Niños (Hijos)


person Autor: Sin mención del autor

flag Tema: La familia de Dios: hijos de Dios


En las Escrituras, a los discípulos del Señor se les llama niños de diversas maneras. Cuando estaba en la tierra, el Señor Jesús, por afecto a los suyos, les dijo: «Hijos (Niños), ¡cuán difícil es entrar en el reino de Dios!» (Marcos 10:24); luego, cuando resucitó de entre los muertos, con el mismo afecto les preguntó: «¿Muchachos (Niños), tenéis algo de comer?» (Juan 21:5). En Efesios 5:8 se habla de los santos como «hijos (niños) de luz», en 1 Pedro 1:14 como «hijos (niños) obedientes», y en Hebreos 2:13-14 se llama a los que pertenecen al Hijo de Dios resucitado «los hijos (niños) que Dios me ha dado».

1 - Hijos (Niños) de Dios

Los santos son llamados «hijos (niños) de Dios» por la relación en la que los ha colocado el nuevo nacimiento. Desde tiempos inmemoriales, todos los nacidos de Dios han sido colocados en esta relación por la acción soberana de Dios en el alma. Por el nuevo nacimiento, el creyente posee una naturaleza nueva, divina, que le permite, hasta cierto punto, captar lo que es de Dios. El nuevo nacimiento hace posible entrar, por la naturaleza divina, en las cosas de Dios; pero solo desde que el Espíritu Santo fue enviado a morar en los santos, estos poseen un poder divino para captar plenamente lo que el Espíritu les revela. El Señor Jesús dijo esto a sus discípulos en Juan 14 al 16.

Aunque en un tiempo los santos eran «hijos (niños) de Dios», puesto que poseían su naturaleza, solo después de que el Hijo de Dios viniera al mundo pudieron conocer esta maravillosa relación, como está escrito: «A todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12); y luego se añade que esta relación no procede del hombre, sino que es enteramente la obra de Dios.

En Juan 3:3-8, el Señor Jesús habla a Nicodemo sobre el nuevo nacimiento. Le dice que un hombre no puede ver el reino de Dios a menos que nazca de nuevo, y que el nuevo nacimiento, que nos permite entrar en el reino de Dios, es obra del Espíritu Santo por medio de la Palabra de Dios. Esta es la semilla de la nueva naturaleza; el Espíritu la utiliza para limpiar el alma de la contaminación de la naturaleza que hemos heredado de Adán.

La venida del Hijo al mundo puso de relieve la relación a la que los santos habían sido llevados por el nuevo nacimiento, y la muerte de Cristo fue el medio de agrupar a todos los nacidos de Dios en una unidad totalmente nueva, como dijo el Espíritu Santo al comentar las palabras del sumo sacerdote: «Profetizó que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:51-52).

En Romanos 8:16 Pablo dice: «El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios», mostrando que el Espíritu Santo, que mora en nosotros, nos da conciencia de la relación en la que Dios nos ha establecido con él. Si somos hijos de Dios, somos herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom. 8:17), ahora en la tierra sufriendo con Cristo, pero pronto seremos revelados en la gloria con Cristo, cuando la creación misma sea liberada de la esclavitud de la corrupción (Rom. 8:21). En Romanos 9:8, el apóstol deja claro que no son «hijos de Dios» los de Israel según la carne; los verdaderos descendientes de Abraham son los que tienen la fe de Abraham.

En Efesios 5:1, los santos están exhortados a ser «imitadores de Dios como hijos amados», la naturaleza del Padre que debe manifestarse en sus hijos. Cristo mismo fue el modelo de cómo deben caminar los hijos de Dios, mostrando su amor por el Padre y por nosotros con su muerte en la cruz. Cuán grande fue la complacencia de Dios en su Hijo, en su conducta, en sus caminos, en su dócil sumisión y perfecta obediencia, hasta la muerte. Dios quiere que sus hijos se conduzcan de la misma manera, de un modo que le agrade.

El amor del Padre está manifestado en el hecho de que nos hace conscientes de nuestra relación de hijos con él, como escribe Juan: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (1 Juan 3:1). El amor del Padre no fue manifestado antes de que viniera el Hijo; pero el mismo amor que movió al Padre a enviar a su Hijo a morir por nosotros, nos ha llevado a la relación más estrecha con él como hijos suyos, un lugar donde su afecto descansa en nosotros, como descansa en su Hijo.

Si el mundo hubiera conocido al Hijo de Dios, también habría conocido que somos hijos de Dios, porque la naturaleza que se vio en perfección en el Hijo se encuentra en los hijos de Dios en este mundo. La carne puede verse en los santos, pero también la naturaleza divina; y como hijos de Dios somos vistos como estando en la naturaleza divina, manifestando la naturaleza de Dios. Pronto apareceremos desde el cielo en gloria con el Hijo de Dios; seremos semejantes a él, teniendo cuerpos gloriosos como el suyo; pero ya tenemos la misma naturaleza y el mismo lugar de afecto ante el Padre.

La justicia y el amor son caracteres que se ven en los hijos de Dios (1 Juan 3:10-14), pero: «En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos» (1 Juan 5:2). Cada hijo de Dios ama a todos los demás hijos de Dios, pero el amor se demuestra por la obediencia a la voluntad de Dios. Mostramos nuestro amor a nuestros hermanos y hermanas no caminando con ellos por un mal camino, sino procurando responder a todo lo que Dios nos pide.

2 - Los hijos (niños) de Juan

En su afecto por toda la familia de Dios, el anciano apóstol Juan les escribió: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis» (1 Juan 2:1).

En el corazón del siervo del Señor, había un amor verdadero y profundo por todos los santos; su conocimiento personal del Señor desde el principio, su lugar especial en el seno de Jesús, su larga y devota vida al servicio del Maestro, su ministerio y cuidado de los santos, le daban la libertad de dirigirse a todos los cristianos como hijos suyos.

En los versículos anteriores, el apóstol había hablado del pecado y de los pecados, mostrando que el pecado no es inevitable para los creyentes, aunque todos hayamos fallado y sigamos fallando. Si pecamos, Dios mismo provee por medio de nuestro Abogado en las alturas, «Jesucristo el justo», que es nuestra justicia que habita con Dios. En el mismo capítulo, Juan dice: «Os escribo, hijitos, porque os han sido perdonados los pecados a causa de su nombre» (1 Juan 2:12). Qué maravilloso es saber que todos nuestros pecados han sido perdonados gracias al nombre de aquel que murió por nosotros en la cruz.

El apóstol también exhorta: «Y ahora, hijitos, permaneced en él para que, cuando se manifieste, tengamos confianza y no seamos avergonzados por él en su venida» (1 Juan 2:28). Juan querría que todos los santos a los que él había servido fueran fieles al Señor, que permanecieran en Él, que aprovecharan los infinitos recursos que hay en él arriba, para que pudieran conocer el gozo de su amor y dar testimonio de él manifestando sus caracteres.

En 1 Juan 3:7, Juan dice: «¡Hijitos, nadie os engañe! El que practica la justicia es justo, como él es justo». Solo quien es justo ante Dios puede practicar la justicia, puesto que esta es el fruto de la naturaleza divina –la naturaleza del Dios justo y de Jesucristo el justo– que Dios nos ha dado. El cristianismo es muy práctico, por eso el apóstol añade: «Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino con hechos y de verdad» (1 Juan 3:18). Es fácil decir y escribir lo que debe ser y hacer un cristiano, pero es de forma práctica como debemos mostrar el amor que fue manifestado hacia nosotros a la perfección en Jesús.

En cuanto a los falsos profetas que manifestaban el espíritu del anticristo, el anciano siervo de Cristo decía: «Hijitos, vosotros sois de Dios y los habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo» (1 Juan 4:4). El Espíritu de Dios en los santos les permite discernir el verdadero carácter de la enseñanza de los falsos profetas y rechazarlos por no ser de Dios. El Espíritu Santo en nosotros es más grande que el espíritu del anticristo en el mundo, y nos permite detectar y rechazar todo lo que es falso.

Cualquiera que sea la etapa de crecimiento de los santos, ya sean niños pequeños en la familia de Dios, jóvenes que han vencido al maligno o padres que han madurado en las cosas de Dios, el apóstol puede hablar de ellos como «hijitos míos» (1 Juan 2:1, 12-29). Escribiendo a «Gayo, el amado», Juan puede decir: «No tengo mayor gozo que este: el oír que mis hijos andan en la verdad» (3 Juan 1-4).

3 - Los hijos (niños) de Pablo

Al igual que su maestro y como el apóstol Juan, el apóstol Pablo también hablaba de los santos como de sus hijos. A los gálatas les dijo: «Hijos míos, por los que de nuevo siento dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gál. 4:19). Los santos de Galacia habían sido llevados al Señor por medio de él, pero el enemigo trataba de desviarlos del camino de la voluntad de Dios intentando socavar los fundamentos mismos del Evangelio entre ellos. Al tratar de corregir el error que el enemigo les presentaba, el apóstol les escribe como a sus hijos, con profundo afecto y una gran emoción.

Al exhortar a los santos de Corinto, el apóstol dijo: «Os hablo como a hijos míos; ensanchad también vuestro corazón» (2 Cor. 6:13). Ya les había dicho: «No os escribo estas cosas para avergonzaros… porque yo os engendré en Cristo Jesús, por medio del evangelio» (1 Cor. 4:14-15). Como fruto de sus trabajos por Cristo, Pablo tenía un interés especial en los santos de Corinto y por eso podía escribirles como a sus hijos.

Considerando las dificultades de los últimos días, Pablo escribe a Timoteo acerca del propósito de Dios y de «la gracia que nos dio en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos» (2 Tim. 1:9), y luego le dice: «Tú pues, hijo mío, fortalécete en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 2:1). Pablo muestra así un profundo afecto por Timoteo. Lo mismo sucedió con Onésimo, de quien Pablo escribió a Filemón: «Te ruego por mi hijo Onésimo, a quien engendré en las prisiones» (Film. 10).

4 - Niños (hijos)

Bajo la Ley, Dios no era conocido plenamente; lo fue en la persona del Hijo. Por eso Pablo decía de los santos de antes de la venida de Cristo: «Así, también nosotros, cuando éramos menores de edad, estábamos esclavizados bajo los elementos del mundo» (Gál 4:1-3). Al venir, Cristo reveló al Padre, y por eso Juan pudo decir a los hijitos de la familia de Dios: «Os escribí, hijitos, porque conocéis al Padre» (1 Juan 2:13). Este era el estado normal de los santos que acababan de entrar en el cristianismo; eran jóvenes en la fe e inmaduros en las cosas de Dios.

Sin embargo, es anormal que los niños pequeños no maduren; deben crecer en el verdadero conocimiento de Dios, alimentándose de la pura leche intelectual de la Palabra de Dios (1 Pe. 2:2). Los niños pequeños corren el peligro de ser seducidos por falsas enseñanzas, de ahí la advertencia de 1 Juan 2:18-27, y las palabras de Pablo a los efesios: «Para que ya no seamos niños pequeños, zarandeados y llevados por todo viento de doctrina» (Efe. 4:11-15). Debemos alimentarnos de la Palabra y aprovechar todo lo que Cristo nos ha dado para fortalecernos en las cosas divinas.

El autor de la Epístola a los Hebreos señalaba este peligro de permanecer en un estado inmaduro, diciendo: «Habéis llegado a tener necesidad de leche, y no de alimento sólido; porque todo el que participa de leche, es inexperto en la palabra de justicia, porque es un niño» (Hebr. 5:12-14). Siempre debemos regocijarnos en las verdades fundamentales del cristianismo, pero también debemos crecer para apreciar las cosas más profundas de Dios, y no ser como los hebreos a los que nos referimos, o como los santos de Corinto, a quienes Pablo escribía: «Yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, no alimento sólido; porque no lo podíais soportar, y ni aun ahora lo podéis» (1 Cor. 3:1-2).