutaban de lo «concerniente a Jesús» (18:25; 28:23), sus corazones no solo se sentían atraídos hacia él, sino también los unos hacia los otros.

¡Es algo maravilloso! Todavía hoy podemos experimentarlo. La fe «que una vez fue enseñada a los santos» (Judas 3) es un bien precioso, y el bien constituido por esta fe cristiana, la doctrina cristiana, es llamado en Judas 20 «vuestra santísima fe», sobre la que debemos edificarnos. Si realmente hacemos esto, conduce necesariamente a una comunión práctica de los santos entre sí. La comunión es una relación entre individuos, que incluye un interés común y una participación recíproca y activa en ese interés y unos con otros. En otras palabras, la comunión es tener y disfrutar de la misma participación y del mismo gozo con los demás.

Como último de los apóstoles, Juan escribió a los hijos de Dios lo que ellos, los apóstoles, habían visto y oído. Y lo hizo «para que también vosotros tengáis comunión con nosotros… nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Juan 1:3). ¡Un pensamiento elevado! La comunión del apóstol era con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Y para que nosotros también pudiéramos entrar en esta comunión con las Personas divinas, nos escribió esta carta. Así que hoy en día, todavía es posible para nosotros tener comunión con los apóstoles, a pesar de que no han estado en esta tierra durante mucho tiempo. Si permanecemos en su enseñanza, permanecemos también en su comunión. Y eso es todo lo que significa –si tenemos en cuenta la definición de comunión dada aquí– que, en principio, tenemos la misma participación y el mismo gozo en el Padre y en el Hijo que ellos tenían.

La magnitud de esta bendición no puede imaginarse, pero el hecho de que sea una posesión común conduce a una comunión práctica de los hijos de Dios entre sí. Esta comunión se expresa de forma práctica en 2 ámbitos: en el ámbito de la reunión de los santos, y en el ámbito de las relaciones habituales y cotidianas de unos con otros. La comunión se refiere a ambas áreas, y ambas se presentan en este pasaje, por lo que es bueno que prestemos atención a ambas áreas.

Como los apóstoles eran maestros instruidos divinamente, los creyentes se quedaban donde podían recibir la instrucción necesaria. ¿Debería ser diferente hoy en día? Si hemos recibido al Señor Jesús en verdad como Salvador y Señor, ¿no debemos encontrarnos donde su Palabra esté abierta para nosotros tan a menudo como haya posibilidad de ello? Faltar a las reuniones es una de las señales infalibles de que el alma ya no está en una buena relación con Cristo. Puede convertirse en el primer paso en el camino mortal hacia la apostasía sobre la que les advirtió el escritor de la Epístola a los Hebreos. Para algunos de ellos, ya se había convertido en un hábito abandonar por completo «congregarnos» (o: “la reunión de nosotros mismos”), es decir, la reunión cristiana (Hebr. 10:25). Por supuesto, faltar ligeramente a una reunión de creyentes no es exactamente de lo que habla Hebreos 10, no es el abandono del cristianismo por principio; pero puede ser un paso en esa misma dirección. ¡Qué grave es esto!

Cuando un creyente se retira de la comunión de los santos, nunca es bueno. «Si alguno se vuelve atrás, mi alma no se complacerá en él». «Pero nosotros no somos de los que se retiran para perdición, sino de los que tienen fe para la salvación del alma» (Hebr. 10:38-39). Es cierto que volvemos a tener aquí un lenguaje de principios, que llega a incluir el abandono del cristianismo, pero no deja de ser muy grave y peligroso que un creyente se aleje de los santos, por la razón que sea, ya sea porque se considera injustamente tratado, o incomprendido, o descuidado, o también solo porque su carácter le lleva a la soledad.

Nunca debemos ceder a tales inclinaciones. El Espíritu de Dios nunca es la fuente de ellas. Los hijos de Dios necesitamos la comunión, como el aire para respirar. Somos miembros los unos de los otros, miembros del único Cuerpo, y nos necesitamos mutuamente. Una persona solitaria pronto se convertirá en original y se empobrecerá interiormente, y solo es cuestión de tiempo que abandone por completo el camino de la verdad.

Por supuesto, existe el caso en que Dios llama a alguien a estar solo, a estar solo por causa de la verdad (Apoc. 1:9), pero es un caso muy raro.

Al final de 2 Corintios encontramos la expresión «comunión del Espíritu Santo». ¿Hemos pensado alguna vez en lo que eso significa? Dios, el Espíritu Santo, actúa en tu corazón y en el mío. Nos ayuda con su poder a alegrarnos juntos y unos con otros de las cosas de Dios. Esa es la comunión del Espíritu Santo.

«¡La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros!» (2 Cor. 13:14).

1.3 - El partimiento del pan

El “partimiento del pan” se menciona como la tercera cosa, y el primer elemento del segundo grupo. Es la expresión externa bien establecida de la comunión cristiana y, al mismo tiempo, el recuerdo de Aquel a cuya muerte los cristianos debemos todo. Son al mismo tiempo las 2 caras de la institución establecida por el Señor Jesús, el partimiento del pan, tal como nos la presenta 1 Corintios 10:14-22 y 11:20-34: la mesa del Señor y la cena del Señor, 2 caras de una misma cosa.

El pensamiento relacionado con la mesa del Señor es la comunión –la comunión en la que, sobre la base de su muerte, estamos llevados a él, la Cabeza del Cuerpo, y los unos a los otros como miembros de su Cuerpo. «Porque nosotros, siendo muchos, somos un solo pan, un solo Cuerpo» (1 Cor. 10:17).

En la cena del Señor, que está en primer plano, es el recuerdo (o memorial) de Aquel que murió por nosotros: «Haced esto en memoria de mí» (1 Cor. 11:24). No se trata de 2 instituciones diferentes, sino de 2 visiones distintas de una misma cosa: el partimiento del pan.

Aunque los desarrollos doctrinales sobre la mesa del Señor no se dieron hasta años más tarde a través del apóstol Pablo, los primeros cristianos comprendieron muy bien que el partimiento del pan, que es principalmente el recuerdo del Señor Jesús y de su muerte, era también la expresión de la comunión cristiana, a la que habían accedido por esa muerte. Porque parece que tomaban la Cena del Señor (o: comida) en conexión con las comidas normales tomadas en común (2:46). Estas últimas eran ya, en sí mismas, una bella expresión de comunión práctica entre los primeros cristianos. Volveremos sobre ello más adelante.

Que el «partimiento del pan» era la cena del Señor, y no una comida normal, lo demuestra claramente el versículo 46, donde las 2 cosas, aunque se nombran juntas, se diferencian entre sí: «Partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón». Cuando el contexto habla de comunión en el partimiento del pan, siempre se refiere a la Cena del Señor. En el capítulo 20, volvemos a encontrar esta distinción. Después de hablar en el versículo 7 de la asamblea reunida en Troas para partir el pan («como estábamos reunidos para partir el pan»), nos está presentado en el versículo 11 lo que el apóstol hizo personalmente para su propio alimento («Después de subir, partir el pan y comer, habló largamente, hasta el amanecer; y se marchó…»).

Los primeros cristianos perseveraban en el partimiento del pan, e incluso parece desprenderse del versículo 46 que al principio partían el pan todos los días. Daban una respuesta espontánea al deseo del Señor, circunstancia que seguramente avergüenza a muchos de nosotros hoy en día. Esto nos lleva a una pregunta que muchos de nosotros ya nos hemos hecho:

1.3.1 - ¿En qué día y con qué frecuencia los suyos deben partir el pan?

La Escritura no nos da instrucciones específicas sobre este tema. Aunque es probable que los primeros cristianos partieran el pan diariamente en Jerusalén, parece ser que esto solo ocurría al principio y solo en Jerusalén.

Más tarde, los cristianos de Troas tenían la costumbre de reunirse el primer día de la semana para partir el pan (20:7). El hecho de que esta fuera la costumbre general de los cristianos de entonces se ve reforzado por una circunstancia particular que me gustaría mencionar. Parece que Pablo no había llegado a Troas a tiempo para romper el pan, pues leemos que permaneció allí 7 días. Esta estancia es tanto más notable cuanto que tenía prisa por llegar a Jerusalén. Es evidente que permaneció en Troas el tiempo suficiente para partir el pan con los creyentes en el siguiente primer día de la semana. Y cuando hubo hablado con ellos hasta el amanecer, se marchó sin más demora. Parece que, durante la semana, no se convocaba una reunión particular para partir el pan.

Y en cuanto a la colecta para los santos, el apóstol ordenó que «Cada primer día de la semana… ponga algo aparte» (1 Cor. 16:1-2). Esto indica que los resultados de las colectas se reunían en relación con el partimiento del pan el primer día de la semana.

En cuanto a la frecuencia del partimiento del pan, no creo que la Escritura establezca ninguna limitación. Si todavía tuviéramos frescor y poder espiritual, no veo por qué no podríamos partir el pan con más frecuencia que una vez a la semana. El apóstol Pablo simplemente dice: «Porque siempre que comáis de este pan…» (1 Cor. 11:26). Sin embargo, es bueno, prudente y aconsejable no engañarnos sobre nuestro verdadero estado actual, y atenernos a la práctica y al orden a los que se aplicaron los primeros cristianos bajo la atenta mirada de los apóstoles. Sin embargo, una cosa me parece bien establecida: si partimos el pan una sola vez a la semana, y este es el orden normal, entonces debe ser absolutamente el primer día de la semana, el día del Señor.

Participar en el partimiento del pan solo una vez al mes, o incluso una vez al año, no está en absoluto de acuerdo con el pensamiento de Dios. Ciertamente hay muchas explicaciones que parecen plausibles, tendentes a sostener que es mejor partir el pan solo una vez al mes o una vez al año. A menudo, la razón por la que respondemos tan raramente al deseo del Señor es simplemente la costumbre o la falta de enseñanza. A veces, me temo, hay algo más profundo a la base: falta de amor por el Señor, o incluso desobediencia manifiesta. En cuanto al argumento de que esta santa institución se depreciaría por el uso demasiado frecuente y perdería su valor, no solo se contradice con la Palabra de Dios, sino también con la experiencia del autor y de innumerables santos con él: Cuanto más frecuentemente participamos de la Cena del Señor, más profunda se hace nuestra comprensión de ella, más íntimo nuestro afecto por Aquel que nos legó esta institución.

El partimiento del pan es una institución bien establecida y regular en la Casa de Dios, hasta que vuelva el Señor. Nada debe sustituirla, ni la predicación ni ninguna otra cosa. Es lo más importante para el día del Señor. Abandonarla significa apostasía. Así pues, perseveremos también nosotros, amados, en el partimiento del pan, «hasta que él venga».

«Porque siempre que comáis de este pan
y bebáis de esta copa,
la muerte del Señor proclamáis
hasta que él venga» (1 Cor. 11:26)

1.4 - Las oraciones

Los primeros cristianos no solo perseveraban en el partimiento del pan, sino también en las oraciones. Se trata, evidentemente, de oraciones comunes, oraciones de la congregación, porque están puestas junto al partimiento del pan. Y el hecho de que estos 2 tipos de reuniones se yuxtapongan aclara otro punto: la reunión para la oración común era tanto una reunión regular de la asamblea como la reunión para partir el pan.

Una serie de versículos de los Hechos muestra claramente la importancia de la oración en común en los primeros días de la Asamblea, y cómo algunas circunstancias particulares movían inmediatamente a los creyentes a la oración.

Incluso antes de la efusión del Espíritu Santo, dice de los 120 en el aposento alto:

«Todos ellos unánimes se dedicaban asiduamente a la oración, con las mujeres, María la madre de Jesús y con los hermanos de él» (1:14).

Cuando Pedro y Juan fueron interrogados ante el Sanedrín, y luego liberados para ir a los suyos, se añaden estas palabras:

«Al oírlo, alzaron unánimes la voz a Dios, diciendo…». (4:24).

Y a continuación sigue una oración ejemplar para nosotros, en muchos sentidos.

Cuando Pedro fue hecho prisionero por Herodes para ser ejecutado, aprendemos:

«Pero la iglesia hacía apremiantes oraciones a Dios por él» (12:5).

Pero no solo en Jerusalén había reuniones de oración. Porque cuando el Espíritu Santo había designado a Bernabé y a Saulo en Antioquía para la obra a la que los había llamado, se dice de los profetas y maestros de la asamblea de allí:

«Entonces, después de ayunar y orar, pusieron sobre ellos las manos y los despidieron» (13:3).

¡Qué estímulo debió de ser para el apóstol Pablo en su último viaje a Jerusalén cuando, a su partida, los creyentes de Tiro se unieron con él en oración en la orilla!

«Nos acompañaban todos ellos, con sus mujeres e hijos, hasta fuera de la ciudad; y puestos de rodillas en la orilla de la playa, oramos» (21:5).

Los creyentes de la época de los apóstoles perseveraban en la oración. ¿Lo hacemos nosotros? ¿O faltamos a las reuniones de oración? Eso sería dar a entender que no tenemos nada que pedir. Ese sería el espíritu de Laodicea: «Soy rico… y nada necesito» (Apoc. 3:17).

No, no podemos pasar sin la oración, ya sea personal o colectiva. La oración es siempre una expresión particular de dependencia de Dios y de confianza en él, tanto en la oración individual como en la oración de la asamblea. La oración es el aliento del alma, el soplo de vida de la asamblea. Si se detiene, se detiene la piedad, y también toda bendición.

2 - El temor

«El temor se apoderó de todos; y muchos prodigios y señales se hacían por medio de los apóstoles» (2:43).

Las características y actividades de los cristianos eran percibidas por los de afuera. Veían la actividad de la gracia de Dios en ellos, y el resultado fue el temor. ¿Por qué el temor? El hombre no puede comprender ni la gracia ni el poder de Dios; tiene miedo de ambos. En el caso de Ananías y Safira, se menciona el temor, y esto es fácil de entender: «Se apoderó gran temor de todos los que lo oían…», «Sobre toda la iglesia sobrevino gran temor, así como sobre todos los que oían estas cosas» (5:5, 11). Cuando Dios actúa en juicio, el temor se extiende hasta en la asamblea. Sin embargo, la acción de Dios al dar gracias y realizar milagros y señales no suscita temor o miedo en los creyentes, sino reverencia y temor de Dios.

En aquellos primeros tiempos todavía existía una distinción clara y visible entre los creyentes cristianos y el mundo que los rodeaba, de modo que en el capítulo 5 leemos: «Ninguno de los demás osaba juntarse con ellos; pero el pueblo los tenía en gran estima» (5:13). Pero si esta línea divisoria apenas está clara hoy en día, y si en parte ya ni siquiera la vemos, no es porque ya no tengamos milagros y señales, sino porque la gracia de Dios ya no puede obrar tan libremente en nosotros como lo hizo en los creyentes del principio. Esto basta para humillarnos profundamente. Sin embargo, estoy convencido de que aún hoy los hombres del mundo sienten temor y al menos inquietud cuando perciben la actividad de la gracia de Dios en nosotros. Sienten que ahí hay una fuerza a la que no tienen nada que oponer. Este temor puede convertirse fácilmente en odio.

Ya hemos hablado de la significación de los milagros y los signos. Solo nos queda señalar que solo fueron realizados por los apóstoles. Esto no se corresponde en absoluto con la creencia común de que todos los creyentes realizaban milagros y señales. Aquí y más adelante, se informa solo de los apóstoles (5:12), luego de Esteban (6:8), después de Felipe (8:6, 7, 13) y, por último, del apóstol Pablo y Bernabé (14:3). Se cumple así la promesa del Señor en Marcos 16:17-18. Sobre el carácter de los milagros y señales, nada se nos comunica, pero podemos estar seguros de que los discípulos fueron un poderoso testimonio en Jerusalén, y que estos milagros y señales contribuyeron a mantener el respeto suscitado inicialmente por el milagro de hablar en lenguas extranjeras.

3 - Estaban juntos (en un solo lugar) – Hechos 2:44-45

«Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común. Vendían sus posesiones y sus propiedades, y las repartían entre todos según la necesidad de cada cual» (2:44-45).

La expresión griega para «reunidos» –«epi to auto»– es generalmente conocida en el griego clásico y en la Septuaginta, pero en la Iglesia primitiva adquirió un significado casi técnico en el sentido de “comunión de asamblea”. Ya hemos visto esta expresión en 1:15 y 2:1. La encontramos en este nuevo sentido al final de nuestro capítulo y en 1 Corintios 11:20 y 1 Corintios 14:23. Aquí, en nuestro versículo, seguramente no se refiere a una reunión como asamblea, sino a una reunión informal y continua de creyentes, que incluía cosas cotidianas como las comidas normales. La conciencia de la gracia recibida los unía en el amor, de modo que la compañía de los redimidos permanecía unida, rodeada de una «generación perversa» (Hec. 2:40).

La cercanía a la que nos sentimos atraídos los unos por los otros como hijos de Dios es sumamente hermosa y noble; es –no dudo en decirlo– un pedazo de cielo. El mundo no conoce nada de esto. Pero es precisamente esta cercanía íntima la que esconde un peligro que no hay que subestimar cuando el elemento divino (el amor) que le dio origen deja de estar activo. En efecto, si falta este «vínculo de perfección» (Col. 3:14), nada es verdaderamente bello: el egocentrismo se infiltra y destruye lo que hay de bello en lo que la gracia de Dios nos ha aportado.

El ejemplo de los corintios lo pone de relieve. Probablemente por amor mutuo, vincularon la celebración de la Cena con un ágape (“comida de amor”). Tal vez la práctica de los primeros cristianos les había servido de modelo. Pero el amor se enfría fácilmente. Este debió ser el caso entre ellos. Hay muchas cosas, en la Primera Epístola a los Corintios, que lo indican. Al principio, algunos de entre ellos probablemente se hacían cargo de las necesidades alimenticias de los ágapes. Luego, por desgracia, algunos se embriagaban mientras otros pasaban hambre: había, pues, algunos que avergonzaban a los que no tenían nada (1 Cor. 11:20-22). Y lo que debería haber sido una expresión de amor se convirtió en todo lo contrario, exacerbando las diferencias sociales. Es más –y esto era lo peor de todo– ya no se comía la Cena del Señor.

Cuando los creyentes permanecen unidos a pesar de sus diferencias, es una prueba del poder del Espíritu. Este era el caso de los primeros cristianos.

3.1 - Tenían todo en común – Hechos 2:44-45

En su amor mutuo, dieron otro paso esencial más allá de simplemente estar juntos en feliz armonía –un paso de belleza sin igual: tenían todo en común. Vendían sus posesiones y compartían lo recaudado con los necesitados. Todo ello de forma voluntaria, espontánea y sin órdenes. Es posible que renunciar a sus posesiones les pareciera más fácil porque, sin duda, esperaban cada día el regreso inminente del Señor. Más tarde se dice de ellos que nadie decía que algo fuera de su propiedad, «sino que tenían todas las cosas en común» (4:32). ¡Qué maravilloso resultado de la gracia de Dios! ¡El admirable triunfo sobre el arraigado egoísmo del hombre! El amor al Señor y los unos por los otros era el motivo.

Ahora, a la vista de este modelo único, se nos plantea la pregunta: ¿Es la voluntad del Señor que nosotros procedamos hoy de modo semejante? Para responder a esta pregunta, debemos tener en cuenta una característica particular del libro de los Hechos sobre la que ya he llamado la atención: nos muestra muchas cosas de carácter transitorio. Por eso, no estamos llamados a aplicarnos directamente a nosotros mismos todo lo que allí encontramos.

El versículo siguiente (2:46) ya muestra que la situación en aquel tiempo solo podía ser de transición. Los primeros cristianos provenían todos del pueblo judío; iban tanto al templo como a sus reuniones cristianas. Dios fue paciente con este sistema de 2 vías; esto ha durado todo el tiempo del libro de los Hechos. La Epístola a los Hebreos fue entonces el llamado final de Dios a su pueblo para que abandonara el templo de una vez por todas antes de su destrucción final.

No, no podemos aplicarnos hoy todo directamente. ¿Podríamos, por ejemplo, deducir del versículo 46 que también nosotros tenemos que ir a una sinagoga judía y asistir al mismo tiempo a nuestras reuniones cristianas? ¿O podemos, basándonos en el capítulo 21:20, sacar la conclusión, que también nosotros tenemos que ser celosos de la Ley? Tampoco tenemos derecho a sacar tal conclusión en relación con la cuestión que nos ocupa.

En efecto, estas cosas tenían un carácter transitorio. De ninguna manera era la voluntad de Dios que el Cuerpo de Cristo consistiera solo de judíos que se habían convertido en creyentes. Pero al principio fue así. Tampoco era la voluntad de Dios que el Cuerpo de Cristo estuviera en un solo lugar de la tierra. Pero al principio fue así. Y para estas circunstancias particulares de transición, fue la intención de Dios que la unidad de los hijos de Dios se manifestara de esta manera particular. Porque es indiscutible que fue el Espíritu de Dios quien produjo esta expresión particular de unidad. Era la manera de obrar del Espíritu Santo para aquel tiempo especial, cuando la Asamblea de Dios estaba todavía concentrada en un solo lugar, en Jerusalén. Cuando más tarde, creyentes de las naciones fueron introducidos, y surgieron asambleas en otros lugares, no volvimos a oír nada parecido.

Esto no debe llevarnos a pensar que entre los creyentes gentiles no habría habido resultados benditos de la actividad del Espíritu en relación con la disposición a ofrendar. Escuchemos simplemente lo que el apóstol Pablo escribió más adelante acerca de los creyentes de Macedonia: «Y os hacemos saber, hermanos, la gracia de Dios que ha sido dada en las iglesias de Macedonia; que en medio de la aflicción con la que han sido probados, su desbordante gozo y su profunda pobreza, abundaron en rica generosidad. Pues les doy testimonio de que dieron según sus medios, y aun por encima de sus medios, suplicándonos con muchos ruegos el favor de participar en este servicio para los santos. Y no como lo esperábamos, sino que se dieron primeramente al Señor ellos mismos y luego a nosotros, por la voluntad de Dios» (2 Cor. 8:1-5).

¡Qué testimonio tan elocuente de la generosidad de los macedonios, que ellos mismos estaban sumidos en la pobreza! ¡Qué bendita expresión de la unidad del Cuerpo! Los creyentes de Macedonia ayudaban a los creyentes de Judea, que se habían empobrecido quizá precisamente por la venta de sus bienes. Pero esta expresión ya no adoptó la misma forma que en los primeros tiempos.

En ninguna parte de los últimos libros del Nuevo Testamento encontramos indicación alguna de que los creyentes deban vender sus posesiones y ponerlo todo en común. Más bien, encontramos esto: Dios exhorta a los ricos a no poner su confianza en las riquezas, sino a hacer buen uso de sus bienes; y anima a los de condición humilde a alegrarse de su exaltación (1 Tim. 6:17, 19; Sant. 1:9-11). No habría tales exhortaciones si su pensamiento para su pueblo fuera tener todo en común.

El cristianismo nada tiene que ver con el socialismo. No elimina las diferencias sociales, no hace desaparecer a los pobres y a los ricos. Por el contrario, eleva al creyente, rico o pobre, a un nivel mucho más alto, un nivel divino donde se conocen y se disfrutan las relaciones espirituales y divinas. Pero para esta tierra, la Palabra se atiene a Proverbios 22:2, sin cambiar su validez: «El rico y el pobre se encuentran; a ambos los hizo Jehová».

Lo que la Palabra de Dios nos da a considerar, sin embargo, es esto: El creyente es solo un administrador de lo que Dios le ha confiado como bienes terrenales; no le pertenecen. Debe usar sus bienes terrenales para el tiempo venidero, cuando las riquezas injustas (Mammon) llegarán a su fin, y será recibido «en moradas eternas» (Lucas 16:1-13). Debemos acumular tesoros en el cielo (Mat. 6:19-21), siendo ricos en buenas obras, dispuestos a dar, inclinados a ser liberales (1 Tim. 6:18), acordándonos de los pobres y soportando los unos las cargas de los otros, a fin de cumplir la ley de Cristo (Gál. 2:10; 6:2). El apóstol podía escribir a los creyentes recién convertidos de Tesalónica: «… porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios a amaros unos a otros» (1 Tes. 4:9). Amarse los unos a los otros es la regla de oro que nunca puede fallar, ni siquiera cuando se trata de dar y recibir. El amor ama servir, y dar es más feliz que recibir (20:35).

Así que Dios no nos ha dejado sin dirección en cuanto a cómo y para qué debemos usar nuestras posesiones terrenales. Pensemos en la gran parte de la Segunda Epístola a los Corintios, que el apóstol Pablo dedicó a la cuestión de la limosna cristiana, y con qué ardorosas palabras lo resume todo: «Porque Dios ama al dador alegre» (9:7). Incluso la persona más pobre de este mundo puede hacer el bien a otros creyentes: Puede orar por ellos. «Cada cual ponga al servicio de los demás el don que ha recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe. 4:10).

Nunca han faltado intentos de recrear el estado de Hechos 2 y de tener todo en común, pero todos, sin excepción, han fracasado vergonzosamente, y solo han llevado a deshonrar al Señor. Así que atengámonos firmemente a esto: Según el pensamiento del Señor, el versículo 42 debe seguir siendo el modelo para nosotros («perseveraban…»); en cuanto al versículo 44 («tenían todo en común»), no se nos recomienda imitarlo. El Señor nos ha dado otras instrucciones para el camino.

4 - Los cristianos judíos – Hechos 2:46

Tampoco se nos recomienda como modelo a imitar lo que encontramos en el versículo siguiente: «Con constancia diariamente asistían al templo; partían el pan en las casas [J.N. Darby: en sus casas]…» (2:46).

No creo que este ejemplo deba imitarse, quizá desconcertante para nosotros hoy, de dualismo en el comportamiento de los creyentes de entonces: perseverar en el templo, y partir el pan en las casas. Con esto queda claro que aún no se había dado la enseñanza sobre la verdadera posición de la Asamblea como Cuerpo de Cristo, y que este período de tiempo era claramente de transición. Los primeros cristianos seguían firmemente apegados al sistema judío, y nunca se les ocurrió retirarse del servicio del templo. Al contrario, perseveraban de común acuerdo todos los días en el templo.

Sin embargo, el judaísmo se había convertido en un sistema muerto, desde el momento de la crucifixión del Señor (Mat. 23:38), y el Señor quería sacar a los suyos de él. Cuando aún vivía, antes de la cruz, ya les había hablado del «buen pastor» y de «sus ovejas», y había dicho: «Las ovejas oyen su voz; y él llama a sus propias ovejas por nombre, y las saca fuera» del «redil» de Israel (Juan 10:3). Él mismo era «la puerta», es decir, quien tenía plena autoridad para hacerlo (Juan 10:7). Pero hicieron falta muchos años de práctica para completar este cambio, hasta que los primeros cristianos comprendieron que habían dejado de ser de confesión judía. Como ya se ha dicho, esto fue durante todo el periodo del libro de los Hechos.

Mientras tanto, eran más o menos mejorados, es decir, cristianos judíos. Por la fe y el bautismo, habían sido salvados ciertamente de «esa generación perversa», y por lo tanto pisaban terreno cristiano; también habían recibido el Espíritu Santo y por lo tanto habían sido añadidos al único organismo cristiano, el Cuerpo de Cristo –ciertamente sin saberlo. Pero todavía estaban prácticamente conectados con el sistema judío, y eso era una contradicción. Pero ¡cuán bondadosamente soportó el Señor este tiempo de transición y dio tiempo a los suyos para encontrar su lugar en las nuevas relaciones! Ya lo hemos visto. Con el aumento de la luz, especialmente a través del ministerio del apóstol Pablo, se hizo cada vez más claro que tal estado era intolerable a largo plazo. Si tenemos esto en cuenta, nos guardaremos de sacar falsas conclusiones para nosotros mismos hoy en día a partir de este y otros pasajes similares del libro de los Hechos.

Una circunstancia más es absolutamente digna de mención en esta ocasión: Los creyentes partían el pan «en las casas». Este es el significado de las palabras griegas en el texto original, no de casa en casa, como si esta institución cristiana, la Cena, pasara en rotación de casa en casa, sino que era en casa. Sentían, probablemente de forma bastante instintiva, que la cena de recuerdo del Señor muerto y resucitado no era adecuada para el templo: partían el pan en casa. Así que el contraste en este versículo está también entre «el templo» y «en las casas».

5 - Compartían el alimento con gozo – Hechos 2:46-47a

Incluso en sus comidas habituales, no olvidaron el último deseo del Señor, la noche en que fue traicionado. Y así leemos: «Con constancia diariamente asistían al templo; partían el pan en las casas, compartían el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo» (2:46-47a).

Es interesante que el partimiento del pan se mencione junto con los alimentos que solían tomar en las comidas.

Sin embargo, esto no debe ser motivo para confundir ambas cosas. No tener en cuenta la diferencia entre lo que ha sido instituido por el Señor y una comida ordinaria no es menos que «sin discernir el cuerpo», un peligro en el que habían caído los creyentes de Corinto (1 Cor. 11:29). Ya he intentado mostrar por qué estas 2 cosas están aquí juntas: el sentido de pertenencia de los creyentes a la familia de Dios era tan grande que comían juntos las comidas ordinarias y las unían a la memoria del Salvador muerto partiendo el pan cada día. Además, el mismo Señor Jesús había instituido también la comida del recuerdo en relación con otra comida, la de la Pascua: «Estando ellos comiendo, Jesús tomó un pan…». (Marcos 14:22).

Así pues, primero se nos muestra cómo se expresaba la vida de los primeros cristianos en relación con el servicio divino –subían al templo, y partían el pan en casa; luego nos enteramos de las benditas consecuencias que esto tenía para su vida normal: comían con alegría y sencillez de corazón. El gozo del Señor impregnaba incluso sus circunstancias naturales y su trabajo. Ellos son para nosotros un modelo luminoso de lo que habla el apóstol Pablo: «Entonces, sea que comáis, o que bebáis, o cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor. 10:31).

Esta relación entre las cosas elevadas, espirituales, y las terrenales, naturales es algo particularmente precioso para mí. A veces tendemos a separarlas completamente en nuestro pensamiento, como si no tuvieran nada que ver la una con la otra. En verdad, tienen al mismo Dios y Padre en su origen, y el cristiano puede alegrarse de todo lo que procede de Él. Aquel que es la fuente de todas las bendiciones y gozos espirituales, es también Aquel que, en relación con los hombres naturales, no se dejó sin testimonio al darles lluvia y estaciones fértiles desde el cielo, llenando sus corazones de alimento y gozo (14:17).

Los primeros cristianos también tomaban el alimento para sus cuerpos de la mano de su Dios (comp. 1 Tim. 4:4-5; 6:17), y lo disfrutaban en comunión unos con otros, de modo que su gozo se multiplicaba. ¡Gente feliz! Incluso en estas comidas habituales se oía la alegría (pues ese es el significado de la palabra griega por «gozo»). No se excluía a nadie, como sucede desgraciadamente en nuestras fiestas modernas, sino que era la alegría de corazones agradecidos y felices la que estallaba en alabanzas a Dios.

5.1 - Con sencillez de corazón – Hechos 2:46

Este gozo iba acompañado de «sencillez» o «sencillez de corazón». También esta es una hermosa expresión: sencillez de corazón. Lo contrario no es tanto un corazón “doble”, sino más bien un corazón “complicado”. En general hoy, sabemos y queremos demasiado para tener un espíritu simple.

Cuántas veces perdemos bendiciones y felicidad, porque nuestros pensamientos y sentimientos se han vuelto tan complicados que no estamos dispuestos a aceptar con un corazón sencillo y modesto lo que viene de la mano de Dios, lo que nos ha destinado en su bondad como bendiciones naturales y espirituales. Cuando actúa la fe y gozamos de la gracia de Dios, nuestro corazón se caracterizará por una cierta sencillez o modestia que hará que la vida sea feliz y hermosa.

Considero esto como es un punto muy importante en nuestros días, en los que desgraciadamente muchos hijos de Dios no están bien de moral o de alma. Que Dios nos conceda, con toda seriedad y determinación, un corazón amplio que, con toda sencillez y espontaneidad, se goce de lo que viene de Él. Esta disposición positiva del corazón conduce a la alegría y al gozo, y es el mejor remedio contra la melancolía y los pensamientos oscuros.

5.2 - El favor del pueblo – Hechos 2:47a

Los primeros cristianos eran una multitud muy alegre. El Señor Jesús lo era todo para ellos, y porque lo poseían, poseían también el secreto de la verdadera felicidad. Su felicidad resplandecía también hacia el exterior, de modo que gozaban del favor de todo el pueblo.

Cuando el Señor Jesús era un niño de 12 años, también se dice de él que crecía en sabiduría, en estatura y «favor ante Dios y los hombres» (Lucas 2:52). Pero no pasó mucho tiempo antes de que este favor se convirtiera en odio amargo entre estos hombres: mientras les hablaba palabras de verdad, todos se llenaron de ira en la sinagoga de Nazaret, y querían arrojarlo del monte (Lucas 4:22-30). Fue lo mismo para los primeros cristianos, no pasó mucho tiempo antes de que algunos de ellos fueran encarcelados por su testimonio, o incluso condenados a muerte.

El favor humano nada tiene de constante, nada de fiable, en lo que podamos o debamos basarnos. Hay un hecho que se observa y se repite: si, como cristianos felices, hacemos ver a todos la mansedumbre y la dulzura (Fil. 4:5), generalmente Dios no nos privará del favor de los hombres.

Por supuesto, a veces ocurre justo lo contrario: a pesar de un testimonio y un comportamiento llenos de gracia, estalla un odio amargo. En algunos casos el temor de Dios gana los corazones, en otros despierta la enemistad. Sin embargo, todo está en manos del Señor. Él usa las cosas, él las conduce como es bueno para los suyos. Aquí, la llama del testimonio divino era todavía pequeña y joven, y él no permitió que una ráfaga de odiosa enemistad la extinguiera. Una vez establecido el testimonio, permitió que llegara la tempestad, pero esta no pudo apagar el fuego con su aliento: lo avivó y lo activó. También nosotros debemos aceptar ambas cosas de la buena mano del Señor: ¡el favor de los hombres y su enemistad!

6 - El Señor añadía – Hechos 2:47b

La obra de Dios avanzaba rápidamente, y el capítulo termina con estas notables palabras: «Y cada día el Señor añadía a la Iglesia los que iban siendo salvos» (2:47b).

6.1 - Añadía a la Iglesia – Hechos 2:47b

Las palabras «a la Iglesia» faltan en los manuscritos mejores y más antiguos. Para ello, insertan en el versículo 47 el giro griego ya mencionado “epi to auto” (= “juntos, reunidos”) del capítulo 3, versículo 1, de modo que el capítulo 3 comienza así: «Pedro y Juan subían un día al templo», mientras que el versículo 47 del capítulo 2 pasa a ser literalmente: «Cada día el Señor añadía a los que iban siendo salvos». Esto cambia muy poco el sentido, por lo que este versículo se traduce así en otras traducciones: “Y el Señor añadía cada día a su comunión a los que habían de salvarse” (Traducción Ecuménica).

En el libro de los Hechos, la palabra «Iglesia» se utiliza por primera vez en Hechos 5:11, y allí se añade unos versículos más tarde: «Ninguno de los demás osaba juntarse con ellos» (5:13). Hoy en día, la gente se une a tal o cual comunidad cristiana o iglesia, pero no podemos unirnos a la Asamblea del Dios vivo. No hay nada que podamos hacer al respecto, excepto empezar por convertirnos. Es el Señor mismo quien añade a la comunidad de creyentes, a la Asamblea. Solo él puede añadir al Cuerpo, del que él mismo es la Cabeza en el cielo. Esto tiene lugar mediante la recepción del Espíritu Santo, como ya hemos considerado en detalle.

Recordémoslo de nuevo: Esta es, en efecto, la Asamblea, a la que el Señor añade; pero todavía no se la designa con este nombre.

6.2 - A los que iban siendo salvos – Hechos 2:47b

La expresión «los que iban siendo salvos» puede requerir todavía alguna explicación. Literalmente, está escrito: «los que habían de salvarse». El uso del tiempo presente en griego en este contexto puede caracterizar un proceso para llegar a ser salvos, o bien destacar el carácter de una determinada clase de hombres. Aquí parece que se trata del segundo significado, como también en Lucas 13:23, donde se utiliza la misma construcción con el participio presente: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?» Se refiere a la clase de los que son salvos. Lo que se presenta no es el momento en que sucede algo, sino el carácter de la cosa.

En esta frase, la expresión «los que habían de salvarse» no tiene el mismo significado que «salvación» o «ser salvos» como se encuentra más adelante en el Nuevo Testamento. Por supuesto que fueron salvados en el pleno sentido de la palabra, salvados para la eternidad. No cabe duda de ello. «Porque por gracia sois salvos mediante la fe; y esto no procede de vosotros, es el don de Dios» (Efe. 2:8). Pero aquí se habla de la clase de aquellos que se caracterizaban por el hecho de que iban a ser salvados –no salvados del juicio eterno, sino del juicio temporal que pronto vendría sobre el pueblo judío y Jerusalén. Eran, sin excepción, judíos que se habían convertido en creyentes y a quienes el Señor añadía a la comunidad de los que ya estaban en tierra cristiana.

Como habían sido añadidos a la Asamblea, a los ojos de Dios ya no pertenecían al pueblo judío, sobre el que pendía la espada del juicio de Dios.

6.3 - Diariamente – Hechos 2:47b

Otra observación sobre la expresión «cada día». Al principio partían el pan todos los días, y todos los días el Señor añadía. ¡Eso es realmente hermoso! No pasaba un día sin que se escribieran algunos nombres en el libro de la vida. Dios, el Todopoderoso, el Señor, tiene su propio registro para este tiempo, para cada día; y si imaginamos que en el libro de la vida del Cordero inmolado (Apoc. 13:8) habría una página para cada día, entonces ninguna página estaría en blanco para aquellos primeros días del cristianismo.

Puede ser que algunas de las páginas escritas estén menos llenas que otras. En aquellos primeros días el Espíritu de Dios trabajaba poderosamente, mientras que hoy nuestra infidelidad lo inhibe de muchas maneras. Y, sin embargo, creo que incluso hoy el Señor está añadiendo cada día sobre la vasta faz de la tierra, y que, para mantener la comparación gráfica, ni una sola página del libro de la vida permanece en blanco.

Pero dígame, querido amigo, ¿está ya escrito su nombre en ese libro? ¡Ya han pasado muchos días de su vida! ¿Sucedió este gran acontecimiento en alguno de ellos? Si es así, entonces tendrá una causa eterna para agradecerle, y para regocijarse. «Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo» (Lucas 10:20). Si no es así, entonces dese prisa hoy y vaya a los brazos del Salvador, de Aquel que quiere ser su Salvador. ¿O quiere presentarse un día ante el gran trono blanco, ante él como Juez de los muertos?, y experimentar ese momento en que se abrirá el libro de la vida (Apoc. 20:12) para ver si su nombre está allí, y he aquí que no está. ¡Eso significaría su juicio eterno! Porque está escrito: «El que no fue hallado escrito en el libro de la vida, fue lanzado al lago de fuego» (Apoc. 20:15).

En aquella época de los Hechos, cada día se añadían algunos nombres más. Aún hoy, el Señor añade este o aquel, cada día unos pocos. Pero este proceso solo avanza mientras es «de día». Llega la noche, cuando nadie puede trabajar (Juan 9:4), ni siquiera él, el Hijo del hombre. Entonces ya no se podrá añadir más, ese acto diario del Señor añadiendo habrá desaparecido para siempre.

7 - Observaciones finales

Así termina este riquísimo e importante capítulo 2 de los Hechos. Comenzó con el nacimiento de la Asamblea y termina con la multiplicación de sus miembros. Nos dio la primera predicación cristiana, el primer bautismo cristiano y el primer relato histórico del partimiento del pan. Nos mostró lo que caracterizaba a los primeros cristianos en doctrina y en forma de caminar.

El primer versículo del capítulo contenía las palabras griegas «epi to auto» = “juntos”: Estaban todos juntos en un mismo lugar; y el último versículo del mismo capítulo termina en griego precisamente con las mismas palabras – “epi to auto” = “juntos”: El Señor añadió a los que pertenecían a la misma familia, y que en aquellos primeros tiempos estaban prácticamente juntos y habitaban juntos (2:44).

El Señor nos ha dado una visión de un cuadro perfecto dibujado por él –un cuadro que presenta de manera impresionante lo que era “desde el principio”. Hemos visto cómo los discípulos de aquellos días formaban una unidad visible, «un pueblo para su nombre» (15:14).

Hoy en día este hermoso cuadro está en gran parte destruido exteriormente por la infidelidad del hombre. Pero, ¡qué tranquilizador es que los pensamientos del Señor sigan siendo los mismos, y que la fe pueda realizarlos todavía hoy! También hoy podemos mantener «la unidad del Espíritu» en el vínculo de la paz (Efe. 4:3). No reconozcamos, en la doctrina y en la práctica, otra unidad que la que él reconoce y que hemos conocido aquí. Es la unidad que él mismo hizo, la unidad del Cuerpo de Cristo, a la que él sigue añadiendo hoy.

 

«Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu
como también fuisteis llamados
a una sola esperanza de vuestro llamamiento» (Efe. 4:4).