La Palabra de Dios: ¿Cómo leerla?
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«Toda la Escritura está inspirada por Dios, y útil para enseñar, para convencer, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea apto y equipado para toda buena obra» (2 Tim. 3:16-17). Los hombres pretenden vanamente conocer a Dios aparte de las Escrituras. Se han esforzado mucho por conseguirlo por sus propios medios, la ciencia, la filosofía, etc., solo para terminar con esta admisión de su ignorancia: «A un Dios desconocido» (Hec. 17:23). Tal era la sabiduría de los griegos, y no era nada de lo que enorgullecerse. Dios solo puede ser conocido por la revelación de sí mismo, y esta revelación no la dio en ningún otro lugar sino en las Escrituras. En la creación dio pruebas visibles de su eterno poder y divinidad; pero estas pruebas, aunque suficientes para condenar al necio que dijera en su corazón: «No hay Dios» (Sal. 10:4; 14:1; 53:1), no le revelan en su naturaleza y carácter. Solo las Escrituras, por ser inspiradas por Dios, pueden hacerlo. Solo en ellas se manifiesta Dios en su santidad, justicia y amor. «Dios es luz» (1 Juan 1:5) y «Dios es amor» (1 Juan 4:8, 16) es lo que aprendemos y vemos tanto en la Palabra escrita como en el Verbo encarnado, nuestro Señor Jesucristo, «resplandor de su gloria e y fiel imagen de su Ser» (Hebr. 1:3).
«Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Juan 1:18). El testimonio personal del Hijo se añade a las Escrituras del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento para dar a conocer a Dios. Si el hombre decide deshonrar al Hijo poniendo en duda su veracidad, o deshonrar a Dios cuestionando la verdad de su Palabra escrita, puede hacerlo a su costa. Una cosa es cierta, aferrándose a su propia concepción de Dios, su Cristo y su Palabra, el hombre nunca saldrá de las tinieblas –tinieblas interiores ahora, tinieblas exteriores después, si persiste en su actual incredulidad. «¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido» (Is. 8:20): es decir, no hay luz en ellos.
La fe no cuestiona lo inspirado por Dios. La recibe con corazón sincero, sin reservas ni sospechas. Pone su sello en el hecho de que Dios es verdadero. No hace más que lo que suelen hacer los hombres con respecto a la palabra de sus semejantes. ¿Es Dios menos digno de confianza que ellos? ¿Acaso no es para el interés del hombre que haya hablado? «En una o en dos maneras habla Dios; pero el hombre no entiende. Por sueño, en visión nocturna, cuando el sueño cae sobre los hombres, cuando se adormecen sobre el lecho, entonces revela al oído de los hombres, y les señala su consejo, para quitar al hombre de su obra, y apartar del varón la soberbia. Detendrá su alma del sepulcro, y su vida de que perezca a espada. También sobre su cama es castigado con dolor fuerte en todos sus huesos, que le hace que su vida aborrezca el pan, y su alma la comida suave. Su carne desfallece, de manera que no se ve, y sus huesos, que antes no se veían, aparecen. Su alma se acerca al sepulcro, y su vida a los que causan la muerte.
«Si tuviese cerca de él algún elocuente mediador muy escogido, que anuncie al hombre su deber; que le diga que Dios tuvo de él misericordia, que lo libró de descender al sepulcro, que halló redención; su carne será más tierna que la del niño, volverá a los días de su juventud. Orará a Dios, y este le amará, y verá su faz con júbilo; y restaurará al hombre su justicia. El mira sobre los hombres; y al que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado, Dios redimirá su alma para que no pase al sepulcro, y su vida se verá en luz» (Job 33:14-28).
Esto es lo que Dios hace a menudo con el hombre, para sacar su alma de la fosa e iluminarla con la luz de los vivos. En verdad, Dios trae al hombre, a través de las pruebas, para hacerle sentir su propio pecado y ruina. Esto es para decirle que ha encontrado un rescate y que, mediante una confesión honesta, está dispuesto a liberar su alma de la fosa e incluso a establecerla a su favor. Un Dios así merece ser creído, sobre todo cuando nos muestra, a través de la cruz de su Hijo, lo que le ha costado nuestra redención. Ahora bien, por la aceptación misma de su Palabra, el hombre nace de nuevo –nace del agua y del Espíritu– y la nueva vida así obtenida debe alimentarse de la sustancia que la produjo. Por su propia naturaleza, no puede tomar otro alimento, y su desarrollo será proporcional al alimento que tome.
Después de la alimentación, o conjuntamente con ella, viene la educación. El conocimiento espiritual irá o deberá ir de la mano del crecimiento espiritual. La “doctrina” vendrá entonces en su beneficio. Doctrina significa cortar rectamente la Palabra de verdad. De lo contrario, se puede hacer un lío terrible de la comprensión de las Escrituras. La fusión de la Ley y la gracia, por ejemplo, conducirá a lo que se conoce como adventismo, una de las falsificaciones modernas del cristianismo. Para “cortar bien la palabra de verdad” se requiere discernimiento espiritual, que es dado al creyente por el Espíritu Santo. «Él os guiará al conocimiento de toda la verdad» (Juan 16:13), como prometió el Señor. Así guiados, y barridos todos los prejuicios y tradiciones, discerniremos entre las distintas dispensaciones, entre la vocación terrena de Israel y la vocación celestial de la Iglesia.
El Antiguo Testamento se dirige específicamente a Israel, el Nuevo Testamento al cristiano. Pero sería un error perjudicial pensar que los cristianos no tienen nada que sacar del Antiguo Testamento. Si son diligentes, encontrarán en cada página alimento, descanso, consuelo, advertencias, exhortaciones, etc., y, cuando se le aplica la luz del Nuevo Testamento, también verdades de la mayor importancia, especialmente en lo que se refiere a los tipos. Cuando el apóstol dice: «Porque lo que anteriormente fue escrito, para nuestra enseñanza fue escrito; para que por la paciencia y la consolación de las Escrituras tengamos esperanza» (Rom. 15:4), se refiere evidentemente a las Escrituras del Antiguo Testamento.
La alimentación es lo más variada posible en la Palabra de Dios, y esta es una condición esencial para un estado de ánimo sano. De hecho, el mismo principio se aplica al cuerpo humano. Nadie podría vivir mucho tiempo con la mejor carne preparada de manera uniforme. Necesitamos leche para los niños, alimentos sólidos para los adultos, e incluso leche para los hombres espiritualmente más bien débiles como los corintios y los hebreos. Es más, de todas las variedades de alimentos que contienen las Escrituras, no hay una sola de la que el cristiano pueda decir: “No la necesito”. ¡Qué alegría cuando, al leer el Antiguo Testamento, descubre que el pensamiento de Dios está continuamente ocupado con Cristo, como lo muestran los tipos y lo anuncian los profetas! ¡Cuánto le ayudan las advertencias de la historia de los pueblos antiguos, cuánto le consuelan, en tiempos de prueba, las piadosas enseñanzas de los Salmos! Todas las instrucciones, las advertencias, los consuelos, las promesas, tiene el derecho y el gozo de aprovecharlos.
Y si pasamos al Nuevo Testamento, ¿hay una sola página de la que pudiéramos o quisiéramos prescindir? También allí hay una gran variedad. Tomemos los Evangelios: ¿podríamos contentarnos con los 3 primeros?, llamados sinópticos, y dejar de lado el cuarto. ¿O dirían que el cuarto es suficiente para ustedes? Si dejan de lado uno de ellos, dejan de lado una parte de Cristo, que es su manifestación. Si amo a mi Salvador y Señor, quiero encontrar su carácter mesianico –Emmanuel, Dios con nosotros– tal como aparece en Mateo; su servicio, tal como aparece en Marcos; su gracia, tal como se despliega en Lucas; su divinidad unida a su perfecta humanidad –el Verbo hecho carne– tal como se atestigua en Juan. De este modo, puedo estar cerca de él y aprender de él a través de cada uno de ellos. Y tan cerca y tan enseñado, puedo exclamar: “Ciertamente es digno de ser amado”. Muy lejos de los calumniadores que se atreven a faltar a sus palabras o a sus obras, o al testimonio inspirado de quienes le acompañaron cuando estuvo en la tierra y que pudieron decir: «Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros. Y con certidumbre nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Estas cosas os escribimos esto para que vuestro gozo esté completo» (1 Juan 1:3-4).
Vayamos a las Epístolas. ¿No son también muy variadas, y tanto más útiles por ser tan distintas? Responden a los distintos estados de ánimo y condiciones de vida de sus destinatarios, y ahora se dirigen a todos los cristianos. No podríamos prescindir de ninguna de ellas sin hacer un grave daño a nuestra propia alma. No podemos prescindir de Gálatas como tampoco podemos prescindir de Efesios. Gálatas nos guardará de caer en el legalismo de hoy, y Efesios nos enseñará la medida completa del llamamiento celestial. La verdad de Dios está constituida según el mismo modelo que el Cuerpo místico de Cristo. No hay parte de ella de la que podamos decir: «No tengo necesidad de ti» (1 Cor. 12:21).
Durante su estancia en el desierto, los hijos de Israel solo tuvieron maná para comer. Los cristianos somos mucho más privilegiados. Tenemos maná en los Evangelios –Cristo, el pan que bajó del cielo para que el hombre lo comiera y no muriera– y trigo viejo de la tierra –Cristo resucitado y glorificado– en las Epístolas. Y el alma solo está sana si se alimenta de ambos, o mejor, de Aquel que bajó para morir y de Aquel que resucitó con el poder de la vida sin fin. Nos regocijamos en él más allá de toda expresión en su camino de obediencia hasta la muerte en la tierra, y en el principio de la fe nos regocijamos en anticipación de las bendiciones celestiales que él nos ha dado y puesto a nuestra disposición.
Pero además de esto, necesitamos enseñanza y guía para nuestro caminar diario, y la encontramos en las Escrituras, en la doctrina en particular. El Señor, por medio de Moisés, dijo a los hijos de Israel: «Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas» (Deut. 6:6-9). No solo para que puedan ser leídas por los transeúntes, sino también para que a su luz puedan ver una vida conforme a ellas. Esto es lo que el mundo espera de los cristianos, y ciertamente con razón. Donde el ojo es sencillo, el cuerpo está lleno de luz (Lucas 11:34). Que no se diga de los que dicen conocer a Cristo y guardar su palabra: «Dicen y no hacen» (Mat. 23:3).
Encontraremos abundante enseñanza “sobre la justicia” en el sublime Sermón del Monte de nuestro Señor. ¿Quién puede decir que el cristiano está por encima de eso? Es bueno que nos regocijemos en nuestra porción celestial, pero puede convertirse en una trampa si nos hace olvidar que estamos llamados a ser práctica y verdaderamente justos. Todos nuestros caminos deben estar de acuerdo con la Palabra de Dios. No solo necesitamos instrucciones y directivas, sino también mandamientos. Es en el Evangelio según Juan, donde, desde la primera página, se nos sitúa en la relación de hijos, o más bien de niños, de Dios, donde el Señor habla más de mandamientos. Esto está totalmente de acuerdo con nuestra relación; y cuanto más elevada es la relación, más obediencia se exige. Nuestro bendito Señor mismo es el modelo de la obediencia perfecta. Acaso no dijo: «Porque no hablé de mí mismo, sino que el Padre que me envió, él me ha dado mandamiento de lo que debo decir y lo que debo hablar. Yo sé que su mandamiento es vida eterna; todo lo que digo, pues, lo digo según me ha dicho el Padre» (Juan 12:49-50). Las mismas palabras que su Padre le mandó decir a sus discípulos se convirtieron en mandamientos del Padre para ellos. Dijo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15), y de nuevo: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él» (v. 21). Y otra vez: «Si alguno me ama, guardará mi palabra. Y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada con él» (v. 23). Y otra vez: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Juan 15:10).
Si alguien pregunta: “¿Dónde los encuentro?”, respondemos: “No en ninguna lista fija, sino en todo lo que el Señor ha dicho y enseñado”. Esto nos obligará a seguir de cerca sus pasos, que es precisamente lo que Dios espera de sus hijos. «Y en esto sabemos que le conocemos: si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él; pero el que guarda su palabra, en este realmente el amor de Dios se ha perfeccionado; en esto sabemos que estamos en él. El que dice permanecer en él, también debe andar como él anduvo» (1 Juan 2:3-6).
«Amados, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo que teníais desde el principio; el mandamiento antiguo es la palabra que oísteis. Otra vez, un mandamiento nuevo os escribo, que es verdadero en él y en vosotros; porque las tinieblas van pasando y la luz verdadera ya brilla» (v. 7-8).
¡Oh, si pudiéramos saborear más la Palabra de Dios, si pudiéramos apreciar mejor su inestimable valor! ¿No diríamos con Jeremías?: «Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón; porque tu nombre se invocó sobre mí, oh Jehová Dios de los ejércitos» (Jer. 15:16).