Bajo su sombra

Cantar de los Cantares 2:3


person Autor: William John HOCKING 35

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


«Como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes; bajo la sombra del deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar» (Cant. 2:3).

 

¿Quién de entre nosotros no suspiró, en medio de la agitación diaria, por un momento de tranquilidad o por algunos instantes de reposo para recuperar sus agotadas energías? Aún más, todos sabemos que el reposo más dulce sería encontrarnos junto a nuestro amado Señor y Maestro, sentarnos bajo su sombra.

Pero muchos no saben encontrar esta preciosa sombra. Buscan en vano, trabajando penosamente día tras día, aplastados bajo el peso de sus preocupaciones cotidianas. El Señor dijo: «Buscad, y hallaréis» (Mat. 7:7). Pero estos no encuentran porque buscan un lugar en vez de buscar una persona. Cristo es el «manzano». A sus pies está el reposo y la felicidad plena.

Ciertos corazones cansados buscan el reposo en la soledad de la naturaleza. Pero la sombra que procura el reposo al alma del creyente no se encuentra sobre colinas alejadas o en algún claro en el corazón de un bosque, ni tampoco en la sombra misteriosa de un monasterio de renombre.

Otros se retiran a la rutina apacible de un convento, donde, liberados de los deberes y responsabilidades de la vida, desean sinceramente, pero en vano, encontrar en una prisión terrestre la paz del cielo. Pueden encontrar el reposo para su cuerpo y espíritu, pero no existe reposo para el corazón fuera de Cristo mismo, de un Cristo conocido y gustado por el hombre interior.

Solo la sombra del «manzano», Cristo, puede satisfacer y refrescar a los creyentes cansados. Nos es necesario buscar a Aquel que nuestras almas aprendieron a amar. Nadie ni nada puede remplazarlo. Repitamos como la esposa del Cantar: «Me levantaré ahora, y rodearé por la ciudad; por las calles y por las plazas buscaré al que ama mi alma» (Cant. 3:2). «Bajo la sombra del deseado me senté» (2:3).

La palabra sombra aparece a menudo en la Escritura en sentido figurado. En general representa el socorro y la protección que Dios da a aquellos que confían en Él.

En un pasaje, Dios mismo es la sombra que protege del calor tórrido (Is. 25:1, 4); en otro, es como la sombra de un gran peñasco en tierra calurosa (Is. 32:2); en nuestro pasaje del Cantar, es como la sombra dichosa de un hermoso manzano con sus hojas verdes y su fruto delicioso (2:3). Pero Aquel que es representado en todos estos pasajes es el mismo. Es Aquel que todos aquellos que son salvos aman y adoran. Su sombra es un deleite celestial e inagotable.

¡La sombra! La buscamos con gusto en nuestros países templados, y nos gozamos al reposarnos bajo un gran árbol; pero pensemos en lo que ella representa en Oriente, especialmente en los desiertos que nos describe la Biblia, donde el peregrino no encuentra nada que lo ampare del ardor del sol que quema; la más ínfima sombra puede significar para él la conservación de su vida.

Muchos creyentes se cansan en sus actividades y sienten el cansancio porque se encuentran agobiados por las preocupaciones de la vida actual. En la casa, en la oficina, en el taller, en el campo, en la vida privada o pública, las energías vitales de nuestra mente y de nuestro cuerpo sufren constantemente extremadas tensiones. Todos nuestros nervios exigen reposo. Las condiciones de la vida moderna son una amenaza continua para la salud de nuestras almas. ¡Tiempo, pensamientos y medios materiales son puestos a contribución más allá de lo que creamos poder soportar a fin de enfrentar las demandas de la vida cotidiana! Y fieles hijos de Dios a veces están tan agotados que les cuesta encontrar un momento de tranquilidad para la oración, la alabanza y la lectura de la Biblia. Cuanto más aumenta la tensión, más escrutan el horizonte para ver si perciben algún lugar de sombra. Hasta aquí olvidaron a Aquel que es su escudo y protección, y siguieron la lucha, desesperadamente, con sus propias fuerzas. Entonces, desfallecientes, exclaman: «Dime, oh tú a quien ama mi alma, dónde apacientas tu rebaño; dónde lo haces sestear al medio día» (Cant. 1:7, V.M.).

¡Qué triste es cuando un creyente pierde el contacto personal con el Maestro! ¡Es triste verlo haciendo frente solo con su fuerza a las responsabilidades de la vida, sobrecargado y nervioso, llevado por la corriente irresistible de los deberes cotidianos! ¿Por qué ciertos hijos de Dios muestran al mundo que los observa tanta debilidad lamentable, cuando el Todopoderoso está allí, muy cerca, para sostenerlos, hacerlos atravesar la dificultad y asegurarles la victoria sobre cualquier enemigo?

¿Por qué nos cansamos en trabajar bajo el implacable ardor del sol cuando la frescura de Su sombra está allí, muy cerca, para hacernos descansar? Podemos permanecer allí, no un momento sino para siempre. Si lo queremos, podemos gustar desde ya la verdad de la promesa milenaria: «El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente» (Sal. 91:1).

En la paz y en las delicias de la sombra del Omnipotente encontramos protección absoluta y reposo perfecto; pero también la comunión con el Señor, y esto es mucho más precioso que ser liberado de las preocupaciones. «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi», dijo el Señor en aquel tiempo al israelita extrañado por las palabras que fueron para él una revelación. Y Natanael confesó: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Juan 1:48-49).

Sentados bajo su sombra aprenderemos por sus propias palabras hacia nosotros los secretos de su persona. En la paz refrescante de su presencia, aprenderemos quién es Él, lo que hizo y lo que puede hacer; así como cuando tropezamos en las arenas ardientes aprendemos las humillantes lecciones de lo que no podemos hacer.

Había sombra bajo las palmeras de Elim para los peregrinos de antaño (Éx. 15:27). Hoy hay una «sombra» preparada para el reposo de todos aquellos que están cansados. El Señor nos llama a conservar esta cita con Él. Como dijo a sus discípulos antes, repite hoy: «Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco» (Marcos 6:31).

Recordemos que no necesitamos ir lejos para encontrar esta sombra. El Señor está cerca. Pero cuando la hemos encontrado, sentémonos allí y hagamos de Su presencia nuestra morada.

Allí aprendemos cómo el Señor nos rodea «detrás y delante» (Sal. 139:5); cómo su mano nos guía (Sal. 139:10); cómo su diestra nos sostiene (Sal. 63:7-8). Descansando bajo su sombra, no temeremos otras sombras: «Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento» (Sal. 23:4).


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