Si fuimos plantados juntamente con Él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección.
Los hijos de Israel no habían sido redimidos aún de Egipto, incluso después de que la sangre había sido rociada. Necesitaban algo más y una acción diferente de parte de Dios debía seguir a la primera. Era necesaria una nueva manifestación de gracia para mostrar la liberación que Cristo ha asegurado realmente para el creyente.
Para que el creyente contemple la extensión de las bendiciones que Cristo ha obtenido, es necesario que considere la verdad de la muerte y la resurrección (no solo una de ellas); tal como en las circunstancias del pueblo de Israel, en donde el cruce mar Rojo era necesario para darle al israelita su liberación de la casa de esclavitud. El Nuevo Testamento enseña esto con claridad.
Consideremos por ejemplo la primera epístola de Pedro. Allí leemos que fuimos redimidos «no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero sin mancha y sin contaminación»; pero eso no es todo. El Espíritu de Dios nos muestra que por Él creemos «en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios» (1 Pe. 1:18-19, 21). Ahí vemos nuestro mar Rojo. Tanto la muerte como la resurrección del Señor Jesús eran necesarias para completar la liberación que Dios había prometido por la sangre del Cordero.
Y lo mismo vemos en la epístola a los Romanos. En el capítulo 3 vemos la sangre de Jesús; en el capítulo 4 vemos la muerte y la resurrección: siendo el Mar Rojo figura de esta última, mientras que la Pascua tipificaba a la primera. En el capítulo 3 vemos a Jesús derramando su sangre; en el capítulo 4 a Jesús resucitado para nuestra justificación; y entonces leemos en el capítulo 4: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (v. 1).
W. Kelly