Muertos al pecado

«Consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom. 6:11)


person Autor: William John HOCKING 36

flag Tema: Muertos y resucitados con Cristo


1 - Muertos al pecado (Rom. 6:1-11)

Los versículos que acabamos de leer nos dan instrucciones sobre nuestra manera de vivir como seguidores del Señor Jesucristo. Se notará enseguida que estas instrucciones no se presentan en forma de un código detallado que estemos obligados a observar. No hay instrucciones sobre cómo debemos comportarnos. De hecho, buscaríamos en vano tal orientación en el Nuevo Testamento.

Esta característica del Nuevo Testamento contrasta con el Antiguo Testamento, donde encontramos las reglas de la vida perfectamente especificadas y donde el judío podía descubrir fácilmente las ordenanzas religiosas que estaba obligado a observar. Pero en el Nuevo Testamento, la voluntad de Dios para sus adoradores se expresa de manera diferente. Los deberes de un creyente no se le dan ahora como reglas explícitamente formuladas a seguir. En otras palabras, no se le exige, como al israelita con respecto a sus sacrificios, que haga esto por la mañana, aquello por la tarde y otra cosa por la noche.

Los seguidores de Cristo se guían ahora por principios en lugar de por reglas precisas. Estos principios llegan más profundamente al corazón de nuestras vidas que la Ley de Moisés. Conciernen al corazón y a la conciencia y exigen que cuidemos nuestra conducta si queremos comportarnos de manera agradable a Dios, como es debido.

1.1 - El pecado interior

En el capítulo 6 de Romanos tenemos un principio particular relativo a la vida del creyente. La presencia continua del pecado en él, explicada en esta parte de la Epístola, causará tarde o temprano al creyente sincero serias preocupaciones por sus manifestaciones indeseables. Pues no es más que una ilusión pensar que el hijo de Dios pueda, en la tierra, alcanzar un estado de “impecabilidad”. Es sencillamente utópico imaginar que existen personas que viven en este mundo como si estuvieran en el cielo, completamente ajenas a las malas influencias, ya sean externas o internas. Quien pretenda estar en una condición tan perfecta, se engaña a sí mismo (1 Juan 1:8-10).

El tema de este capítulo, por lo tanto, incluye una gran cuestión práctica que, debido a su importancia vital, debe ser tratada en su totalidad. El apóstol presenta el principio maligno del pecado en el creyente en la figura de un tirano que pretende ejercer un dominio total sobre la persona, en oposición a la justicia y santidad divinas. Junto a la descripción de las características de este poder opositor, se desarrolla la verdad de la autoridad de Dios, que mantiene el control total.

1.2 - Dos amos

Para facilitar la exposición de esta parte, podemos titular convenientemente este capítulo “Los 2 amos”, del mismo modo que un título apropiado para la última parte del capítulo anterior sería “Los 2 jefes”. Aquí hemos destacado el contraste entre lo que procede de Cristo y lo que procede de Adán. De nuestros primeros padres derivamos nuestra naturaleza pecaminosa como una herencia inscrita en nuestros genes. Esta es la primera familia, la de la naturaleza humana; pero hay otra familia, de la que Cristo es Cabeza, a la que pertenecen los que creen; y el creyente honesto y previsor descubre por experiencia que, a pesar de su nueva posición en la segunda familia, el pecado mismo, como principio o fuerza activa, sigue presente en él.

1.3 - El pecado y los pecados

En la primera parte de esta Epístola (Rom. 1:5-11), se exponen las consecuencias del pecado que condujeron a la caída de la familia humana, así como los medios de justificación de los culpables introducidos por Dios. Esta parte trata de los pecados, acciones manifiestas, que son ofensas contra la santidad de Dios; y todos cometen tales ofensas. Pero el creyente tiene paz con Dios porque el Señor Jesucristo ha asegurado la justificación de los que creen en Dios –los que creen «en el que levantó de entre los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:24-25).

Pero en el capítulo sexto, no se trata el tema de las ofensas, de las malas acciones cometidas, sino la cuestión de saber cómo surgen estas cosas en la historia y el caminar del hijo de Dios. ¿Por qué hay tendencias malas en el corazón de un cristiano sincero? ¿Cómo es que surge el pecado cuando él no lo quiere?

Todo el que sigue a Cristo, con dedicación, tal vez a través de persecuciones y tribulaciones, experimenta que suceden cosas tan dolorosas. A pesar de la tristeza que esto causa y del anhelo de ser preservado de estas cosas, el mal se insinúa incluso en nuestras ocupaciones más serias. Comprobamos que pensamientos impíos surgen, sin ser invitados y vienen a importunarnos, fuera de cualquier influencia externa consciente. Vienen de dentro, del pecado que mora en nosotros.

¡Qué extraño le parece esta situación a una persona que ha gustado de la gracia de Dios, que está persuadida de que Cristo murió por sus pecados y que ha confesado su nombre ante el mundo! Muchos cristianos están confrontados a esta dificultad en su propia experiencia, lo que provoca consternación y dolor. A menudo, el creyente es incapaz de encontrar una solución satisfactoria a este problema. Puede buscar una explicación en la literatura y las filosofías del mundo, o en la sabiduría y la experiencia de sus amigos, pero es incapaz de descubrir por qué se encuentra haciendo perpetuamente lo que odia hacer.

Parece natural y justo suponer que, si una persona ama al Señor, amará también hacer su voluntad. Y al tratar de hacer esa voluntad, si no tiene éxito en el primer intento, irá mejorando mediante la perseverancia en el segundo y tercer intento, y finalmente superará la tendencia de su corazón a practicar el mal.

Pero esta no es la experiencia de los que están rectamente ante aquel que escudriña los corazones, en lo que se refiere a sus esfuerzos de dominio propio. La luz de Dios revela el resultado de estos esfuerzos: incluso en sus oraciones y alabanzas, irrumpe el mal interior. Algunos recurren entonces a medidas severas para erradicar esas tendencias impías; buscan sofocarlas, controlarlas, vencerlas, reducirlas a la nada u olvidarlas. Pero en esta lucha autoimpuesta contra su naturaleza pecaminosa, fracasan una y otra vez.

Estas luchas contra uno mismo resultan inútiles en la práctica. A veces puede parecer que se alcanza la victoria, pero solo es momentánea. La raíz del pecado no ha sido erradicada, ni siquiera debilitada. Y todos los esfuerzos por destruirla mediante el ayuno o la tortura corporal rigurosa también fracasan. La reclusión entre 4 paredes y las series regulares de ejercicios devocionales prolongados son igualmente ineficaces para expulsar el mal interior.

1.4 - La indiferencia ante el pecado

Tal experiencia de fracaso, cuando se ignora la enseñanza de la Escritura sobre este tema, lleva a veces al creyente a darse por vencido ante esta situación, como si fuera inevitable e ineludible. Se asume entonces que la presencia y la actividad del pecado no deben ser consideradas como un asunto serio. Un hombre podría argumentar así: “Si no puedo deshacerme del pecado que hay en mí, no hay nada que pueda hacer y no tengo que preocuparme; Dios es misericordioso, su amor es infinito, el sacrificio de Cristo es eficaz para todo; mi conducta como creyente no es motivo de grave preocupación; al final todo se arreglará por sí mismo”.

Pero esta Epístola condena de plano ese espíritu de complacencia, al tiempo que ofrece la verdadera solución a este problema práctico de la vida cristiana. Romanos 5:20 afirma: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia; para que, así como el pecado reinó en la muerte, así también la gracia reine mediante [la] justicia, para vida eterna, por medio de Jesucristo, nuestro Señor». Así, mientras el pecado sume al hombre en el mayor de los desastres, la gracia hace algo más que responder a esta condición de terrible servidumbre, pues vence el mal que hay en todo el mundo. Por tanto, debemos creer que la gracia de Dios es superior a todas las influencias del pecado que asaltan al creyente, y que, por tanto, debe conducir al triunfo. Pero la victoria práctica solo puede obtenerse mediante una guerra librada según los principios aprobados por las Escrituras.

Está claro, sin embargo, que este eventual triunfo de la gracia no debe utilizarse para excusar la complacencia. El apóstol pregunta: «¿Permaneceremos en el pecado, para que la gracia abunde? ¡De ninguna manera! Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (Rom 6:1-2). La práctica habitual del pecado por parte del creyente es una negación total del poder liberador de Dios. El reinado simultáneo del pecado y de la gracia es incompatible con la naturaleza divina. Y el hecho de que un hombre no pueda liberarse del poder del pecado que hay en él no prueba que Dios no vaya a liberarlo.

El apóstol condena aquí la malvada sugerencia de que la abundancia de la gracia de Dios es una excusa para entregarse al pecado. Tal pensamiento es impío, y basta enunciarlo para que se condene a sí mismo. ¿Puede la gracia que reina por medio de la justicia autorizar la continuación de una conducta pecaminosa? Y este mal pensamiento al que estamos sometidos nos está presentado para que veamos cuán miserable e indigno es y huyamos de él.

1.5 - El yo

Pero es necesario conocer las diversas formas de pecado; y quizá no haya pecado más común ni más sutil que el de agradarse a uno mismo. La complacerse en el pecado no implica necesariamente caminar por los senderos prohibidos de una impiedad flagrante, sino simplemente vivir para uno mismo sin ninguna referencia a Dios y a su voluntad.

Este carácter sutil del mal fue evidente desde el principio. El primer pecado no fue uno que, a primera vista, pareciera repulsivo en su naturaleza, como lo son algunas ofensas. El hecho de haber comido el fruto apetecible no sería considerado un crimen abominable, si nos atuviéramos a un código ético humano. Pero Eva actuó por interés propio, de su deseo o placer, en total desprecio del pensamiento y de la prohibición expresa de Dios. En pocas palabras, se complació a sí misma. Y ese motivo egoísta es la esencia misma del pecado. La descripción del Hombre sin pecado es que no buscó agradarse a sí mismo (Rom. 15:3). El creyente está llamado a imitar la vida, no del «primer hombre», sino del «segundo hombre», viviendo no para sí mismo, sino para alabanza y gloria de Dios.

1.6 - Cómo somos liberados

El capítulo 6 de Romanos nos enseña que, mediante la muerte del Señor Jesucristo, somos liberados de la esclavitud del pecado a la que estábamos sometidos. Esta redención de la esclavitud es tan definitiva como la liberación de los hijos de Israel de Egipto. Estaban bajo el poder de un déspota tiránico en una tierra extranjera donde les era imposible servir a Dios. Pero la nación fue primero preservada por el derramamiento de sangre en la hora del juicio, y luego liberada de la esclavitud. Jehová los hizo cruzar milagrosamente el mar Rojo, y pudieron mirar atrás y ver los cadáveres de sus opresores en la orilla del mar. Se convirtieron así en hombres liberados, redimidos por Jehová.

Los liberados por la gracia son los destinatarios de este capítulo. El pecado se presenta bajo la forma de un amo tiránico que arrastra el corazón y los motivos hacia la persecución de las concupiscencias, ya sean puramente carnales o mentales. Bajo el dominio del pecado, estos deseos y placeres están caracterizados por la falta de consideración de la voluntad de Dios. Estas inclinaciones pueden dirigirse hacia las artes, la filosofía o la ciencia, por ejemplo, pero el corazón natural encuentra satisfacción en ellas en la medida en que no se tiene en cuenta la voluntad de Dios. Ahora bien, el apóstol declara que el creyente es liberado de este orden de cosas por la muerte. Dice: «Los que morimos al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» (v. 2).

1.7 - La muerte con Cristo

Es importante notar que aquí no hay ningún mandato de darse muerte. Se da a conocer el hecho de que los miembros de la familia de la fe están muertos al pecado. Esta es una sentencia judicial que resuelve toda la cuestión. Y aprendemos que el acto por el cual nos convertimos en muertos al pecado se ha cumplido en la muerte de Cristo.

Comprender este hecho es una cuestión de fe en la declaración de la Palabra de Dios. No puede ser de otra manera. Así como aprendemos que Jesús, nuestro Sustituto, llevó nuestros pecados ante Dios, y el conocimiento de esta misericordia nos llena de gozo, creyendo, así también es necesario creer, para darnos cuenta de que hemos sido asociados con Cristo en su muerte, a fin de ser liberados del pecado. El apóstol dice: «¿Ignoráis que todos los que fuimos bautizados a Jesucristo, en su muerte fuimos bautizados?» (v. 3).

1.8 - Sepultados con Cristo

Esta expresión indica una identificación judicial de todos los creyentes con Cristo. Estamos considerados como habiendo descendido con él a la muerte, pasando de un lugar de esclavitud a un lugar de vida y libertad. En efecto, esta identificación se aplica tanto a la sepultura como a la muerte de Cristo: «Fuimos, pues, sepultados con él mediante el bautismo en la muerte; para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida» (v. 4).

Una ilustración de este paso del creyente por la muerte se encuentra en el Antiguo Testamento. Me refiero al paso del Jordán por los hijos de Israel. La analogía general de este hecho histórico está probablemente más en consonancia con el aspecto de la verdad revelada en Colosenses y Efesios que en Romanos; pero me refiero aquí solo a la forma en que las tribus cruzaron la barrera que los separaba de su meta.

Por mandato divino, el arca de Dios fue llevada hasta la orilla del río que desborda todas sus riberas, y cuando los pies de los sacerdotes tocaron las aguas, estas se detuvieron. Los sacerdotes llevaron el arca hacia adelante hasta que estuvieron en medio del río. Allí, estuvieron en seco, y los israelitas pudieron cruzar el río. El arca permaneció en su lugar hasta que la última persona hubo cruzado, y entonces, cuando el arca estuvo en la orilla, las aguas reanudaron su curso normal.

De este modo, el poder sobrenatural asociado al arca impidió que las aguas del Jordán arrollaran al pueblo de Dios. Así aprendemos del Nuevo Testamento que Cristo mismo descendió a la muerte y que, si la hemos atravesado con él, retuvo las aguas, por así decirlo, y pasamos por ella “con los pies secos” con él. Murió y resucitó con el poder de una vida imperecedera, y gracias a nuestra íntima asociación con Cristo ahora estamos llamados a caminar en «novedad de vida».

¿Qué debemos entender por estas cosas? Los hechos están expuestos aquí para que podamos ver cómo obtener la victoria y cómo vivir y caminar en comunión con el Señor de una manera santa. Este resultado no puede ser alcanzado por una determinación personal de vencer todas las fuerzas internas y externas que se oponen a la santidad. El método divino no consiste en hacer, sino en aceptar lo que se ha hecho por nosotros. No se trata de vencerse a sí mismo por los propios esfuerzos, sino de vivir en la vida nueva, la vida de Cristo concedida a todo creyente.

1.9 - El viejo hombre crucificado

Este pasaje de la Escritura enseña al creyente que la muerte del Señor Jesucristo lo libera no solo de la culpa de sus pecados, sino también del poder del pecado. Estamos muertos con Cristo, pero también hemos vuelto a la vida, como él. Hemos pasado por lo que aquí se considera el final judicial de nosotros mismos como personas pecadoras con una naturaleza irremediablemente pecadora. El apóstol, hablando del hijo de Dios en su condición natural, declara que el «viejo hombre» ha sido crucificado con Cristo: «Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre ha sido crucificado con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (v. 6). Hay muchas formas de dar muerte, pero la crucifixión es una forma asociada a la vergüenza y la ignominia y, según la Ley de Moisés, a la maldición. Y el «viejo hombre», a causa de sus malas tendencias, era digno no solo de la muerte, sino de la muerte de cruz. Fue la injusticia y la maldad del hombre lo que condenó al Hijo del hombre a la muerte por crucifixión, pero fue la justicia y la gracia de Dios lo que condenó a nuestro «viejo hombre» a ser crucificado con Cristo. El propósito de este acto judicial es destruir o anular el cuerpo del pecado.

Pero, podemos preguntarnos, ¿cómo tiene lugar esta liberación? Y nada se puede añadir a las palabras de este texto. La ilustración utilizada es de lo más convincente. ¿Qué liberación más completa de la esclavitud que la muerte? Si un israelita moría en Egipto, quedaba liberado de la esclavitud de Faraón. El látigo del capataz se volvía inmediatamente inútil. De la misma manera, el creyente es liberado de su esclavitud al pecado a través de la muerte. Solo que, a diferencia del israelita, ha muerto al pecado en la persona de Otro. Es más, vive en un nuevo orden de cosas.

Se deduce, entonces, que el intento de erradicar el principio maligno del pecado por pura autodisciplina es una negación de la verdad que tenemos ante nosotros, que afirma que el creyente ya está muerto al pecado en la muerte de Cristo. A veces hay mucha confusión sobre esto porque notamos que la Escritura no dice que el pecado está muerto, sino que nosotros estamos muertos al pecado. Las 2 afirmaciones son totalmente diferentes. Algunos, encontrando el mal endémico en la actividad interior, argumentan desde este hecho contra la clara declaración de la Palabra de Dios. Pero la Palabra de Dios nunca puede estar equivocada. La Palabra de Dios es verdad, y no se puede encontrar falsedad en ella.

Un creyente está obligado a creer que no solo hemos muerto con Cristo, sino que «vivimos con él» y para Dios. Además, por su muerte, estamos liberados de la esclavitud del pecado, según las Escrituras, es un hecho consumado.

La conclusión de esta sección es una exhortación práctica. Meditemos en su pleno significado a la luz de los versículos precedentes: «Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (v. 11).

2 - Vivos para Dios en Cristo Jesús (Rom. 6:11-23)

El versículo 11 inicia la aplicación práctica de la verdad expuesta en la primera parte del capítulo: «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús».

Como ya hemos visto, el apóstol presenta el modo en que el creyente está liberado de las garras del pecado como un principio activo en él. Toda la cuestión de su comportamiento práctico se basa en Cristo mismo y en su obra.

Para resolver todos los problemas prácticos que surgen diariamente en nuestras vidas, debemos mirar a Cristo, y uno de los problemas más difíciles es cómo consideramos los impulsos de la naturaleza maligna en nuestros corazones. Esta naturaleza trata de imponerse a pesar de que tenemos el sentimiento del amor de Dios en nuestro interior. Tal vez hemos alimentado la vana esperanza de que nos liberaremos gradualmente de esas inclinaciones y que, con el tiempo, nos acercaremos a un estado de santidad y perfección.

Si es así, debemos admitir honestamente que hemos avanzado poco o nada en la eliminación del mal que llevamos dentro. Pero nuestro capítulo arroja luz sobre este tema. Muestra que la vieja naturaleza, cuyos efectos tanto deploramos, ha sido totalmente condenada en la muerte del Señor Jesús. El pecado mismo (no los hechos, sino de la fuente del pecado) ha sido juzgado en la cruz, cuando «al que no conoció pecado» fue «por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21). A los ojos de Dios, estamos identificados con el Señor Jesucristo en su muerte, y por tanto hemos dejado de vivir como descendientes del primer Adán. Hemos sido hechos partícipes de la vida de resurrección de Cristo, más allá de la muerte judicial. Y es esta enseñanza la que nos lleva a la exhortación que recordábamos al principio.

2.1 - Considerarnos muertos al pecado

El apóstol habló de la muerte del Señor Jesús y del hecho de que ahora vive en Dios, en una condición que ya no tiene nada que ver con el pecado. Jesús pasó por este mundo malvado sin ser tocado por el pecado, ni interior ni exteriormente. Fue a la cruz en un estado de pureza perfecta, y allí, como nuestro sustituto, fue hecho pecado y juzgado como tal. Luego, cuando fue resucitado de entre los muertos y fue exaltado por la diestra de Dios, apareció un nuevo estado de cosas, una nueva creación de la que él es la Cabeza. Y en esta «novedad de vida», el pecado es cosa del pasado.

Por eso el apóstol invita a los creyentes a considerarse como habiendo pasado de la muerte a la vida, donde está Cristo: «Así también vosotros, consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (v. 11).

La expresión «estamos firmes» nos remite al capítulo 4 de esta Epístola, donde vemos que Dios tuvo por justo a Abraham a causa de su fe. El patriarca creyó a Dios en algo que en sí mismo parecía bastante improbable. Según el curso normal de la naturaleza, parecía increíble que la bendición viniera a la tierra a través de la descendencia aún no nacida de un anciano y una anciana. Pero Abraham creyó a Dios y a sus promesas, y le fue contado por justicia (Gén. 15:6). Mirando desde el cielo a la tierra, Dios pudo ver a Abraham como un hombre justo. Su fe estaba relacionada con la descendencia que había de venir, es decir, Cristo; y era la misma confianza que tenían todos los santos del Antiguo Testamento. Puede haber habido fracasos e incluso pasos en falso, pero donde se encontraba la fe en Aquel que vendría, era contada por justicia.

Aquí se nos exhorta a estar efectivamente muertos al pecado, pero vivos para Dios. Esto es, por supuesto, un ejercicio de fe. Si nos examinamos concienzudamente, encontraremos que somos capaces de pecar, y que a veces lo hacemos. En nosotros mismos, no encontraremos ninguna marca de que estamos muertos al pecado. Pero la fe recibe el testimonio de la Palabra de Dios. Así que sé que estoy identificado con Cristo en su muerte y en su resurrección. Por lo tanto, estoy muerto en cuanto al poder dominante del pecado y vivo en cuanto al cielo. Debo aceptar esto, si creo a Dios más que a mí mismo.

2.2 - ¿Vivir para Dios o para mí mismo?

Necesitamos tener una visión suficientemente amplia de lo que es el pecado. En su sentido más amplio, incluye todo lo que se hace sin tener en cuenta lo que se debe a Dios. Actos que, vistos desde fuera, parecen bastante similares, pueden ser totalmente diferentes en carácter y valor, dependiendo de si se hacen para Dios o para mí.

He aquí un ejemplo de los Evangelios. La escena tiene lugar en el templo, cuando se llevan las ofrendas al tesoro. Varias personas depositan una suma de dinero para el servicio del templo, como ofrenda a Dios. Algunos ricos dan grandes sumas. Hay también una viuda pobre, cuyo corazón está lleno de gratitud y alabanza a Dios, y que se apresura a darle algo por su servicio (Lucas 21:1-4). Pero, ¿qué puede darle ella por toda Su bondad? Ella solo tiene «dos pitas», y eso es todo lo que tiene para vivir. En estas circunstancias, ¿no debería dar algo de lo que tiene en la mano y quedarse con el resto? Desde el punto de vista de la administración de los bienes, esto parecería lo más sensato. Pero la viuda no consideraba las cosas en relación con sus necesidades; su mente estaba llena solo de la gran bondad de Dios para con ella. No quiso guardar nada para sí. Dio a Dios todo lo que tenía. ¡Qué victoria sobre sí misma! Su don fue juzgado según la medida divina: había dado «más que todos». Fueron sus motivos los que dieron este valor a la ofrenda de sus bienes.

Encontramos otra ilustración de esta verdad en la Epístola a los Filipenses. Mediante el ejemplo de su propia vida, Pablo muestra que las acciones que son correctas en sí mismas pierden todo valor cuando se llevan a cabo en desobediencia a Dios. En el capítulo 3 habla de cómo era antes de conocer al Señor y enumera sus antiguos privilegios. Pero lo hace para mostrar que no solo carecían de valor, sino que eran «una pérdida» (v. 7). Su circuncisión y su fidelidad a la Ley solo habían servido para alimentar su propia satisfacción, hasta que discernió la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús.

Las ventajas que menciona no tienen nada que ver en sí mismas con el pecado, pero eran tales que podrían haberle dado «confianza en la carne» (v. 3). Antes de su conversión, Saulo de Tarso tenía una posición prominente. Si alguien podía tener confianza en la carne, era él. Luchaba con celo por la Ley, deseaba cumplirla hasta en el más mínimo detalle. Y, sin embargo, justo cuando pensaba que estaba haciendo un servicio a Dios, perseguía a su Asamblea.

En cuanto a la justicia de la Ley, era irreprochable. Hasta donde el ojo podía juzgar, era perfecto y recto en su conducta externa. Pero cuando llegó a conocer la verdad de la persona de Cristo en la gloria, estimó que todos sus logros no valían nada, e incluso menos que eso.

Más tarde escribe desde la cárcel y repasa su vida anterior a la luz de lo que ha recibido a lo largo de los años. Sin dejar errar su imaginación ni engañarse a sí mismo, describe sus días anteriores como irreprochables. Se trata de una afirmación notable, pero sea cual sea la ganancia que esta irreprochabilidad haya significado para él, la consideraba, «como pérdida a causa de Cristo». Estaba muerto a estas cosas, pero vivo para Dios en Cristo Jesús. Todas las cosas que menciona no tenían más efecto en él que en un hombre muerto.

Este pasaje autobiográfico es una ilustración del texto que estamos considerando. Lo que Pablo desarrolló en la Epístola a los Romanos en forma de doctrina, lo presenta en la Epístola a los Filipenses con el ejemplo de su propia vida. En la primera, se trata de estar vivos para Dios en Cristo Jesús. En la segunda, vemos la actividad de esta vida expresarse en intensidad de deseo y esfuerzo.

La vida del apóstol está marcada por una hermosa continuidad. La renuncia a sí mismo que lo había caracterizado en los primeros tiempos no lo abandonó. Su entusiasmo no se desvaneció con las pruebas y las crecientes persecuciones. No era el yo ataviado con un vestido cristiano. Cristo seguía siendo su único objetivo. En la práctica, seguía considerándose muerto al pecado, pero vivo para Dios.

2.3 - El reinado del pecado

Llegamos ahora a otra exhortación: «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus malos deseos» (v. 12). La verdad subyacente es que, en nuestro estado natural, estamos dominados por el principio interior del mal. El hombre se deja llevar totalmente por deseos y placeres egoístas. El Evangelio nos libera de esta esclavitud y nos pone bajo un nuevo Dueño, el Señor Jesús.

Estamos llamados a entregarnos a él «como vivos de entre los muertos». No somos libres de hacer lo que queramos, pues ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a aquel “que murió y resucitó por nosotros”. No podemos decidir servir al Señor hoy o mañana, según nos convenga. El yo no tiene nada que gobernar o decidir en este asunto. Estamos liberados de su esclavitud, y el servicio cristiano consiste en dar a Cristo lo que le pertenece.

2.4 - Entregarnos nosotros mismos y nuestros miembros

En el versículo 13, observamos que la acción de entregarnos tiene 2 aspectos. Se aplica al hombre en su conjunto y a las facultades particulares que posee. «Ni ofrezcáis vuestros miembros como instrumentos de iniquidad para el pecado, sino ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros como instrumentos de justicia para Dios».

Así que tenemos que entregarnos nosotros mismos, lo que significa todo nuestro ser, espíritu, alma y cuerpo. Nos presentamos «en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios»; este es nuestro «servicio racional» (Rom. 12:1). Todo nuestro ser le pertenece, y nos ofrecemos «a Dios como vivos de entre los muertos».

Este acto, que llamamos consagración u otra cosa, representa el eco del corazón hacia el Dios vivo, y esto desde el primer momento. Todavía en el polvo, Saulo de Tarso dijo: «¿Quién eres, Señor?». Negándose a sí mismo, se puso sin reservas a disposición del Maestro. Se había entregado al Señor, en principio, desde el momento de su conversión, y continuó viviendo en esta disposición de corazón. Se ejercitaba continuamente, corporal y moralmente, para hacer en toda la voluntad de Dios. Así, todo en él estaba al unísono y contribuía armoniosamente a la realización de este único fin.

2.5 - La justicia

A continuación, el apóstol introduce la justicia práctica como resultado de tal servicio: «¿No sabéis que a quien os ofrecéis como esclavos para obedecerle, esclavos suyos sois ya sea de pecado para muerte, o de obediencia para justicia?» (v. 16) «Y siendo liberados del pecado, vinisteis a ser esclavos de justicia» (v. 18) «Ahora presentad vuestros miembros como esclavos a la justicia, para santificación» (v. 19).

En los capítulos anteriores, el apóstol presenta la justicia que Dios atribuye al que cree (3:21-22), y que establece la posición del creyente, recibida por medio de la fe. Pero el efecto de la fe operante en el justificado, es la justicia práctica en toda su conducta. Los actos justos o las obras de justicia son el testimonio de la fe interior. Esto es lo que Santiago nos enseña. Dice: «La fe sin obras está muerta», y cita como ejemplo: «Abraham, nuestro padre, ¿no fue justificado por obras al ofrecer a su hijo Isaac sobre el altar?» (Sant. 2:20-21).

La escena en la que se nos dice que el patriarca creyó a Jehová tuvo lugar unos 40 años antes del sacrificio de Isaac. Aquí había algo firmemente establecido entre Dios y él. Dios había hecho una promesa; Abraham había creído a Dios; y este se lo había contado por justicia (Gén.15:6). Pero esta justificación por la fe tenía que manifestarse ante los hombres; y así Abraham fue justificado por sus obras en el monte Moria.

2.6 - El fruto para santificación

«Pero ahora, habiendo sido liberados del pecado, y hechos esclavos de Dios, tenéis vuestro fruto para santificación, y al final, vida eterna» (v. 22). La santidad implica la separación para el servicio de Dios.

Los creyentes son vasos santos que pertenecen a Dios y que están en el mundo para su servicio. Si estamos llenos de Cristo, podemos ser útiles a las almas sedientas. El resultado de nuestra consagración a Dios como esclavos será «fruto para santificación».

Cometemos un error cuando vemos la santidad solo bajo su aspecto negativo. De hecho, implica mucho más que la ausencia de pecado. Ver solo este aspecto negativo conduce a menudo a un estado enfermizo: nos hundimos en una larga e inútil lucha por alcanzar un estado sin pecado. La verdad es que la santidad también tiene un aspecto positivo. Se manifiesta en la entrega total a Dios. Los santos son sus instrumentos. Por eso debemos entregarnos a Dios como aquellos cuya vida le pertenece.

2.7 - La paga del pecado y el don de Dios

El apóstol concluye este pasaje diciendo: «La paga del pecado es muerte; pero el don de Dios es vida eterna, en Cristo Jesús Señor nuestro» (v. 23). Esta es una de las pocas menciones de la vida eterna en los escritos de Pablo. Este tema se encuentra abundantemente en Juan, tanto en el Evangelio como en las Epístolas. Los 2 apóstoles fueron llevados a presentar aspectos diferentes de la misma bendición de la gracia de Dios al hombre.

Pablo nos muestra la vida eterna en sus efectos en aquel que ha sido justificado –la vida nueva que hay en un Salvador resucitado. En lugar de la perdición y la muerte, que son el resultado de una vida de pecado, Dios nos da la vida eterna por medio de Jesucristo. Por la gracia de Dios, estamos justificados mediante la fe, porque Jesús fue entregado por nuestras faltas y resucitado para nuestra justificación. Este gran sacrificio ha abierto el camino para que seamos liberados de la esclavitud en que nos mantenía las malas inclinaciones de nuestra naturaleza.

Esta es la nueva vida que Dios da, inseparable de Jesucristo. Él nos ha liberado para vivir «para Dios» y servirle.