Sus nobles no pusieron su cerviz a la obra del Señor.
(Nehemías 3:5 VM)
La obra de Dios se realiza en este mundo, y en el cielo se lleva un registro de los que toman parte en ella, qué es lo que hacen, cómo lo hacen y por qué lo hacen. Esta es una consideración solemne y alentadora a la vez. En la antigüedad, los ojos de Dios miraban a sus siervos y observaban cómo contribuían a su obra, y nos ha dado todos los detalles de ello. Los tecoítas repararon la muralla, pero lo hicieron con el corazón dividido: “Sus nobles no pusieron su cerviz a la obra del Señor”. Estos hombres eran los líderes del pueblo, y si los líderes eran tibios, el pueblo también lo sería; y la vergüenza que se extrae de su actitud ha quedado registrada en la Palabra de Dios hasta nuestros días.
Salum, hijo de Halohes, era diferente (v. 12). Su entusiasmo por la obra era tal que fue un modelo para sus hijas y ellas ayudaron en la edificación del muro. Y este hombre no era cualquiera, pues se nos dice que era gobernador de un importante distrito de Jerusalén. Debido a la posición tan honorable de su padre en la ciudad, las hijas de Salum podrían haber pensado que su responsabilidad era mantener la dignidad de la casa y no ensuciarse las manos trabajando. Pero no, su ambición era participar en la obra del Señor, y la dignidad de su casa no se resintió por ello, pues está escrito que Salum reparó, “él con sus hijas”.
Eventualmente, el pueblo terminó la obra, pero no con sus propias fuerzas, sino que el “Dios del cielo” los hizo prosperar (Neh. 2:20). Confiaron en él y no los defraudó. Tampoco nos defraudará si, impulsados por el amor de Cristo, nos ponemos a trabajar en su obra. Pero hagámoslo con temor a él, pues todo lo que hacemos quedará registrado allí arriba, junto con la razón y el propósito de nuestras acciones. “La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará” (1 Co. 3:13).
J. T. Mawson