La Cruz de Cristo


person Autor: Botschafter 1

flag Tema: Las consecuencias y resultados de la Cruz


La cruz es el lugar donde todo lo que estaba en contra de nosotros, nuestras transgresiones e iniquidades, –de hecho, las acciones y la naturaleza que las cometieron– fue colocado en la persona de Cristo: «Nuestro viejo hombre ha siso crucificado con él» (Rom. 6:6). Por estas cosas tuvo que soportar el pleno juicio de Dios en sus sufrimientos en la cruz. Los llevó hasta la muerte bajo la ira que soportó, para dejarlos en el lugar de las cenizas (Lev. 1:16), habiendo hecho propiciación derramando su propia sangre. Allí, Dios puso fin al hombre en la carne, al pecado y a los pecados, por la muerte de Cristo nuestro Sustituto bajo juicio; y Cristo, habiendo tomado todas estas cosas bajo la vista y la mano de Dios para terminar con ellas, las ha quitado para siempre de delante de su rostro, y de nosotros, por el sacrificio de sí mismo.

La cruz, además, es el lugar donde se afirmó la naturaleza de Dios: porque todas las exigencias de su santidad y majestad fueron satisfechas allí, y su gloria fue establecida por lo que Cristo hizo, y por el juicio que lo golpeó allí. También las penas que la justicia divina había infligido al hombre caído, fueron soportadas y eliminadas, pues Cristo tomó la copa de la mano de Dios y la bebió hasta la hez. Lo que era contrario a Dios fue quitado para siempre; y eso por la muerte. Nada más queda; la sangre en el poder de su propia eficacia, derramada donde estábamos, a causa de lo que éramos, pecadores en nuestros pecados, es llevada al lugar donde está Dios en la suprema autoridad de su santidad; y así somos «reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo» (Rom. 5:10).

La cruz es de nuevo el lugar donde se destruyó el muro divisorio que separaba al hombre de su hermano (judío y gentil). Cristo «aboliendo en su carne la enemistad… para crear de sí mismo de los dos un hombre nuevo, haciendo la paz» (Efe. 2:15).

Además de la superioridad en la carne, de la que el judío se enorgullecía antes de la cruz, existía también «el acta escrita contra nosotros, que consistía en decretos» (Col. 2:14), que mantuvo una separación mientras Cristo era conocido en la carne. Pero en la cruz también se ha dejado de lado esta superioridad religiosa, y Cristo ha eliminado y borrado lo que había contra nosotros como gentiles, que estábamos «sin derecho de ciudadanía de Israel, extranjeros a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Efe. 2:12).

Así, en este triple aspecto, la cruz ha puesto fin al hombre en la carne ante Dios en Cristo; y todo lo que separaba al pecador de Dios ha sido eliminado para siempre por el sacrificio y la muerte de nuestro Sustituto, clavado en esa cruz. Luego vimos cómo Cristo destruyó la enemistad que separaba al hombre del hombre, y derribó el muro divisorio de clausura que sostenía el judaísmo; y finalmente cómo las ordenanzas religiosas que favorecían al judío y eran contrarias al gentil, fueron borradas y quitadas, habiéndolas clavado Cristo en la cruz (Col. 2:14).

Así vemos claramente en la cruz de Jesucristo el fin de todo lo que el hombre era en la carne, ya sea por nacimiento, circuncisión o religión. Dios debe juzgar en justicia y apartar a judíos y gentiles que han condenado, rechazado y crucificado al Hijo de su amor, enviado en gracia y misericordia entre ellos. Cómo podría reconocer y mantener las diferencias en la carne por más tiempo, cuando los hombres más distinguidos entregaron a Cristo y le dieron muerte (Hec. 7:52). ¿Dónde estaría la justicia en una escena como la de la cruz si Dios no eliminara, y para siempre, no solo estas diferencias, sino la propia carne que lo rechazó en la persona de su Hijo? Lo hizo doblemente, por medio de la muerte en el juicio que recayó sobre el primer Adán, y por la introducción de una nueva vida, su don gratuito en el último Adán. Pero aún hay otra lección que aprender de la cruz, para aquellos que por gracia pueden decir: «Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál. 2:20). Es que la cruz les revela lo que es el mundo –este mundo ocupado, activo y con voluntad propia que ha rechazado y dado muerte al Salvador, al Príncipe de gloria, para poder ser libre de perseguir sus principios y propósitos como le parezca.

¿Puede haber alguna conexión entre el mundo y un alma que pertenece a Cristo? Ciertamente no, si hay alguna sinceridad y lealtad según Dios en cuanto a Aquel que ha sido rechazado. No, el último eslabón está roto, como dice aquel que se ha desprendido de todas las cosas mundanas y de toda asociación con ellas: «Lejos esté de mí de gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14). Si la cruz es realmente eso para Dios y para Cristo –para el pecado y la santidad, para la carne y el mundo, para la muerte y Satanás, para el judío y el gentil– ¿dónde podemos aprender el verdadero carácter y la medida de estas cosas sino donde todo lo que era de nosotros fue juzgado, condenado y terminado? ¿Podemos comprender la naturaleza y el horror del pecado en otro lugar que no sea la cruz, donde «al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21); el único que pudo apartarlo de la presencia de Dios mediante el sacrificio de sí mismo? Podemos mirar dentro de nosotros mismos, ver y sentir algo del pecado en nosotros, medido y estimado por una conciencia culpable o un corazón aterrorizado, y decir: «Soy un hombre miserable» (Rom. 7:24). Pero, ¿se puede comparar esto por un momento con el grito: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Mat. 27:46). Podemos pensar en el castigo de los pecadores, «donde su gusano no muere, y el fuego no se apaga» (Marcos 9:48), pero ¿puede compararse el conocimiento de la justa recompensa de la transgresión por parte de quienes la han cometido, con lo que debe ser el pecado para la naturaleza y la esencia de Dios, que no pudo dejarlo pasar cuando fue imputado a su Hijo único y amado, que no conoció pecado?

Los que creemos en Cristo, hacemos bien en celebrar el triunfo de la cruz para Dios y para nosotros mismos, y su victoria y ganancia para Cristo resucitado de entre los muertos y coronado de gloria y honor en los lugares celestiales; pero ¿dónde aprenderemos las lecciones que ella nos enseña sobre todo lo que Dios ha borrado y desechado lejos de él para siempre? ¿Olvidaremos que la misma cruz que nos ha liberado y es testigo de nuestra salvación eterna, nos dice que Cristo «se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí mismo un pueblo propio, celoso de buenas obras»? (Tito 2:14) ¿Cómo puede un cristiano entrar prácticamente en el pensamiento de Dios después de la crucifixión, si no es por la muerte –por su propia muerte– en la verdadera confesión de las tinieblas y de la muerte, en la que el mundo entero se ha colocado al rechazar a Cristo?

La muerte es el medio para apartarnos de todo el poder de las cosas que nos separaban de Dios. «Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fue resucitado, el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros» (Rom. 8:34). El castigo que Cristo soportó plenamente en la cruz, ya no puede separarnos de Dios; al contrario, nos abre de par en par las puertas de la liberación, y podemos seguir a nuestro Señor ascendiendo al trono de la majestad en el cielo. «Todas las cosas son vuestras; sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea el futuro; todo es vuestro; pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (1 Cor. 3:21-23). La muerte por la que pasó Jesús nos permite ahora leer sin terror que «por un hombre el pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte, así también la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom. 5:12), porque le conocemos a él, que quitó el pecado sí mismo ofreciéndose como sacrificio.

Es de suma importancia para el creyente aprender que es este mismo castigo, infligido al hombre pecador por la justicia de Dios, el que nos ha abierto el camino para salir del mundo. «La paga del pecado es muerte» (Rom. 6:23); esta paga ha sido satisfecha por nuestro sustituto y somos libres.

Mediante el hombre, el pecado, la muerte y la ley entraron en el mundo; y estas cosas mantuvieron su título y autoridad indiscutibles porque hemos nacido en el mundo. Además, estos tres poderes tenían cada una su respectivo imperio. Y sabemos que a causa de lo que éramos personalmente por naturaleza, y a causa de la transgresión, tenían aún más fuerza; pero ninguno de ellos tiene derecho a perseguirnos más allá de los límites del imperio de la muerte; y esa misma muerte fue aceptada y atravesada por Cristo, que fue nuestra absolución. Somos liberados por la muerte (no por la vida), aunque el cristiano, en virtud de una nueva vida que se le imparte, afirma su liberación por su obediencia. Estos tres dominios del pecado, de la muerte y de la Ley se tratan en Romanos 6:14; 8:1, y se afirma que somos liberados de ellos por la muerte. «De manera que vosotros también, hermanos míos, habéis muerto a la ley por medio del cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que fue resucitado de entre los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios» (Rom. 7:4). Y también: «Sabiendo que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere; la muerte ya no se enseñorea más de él» (Rom. 6:9).

¡Qué contraste! En el primer hombre pasamos de la vida a la muerte; en el segundo, de la muerte a la vida. El primer caso es una derrota, por las tentaciones del diablo; el segundo una victoria, por la resurrección de los muertos, «por la gloria del Padre» (Rom. 6:4). En cuanto a nosotros: «Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom. 6:14). Por último, la cruz es la reivindicación del «trono de la majestad en los cielos» (Hebr. 8:1) para los que lo habitan, contra todo lo que ha ofendido al gobierno de Dios en la tierra. El gran sumo Sacerdote a la derecha de Dios es, para la fe, la garantía de la gloria futura, la respuesta de Dios a la cruz y a la obra del alma de Cristo en la muerte. Mientras tanto, Dios nos ha sellado como herederos, coherederos con Cristo a través del Espíritu Santo que mora en nosotros. Moralmente, como hombres, judicialmente como pecadores, estamos en regla con Dios a través de la cruz de Cristo. «No hay, pues, ahora ninguna condenación» (Rom. 8:1). Además, el oprobio de Egipto, es decir, del mundo del que venimos, está quitado de nosotros, y entramos en la gloria, hechos semejantes a Aquel que murió para introducirnos allí. El hecho de que estaremos para siempre en la demora que él ha ido a preparar para nosotros de antemano en la Casa del Padre, será una demostración más de los resultados de la cruz.

Podríamos detenernos aquí en el feliz conocimiento de la liberación que la cruz ha traído al creyente, y de las bendiciones en las que lo ha establecido, si las Escrituras no nos mostraran tres peligros en los que se encuentra oculto todo el poder del Enemigo, durante el corto tiempo en que estamos esperando al Señor, dando testimonio de la salvación en el mundo donde la cruz de Cristo está todavía predicada gracia a la paciencia y a la misericordia de Dios.

El primero de estos peligros se encuentra en 1 Corintios 1:17: «Cristo no me envió a bautizar, sino a evangelizar; no con sabiduría de palabras, para que no hacer vana la cruz de Cristo». Hay aquí una clara doble advertencia: el bautismo, que es una ordenanza, no debe ponerse en lugar de la predicación de la Palabra, en demostración del Espíritu, de poder salvador para el que cree; y debemos cuidarnos de la elocuencia del púlpito, como si la cruz de Cristo pudiera ganar algo en su efecto sobre la conciencia, por la excelencia del lenguaje.

Un segundo peligro nos está indicado en Gálatas 5:11, donde Pablo se pregunta: «Si yo aún predico la circuncisión, entonces, ¿por qué soy aún perseguido? Si fuera así, el escándalo de la cruz se habría acabado». Es evidente aquí que lo que podría ser bueno en la carne, y la mejora de la carne que sería la consecuencia (pues esto es lo que supone la circuncisión) es precisamente lo que pone fin al escándalo de la cruz; porque la cruz es la negación del hombre en la carne, con todas sus pretensiones. Por lo tanto, es un escándalo para el hombre como tal, porque le muestra que ha entregado y dado muerte al Hijo de Dios, y que no hay salvación para él como pecador si no es a través de la sangre de Cristo que demuestra su culpabilidad.

El peligro final se encuentra en Gálatas 6:12: «Todos los que quieren tener buena apariencia en la carne, esos os obligan a ser circuncidaros; pero es solo para que ellos no sean perseguidos a causa de la cruz de Cristo». ¿Qué es esta bella apariencia en la carne, sino la aceptación de una religión que solo tiene el nombre de cristiano, que permite escapar de la persecución a causa de la cruz de Cristo, que solo es el formalismo de una religión externa? En este caso la persecución (que se manifiesta frente al verdadero testimonio de la cruz), está separada de ella, como en los primeros ejemplos, la circuncisión anulaba el escándalo de la cruz, y la excelencia del lenguaje eliminaba su efecto. Cuán poco los púlpitos y las iglesias de la cristiandad han prestado atención a estas advertencias, esto está demasiado conocido como para necesitar un comentario.


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