Toma lo que es tuyo, y vete; pero quiero dar a este postrero, como a ti. ¿No me es lícito hacer lo que quiero con lo mío? ¿O tienes tú envidia, porque yo soy bueno?
El Señor Jesús concluyó con estas palabras una parábola muy interesante –una parábola que, indudablemente, enfurecería a un sindicalista acérrimo. Esta habla del dueño de una viña que contrató personas a lo largo del día y que los fue enviando inmediatamente a trabajar a su viña. El primer grupo contratado aceptó trabajar por un determinado salario y trabajó todo el día. Los siguientes grupos debían recibir lo que el dueño considerara justo, así que trabajaron, progresivamente, menos horas que el resto a medida que avanzaba el día. De hecho, el último grupo trabajó solo una hora. ¡Y entonces llegó la sorpresa! En presencia de los diversos grupos de trabajadores, y comenzando por el último grupo, el dueño de la viña comenzó a pagarle a todos exactamente el mismo salario, es decir, el monto acordado con el primer grupo de trabajadores.
¿Qué nos enseña esta parábola? ¡No nos enseña acerca de las relaciones entre trabajadores ni prácticas laborales justas! Como la mayoría de las parábolas de nuestro Señor, ilustra una verdad particularmente importante. Consideremos atentamente la expresión del dueño de la viña: «Quiero dar». ¡Y eso es lo que hizo! Él mantuvo su acuerdo con el primer grupo de trabajadores y, según la bondad de su corazón, le dio la misma cantidad a quienes merecían menos. Dios es absolutamente soberano, y también es absolutamente bueno. Él dará a quien quiera según la generosa bondad de su corazón – incluso a aquellos que, como nosotros, no merecíamos nada bueno.
El hombre inconverso no está de acuerdo con esto. Ni la soberanía de Dios ni su bondad concuerdan con su idea de justicia y equidad. Se atreve a juzgar a Dios en lugar de someterse a su juicio. Reflexionemos en las palabras del dueño del campo: «¿Tienes tú envida, porque yo soy bueno?».
G. W. Steidl