Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos.
Tanto el Padre como el Hijo estuvieron directa e íntimamente involucrados en la obra expiatoria realizada en la cruz, y ambos estuvieron involucrados en la salvación de nuestras almas. Por lo tanto, ambos son dignos de nuestra alabanza y acción de gracias cuando nos sentamos a la mesa del Señor. El Señor Jesús merece, al igual que el Padre, la honra más completa y elevada. Cuando Tomás se dirigió a él, diciendo: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Jn. 20:28), el Señor aceptó su reconocimiento. En las epístolas, el Padre y el Hijo suelen mencionarse juntos, por lo que sería inconcebible pensar o decir que Jesús no es Dios. Sin embargo, nuestro Señor Jesús fue quien se entregó por nosotros y sufrió por nuestros pecados. ¿Qué creyente podría permanecer insensible o indiferente a este sacrificio?
Al mismo tiempo, debemos ser cuidadosos de no excluir al Padre en nuestra adoración. Dirigirnos solo al Señor Jesús en la adoración es una omisión grave. “Ahora es” cuando los “verdaderos adoradores” deben adorar al Padre y al Hijo, tal como lo haremos en el cielo (cf. Jn. 4:23; Ap. 4 - 5). Fue el Padre quien envió “al Hijo, el Salvador del mundo” (1 Jn. 4:14); el mismo “que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Ro. 8:32). Él nos “trasladado al reino de su amado Hijo” (Col. 1:13). Como “verdaderos adoradores” adoramos al Padre “en espíritu y en verdad”.
¡Qué amor infinito se halla en el nombre del Padre! Por muy elevado que sea nuestra concepción ideal de padre, no podemos ni siquiera rozar la superficie de esta relación divina.
Que el Espíritu de Dios nos lleve a no separar a estas Personas divinas, sino a unirlas en nuestra adoración. Debemos ser cuidadosos de no establecer reglas según pensamientos o voluntades humanas, sino dejar espacio para que el Espíritu Santo dé rienda suelta a una santa libertad. Debemos ser libres de exaltar tanto al Padre como al Hijo en nuestra alabanza.
R. Beacon