Llantos en la noche

Salmo 22:2


person Autor: William John HOCKING 36

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


«Dios mío, clamo… de noche, y no hay para mí reposo» (Sal. 22:2).

Durante la memorable noche en que Israel celebró la primera Pascua, se elevó en todo el país de Egipto un «gran clamor…cual nunca hubo, ni jamás habrá» (Éx. 11:6; 12:30). Tanto los palacios como las chozas estuvieron llenos del ruido de los sollozos y las quejas amargas. Todas juntas, las familias del gran imperio llevaron luto sobre sus primogénitos, que habían sido heridos de un solo golpe. Las tinieblas de esta noche de juicio resonaron con llantos y lamentos para los cuales no había consuelo. Ese país de Egipto se hubiese podido llamar Boquim (Juec. 2:5), porque a media noche el orgulloso reino fue transformado en un instante en un país de llanto, resultado de la lucha del orgullo humano contra Dios y de su resistencia a la voluntad divina.

En efecto, la obstinación de Faraón en oponerse a la voluntad de Dios, trajo esta catástrofe sobre su pueblo y sobre sí mismo. Este gran soberano había desafiado altivamente a Aquel que es Todopoderoso al decir: “Que sea hecha mi voluntad y no la tuya”. Había rehusado liberar al pueblo de Israel, el primogénito de Dios, al cual tenía cautivo, y, sin embargo, sabía y se exponía al riesgo terrible que amenazaba a los primogénitos de su país.

Así, a causa de la voluntad propia del hombre, obstinada, la esperanza de una nación poderosa se desmoronaba en esa noche de llantos.

Pero dejemos a Egipto y sus hogares en el duelo, y dirijamos nuestra atención a Getsemaní y al Varón de dolores. Allí, en el monte de los Olivos, hay otra noche, una hora solemnemente dolorosa. De allí llegan hasta nosotros los clamores de Aquel que, aunque siendo el Hombre «poderoso» (Sal. 89:19), está en la angustia del combate y su sudor es como grandes gotas de sangre (Lucas 22:44).

Ya no son esas innumerables voces que claman con desesperación en medio de las riquezas y de las glorias del valle del Nilo. No, en el tranquilo huerto (Juan 18:1), en las afueras de la ciudad, oímos una voz, solo una, con gran tristeza y angustia interior en su ferviente súplica, que hace subir «con gran clamor y lágrimas» (Hebr. 5:7), esta oración: «Padre mío, si es posible, pase de mí esa copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mat. 26:39).

¡Qué noche de clamor y lágrimas fue esta! En la soledad de Getsemaní, el alma de nuestro amado Salvador y Señor fue turbada, y estuvo muy triste, hasta la muerte. Se postró sobre su rostro, sabiendo perfectamente lo que le traería la mañana.

«Y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lucas 22:44). Tres veces el Hombre perfecto, el Santo Hijo de Dios, clamó a su Padre en esta hora de la noche, y no hubo «reposo» para Él. «Pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lucas 22:42; Mat. 26:38-44).

A distancia como de un tiro de piedra, los discípulos dormían. ¡Oh, queridos lectores, no durmamos como los demás! Velemos con Él, una hora. Que el lugar secreto de nuestros corazones sea como el Getsemaní de nuestras almas, y arrodillémonos con Él; mezclemos nuestras lágrimas con las suyas. Miremos con santo horror esta terrible copa llena de nuestros pecados y de la ira de Dios, esta copa que iba a ser vaciada sobre la cruz del Calvario. Tratemos de buscar alguna comunión en Su tristeza infinita con Aquel que nos ama.

En la noche de llantos de Getsemaní oímos clamores; pero no son los de los desobedientes y rebeldes azotados por sus pecados como en Egipto; no, es la angustia del Hombre obediente que veía aproximarse la cruz y la muerte.

Su gran clamor y sus lágrimas eran ofrecidos «al que le podía librar de la muerte», fuera de la muerte; y en esto, el Hijo, aunque la copa no pasó lejos de Él y tuvo que beberla (Mat. 26:42; Juan 18:11), «fue oído a causa de su temor reverente» (Hebr. 5:7). Al tercer día resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre (Rom. 6:4).

Después de la pena viene el gozo. «Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría» (Sal. 30:5). Las tinieblas en pleno día del Calvario sobrepasaron en profundidad la oscuridad de la noche de Getsemaní; pero después de todo esto hubo una mañana sin nubes, la mañana de la resurrección y de la gloria celestial. Aquí hubo tinieblas y llantos, allá no habrá más noche, ni lágrimas, ni penas ni suspiros.


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