No abrió su boca
Isaías 53:7
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Tenemos esta palabra profética dos veces en Isaías 53:7: «Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca».
Se puede comparar con este pasaje aquél del capítulo 42:1-2, recordado en Mateo 12:18-19: «He aquí mi siervo, a quien he escogido; mi Amado, en quien se agrada mi alma; pondré mi Espíritu sobre él… No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz».
Esta profecía fue realizada de una manera notable por el Señor con su actitud frente a las autoridades romanas, a los principales de la nación judía y de la muchedumbre, cuando fue entregado, acusado, maltratado, golpeado, cubierto de ultrajes y conducido al suplicio de la cruz con una corona de espinas.
Su serenidad parecía excitar continuamente los sentimientos de odio de sus perseguidores. ¡Se calla! Era la voluntad de su Padre; no debía abrir la boca, debía realizar toda la Palabra sin quejarse y sin olvidar una tilde (Mat. 5:17-18). Ese sosiego aparente no escondía, por cierto, sentimientos de venganza, de reproche, o la indignación de su alma tan profundamente arada. Su corazón era, divina y humanamente, todo amor. Realizaba aquello que ningún hombre es capaz de hacer, aquello que enseñaba a sus discípulos: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos» (Mat. 5:44-45).
Estaba rodeado de sus enemigos y los amaba. Pensaba constantemente en hacer el bien a aquellos que desplegaban su odio contra él. Oraba por aquellos que lo perseguían, como lo manifiesta su oración sublime en la cruz, durante los sufrimientos indecibles: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
Se entrega, se presenta él mismo a sus enemigos, quienes, con rabia en el corazón, van a hacer padecer a su cuerpo los más horribles sufrimientos e inundar su alma santa de injurias y de ultrajes. Pero ¡no abre la boca! ¡no impugna! ¡no clama!
Es llevado primeramente ante la presencia de los sacerdotes, de los ancianos y de todo el concilio, quienes buscan a hacerlo morir y lo acusan apelando a testigos falsos. El sumo sacerdote lo interroga, y «Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas sí eres tú el Cristo, el Hijo de Dios. Jesús le dijo: Tú lo has dicho… Y respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte! Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban» (Mat. 26:59-68). Seguidamente, al amanecer, lo llevan atado para entregarlo a Poncio Pilato, el gobernador, para que lo interrogue y lo condene; pero Jesús «nada respondió. Pilato entonces le dijo: ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti? Pero Jesús no le respondió ni una palabra» (Mat. 27:12-14).
Pilato sabía que los sacerdotes lo habían entregado por envidia; reconocía que Jesús era justo, pero lo condena para satisfacer a los judíos; se lava las manos cometiendo este acto inicuo y lo entrega a ellos.
He aquí a Jesús entre las manos de los judíos y aquellas de la cohorte romana, la cual lo escarnece, lo ultraja, lo corona de espinas, le golpea la cabeza y le lleva para ser crucificado.
Sube al calvario, donde es elevado en la cruz entre dos ladrones, y «los que pasaban» (Mat. 27:39-44) se burlaban de Él.
Ninguna resistencia; ninguna palabra de reproche o de amargura; ningún signo de desfallecimiento. Sumisión completa a sus perseguidores. Obediencia perfecta y sublime del Hijo, del Amado en quien el Padre tenía complacencia.
Está en la cruz. Aquel que es «despreciado y desechado entre los hombres» (Is. 53:3).
«Oprobio de los hombres, y despreciado del pueblo. Todos los que me ven me escarnecen; estiran la boca, menean la cabeza» (Sal. 22:6-7).
Aquel que dijo por boca del profeta: «No me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos» (Is. 50:5-6).
No abre la boca, guarda silencio en medio de los sacerdotes y de los ancianos, quienes lo acusan y lo ultrajan.
No responde nada a Herodes que lo interroga. No responde ni una palabra para defenderse ante Poncio Pilato. Es llevado como un cordero al matadero, como una oveja enmudecida ante aquellos que la trasquilan.
Es elevado en la cruz. Entonces, en el silencio de la muerte, su boca se abre, su corazón habla, el amor rebosa de su alma:
Por el pueblo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34).
Por el pecador: «Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43).
Por su madre y su discípulo Juan: «Mujer, he ahí tu hijo» y «he ahí tu madre» (Juan 19:26-27).
Por sus rescatados: «Consumado es» (Juan 19:30).
Esta última frase refiere la obra perfecta, completamente acabada, la que asegura la paz. ¡La paz!… Este vocablo es aquel con el que nuestro adorable Salvador se presenta a sus discípulos después de la resurrección y lo aplica dos veces a sus muy amados: «Paz a vosotros» (Juan 20:19, 21).
Fuiste elevado de la tierra
En la cruz;
Por nosotros bebiste la copa de amargura
En la cruz.
Tu amor todo lo ha acabado,
En tu sangre el creyente está lavado.
Sabe que está para siempre salvado
Por la cruz.