Un retorno a la piedad…
«Ejercítate para la piedad» (1 Timoteo 4:7)
Autor: Tema:
¡Cuán lejos parecen aquellos benditos tiempos en los cuales el soplo del Espíritu de Dios avivaba las almas! Solo quedan escritos para recordarnos estos maravillosos días que trajeron a los corazones sedientos la lluvia de arriba, el rocío precursor de una mañana sin nube.
De aquellos benditos tiempos en los cuales florecía la piedad en los corazones, en las familias, en las asambleas; en los que se rendía un vivo testimonio a Cristo; cuando los intereses de lo alto constituían la preocupación primordial de los hijos de Dios; de todo aquello ¿qué es lo que queda hoy día?
Gracias a Dios, quien conoce todas las cosas y escudriña lo más profundo de nuestro ser, que no mira la apariencia exterior (como lo hace el hombre), sino el corazón, gran número de amados hijos de Dios –conocidos o desconocidos por nosotros– han mantenido y mantienen, por el poder del Señor el cual se cumple en la debilidad y por una gran piedad individual, un testimonio de mucha estima para Dios. Pero al lado de esto, hemos de humillarnos viendo cuán poco celo tenemos de llevar a la práctica el maravilloso tesoro de conocimientos que nos han sido enseñados, a veces desde nuestra tierna juventud. ¡Cuántas veces nos olvidamos de hacer valer en nuestra vida diaria las verdades que creemos poseer! ¡El Señor nos guarde, en estos tiempos del fin, de un conocimiento o ciencia que envanece, y que nos aumente el amor que edifica!
¡Cuán pronto supo Satanás trabajar, y cómo redobla y aumenta sus esfuerzos para desviarnos del verdadero camino, el cual es asimismo la verdad y la vida! (Juan 14:6). ¿No comprenderemos, desde ahora, que la piedad no debe ser cuestión de algunos solamente, los cuales, conscientes de su responsabilidad, tienen sobre su corazón el testimonio del Señor? Desde nuestra conversión, siendo miembros del Cuerpo de Cristo, hemos de compartir ese ejercicio de la piedad en la esfera donde el Señor nos ha colocado.
Pero, ¿cómo definir lo que es la piedad? La piedad es la costumbre de vivir en comunión con Dios. Es lo que caracteriza las verdaderas relaciones del alma con Dios, confiando solo en Él, y temiendo no serle agradable. Así, pues, la piedad no es una cosa exterior, sino interior; no es ostentosa, pero sus profundos efectos se reflejan en nuestra vida exterior, en toda nuestra manera de ser, de vivir, de pensar, hablar y obrar. Dicha piedad es el fruto del amor de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado.
Varios de nosotros, ¿acaso no hemos de reconocer que Cristo no es realmente el centro de nuestra vida, y confesar que, demasiado a menudo, hemos dejado el primer amor?
En este mundo, la mayoría de los que decimos ser cristianos, somos regidos, moldeados y controlados por algo que, en materia religiosa, es propio de la tierra y no del cielo, del hombre natural y no del Espíritu Santo. Muchos obedecemos a instituciones humanas y ya no únicamente a la Palabra de Dios. Más que nunca, es preciso que veamos (por convicción personal basada en las Escrituras) que debemos ofrecer un contraste bien marcado con aquel estado de cosas. Pero, una cosa es darse cuenta de ello y otra cosa es entrar en el camino del Señor, andando allí en conformidad con Su pensamiento. No basta preocuparnos sin cesar del triste estado en el cual nos encontramos; de lamentar amargamente nuestra debilidad y nuestra miseria, ni tampoco de vivir melancólicamente con el recuerdo de un pasado lejano. Si nos contentamos con esto, solo conseguiremos estériles lamentaciones. El pasado no volverá. Hace falta mirar hacia adelante; un hecho permanece inmutable: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8). Si nosotros podemos estar acostumbrados al estado de ruina espiritual, Cristo no se ha acostumbrado a ello y, por las trágicas circunstancias que se desarrollan en este mundo, su potente voz nos llama a un retorno individual a la piedad, para dedicar toda nuestra voluntad y todo nuestro corazón a su servicio.
La tibieza que paraliza los corazones de muchas almas no se debe tanto a la timidez como al egoísmo, la pereza y el amor al mundo y a las cosas que en él se encuentran. Necesitamos estímulo y avivamiento. Reconozcamos que nos hemos dejado invadir por el sopor. No nos hagamos ilusiones sobre nuestro estado: una de las peores cosas que pudiera acontecemos sería de estar satisfechos de nosotros mismos, de creernos despiertos cuando en realidad seguimos durmiendo. No seamos de los que duermen, pero mucho menos de los que sueñan que están despiertos estando profundamente dormidos.
Arrodillémonos en la luz del santuario. Allí solamente aprenderemos a conocernos y podremos juzgarnos ante Dios por todas las cosas que han originado el ocaso o merma espiritual en nuestra vida: orgullo espiritual, espíritu de suficiencia, etc., que caracterizan la iglesia tibia de Laodicea; el chismorrear, la maledicencia, el egoísmo, el interés particular, el alejamiento progresivo de la Palabra de Dios. Humillémonos por nuestro relajamiento en la vida de oración y por nuestra conformidad al presente siglo malo en el cual nos desenvolvemos.
Si aprendemos a juzgar estas cosas y a abandonarlas, Dios nos encaminará hacia las maravillosas posibilidades que reserva su gracia, en todo tiempo, para los que vuelvan a él de todo corazón.
Tanto el Antiguo Testamento como la historia de la Iglesia, nos muestran cuál es el camino que produce un avivamiento en los corazones.
En determinado momento, la triste situación en la cual se encontraba la comunidad empezaba a pesar de modo especial sobre uno o varios de sus componentes. Una pesada carga agravaba su corazón, sentían un hondo pesar, un íntimo dolor por los intereses y el testimonio del Señor. Esta situación les hacía padecer, esta falta de obediencia a la Palabra era para ellos una agonía y, como un Esdras, un Nehemías, un Daniel, se inclinaban, rostro en tierra, ayunando y humillándose, identificándose con el pueblo para confesar sus faltas y transgresiones e implorar la misericordia del Dios justo y santo, cuya bondad y conmiseraciones permanecen para siempre para aquellos que le temen.
Estas humildes y perseverantes oraciones subían hasta Dios que escuchaba sus clamores. Entonces, no con fuerza ni con ejército, sino por su Espíritu, cosas maravillosas eran hechas para gloria de su Nombre.
Así se verificaron muchas restauraciones. ¡El Señor nos conceda ser instrumentos fieles en sus benditas manos!
Revista «Vida cristiana», año 1954, N° 8