El cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.
Con términos incuestionables este capítulo presenta la magnificencia de la grandeza de la gloria de Dios, tal como se manifiesta en su Hijo. La Epístola a los Hebreos no se enfoca en la humilde gracia de su obra, sino en la majestad y grandeza de ella. Es una obra digna de Aquel cuya dignidad es tan inmensa. La gloria infinita de esta Persona le da un valor infinito a su obra.
Cristo es en sí mismo el “resplandor” de la gloria de Dios, el propio brillo de esa gloria, al igual que la luz del sol revela la maravilla del resplandor y el calor de esa estrella. No se limita a reflejar esa luz, sino que ella misma es su resplandor. Cristo no se limita a expresar algo de Dios, sino que es la expresión de Dios mismo. Es imposible exagerar al alabar la grandeza de su majestad. No solo es el Creador de todas las cosas, sino que también “sustenta todas las cosas con la palabra de su poder”. Si no ejerciera constantemente su propio poder, nada en el universo podría permanecer en su lugar. Él, que es el gran Creador y Sustentador del universo, solo y por sí mismo realizó la poderosa obra de “purificación de nuestros pecados” mediante la ofrenda inigualable de sí mismo en la cruz. Nadie más podría haber hecho esto. Llevará su gloria durante la eternidad, en presencia de multitudes de corazones dispuestos a ofrecerle su profunda adoración. Es conveniente que sea exaltado a la diestra de la Majestad en los cielos. “Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”, tras una perfecta victoria sobre el poder de Satanás y del mal, y ahora es Objeto de la adoración de su amado pueblo. Eventualmente, toda la creación se postrará delante de él.
L. M. Grant