La piedad práctica


person Autor: Dick W. Bramwell 1

flag Tema: La piedad individual


1 - Introducción

«Ejercítate para la piedad» (1 Tim. 4:7)

Una piedad personal y práctica es una de las grandes necesidades actuales. No de palabras, sino de hechos. Es interesante observar que este tema está especialmente expuesto a nuestra atención en las Epístolas que nos hablan de los «últimos tiempos». Así pues, concierne al presente período.

El mal aumenta en el mundo. En la cristiandad, se extiende la infidelidad. En la Asamblea de Dios, como podemos ver, abunda la confusión. En medio de todo esto, ¿dónde encontraremos un verdadero testimonio del carácter de Dios? Respondemos sin vacilar: en la piedad personal y práctica de sus hijos.

El apóstol Pablo escribe: «Estas cosas te escribo, esperando ir pronto a verte, pero si me retraso, para que sepas cómo debes comportarte en la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad. E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, fue justificado en el Espíritu, fue visto de ángeles, fue predicado entre los gentiles, fue creído en el mundo, fue recibido arriba en gloria» (1 Tim. 3:14-16).

Esto fue escrito en una época en que la Casa de Dios estaba sometida a la Palabra de Dios, y por lo tanto relativamente en orden. Si entonces era esencial saber cómo comportarse en la Casa de Dios, ¡cuán necesario es ahora! Y si el Espíritu Santo consideró oportuno hablar así a un joven en aquella época, ¿no tienen sus palabras un significado especial para los jóvenes y las jóvenes de hoy?

En el versículo 16 tenemos una de esas joyas inapreciables que el lector diligente de la Sagrada Escritura descubre de vez en cuando en lugares sorprendentes. La Epístola es claramente una exhortación, está llena de sanas directrices; sin embargo, en medio de ellas, tenemos esta notable afirmación de la verdad en cuanto a la persona de Cristo: su gloria divina, su encarnación, su vida en el mundo y su exaltación actual. Nótese que este versículo se refiere a Cristo y solo a él. El misterio es grande en efecto. Dios se manifestó en carne. ¿Comprendemos lo que esto significa? ¿O simplemente lo hemos aceptado como uno de los dogmas del cristianismo, sin pararnos a reflexionar sobre su contenido?

El humilde niño en el pesebre de Belén era Emanuel, Dios con nosotros. El hombre cansado que dormía en la popa de una barca, que estaba sentado junto al pozo de Sicar, que sentía hambre, era Dios sobre todas las cosas. Cuando hablaba como ningún hombre había hablado antes, era la voz de Dios que se acercaba al hombre con una gracia maravillosa. El que ha llorado con las hermanas afligidas y, con voz de mando, llamó al muerto a la vida, era Dios. El que experimentó los indecibles sufrimientos del Getsemaní y del Calvario era Dios manifestado en carne. En el momento mismo de su angustia más profunda, sostenía «todas las cosas con la palabra de su poder» (Hebr. 1:3). El hombre natural no puede comprender esto y, por tanto, se niega a creerlo. Para nosotros es un misterio insondable, que pueda ser a la vez Dios y hombre; en perfecta dependencia y, sin embargo, Señor de todo; débil y despreciado en la tierra y, sin embargo, todopoderoso y objeto de adoración de las huestes celestiales. Pero nosotros lo creemos, y nos alegramos de poder detenernos en presencia de esta gracia incomparable. Al hacerlo, nos maravillamos y adoramos.

Él trajo toda la luz y el amor de Dios a un mundo oscuro que no conocía el amor. Los hombres vieron al que era Dios mismo, pues pudo decir: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan 14:9). Pero, por desgracia, estaban espiritualmente ciegos y no discernieron quién era él. Los líderes religiosos lo rechazaron; pero los pobres y necesitados, los cansados y agobiados, los publicanos y pecadores, fueron atraídos. Muchos de ellos aceptaron su invitación a venir a él; experimentaron la compasión y la gracia que lo llenaban; creyeron en él; su idea de Dios cambió por completo y el descanso que solo él puede dar pasó a ser de ellos (Mat. 11:25-30).

Los ángeles, que ya conocían su santidad, su bondad y su poder, también lo vieron. Lo vieron manifestar toda la gracia de Dios en medio de un mundo rebelde, y la visión debió de llenarlos de sorpresa y adoración.

Pero esto despertó la maldad de Satanás. En el Edén, había conducido al hombre a la caída al sembrar en su corazón la duda sobre Dios, y desde entonces no ha cejado en su empeño de mantener al hombre en las tinieblas. Ha habido hombres que han tratado de agradar a Dios; por desgracia, su testimonio se ha visto empañado por muchos fracasos. Pero ha habido un hombre en la tierra cuyos enemigos han vigilado cada una de sus palabras y actos, sin poder encontrar jamás en él una sola falta. Cuando le preguntaban: «Tú, ¿quién eres?», él podía responder: «Ese mismo que os he dicho desde el principio» (Juan 8:25). Su vida era transparente, sin el menor rastro de falta. Sus palabras y sus obras eran la expresión perfecta de lo que Dios es en su naturaleza y en su ser. Por eso no es de extrañar que Satanás movilizara todas sus fuerzas contra Cristo. Lo hizo hasta que fue rechazado por el mundo y clavado en una cruz.

El camino de Cristo en la tierra había terminado; pero, aunque condenado por los hombres, fue justificado en el Espíritu; aunque rechazado por los judíos, fue predicado entre las naciones; aunque desechado por el mundo, fue exaltado en la gloria. Y así como en el pasado el arca del pacto estaba cuidadosamente custodiada en el tabernáculo, así hoy la verdad sobre la persona de Cristo es confiada a la Casa de Dios. La conducta de los que componen esta Casa debe estar en consonancia con el tesoro que contiene. En esto se realiza la verdadera piedad.

El esfuerzo de Satanás era de mantener al hombre lejos de Dios, pero la venida del Señor Jesús a este mundo produjo su completa derrota. Este resultado se manifestó cuando, 50 días después de la resurrección, el Espíritu Santo descendió a la tierra, llenó la compañía de los 120 discípulos que le esperaban y constituyó lo que el versículo 15 de nuestro capítulo llama «la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo)». Por boca del apóstol Pedro y de otros, el Espíritu daba testimonio de un Cristo glorificado; exigía obediencia a aquellos cuyas manos estaban enrojecidas con la sangre de Cristo. Y al final de aquel día de Pentecostés, había más de 3.000 seres humanos en los que habitaba Dios Espíritu Santo (comp. Hec. 2). Fueron puestos en el mundo para representar a Dios según la revelación que había sido hecha de él en Cristo. La buena nueva se extendía y su número aumentaba. El libro de los Hechos (los Hechos del Espíritu Santo) constituye un registro triunfal de cómo Satanás fue derrotado y cómo se cumplió el propósito de Dios.

¿Cuál es la conexión entre el versículo 16 de 1 Timoteo 3 y los 2 versículos que lo preceden? Como hemos tratado de mostrar, el versículo 16 presenta la plena revelación de Dios en nuestro Señor Jesucristo, cuando estaba en la tierra. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14). Fue elevado en gloria, y ahora el carácter de Dios será expresado en este mundo por aquellos en cuyos corazones está puesta la verdad. La «casa de Dios», como se ve en este capítulo, está formada por los que son sus hijos por la fe en Cristo Jesús, y solo por ellos. Lo que Cristo fue cuando estaba en la tierra, Dios desea que nosotros lo seamos mientras estamos en la tierra. Ese es el vínculo entre estos versículos.

Se podría objetar: Jesús era una persona divina y nosotros solo somos hombres. Y eso es cierto. Pero recordemos que hay una persona divina en el mundo de hoy. El Espíritu Santo está en la tierra y habita en el cuerpo de los hijos de Dios, para que a través de ellos Dios se manifieste ahora en el mundo (comp. 1 Cor. 6:19-20). Con esto no queremos decir que seamos divinos. Pero llamamos la atención sobre el gran hecho de que una persona divina está en el mundo y que nuestro cuerpo es su templo. Además, colectivamente, somos la Casa que es morada de Dios. Esto es para que la verdadera luz del carácter de Dios pueda brillar ante los hombres.

El Espíritu Santo procura que esto ocurra encomendando nuestros corazones a nuestro Señor Jesucristo, donde ahora está sentado a la diestra de Dios. Él llena nuestras almas con aquel que llena el corazón y el trono de Dios, de modo que, al considerarlo, seamos transformados moralmente a su imagen (2 Cor. 3:18). Cristo, ahora en el cielo, está entonces reflejado en nosotros en la tierra. Cuando esto es así, manifestamos algo de su belleza y mostramos sus rasgos; presentamos su excelencia; caminamos en separación de este mundo donde él no está, e inconscientemente difundimos los rayos de su amor en este mundo a los hombres sumidos en las tinieblas. No nos preocuparemos de nosotros mismos ni de nuestro progreso, y rechazaremos todo pensamiento de superioridad. Buscaremos vivir donde Cristo vive, alimentarnos del «pan de Dios», apropiarnos de todo lo que Cristo es, porque somos parte de él. De este modo, llegaremos a ser semejantes a él y, en la medida en que sea así, representaremos a Dios.

Detengámonos y preguntémonos: ¿En qué medida nos elevamos a la altura de nuestro privilegio de ser dejados aquí para representar a Dios?

Los hombres del mundo apenas leen la Biblia, pero nos leen a nosotros; y podemos suponer que nos leen muy correctamente. Lo que nuestros contemporáneos aprenden de Dios es, en gran medida, lo que ven en nosotros. De ahí la inmensa importancia de procurar representarlo fielmente. Satanás dirigía todos sus esfuerzos contra Cristo cuando estaba en la tierra; y de la misma manera, los que hoy procuran estar por Cristo estarán en su punto de mira. Por eso dijo nuestro Señor: «En el mundo tendréis tribulación» (Juan 16:33). Sí, «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tim. 3:12).

El gran objetivo del Enemigo es apartar a los hijos de Dios del camino de la piedad. Adopta varios métodos sutiles para lograr este objetivo. Puede tratar de atraernos a relaciones con el mundo; puede tratar de imbuir nuestras mentes con ideas religiosas que no forman a Cristo en nosotros. Trata de actuar sobre cada uno de nosotros según nuestro propio temperamento, y hace todo lo que puede para impedir nuestra ocupación constante de Cristo, nuestra separación por Cristo y nuestra conformidad moral con Cristo. Lo que más odia es una piedad personal y práctica, porque sabe que, por ella, la atención de los hombres se dirige a Dios y son atraídos hacia él.

Por lo tanto, el hombre piadoso será el hombre probado, pero la prueba solo servirá para acercarlo a Cristo, y el resultado será que Cristo brillará en él más claramente que nunca.

Nos proponemos considerar en futuros artículos, si el Señor lo permite, cómo puede una piedad personal y práctica puede ser expresada en el hogar, en compañía del pueblo de Dios y en el mundo.

¡Que nuestro Dios, en su gracia y por su Espíritu, nos haga más conscientes de la importancia del momento presente para agradarle y reflejar más plenamente los rasgos de nuestro Señor Jesucristo, para su gloria!

2 - En el hogar

«Que aprendan ellos primero a mostrar la piedad para con su propia familia» (1 Tim. 5:4).

Las Escrituras no nos dejan ninguna duda sobre dónde debe expresarse primero la piedad. Nuestro Señor dijo al hombre del que había expulsado una legión de demonios: «Ve a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuán grandes cosas el Señor ha hecho por ti, y cómo tuvo compasión de ti» (Marcos 5:19). Y también: «Vuelve a tu casa y cuenta todo lo que Dios ha hecho por ti» (Lucas 8:39).

Era en su casa donde tenía que dar testimonio del poder y de la gracia que lo habían liberado y transformado. El círculo más cercano a nosotros es el primero que nos reclama. Si no podemos poner en práctica la Palabra allí, es inútil predicarla en otros lugares. Además, es allí donde se nos pone a prueba. Fuera de casa nos damos fácilmente una cierta apariencia, pero en casa se nos ve exactamente como somos. Cuando no existe ninguna de las restricciones de un entorno ajeno, y nos sentimos libres de hacer lo que nos plazca, se pone de manifiesto quiénes somos. Nuestra vida doméstica está muy ligada a nuestra conducta como creyentes y a nuestro testimonio como siervos de Dios. La importancia de esto queda clara por la forma en que la Palabra enfatiza la piedad práctica personal y muestra cómo debe expresarse en las diversas relaciones en las que nos encontramos.

Los capítulos 5 y 6 de la Epístola a los Efesios ponen de manifiesto este aspecto. En este libro, la bendición del cristiano se presenta en su aspecto más elevado. Encontramos nuestro lugar en el propósito y el corazón de Dios, así como nuestra posición actual en Cristo ante Dios. También vemos que la Asamblea de Dios en la tierra es el cuadro que los principados y potestades en los lugares celestiales contemplan con asombro, y en el que aprenden «la multiforme sabiduría de Dios» (3:10). Los ángeles vieron a Dios plenamente revelado en Cristo. Pero él ha vuelto a Dios. La Iglesia está ahora en la tierra en lugar de Cristo, unida a él por el Espíritu Santo, siendo Cristo mismo su vida. Y ahora, en la Iglesia, estos seres celestiales están aprendiendo la sabiduría de Dios.

No estamos sorprendidos que el apóstol, a quien le fue revelada esta preciosa verdad, esté lleno de ella, y que 2 veces en esta Epístola doble sus rodillas ante aquel en cuyo corazón tiene su origen. Lleno de alabanza al pensar en la inmensidad de esta bendición, sentía la necesidad de una respuesta por parte de todos los que han recibido tal llamado: una conducta digna de él. Así, después de habernos conducido a tan maravillosa elevación en los capítulos 1, 2 y 3, nos muestra en los capítulos 4, 5 y 6 el modo de vida que conviene a quienes son amados con tanto amor y revestidos de tanta dignidad.

Lo resume todo en una sola frase, al comienzo del capítulo 5: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos amados». Esta es la esencia de la piedad. No es el privilegio especial de una élite que vive en circunstancias relativamente favorables; es la norma del cristiano. Dios la espera, el Espíritu Santo trabaja para producirla, y Jesucristo vive para mantenerla en cada verdadero cristiano.

A medida que leemos en este capítulo, aprendemos lo que se requiere para ello. Tenemos a Dios como nuestra meta y objeto, a Cristo como nuestro modelo, y al Espíritu Santo como nuestra fuerza. En el versículo 2 tenemos amor: «Andad en amor, como también Cristo nos amó y sí mismo se entregó por nosotros». En el versículo 18 tenemos el poder: «Sed llenos del Espíritu». Cristo estaba lleno del Espíritu y nuestro Dios quiere que nosotros también lo estemos. No se trata, como algunos piensan, de un estado excepcional para un fin excepcional. Va de la mano de una entrega completa de nuestra propia voluntad, por la que nos ponemos totalmente bajo el control del Espíritu Santo, para que, teniendo a Dios como fin y objeto y a Cristo como modelo, se vean en nosotros los rasgos que se manifestaron en Cristo. Si esto es así, por una parte, los principados y las autoridades pueden aprender de nosotros «la multiforme sabiduría de Dios», y por otra, nuestros contemporáneos pueden ver su amor y su poder actuando en nosotros, a través de nosotros y con nosotros. Es un amor que nos ha conquistado y un poder que, habiendo revolucionado nuestras vidas, nos anima a ser «imitadores de Dios».

Todo esto debe manifestarse primero en el círculo familiar. Es ahí donde la luz debe brillar y desde donde debe irradiar. Si fallamos en casa, somos impotentes en otros lugares. De ahí la importancia de las exhortaciones que siguen.

«Sometiéndoos unos a otros en el temor de Cristo» (Efe. 5:21). La sumisión caracterizaba a Cristo, nuestro modelo, cuando estaba en la tierra. Él, que era el Hijo eterno de Dios, que tenía todo el derecho de mandar, se hizo hombre en humildad y gracia. Su conducta maravillosa, que debía pasar por las angustias de Getsemaní y los sufrimientos del Calvario, se caracterizó por la sumisión absoluta a la voluntad de su Padre.

Los corazones sinceros dicen: Yo quisiera seguir el ejemplo de Jesús, pero no soy nadie, soy pobre e incapaz. No puedo comprometerme en un servicio visible para él ni ir a predicar el Evangelio a los paganos. Tengo pocas oportunidades de contacto. ¿Dónde puedo vivir para Cristo? Nuestro capítulo responde a esta pregunta: En el hogar.

«Las mujeres estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor» (v. 22). La sumisión no es agradable a la naturaleza humana. Eva siguió su propio camino en el Jardín del Edén y toda su posteridad ha buscado su propio camino desde entonces. Pero una mujer muestra la obra de Dios en su alma cuando reconoce el orden que él ha establecido, ocupa el lugar que él le da y acepta de buen grado la sumisión a su marido. Si a veces difiere de él en su opinión, como una sabia compañera puede darle consejo. Pero no ejercerá autoridad sobre él y le estará sometida «en el temor de Cristo», es decir: en todo lo que no afecte a su conciencia ante el Señor. Si su marido se extravía, si actúa en contra de la Palabra, ya sea por voluntad propia o por ignorancia, ella tiene su recurso en el Señor. Por la pureza de su conducta, sometida ella misma a la Palabra, podrá sacarlo de su error (1 Pe. 3:1). Cuando se deja de lado este mandato divino, se ignora la autoridad de Cristo, se interrumpen las oraciones, desaparece la piedad y se anula el testimonio de Cristo.

«Maridos, amad a vuestras mujeres» (v. 25). Las esposas también están llamadas a amar a sus maridos (Tito 2:4), pero aquí la exhortación se refiere a una necesidad característica de los maridos. Por naturaleza, un hombre puede volverse peligroso cuando está investido de un poco de autoridad. El marido cristiano que no es imitador de Dios puede llegar a ser autoritario y tiránico. La esposa es «un vaso más frágil» (1 Pe. 3:7); hay que cuidarla y quererla, y el marido es responsable ante el Señor por la forma en que la trata. El amor de un hombre por su esposa debe ser como el amor de Cristo por la Asamblea: un amor desde lo más profundo del corazón y abnegado. Un hombre no puede amar demasiado a su esposa. Pero no debe dejar que ella se convierta en su ídolo, y ponerla entre él y el Señor.

En este capítulo nos está revelado que la relación de la esposa con su marido corresponde a la de la Iglesia con Cristo. Sabiendo esto, el esposo y la esposa se esforzarán por hacer de su hogar un modelo de esa relación, y de la piedad de su hogar una manifestación práctica de ella.

«Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo» (6:1). «Y vosotros padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino educadlos con disciplina e instrucción del Señor» (v. 4). Uno de los rasgos tristes de la época en que vivimos es la insubordinación de los hijos. La desobediencia está en todas partes, incluso a veces en las familias cristianas. En vez de cortar los brotes, los descuidamos. En vez de mandar, como Abraham (Gén. 18:19), los padres reprenden débilmente, como Elí (1 Sam. 2:22-24; 3:13). En lugar de corregir a los hijos, como mandan las Escrituras, los perdonan. No solo están acumulando dolor para sí mismos en la tierra, sino que están poniendo en peligro las almas de sus hijos para la eternidad.

Los hijos cristianos deben obedecer a sus padres «en el Señor». Se someterán a ellos «en el temor de Cristo». No discutirán, ni se enojarán, ni se rebelarán, ni siquiera en sus corazones, sabiendo que hacerlo sería no solo contra sus padres, sino contra el Señor.

Los padres no deben provocar a sus hijos. ¡Cuántas veces, cuando se inflige un castigo, solo sirve para desahogar el mal humor de quien lo da! Los padres piadosos querrán que sus hijos reciban de ellos una idea correcta del justo gobierno de Dios, de quien han de ser imitadores. Si se portan mal, se esforzarán por mostrarles cómo afecta a Dios. Los padres piadosos mantendrán una atmósfera piadosa, y así Dios se convertirá en una realidad viva para los hijos. Nuestros hijos son un don inestimable de Dios. ¿No deberíamos procurar de todo corazón educarlos y vivir en su presencia de tal manera que, desde su más tierna infancia, Dios les sea conocido y su gracia se magnifique en ellos?

«Siervos, sed obedientes a vuestros amos según la carne con temor y temblor, en sencillez de corazón, como a Cristo»; «sirviendo con buena voluntad, como para el Señor y no para los hombres» (6:5, 7). «Y vosotros, amos, haced lo mismo con ellos, y dejad las amenazas; sabiendo que el Amo de ellos y el vuestro está en los cielos, y que con él no hay acepción de personas» (v. 9). El apóstol está dando aquí una enseñanza que se refiere al tiempo en que había siervos y amos en el hogar. La sumisión de unos y la amabilidad de otros debían contribuir al testimonio dado por el hogar cristiano.

El cuadro que tenemos ante nosotros es perfecto. Cristo preside el hogar; el marido reconoce la autoridad del Señor, ama a su mujer y la tiene en cuenta; la mujer está sometida a su marido; los hijos obedecen a sus padres y los padres cuidan de sus hijos; los criados, si los hay, están sometidos a sus amos y los amos los tratan con amabilidad. Cada uno está en su sitio; cada uno reconoce el señorío y la autoridad de Cristo. Así es como la Palabra nos enseña a mostrar primero la piedad en el hogar.

3 - En compañía del pueblo de Dios

«Pero tú, oh hombre de Dios… sigue la piedad» (1 Tim. 6:11)

Ya hemos señalado que uno de los principales objetivos de Satanás es impedir que Dios sea visto en los suyos. Pero los acontecimientos que marcaron la inauguración del día de gracia y de la habitación del Espíritu Santo en la tierra estaban ciertamente fuera de sus cálculos. Intentó aplastar el movimiento mediante la persecución, pero este era divino. Esteban fue apedreado, Santiago fue muerto a espada, los creyentes fueron encarcelados; pero cuanto más feroz era la oposición, más resonante era el triunfo de la gracia. Se la verdadera piedad se mostraba, se consagraban vidas a Cristo, se abrían bocas para predicar a Cristo, se difundía la verdad y muchas almas eran salvadas. Viendo que no podía paralizar el progreso del Evangelio, el enemigo cambió de estrategia. Trabajó diligente e insidiosamente para introducir la levadura de la mundanidad en el pueblo de Dios, para hacer que los que pertenecen a Cristo se asociaran con los que no le pertenecen, para rebajar las normas divinas y conformarse con algo menos que la verdadera piedad.

Esta situación estaba comenzando cuando Pablo escribió la Primera Epístola a Timoteo. De ahí la urgente necesidad de la piedad personal, tal como se presenta en la exhortación al joven discípulo: «Sé ejemplo de los fieles en palabra, en manera de vivir, en amor, en fe, en pureza» (4:12). Y más adelante: «Vela por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas cosas, porque haciendo esto no solo te salvarás a ti mismo, sino también a los que te escuchan» (v. 16). Estos son mandatos individuales muy alentadores. La bancarrota general es ahora evidente, y estamos en los días caracterizados por «la apariencia de piedad» pero negando «el poder» (2 Tim. 3:1-5). Sin embargo, a pesar de ello, es privilegio de todo hijo de Dios procurar ser «modelo de los fieles», exhibiendo las características que aquí se indican; y que pueden estar resumidas en una palabra: «piedad». La tarea de Timoteo no era dar enseñanzas teóricas sobre este tema, ni reprender a los cristianos por su falta de piedad, sino que debía practicar la piedad, animarlos a que lo imitaran.

Veamos ahora cómo debía hacerlo. «Vela por ti mismo y por la enseñanza» (v. 16). Al principio de este capítulo tenemos una solemne advertencia del «Espíritu» en cuanto a los días en que los hombres se adherirían a «espíritus seductores». Predicando el celibato, el ascetismo, el descuido del cuerpo y cosas semejantes, presentarían una imitación falsificada de la verdad, con el fin de apartar al pueblo de Dios de la piedad. El primer paso en la pendiente descendente de estos hombres es que «apostatarán de la fe». Ahí está la clave de la ruina que caracteriza a la época actual. Una simple lectura de las Epístolas a Timoteo y a Tito muestra cuán estrechamente vinculado está el cuidadoso mantenimiento de la doctrina con la práctica de la piedad.

La doctrina o fe cristiana se centra en la persona de nuestro Señor Jesucristo, que era Dios, se hizo hombre para dar a conocer a Dios, fue rechazado por el mundo y exaltado a la gloria. El gran hecho de ser Dios y hombre en una sola persona, el misterio de la encarnación, la verdad de la expiación, la realidad de su resurrección y ascensión, y el hecho de que esta persona que es Dios y hombre esté ahora en el lugar más alto de la gloria de Dios, todo esto es lo que da su carácter a «la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo)». Pues la Asamblea es celestial: su origen es celestial, su carácter es celestial y su futuro es celestial. Está formada por hombres llamados del mundo que ha rechazado a Cristo, unidos por el Espíritu Santo a una persona celestial, Cristo glorificado. La Asamblea y el mundo no tienen nada en común. La misión de la Asamblea es ser lo que Cristo fue cuando estuvo en la tierra: un representante de Dios.

Hoy en día, el mal sobre el que nos advirtió el Espíritu se ha desarrollado plenamente. Muchos, aunque llevan el nombre de cristianos, en realidad han apostatado de la fe; han negado la divinidad de Cristo, han cuestionado su encarnación, su expiación, su resurrección y muchas otras verdades fundamentales. En su lugar, han presentado lo que el apóstol no duda en llamar «fábulas profanas y de viejas» (v. 7) y «discursos vanos y profanos» (6:20). En resumen, han rechazado a Cristo crucificado, el Cristo de las Escrituras, y lo han sustituido por la carne educada, culta y religiosa.

Sin embargo, Timoteo recibe aquí una clara lección sobre lo que debe hacer en una situación así. Debía dedicarse a la enseñanza, atender a estas cosas, estar atento a ellas y perseverar en ellas (v. 13, 15-16). Debía presentar la sana doctrina con el testimonio de su boca (v. 6) y con el ejemplo de su vida (v. 12). Debía retener firmemente el modelo de las sanas palabras que había oído del apóstol (2 Tim. 1:13). En su astucia, el diablo ha logrado destruir la comprensión de muchas personas sobre la necesidad de la sana doctrina, bajo el pretexto de que la práctica es más importante. Como resultado, en innumerables enseñanzas religiosas, la ética ha ocupado el lugar de las grandes verdades del Evangelio. Pero el abandono de la verdadera doctrina cristiana será seguido, sin duda, de una rebaja del nivel de la conducta. Despreciar «la fe» es despreciar a Cristo y ponerse bajo la influencia perniciosa de espíritus seductores que apartarían a los cristianos de su vocación celestial y los llevarían hacia el mundo, su política, sus placeres y sus ideales. La tarea de Timoteo no era denunciar las desviaciones de la verdad y demoler las falsas doctrinas; no debía dedicarse a hacer una propaganda destructiva. Estaba animado a recordar a los hermanos la sana doctrina, a presentar lo que era constructivo y podía edificarlos en su santísima fe. Debía atender a lo que era positivo y verdadero, predicar la Palabra y proclamar a Cristo.

Para poder hacerlo, primero tenía que estar «alimentado» él mismo «de las palabras de la fe y de la buena doctrina» que había «seguido con exactitud» (1 Tim. 4:6). La verdad cristiana tenía que convertirse en parte integrante de su ser por el poder del Espíritu Santo. Produciría una respuesta en su vida; habría una manifestación de esa «santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (Hebr. 12:14), esa piedad sin la cual no se puede estar reconocido como parte del pueblo de Dios. También daría fuerza a su testimonio, recomendar la enseñanza que presentaría y exaltaría a Cristo. Así que vemos la importancia de «seguir… la piedad». Alimenta lo que se ha llamado las “cualidades antisépticas” que nos preservan del efecto seductor y corruptor de lo que Satanás ha introducido para apartarnos de Cristo.

En la compañía en la que se encontraba, Timoteo debía ser un ejemplo, un modelo:

  • «en palabra»: sus labios no debían hablar de sí mismo ni de sus hermanos, sino de Cristo;
  • «en manera de vivir»: con la que debía glorificar a Cristo;
  • «en amor»: debía ver a sus hermanos como Cristo los veía, tener hacia ellos los mismos sentimientos que Cristo, amarlos como Cristo los amaba;
  • «en fe»: a medida que el tiempo avanzaría, las dificultades serían mayores y el camino más exigente, pero esto solo sería una oportunidad para introducir a Dios en él. El camino de Cristo fue un camino de fe; así será el camino de los que le siguen;
  • «en pureza»: debía tener una separación del mundo: de su sistema social, de sus poderes políticos y de sus organizaciones religiosas.

El mundo crucificó a Jesús. El Señor nos ha moralmente retirado del mundo; dijo de nosotros a su Padre: «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (Juan 17:16). El recuerdo de estos grandes hechos nos ayudará. ¡Qué testimonio ante las gentes del mundo si cada creyente viviera según este modelo! No tendríamos tiempo ni inclinación para cultivar diferencias de opinión, pleitos insignificantes y las 1.000 cosas que dividen a los santos y deshonran a Cristo. Se mantendría «la enseñanza que es según la piedad» (6:3). No se exhortaba a Timoteo a buscar la piedad en sus hermanos, sino a practicarla por sí mismo; estaba asegurado que, donde ella faltaba, esto la estimularía. Para ello se necesitaba una fuente divina de energía. Debía «huir» de lo que era contrario a Dios, y «seguir», «echar mano de», todo lo que era de Dios, e incluso para eso, «pelear», porque la oposición siempre está ahí y la lucha es necesaria (6:11-12).

Timoteo debía reconocer su privilegio y su responsabilidad, encontrar sus recursos en Dios, vivir en el retiro del amor divino, y ser así verdaderamente un «hombre de Dios». El mensaje del apóstol para él es también para nosotros, y las palabras expresadas por el Espíritu: «Sé ejemplo de los fieles» resuenan a través de los tiempos. La Palabra de Dios no cambia, los principios que contiene son inalterables. Estamos vinculados a aquel que es «el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8). En lo que respecta a nuestra fe, no tenemos que evolucionar con los tiempos en los que vivimos. En la dependencia de Dios, en la cercanía a Cristo y en la sumisión a un Espíritu entristecido, prosigamos la piedad.

4 - En el mundo

«Vivamos… piadosamente en el presente siglo» (Tito 2:12)

Algunas personas tienen una idea muy pobre del cristianismo. Según ellos, mientras que sepan que sus pecados han sido perdonados y que pasarán la eternidad en el cielo, todo está bien; por lo demás, se las arreglan en el mundo lo mejor que pueden. Las consecuencias de tal concepto son muy deplorables. ¿Puede ser nuestro cristianismo como un traje de domingo que se pone y se quita? Tal manera de vivir trae deshonor al nombre de nuestro Señor Jesucristo.

En la Epístola a Tito, aprendemos que uno de los grandes propósitos para los que fuimos dejados en la tierra es vivir piadosamente en esta época presente. Los cretenses, entre quienes vivía y trabajaba Tito, eran un pueblo libertino e impío (1:12). Pero el glorioso Evangelio de Dios había sido predicado entre ellos. Muchos habían sido llevados al Señor, y el profundo deseo del apóstol era que vivieran como testigos de la transformación que se había operado en ellos por el poder del Evangelio. Su conversión no había cambiado sus circunstancias, pero los había cambiado a ellos. Donde antes habían vivido para la satisfacción de su propia voluntad, ahora tenían que vivir para aquel que por ellos había muerto y resucitado (comp. 2 Cor. 5:15).

Aunque esta Epístola no es doctrinal, sino eminentemente práctica, comienza y termina con la «vida eterna». En los versículos iniciales, nuestros pies están firmemente puestos sobre la roca del propósito divino; aprendemos que nuestra bendición eterna no depende de nosotros ni de nuestra conducta, sino de «Dios, que no miente», y de la promesa que, en su eterno propósito, hizo «antes de los tiempos de los siglos» (1:2). Al final de la Epístola, vemos el momento en que entraremos en nuestra herencia y disfrutaremos de la vida eterna en plenitud. Así, se nos recuerda que nuestro origen y destino son celestiales, y que es nuestro privilegio vivir como personas celestiales en este mundo. Tengamos cuidado de considerar esto como un nivel excepcional, alcanzado solo por unos pocos privilegiados. La vida práctica a la que todos estamos llamados es una vida de piedad. Si no la vivimos, no estamos cumpliendo el deseo de Dios para nosotros. Esto se aplica a todas las clases y situaciones: Tito debía exhortar «a los ancianos», «a las mujeres de edad», «a las jóvenes», «a los jóvenes» y «a los esclavos» (2:2-9). Estas exhortaciones pueden resumirse en 2 palabras: ¡Vivid piadosamente!

Las palabras valen poco; una mera profesión carece de valor. Lo que glorifica a Dios, exalta a Cristo y pone de relieve la obra del Espíritu Santo en nosotros es una vida que difunde la fragancia del cielo en un mundo impío. Al escribir a los esclavos, el apóstol se dirigía a los que entonces eran la clase más baja en la estima del mundo. Es a ellos a quienes presenta el privilegio de tal vida en su aspecto más elevado. Su posición, sus circunstancias, su entorno no estaban hechos para ayudarles; su camino estaba lleno de dificultades. Pero no dejemos de observar el inmenso favor que les fue concedido, y comprendamos que también lo es para nosotros, cualquiera que sea la posición social que ocupemos. La Palabra de Dios sobre ellos es tan importante que la citamos íntegramente: «Que los esclavos se sometan en todo a sus amos; que sean agradables, no respondones; no defraudando, sino mostrando toda buena fidelidad, para que en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador. Porque la gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo, aguardando la bendita esperanza y la aparición en gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, quien sí mismo se dio por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí mismo un pueblo propio, celoso de buenas obras» (2:9-14).

En primer lugar, el apóstol los sitúa sobre el fundamento de la gracia de Dios. ¿Por qué habían sido salvados ellos, de entre todos los cretenses? Para ellos, como para nosotros, el secreto está en el favor inmerecido de Dios, que nos alcanzó, nos quebrantó y nos salvó. Esta gracia no solo resolvió nuestro pasado y preparó nuestro futuro. Nos estableció para el momento presente, para que pudiéramos dar a conocer en un mundo impío el carácter de Dios, de cuya gracia somos objeto. La gracia que ha descendido hasta nosotros trae consigo la salvación para «todos los hombres». Si estamos conscientes de ello, nuestro deseo será vivir de tal manera que todos los hombres con los que nos relacionamos puedan ver lo que la gracia ha producido en nosotros.

Cristo se entregó por nosotros para sacarnos moralmente del presente siglo malo (Gál. 1:4). Esto es lo que el Espíritu Santo trata ahora de producir en nosotros de manera práctica. Con nuestras almas establecidas en la verdadera gracia de Dios, debe haber una ruptura nítida con el mundo bajo todas sus formas. No debe haber equívocos. Una persona salvada de una eternidad de perdición no va de la mano con un mundo sobre el que se ha pronunciado el juicio de Dios. La gracia que nos trajo la salvación nos enseña (v. 12). Si nos damos cuenta del valor de lo que esa gracia ha hecho y de la maravillosa salvación que nos ha sido concedido, negaremos todo lo que no esté de acuerdo con la nueva posición que ahora ocupamos. No se trata simplemente de abandonar cosas que podríamos considerar equivocadas. Pero si estamos completamente satisfechos con la bendición de Dios que nos enriquece, consideraremos sin valor todo aquello en lo que antes encontrábamos placer. Detengámonos y preguntémonos: ¿es así para mí? Si es así, esa misma gracia nos enseñará a vivir «sobria, justa y piadosamente».

Sobriamente. En varias ocasiones, el Nuevo Testamento nos exhorta a ser sobrios: aquí es particularmente así, como podemos adornar «la doctrina de nuestro Dios salvador»; en la Primera Epístola de Pedro, debemos ser sobrios y vigilantes a causa de la vigilancia de Satanás, nuestro adversario (5:8), y porque el fin está cerca (4:7). ¿Vamos a unir nuestro gozo a la alegría vacía del mundo? ¿Tenemos los mismos intereses que los que crucificaron a nuestro Señor y aún hoy lo rechazan? Vamos, asociándonos con los impíos, ¿ayudar a Satanás en su obra maligna, con la que arrastra a las almas a una eternidad de perdición? No se trata de parecer un santito y moralizar a los que nos rodean. El hombre piadoso es un hombre feliz, y el que vive «sobriamente» manifiesta un gozo que debería atraer a los hombres hacia el Dios que es su fuente.

Justamente. Ya sea en nuestra vida doméstica, en nuestras relaciones con el pueblo de Dios o en nuestros contactos con el mundo como jefe, empleado, aprendiz, tendero, cliente o lo que sea, debemos vivir conscientes de que la mirada de Dios está sobre nosotros y de que «a él toca el pesar las acciones» (1 Sam. 2:3). Cada una de nuestras acciones será examinada ante el «tribunal de Cristo» (2 Cor. 5:10), y manifestada en su verdadero carácter. Si viviéramos en el poder de esta verdad, las acusaciones de actos sospechosos que a menudo se lanzan contra los que invocan el nombre del Señor serían todas infundadas.

Piadosamente. En un mundo impío debemos vivir piadosamente. Rodeados de hombres odiosos que se odian unos otros, debemos mostrar amor. En un escenario de tinieblas morales, debemos hacer brillar la luz de lo alto; en un lugar de muerte, debemos manifestar la vida divina. ¿Nos damos cuenta de la grandeza de la tarea que tenemos ante nosotros? Esta es nuestra razón de vivir. Hacemos un llamamiento especial a nuestros jóvenes hermanos y hermanas en Cristo. Sobre todo, desead la distinción de encontraros aquí abajo agradando a Dios.

Como motivación adicional, este pasaje nos presenta «la bendita esperanza» (v. 13). No se trata solo de la venida del Señor para llevarnos a sí mismo, como en Juan 14:3. Este versículo también enfoca nuestros ojos principalmente en el día de su manifestación pública, cuando aparecerá en gloria. Los que ahora son despreciados y considerados sin valor en este mundo serán presentados entonces como monumentos de la gracia de Cristo; él será «glorificado en sus santos y… admirado en todos los que creyeron» (2 Tes. 1:10).

Para completar su exhortación, el apóstol recurre a otro motivo. Dice que es «la gracia de Dios» la que nos enseña. Para animarnos, nos recuerda el día de gloria que pronto llegará. Por último, como motivación más fuerte, nos recuerda que Cristo, sí mismo, se entregó por nosotros para que pudiera alcanzarse este resultado práctico. Él «se dio por nosotros» para redimirnos y purificar «para sí mismo un pueblo propio, celoso de buenas obras» (v. 14). Sopesemos esto detenidamente. Lo hizo para librarnos de la iniquidad que caracteriza nuestra naturaleza y para enviarnos al mundo como pueblo suyo, un pueblo que realice lo que él mismo era aquí abajo: «celoso de buenas obras». Él «anduvo haciendo el bien» (Hec. 10:38). Trabajaba incansablemente, día y noche. No tenía contacto con el mundo más que para darle a conocer a Dios. Nuestro camino debería ser similar al suyo. Cuando por necesidad entramos en contacto con el mundo, por ejemplo, en nuestra actividad profesional, tenemos el privilegio de hacer el bien y así dar a conocer a Dios.

Vivir «sobria, justa y piadosamente» es el privilegio que corresponde a todo hijo de Dios, en cada momento de su estancia en la tierra. ¡Que nuestro deseo sea procurar realizarlo mejor, mientras esperamos el regreso de nuestro Señor!

5 - Conclusión

«La piedad para todo aprovecha» (1 Tim. 4:8)

Antes de dejar la pluma, sentimos la necesidad de subrayar una vez más la inmensa importancia de este tema, e invitamos a nuestros lectores a considerar con nosotros el llamado a la piedad personal, el gasto que implica y la compensación que Dios da.

5.1 - El llamado

No cabe duda de que el llamado es fuerte y claro. Dios nos ha llamado porque, como ya hemos señalado, nos ha salvado del mundo y nos ha enviado a él con el propósito expreso de vivir «piadosamente» (Tito 2:11-12). El mundo espera que seamos piadosos. Espera, con razón, que los hombres que se vuelven hacia Dios vivan piadosamente, y cuando la transformación en sus vidas no es evidente, los hombres del mundo encuentran una excusa para quedarse lejos de Dios. Estamos convencidos de que el crecimiento del mal en el mundo se debe, en gran medida, a la ausencia de piedad por parte de quienes profesan ser hijos de Dios. Si los incrédulos declaran que el cristianismo es un gigantesco engaño, debemos preguntarnos cuánto de esto se debe al comportamiento práctico de quienes dicen ser cristianos, pero viven vidas muy diferentes a la de Cristo.

El apóstol Pablo vio que tal estado de cosas amenazaba a la Iglesia antes de terminar su carrera. Ahora, a medida que se acerca el final de la dispensación, a medida que aumenta la apostasía y crece el alejamiento de Dios, hay un llamado de nuestro Señor glorificado. Arde en nuestras almas cuando vemos las necesidades urgentes de nuestros semejantes; es el llamado a un cristianismo vivo.

La necesidad actual es una nueva traducción de la Biblia, no una nueva impresión en papel, ni una versión mejorada de los textos originales, sino los preciosos preceptos divinos inscritos en los corazones y hechos visibles por el poder del Espíritu Santo en la vida práctica de los cristianos.

La vida espiritual y la vida práctica de cada día no deben ser dos ámbitos separados. ¿Qué pasaría con un cristiano que no pudiera pedir a Dios su guía y bendición en su trabajo, porque, si lo hiciera, tendría que cambiar su forma de trabajar?

La verdadera gracia de Dios toca cada parte de nuestra vida, y Jesucristo debe ser el Señor exclusivo de cada sector de una vida que está consagrada.

5.2 - El coste

Esto, sin embargo, tendrá un precio. La cuestión es si estamos dispuestos a pagarlo. El apóstol dice: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tim. 3:12).

Él mismo había sufrido mucho a manos del mundo. Esto no le sorprendía y no debería sorprendernos a nosotros. Nuestro Señor dijo: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí antes que a vosotros… Recordad la palabra que os dije: El siervo no es mayor que su señor. Si me han perseguido a mí, también os perseguirán» (Juan 15:18, 20).

Esto sigue siendo cierto hoy. Relaciones cercanas pueden desaparecer, amistades de muchos años pueden romperse, una buena posición en el mundo puede tener que ser sacrificada, y todo por el odio contra Dios que llena el corazón del hombre natural. El hombre piadoso a menudo será considerado por el mundo como una persona sin valor. Aunque el apóstol experimentó esto en grado sumo, no nos cabe duda de que, al igual que sus compañeros de los primeros días, se regocijó en ello (comp. Hec. 5:41).

Sin embargo, más allá de la persecución en la que se regocijaba, estaba lo que hacía sangrar su corazón. Había quienes habían oído el Evangelio de su boca, que habían profesado estar convertidos, pero que se habían apartado de él (2 Tim. 1:15). No estaban preparados para las consecuencias de una conducta lejos de las cosas con las que se habían asociado anteriormente. No estaban preparados para pagar el precio de la piedad práctica. Podían haber continuado en una rutina religiosa, pero Dios exige realidad; la forma sin poder no tiene valor para él (2 Tim. 3:5).

La separación ocupa un lugar destacado en las Epístolas, pero su valor se sitúa en el plano moral. Tendemos a verla solo en términos eclesiásticos. Muchos se han separado, con razón, de organizaciones religiosas en las que se practican cosas que la Palabra de Dios desaprueba. Sin embargo, no les parece extraño asociarse con diversos asuntos, comerciales o de otro tipo, cuyos métodos de funcionamiento son característicos del mundo, y que están dirigidas por hombres que son enemigos de Cristo. Las alianzas para obtener ganancias temporales han sido la ruina de muchos creyentes. Recordemos la palabra del apóstol: «La raíz de todos los males es el amor al dinero; el cual codiciando algunos, se desviaron de la fe y a sí mismo se traspasaron con muchos dolores» (1 Tim. 6:10).

Así pues, es probable que el precio sea la persecución del mundo, la oposición de los que están descritos como «teniendo apariencia de piedad, pero negando el poder de ella» y tal vez una disminución de los bienes terrenales, pero «gran ganancia es la piedad con contentamiento» (1 Tim. 6:6).

5.3 - La compensación

Pero hay abundante compensación por todo esto. Por ella, todos los sufrimientos, todas las privaciones y todas las dificultades del camino se suavizan. Nuestro Dios nunca es nuestro deudor.

En primer lugar, tenemos la seguridad de nuestro Dios en cuanto a sus cuidados actuales por nosotros. Al final de 2 Corintios 6, encontramos un llamado urgente e insistente a separarnos. Pero una separación exterior solo tiene valor si tiene su origen en una separación de corazón. Cuando Cristo estuvo en la tierra, su camino fue de separación del mundo. Caminó por la tierra como un Hombre celestial. Todos sus recursos estaban en Dios. Nosotros estamos llamados a recorrer el mismo camino; también tenemos el privilegio de ser hombres celestiales en la tierra. Dios ha tenido en cuenta el coste de ese camino. Por eso nos da el maravilloso estímulo: «Yo os recibiré, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor. 6:17-18). Esto no se aplica a la relación de hijos, que corresponde a todo creyente y que nada puede tocar. Pero esto nos muestra el cuidado paternal que Dios ejerce por aquellos que, habiendo calculado el coste, han respondido al llamado de Dios. Aunque tengan sufrimiento, se alegran de tener a Dios Todopoderoso como Padre. Son los objetos de su especial interés, y «Dios no se avergüenza de ellos, ni de ser llamado Dios suyo» (Hebr. 11:16). Queridos amigos cristianos, ¿qué de nosotros?

El Salmo 4 dice: «Sabed, pues, que Jehová ha elegido al piadoso» (v. 3). Dios considera como su especial tesoro a quienes han aprendido lo suficiente de él como para tener el supremo deseo de ser sus imitadores, como hijos queridos. Están tan perfectamente satisfechos con su Cristo que rechazan el mundo bajo todas sus formas y procuran mantener su carácter celestial en sus circunstancias terrenales.

Hay también una compensación presente en saber que podemos agradar al Señor. Esta es la ambición del «buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim. 2:3). Sus ojos están puestos en nosotros. Él ve hasta qué punto buscamos, por un lado, estar preservados de que nos entrometan en los asuntos de esta vida, y por otro, reproducir Su vida en el mundo que lo ha rechazado. Él busca liberarnos de todo obstáculo, y nos equipa completamente para que seamos encontrados como agradables a él. ¿Podríamos desear una compensación mayor que esta? Despreciados y repudiados por el mundo, sigamos nuestro camino con perseverancia, felices de saber que podemos agradarle.

También habrá compensación en el futuro: «El Dios de toda gracia, que os llamó a su gloria eterna en Cristo, después que hayáis sufrido un poco de tiempo, él mismo os perfeccionará, os afirmará, os fortalecerá y os pondrá sobre un fundamento inconmovible» (1 Pe. 5:10). La gloria está ante nosotros. Lo que será, ningún corazón puede concebirlo. Comparando sus sufrimientos actuales con ese glorioso futuro, el apóstol Pablo escribió: «Nuestra ligera aflicción momentánea produce en medida sobreabundante un peso eterno de gloria» (2 Cor. 4:17). Estar con nuestro adorable Señor, contemplar su rostro, ver en su persona las marcas que siempre recordarán lo que sufrió por nosotros, en comparación, los ligeros sufrimientos que padecemos ahora por su causa se desvanecerán hasta la insignificancia. Pronto, todas nuestras vidas serán puestas en evidencia ante él. Esa será la hora de las recompensas. Que nuestro deseo sea oír de su boca la aprobación por todo lo que ha sido hecho para agradarle.

El pasado será olvidado, salvo para recordar sus caminos de gracia para con nosotros. Podremos arrojar nuestras coronas a sus pies traspasados y exclamar: «Digno eres tú, Señor y Dios nuestro» (comp. Apoc. 4:11).

Por eso, nuestro camino debe ser como el suyo. Tuvo ante sí la gloria; completó la carrera. Ha llegado a la meta (Hebr. 12:2). Desde su trono de gloria nos dice: «¡Sígueme!» Aceptemos hoy su camino; pronto compartirá su gloria con nosotros.

Lo que Dios quiere, lo que Cristo desea, lo que el Espíritu Santo busca, lo que el mundo necesita y lo que Satanás teme, son hombres y mujeres que sean testigos vivos. No llegaremos allí por un proceso cuidadosamente arreglado, ni por resoluciones serias. Solo hay un camino: estar constantemente ocupados con nuestro Señor Jesucristo, donde ahora está sentado a la diestra de Dios.

¡Que nuestros ojos estén fijos en él, y que nuestros pasos sean más firmes para seguirlo hasta el glorioso momento en que lo veremos cara a cara!

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2008, página 6