Después le apareció Jehová en el encinar de Mamre, estando él sentado a la puerta de su tienda en el calor del día.
El hogar de Abraham, al igual que el hogar de Betania, fue un lugar donde el Señor halló descanso y renovaba sus fuerzas. Jesús desea tener comunión con nosotros, pues dijo: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Ap. 3:20). Además, nosotros también podemos disfrutar de estas dulces manifestaciones de su presencia, pues nos dice: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Jn. 14:21).
¡Cuántas veces el Señor se nos ha manifestado, pero por estar al “calor del día”, llenos de distracciones, hemos perdido la oportunidad de disfrutar su presencia, pues ni siquiera fuimos conscientes de ella! Quizás pasó por delante de Lot, pero él estaba demasiado ocupado en las puertas de Sodoma, y no estaba en condiciones de recibirlo. Más tarde se le aparecieron dos ángeles, pero fue para anunciarle el juicio.
Abraham no pudo ocultar su alegría cuando vio y reconoció al Señor. Del mismo modo, en Juan 20, los discípulos también se llenaron de alegría al ver al Señor. ¿Sentimos lo mismo, por ejemplo, en el día del Señor? Abraham tuvo el privilegio de servir al Señor sin obstáculos, pues tenía todo a mano para recibir a sus visitantes. La adoración consiste en presentar al Padre lo que habla de Cristo y lo que hemos recogido espiritualmente durante la semana; emana de la comunión diaria con el Señor. Es penoso ver tantas bocas cerradas cuando nos reunimos para hacer memoria de él. ¿Por qué? ¿Ni siquiera “cinco palabras” de agradecimiento (véase 1 Co. 14:19)? La culpa es nuestra. No hemos caminado en comunión diaria con nuestro Señor, pasando tiempo en oración y leyendo la Palabra de Dios. Me temo que le estamos robando el honor que tanto merece. Corrijamos esto sin demora.
Richard A. Barnett