El carácter celestial del cristianismo
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Los hijos de Israel eran el pueblo terrenal de Dios; su llamado era terrenal, con una herencia terrenal y bendiciones en la tierra. ¡Qué diferente es el llamado de la Iglesia! Hemos recibido un «llamado celestial»; la herencia que Dios nos ha dado está «reservada en los cielos»; y nuestras bendiciones son espirituales, «en lugares celestiales en Cristo». Aunque Israel era el pueblo terrenal de Dios, representaba a los santos de aquel tiempo, llevando en el borde de sus vestiduras una banda azul, para simbolizar el carácter celestial de la conducta de los santos de Dios.
Abraham, llamado por Dios, no encontró en la tierra de Canaán la satisfacción de los deseos que habían sido divinamente implantados en su corazón, pues «esperaba la ciudad que tiene [los] cimientos; cuyo arquitecto y hacedor es Dios» (Hebr. 11:10). Junto con otros santos llamados por Dios, encontró una ciudad con fundamentos firmes, de la que Dios es el arquitecto y hacedor. Confesaron que eran «extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (v. 13), por lo que Abraham encontrará satisfacción a todos sus deseos en una mejor «patria… celestial» y en «la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial» (Hebr. 12:22).
El cristianismo no solo toma su nombre de Cristo, sino también su carácter. De Adán hemos tomado nuestros rasgos naturales, de Cristo tomamos los espirituales; heredamos todos nuestros rasgos naturales, físicos y morales, «del primer hombre» de la tierra; y pronto «llevaremos la imagen del celestial», es decir, de Cristo, «el segundo hombre» del cielo (1 Cor. 15:47). Tenemos ya la vida y la naturaleza de Cristo, y con ello podemos manifestar sus caracteres de belleza moral que tan perfectamente se manifestaron en él cuando estaba en la tierra.
En la tierra el Hijo de Dios pudo decir: «Porque descendí del cielo no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad de aquel que me envió» (Juan 6:38); y habiendo cumplido plenamente esa santa voluntad, regresó al cielo. Los discípulos fueron testigos de su ascensión al cielo; el Espíritu de Dios testificó que él entró «en el cielo mismo, para presentarse ahora por nosotros ante la faz de Dios»; que él «ha pasado a través de los cielos»; que él está «elevado por encima de los cielos»; «entró… en el cielo mismo» y que él «subió muy por encima de todos los cielos, para llenarlo todo» (Hebr. 4:14; 7:26; 9:24; Efe. 4:10).
Ya en el cielo, el Señor Jesús se ocupa de la voluntad de su Dios y Padre, procurando glorificarlo ahora, así como lo glorificó en su vida y muerte en este mundo; y en su ministerio actual para con los suyos, cuida de ellos, apoyándolos, consolándolos y proveyendo para todas sus necesidades; dirigiendo, ayudando y dando lo necesario a sus siervos; y santificando a la Iglesia, purificándola «con el lavamiento del agua por la Palabra; para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante» (Efe. 5:26-27). Pronto «volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (Hec. 1:11), según la promesa de los mensajeros divinos en Hechos 1:11; y los cristianos, que se han convertido de los ídolos a Dios, sirven al Dios vivo y verdadero y esperan «de los cielos a su Hijo» (1 Tes. 1:9-10).
Los discípulos del Señor Jesús esperaban el establecimiento de su reino terrenal y no veían nada más allá, aunque el Señor habló de su muerte y dirigió sus pensamientos al cielo. Cuando los 70 regresaron de su misión y se regocijaron por todo lo que su poder les había permitido hacer, su Maestro les dijo: «Pero no os alegréis porque los espíritus se os someten; sino alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo» (Lucas 10:20). Esto era algo totalmente nuevo para los discípulos. Sin duda habían creído en la verdad de la resurrección de los muertos, pero probablemente esperaban tener una parte en la tierra después de resucitar. En cambio, el Señor les señala el cielo, donde Dios en su gracia ha escrito sus nombres, para darles una parte con Cristo mismo.
En Juan 14, el Señor da instrucciones a los suyos en cuanto a la parte que tendrán con él en el lugar preparado en la Casa del Padre. Él iba al Padre de donde había venido, y podía decir: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas… porque voy a prepararos un lugar» (v. 2). Ellos buscaban un lugar con él en su reino terrenal; ahora habla de un lugar con él en el cielo. Esto es algo que no podían entender; estaba más allá de su comprensión en aquel momento, al no haber recibido todavía el Espíritu Santo. Podrían haberse contentado con un lugar en el reino terrenal, pero eso no habría satisfecho el corazón del Hijo ni el del Padre. Nada menos que tener a los suyos con él en la Casa del Padre satisfaría el corazón del Hijo de Dios. Esta es la esperanza de la que Jesús habló en la tierra, y es la esperanza que siempre se ofrece a todos los que creen en él.
Cuando Pablo escribió a los santos de Colosas, habló de «de la esperanza reservada para vosotros en los cielos, de la cual habéis oído por la palabra de la verdad del evangelio» (1:5). El Evangelio anuncia a los hombres la salvación de Dios, les señala a Cristo, en quien residen todas sus bendiciones, y les ordena que esperen su venida para llevarlos a su hogar celestial. No debemos esforzarnos por enderezar el mundo; Cristo lo hará cuando venga; solo debemos representarle allí donde ha sido rechazado, con la certeza de que todas nuestras esperanzas están ligadas a él, donde se sienta en presencia de su Dios y Padre.
El lugar de bendición de Israel en la tierra le fue asegurado por el llamado de Dios, «Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). Las promesas de Dios ciertamente se cumplirán, y Jerusalén seguirá siendo la gran metrópoli de la tierra, y todas las naciones rendirán homenaje al Señor allí. Pero Dios tiene propósitos, formados antes de la fundación del mundo, y es de acuerdo con estos propósitos que el cristiano ha sido bendecido «con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3).
Los santos del Antiguo Testamento no fueron informados de lo que contenía el propósito eterno de Dios. El hombre estuvo en probación hasta la cruz; y cuando el hombre fue plenamente probado, se demostró que era incorregiblemente malvado, y fue llevado a un fin judicial en la cruz, Dios dio a conocer su propósito eterno, y eso en conexión con Cristo, resucitado de entre los muertos y glorificado a su diestra en el cielo. Todas las cosas en el cielo y en la tierra estarán bajo el dominio del hombre Cristo Jesús en el día venidero, y aquellos que por gracia han sido bendecidos por Dios compartirán ese lugar.
Aquellos que han sido bendecidos según el propósito de Dios en Cristo estarán para siempre ante Dios como sus hijos, santos, irreprensibles y en amor, compartiendo el lugar de su propio Hijo amado; y también compartirán la gloria de Cristo en su reino, siendo herederos de Dios y coherederos con Cristo. Toda esta bendición es celestial, y la disfrutarán en el cielo con Cristo. Hay lo que pertenece a la manifestación milenaria de la gloria de Cristo, y lo que es para la eternidad.
Como cristianos, nuestros pensamientos no deben regirse por lo que pertenece a la escena de este mundo. Hemos muerto con Cristo a las cosas de este mundo, hemos resucitado con Cristo, y por eso se nos exhorta a buscar «las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios» (Col. 3:1). Tal pasaje de la Escritura muestra claramente el carácter verdadero y celestial del cristianismo. Vamos al cielo y todos nuestros intereses deben centrarse en Cristo, donde él está y donde pronto estaremos con él. Para ello necesitamos energía espiritual, razón por la cual se nos exhorta a centrarnos «en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (v. 2).
Cuando el Señor Jesús oró a su Padre en Juan 17, dijo: «Manifesté tu nombre a los hombres que me diste del mundo» (v. 6). La línea divisoria entre el mundo y los que Dios ha sacado del mundo es muy clara, como subrayan las palabras del Señor: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado; porque tuyos son» (v. 9). La división entre el mundo y los santos se acentúa aún más con las palabras: «No son del mundo, como yo no soy del mundo» (v. 14). ¿Quién podría negar el carácter celestial del verdadero cristiano a la luz de estas palabras dirigidas por el Hijo de Dios a su Padre?
Puesto que no pertenecemos a este mundo, el Espíritu Santo nos exhorta: «No améis al mundo, ni las cosas que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2:15). Hemos sido engendrados para el sistema celestial que Dios ha establecido en relación con Cristo en su presencia, pues «la Jerusalén celestial… es nuestra madre» (Gál. 4:26). Los enemigos de la cruz de Cristo “se ocupan de las cosas terrenas”, pero nuestra «ciudadanía está en los cielos; de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso» (Fil. 3:18-21).
Qué difícil era para los creyentes judíos desprenderse del pensamiento de las bendiciones terrenales. Pero, como hemos visto, lo mismo les ocurrió a los discípulos cuando el Señor estuvo en la tierra. Habían aprendido durante tanto tiempo a ver un Mesías terrenal y a aprehender un reino terrenal que la enseñanza de un Cristo celestial y de un «reino celestial» (2 Tim. 4:18) les resultaba difícil de captar. De ahí el énfasis en el cielo en Hebreos, donde el autor, por el Espíritu de Dios, habla de «cosas celestiales» (Hebr. 8:5; 9:23); del «llamamiento celestial» (3:1); del «don celestial» (6:4); de una patria mejor, «es decir, celestial» (11:16); y de «Jerusalén la celestial» (12:22). Como creyentes procedentes del paganismo, no tenemos esta dificultad, pero ciertamente necesitamos la misma exhortación: «Despojándonos de todo peso y del pecado que nos asedia, corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, fijos los ojos en Jesús… sentado a la diestra de Dios» (Hebr. 12:1-2).
El Hijo de Dios habló a Nicodemo de las cosas terrenas, diciendo: «A menos que el hombre nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Juan 3:5); pero también había venido a hablar de las «cosas del cielo» (v. 12), de las cosas de la vida eterna, que el Padre le había mandado hablar. El judío podía entender lo que era un tesoro en la tierra y una recompensa en la tierra; qué extrañas debieron parecerle las palabras del Señor cuando habló de un «tesoro en el cielo» y una «recompensa en el cielo». Sin embargo, estas mismas cosas se le ofrecen al cristiano, y ha de disfrutarlas con Cristo en su «reino celestial».
Como pueblo celestial, Dios quiere que andemos en este mundo para su placer, sabiendo que si «nuestra casa terrenal, esta tienda de campaña, es destruida, tenemos un edificio de Dios, una casa no hecha con manos, eterna en los cielos», y «anhelando ser revestidos de nuestra habitación celestial» (2 Cor. 5:1-2). Todo lo que nos rodea pasará pronto, pero nosotros tenemos la luz del cielo para lo que nunca pasará. Procuremos, pues, agradar a Dios y gozar anticipadamente de las cosas del día de gloria venidero, «no fijando nuestros ojos en las cosas que se ven, sino las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor. 4:18).
Extraído de «An Outline of Sound Words», Vol. 41-50.