Este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo.
Dios da una vida nueva, una vida en su Hijo. Es vida eterna –vida en Cristo. Dios se manifestó perfectamente en el Hijo, cuando Él descendió del cielo para dar vida. Pero esto no es suficiente. ¿Qué hay de mis pecados? ¿Dónde están mis pecados? No es posible tener vida sin que la cuestión del pecado haya quedado resuelta. Cristo descendió del cielo para quitar mi pecado, y en efecto lo hizo. La vida de Cristo está en mí –la «vida eterna; y esta vida está en su Hijo». Así como he participado de la vida y la naturaleza del primer Adán, también tengo la vida en el segundo Adán, es decir, Cristo. Es verdad, la poseo en un pobre vaso de barro, pero es una naturaleza divina, y me corresponde manifestarla en mi vida y en mi carácter.
Entre más conozco a Dios, más exhibiré lo que Él es. Cuanto más lo contemple, más me pareceré a Él. ¿Qué hizo resplandecer el rostro de Moisés? ¿Fue por mirarse a sí mismo? No. Su rostro resplandecía porque pasó tiempo con Dios y contempló su gloria. Moisés no sabía que su rostro resplandecía hasta que le pidieron que se cubriera con un velo (Éx. 34:29). No estaba ocupado de sí mismo: solo tenía a Dios delante suyo. Había estado contemplando a Dios, estuvo completamente ocupado de Dios, y fue por ello que pudo reflejar la gloria de Dios.
Será igual con nosotros. Si tengo a Cristo como el único objeto delante de mí, entonces no pensaré en mí mismo, sino en Él. Lo exhibiré, ocupado en lo que Él es, y no en lo que yo hago. Si mis ojos reposan sobre Cristo, entonces lo reflejaré (ciertamente que con debilidad) en santidad, y humildad, y amor. Hallaré estas cosas en Él en toda su plenitud y belleza; las veré en toda su perfección, y mirándolo a Él, seré transformado a su imagen. Todo lo que la nueva criatura anhela o desea se encuentra en Él. En Él puedo descansar, hallar mi contentamiento, y regocijarme.
J. N. Darby