Índice general
4 - Capítulo 3
Las Lamentaciones de Jeremías y su aplicación al tiempo presente
Este capítulo es el capítulo central de las Lamentaciones. Un hombre, Jeremías, representa al pueblo. Es de él de quien oímos hablar en los primeros capítulos, pero aquí está presentado llevando el juicio de Dios solo en su alma en lugar de Jerusalén. Esto es tanto más sorprendente cuanto que los versículos 1 al 18 de nuestro capítulo son como la contrapartida de los versículos 1 al 10 del capítulo 2, donde Jeremías anunciaba lo que Jehová, en su cólera, había hecho contra la ciudad; mientras que aquí muestra que toda esta cólera recaía sobre él, como responsable de la iniquidad de Jerusalén. Al leer este capítulo, nuestro pensamiento se dirige necesariamente a Cristo, de quien Jeremías es el tipo, pues aquí el profeta se identifica con su pueblo y sufre, aunque inocente, el juicio de Dios que le era debido. Reconoce que tiene a Jehová como adversario. No habla de la injusticia del enemigo, pues toda su vida había tenido que sufrir la injusticia de su pueblo y de sus dirigentes. La exigencia de venganza no llega hasta el final del capítulo, cuando la cuestión de la sustitución está completamente resuelta.
La división de este capítulo es bastante llamativa, aunque quizá un poco menos evidente que en los capítulos anteriores. Cada sección responde a la palabra inicial. 1°) «Yo soy el hombre» (v. 1-18). 2°) «Acuérdate» (v. 19-39). 3°) «Escudriñemos nuestros caminos» (v. 40-54). 4°) «Invoqué tu nombre» (v. 55-63) y 5°) «Deles el pago» (v. 64-66); una exigencia de venganza que solo llega cuando todo está arreglado con Dios (véase Sal. 69:22-28).
4.1 - Primera división (v. 1-18)
Las palabras «Yo soy el hombre» dominan esta sección y, de hecho, todo el capítulo. Jeremías lleva aquí en su corazón todo el peso de la ira de Dios contra Jerusalén. Aquí, como en el capítulo 2:1-10, es Dios quien lo ha hecho todo; por eso vemos en estos dos pasajes la palabra «él» volviendo constantemente, pero con esta diferencia que, en el segundo, Dios pone todo el peso de su ira sobre los justos y no sobre los culpables. De modo que Jeremías se convierte aquí en un sorprendente tipo de Cristo. Cuando Pilato presentó a Jesús a la multitud, ¿no dijo: «¡He aquí el hombre!» (Juan 19:5)? ¿No es Jesús el escarnio de «todo su pueblo, burla de ellos todos los días» (v. 14)? ¿No dijo: «Todos los que me ven me escarnecen» y: «Me zaherían en sus canciones los bebedores» (Sal. 22:7; 69:12)? ¿No dijo también?: «A causa de tu enojo y de tu ira; pues me alzaste, y me has arrojado» (Sal 102:10). ¿Acaso este pensamiento: «Cuando clamé y di voces, cerró los oídos a mi oración» (v. 8) no es la misma palabra de Cristo en la cruz: «Dios mío, clamo de día, y no respondes» (Sal. 22:2); no es el angustiado «Respóndeme» del Salmo 69:16 al que no hay respuesta (v. 13, 16-17)? Así, de versículo en versículo, seguimos el camino del varón de dolores. Sí, un hombre ha ocupado su lugar, lleno de un profundo amor por la Jerusalén culpable. Después de haber sido introducido en este mundo como objeto especial de todo el favor de Dios, consintió en ser tratado como el pueblo infiel, ¡él, que merecía el primer lugar, y que lo tenía en los consejos de Dios, él, ante quien los seres más puros se inclinaban en inefable adoración!
Ni que decir tiene que Jeremías no es aquí más que un tipo imperfecto de Cristo; como criatura, se ve obligado a experimentar por sí mismo; se asusta, teme, duda; llega a decir: «Perecieron mis fuerzas, y mi esperanza en Jehová» (v. 18). No tiene ningún derecho a pensar que Dios va a cambiar su conducta hacia Jerusalén a causa de él, aunque sea consciente de su integridad personal, sino que, tomando el lugar de esta ciudad, proclama que él, hombre justo, sufrirá un juicio merecido.
Por otra parte, si estos versículos nos presentan al profeta, ya sea como hombre o como tipo de Cristo, también nos hablan de los sentimientos del íntegro remanente judío del fin, que atraviesa el «día de conflicto» para Jacob (véase Sal. 20:1) y del que el destino de Jerusalén bajo Nabucodonosor, por terrible que sea, no es más que una tenue imagen. Este remanente estará expuesto, como el profeta aquí, a toda la ira gubernamental de su Dios, hasta el punto de ver perecer su esperanza en Jehová, pero reconocerá, como Jeremías, que toda esta aflicción viene de Dios, sin comprender al principio por qué, y encontrará en sus experiencias posteriores que el Mesías pasó por las mismas aflicciones para liberarlo, función que Jeremías no podía cumplir con respecto a Jerusalén. Muchas de las experiencias de Job se encuentran también en este pasaje (véase, por ejemplo, Job 19:6-12; 30:21, 30) y a menudo en los mismos términos que en nuestro capítulo 2:1-10; solo que Job, al no haberlas experimentado nunca por sí mismo, las expresa con un sentido de su propia justicia, que tendrá que abandonar y juzgar al final. Jeremías no trata de reaccionar contra el juicio, porque no se posiciona como justo –sus simpatías por su pueblo que lo hacen entrar– sino que agota la copa de amargura sin siquiera cuestionar si el juicio que soporta es inmerecido.
4.2 - Segunda división (v. 19-39)
La razón de la aflicción, hasta ahora un enigma para el alma, le será revelada en esta división de nuestro capítulo.
«Acuérdate de mi aflicción y de mi abatimiento, del ajenjo y de la hiel» (v. 19).
Ante toda la miseria expresada en los versículos 1 al 18, el profeta se dirige a Aquel que lo golpea y en quien ya no tiene derecho a esperar. Tal apelación es una palabra de fe. «Acuérdate», dijo el ladrón convertido al exhalar su último suspiro en la cruz. «Acuérdate», dice aquí el profeta. «Acuérdate», dirán los justos en medio de la angustia del fin. «Acuérdate de David», clamarán, descubriendo que toda su bendición se la deben al verdadero David por la aflicción que soportó por ellos (Sal. 132:1).
«Mi alma está abatida dentro de mí» (v. 20). Si el alma pide a Dios que se acuerde de su aflicción, no hay un momento en que, sumida en el abismo del dolor, ella misma no se acuerde de ese dolor.
Pero en el versículo 21, todo cambia. Renace la esperanza perdida (v. 18). «Recapacitaré en mi corazón, por lo tanto esperaré»; es la primera razón para esperar, la encuentra en el versículo 22: «Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos». Si Dios no fuera bueno, hace tiempo que Israel no existiría. ¿No debería cada creyente, en cada nación, probado decir hoy estas mismas palabras? Dios dio a conocer esta verdad a Moisés en la milagrosa aventura de la zarza que no se consumía por el fuego (Éx. 3:2). Este hecho se renueva cada día: «Nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada mañana». Sin embargo, Jehová ya no podía revelarse a Moisés como el fuego que no consume, después de que Israel, habiendo hecho el becerro de oro, mereciera que la ira de Dios se encendiera contra él y lo consumiera (Éx. 32:10); pero luego, tras la intercesión del Mediador, Dios se reveló de nuevo como el Dios «misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado» (Éx. 34:6-7). Por grandes que sean sus juicios, no olvidemos que “grande es su fidelidad” y que nunca revoca sus promesas. Por eso el alma del creyente clama: «Mi porción es Jehová… por tanto, en él esperaré» (v. 24). “Su esperanza había perecido”, cuando se encontró en presencia de las terribles consecuencias de su pecado, de la ira de Dios; y fue bueno para él descender a este abismo; pero esta esperanza renace cuando le está revelada la bondad de Jehová, la esencia misma de su Ser. Ahora que tiene a Jehová como porción, su esperanza seguirá a vincularse a él.
Versículos 25-27: «Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de jehová. Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud». El alma, puesta ante la bondad de Dios, reconoce que esta bondad se manifiesta hacia todos los que lo esperan y lo buscan. Culpable, ya no tiene, recordémoslo, la orgullosa pretensión de ser, con exclusión de los demás, objeto especial del favor de Dios. ¡Qué pensamiento tan actual!
También reconoce que 2 cosas son buenas para el alma del creyente:
1°) esperar en silencio la salvación de Jehová. Esto es la sumisión sin murmullos a la voluntad de Dios, la certeza de que a su debido tiempo Jehová dará la liberación, no según nuestros pensamientos o deseos, sino según su voluntad, que es buena, agradable y perfecta. ¡Cuánto progreso podemos ver aquí! En los primeros 18 versículos, el profeta gritaba, propagaba en quejas su angustia, hablando de Dios como de su enemigo, del que estaba separado para siempre, habiendo perdido finalmente toda esperanza. Aquí, reconociendo la bondad de Dios, considera que hay una cosa buena en la prueba, y es que ejercita la paciencia, la sumisión y la humilde confianza en Él, y alimenta la esperanza en el corazón.
2°) Pero hay otra cosa buena. ¿Quién lo creería? Es «llevar el yugo desde su juventud». La dependencia es buena. Fue para la dependencia que había sido creado el hombre, mediante la dependencia su felicidad estaba asegurada. La primera mañana de su vida debía estar caracterizada por ella. No nació libre, como su orgullo ha pretendido siempre y sigue pretendiendo hoy; nació dependiente. Este yugo de sumisión a la voluntad de un Dios bueno era fácil. Por instigación de Satanás, el hombre quiso ser independiente y cayó en una miseria indecible. Este principio está ilustrado en nuestros hijos. Dios les impone la autoridad paterna cuando son pequeños. Esto es bueno para ellos; es una autoridad que solo busca su bien, que, mediante la sumisión y la obediencia, orienta su vida; y cuando la autoridad paterna ha terminado su función temporal para con nuestro hijo, este sigue estando, como hombre, bajo la autoridad del Padre celestial, soberanamente bueno, soberanamente justo. Esta bondad nos disciplina para que participemos de la santidad de Dios en nuestra conducta. El Señor no tenía necesidad de disciplina, porque no tenía otra voluntad que la de su Padre. Y, sin embargo, desde el comienzo de su carrera, había sido oprimido por hombres que sus «espaldas araron los aradores; hicieron largos surcos» (Sal. 129:3), y él no había abierto la boca. Podía decir: «Labrador soy de la tierra, pues he estado en el campo desde mi juventud» (Zac. 13:5). Su amor llevó este yugo, lo lleva y lo llevará eternamente, porque es el yugo del amor, un yugo que él, el Creador, vino a tomar sobre sí. Ha rehecho la historia del hombre, por su propia voluntad, para salvarnos. Tenemos que reaprender esta dependencia siguiéndole.
Versículos 28-30: «Se siente solo y calle, porque es Dios quien se lo impuso; ponga su boca en el polvo, por si aún hay esperanza; Dé la mejilla al que le hiere; y sea colmado de afrentas».
Maravillosa descripción de lo que Cristo fue y de lo que hizo. Un retrato del hombre perfecto en su humillación. Como Israel, de quien se dice: «Habitará confiado [solo]» (Núm. 23:9), así fue Cristo, el verdadero Israel. Estaba enteramente separado del mundo para Dios; fue llamado a salir de Egipto para estar a solas con Jehová. Era el verdadero levita, el verdadero Nazareo, plenamente santificado. Pero más que eso, el mundo lo dejaba solo en su obra de gracia (Juan 8:9). No tenía más que a Dios; decía: Velo y soy como un gorrión solitario en el lugar de oración (Sal. 102:7). También está representado sentado «solo», ajeno a la alegría de ellos, porque solo conocía la alegría y el gozo de la comunión con su Padre, pero también solo en su indignación y justo juicio del mal que ofendía a su Dios (Jer. 15:17). Entonces llegó el momento en que, para hacer su obra de gracia, Dios mismo lo dejó solo y lo rechazó lejos de sí. Él, el Santo y Justo, sufrió el destino del leproso que «habitará solo; fuera del campamento será su morada» (Lev. 13:46); no, como los hombres profanos se han atrevido a decir, que fue mantenido como leproso durante su vida, sino que lo fue en la muerte. Fue allí donde estuvo solo, absolutamente solo, nadie podía seguirlo, cargado con toda la lepra de su pueblo, hecho pecado, ¡para salvarnos!
«Callaron», dice nuestro pasaje; ocupó el lugar de los ancianos de Israel bajo el juicio (2:10). Guarda silencio a causa del pecado del pueblo (Jer. 8:14). Él calla “porque lo ha tomado sobre sí”: porque lo llevó sobre sí (Is. 53:4). Del mismo modo, Isaías 63:9 nos dice que «los salvó». Esto se refiere a la salvación, a la redención en la cruz.
«Ponga su boca en el polvo, por si aún hay alguna esperanza». Aquí está representando al pueblo, asumiendo la actitud de humillación más profunda, sin pronunciar una palabra. La única esperanza puede venirle del Dios cuyo juicio soporta.
«Dé la mejilla al que le hiere; y sea colmado de afrentas». Esto es también lo que Isaías dice de Cristo: «Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos» (Is. 50:6).
Estos versículos nos hablan de Cristo, de quien Jeremías es una débil imagen, mientras que los 18 primeros versículos solo nos hablaban de Dios en su justicia. Nos muestran cómo en Cristo el Dios justo puede tener compasión. Tan pronto como el profeta habló de llevar el yugo desde su juventud, sus pensamientos se vinculan a Aquel que tomó ese lugar por el hombre, a fin de adquirir para él la salvación de Jehová.
Toda esta serie de pensamientos es muy hermosa. Primero vemos la ira de Dios (v. 1-18); luego el juicio propio y la esperanza en su bondad; finalmente los medios por los que esa bondad ha podido ejercitarse en nuestro favor. La forma abrupta en que está presentada aquí al Señor recuerda a Zacarías 13:1-6: «Dirá: No soy profeta», el único remedio para el estado desesperado del pueblo cuando todos sus profetas habían fracasado.
Versículos 31-33: «Porque el Señor no desecha para siempre; antes si aflige, también se compadece según la multitud de su misericordia; pues no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres».
Habiendo sido presentada la persona de Cristo en la soledad de sus sufrimientos, en el oprobio por parte de los hombres, en el abandono por parte de Dios, los versículos que acabamos de leer nos muestran que es por este camino que el Señor abre a los pecadores la puerta de su misericordia y de su compasión. La grandeza de sus bondades sobrepasa la grandeza de sus juicios, y si aflige, esto solo prueba su amor por la humanidad.
Por otra parte, versículos 34-36: «Desmenuzar bajo los pies a todos los encarcelados de la tierra, torcer el derecho del hombre delante de la presencia del Altísimo, trastornar al hombre en su causa, el Señor no lo aprueba». Si muestra misericordia, su justicia no se ve disminuida en modo alguno. Él lo ve todo. ¡Qué consolador es esto para los fieles en días como los nuestros! Cuando nuestro corazón se indigna al ver a los pobres prisioneros aplastados bajo los pies, al ver a los que usan el nombre del Altísimo y dicen actuar en su nombre, cometer injusticia, aunque solo sea contra un hombre (tal vez contra todo un pueblo), condenar injustamente, aunque solo sea a un hombre, sin tener en cuenta sus derechos… Dios lo ve todo. El creyente solo tiene que confiar en Él.
Versículos 37-39. «¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó? ¿De la boca del Altísimo no sale lo malo y lo bueno? ¿Por qué se lamenta el hombre viviente? Laméntese el hombre en su pecado».
Ninguna cosa sucede, y cuán importante es recordarlo continuamente, ningún propósito del hombre tiene éxito, a menos que el Señor lo haya ordenado. Él habla, y solo él puede producir el mal o el bien con una sola palabra. Si a un pecador le sobreviene el mal, ¿tiene derecho a quejarse? ¿No hay castigo, incluso en la tierra, según el gobierno de Dios, por los pecados de los hombres?
Todas estas reflexiones surgen aquí del hecho de que el alma, antes ignorante del verdadero carácter de Dios, porque solo veía en él un juez, ha llegado a conocerlo como habiendo revelado, en Cristo, la absoluta armonía entre su odio al pecado y su amor al pecador.
4.3 - Tercera división (v. 40-54)
Este pasaje presenta la obra del arrepentimiento en los corazones que han visto a Cristo ocupar el lugar del pecador para salvarlo, por lo que puede asemejarse a las palabras del malhechor en la cruz: Para nosotros, a la verdad, es justo; porque estamos recibiendo lo que nuestros hechos merecieron» (Lucas 23:41).
Versículos 40-42. «Escudriñemos nuestros caminos, y busquemos, y volvamos a Jehová. Levantemos nuestros corazones y manos a Dios en los cielos. Nosotros nos hemos rebelado y fuimos desleales; tú no perdonaste».
«Escudriñemos nuestros caminos»: Se trata de una resolución tomada en común para juzgarnos a nosotros mismos, no superficialmente, sino con toda la seriedad que comporta el verdadero arrepentimiento, con la conciencia escrutada hasta sus más recónditos rincones. Es el preludio del retorno a Jehová, de una verdadera conversión. A partir de entonces, el corazón es libre para dirigirse a Dios y suplicarle. Eliú presenta a Job la misma verdad: «Orará a Dios, y este le amará, y verá su faz con júbilo… y al que dijere: Pequé, y pervertí lo recto, y no me ha aprovechado [no me ha pagado]» (Job 33:26-27); solo que aquí sigue faltando el «[no me has pagado]» de Eliú; los creyentes humillados dicen, en cambio, «no perdonaste»; reconocen que Dios es justo y no perdona.
Fíjese en el «tú». Qué diferencia entre el tú de estos versículos y el él del principio del capítulo, pronunciado solo por el profeta y que contiene, en el versículo 17, un solo «tú» («Has rechazado mi alma»), para mostrar que, a pesar del juicio, el único justo que había en el pueblo seguía en relación con Dios. Qué diferencia, sobre todo, con el «él» del pueblo culpable, al que Jehová había ocultado su rostro (2:1-10).
En el versículo 42, como en los versículos 43-45, el «tú» indica la confianza vuelta a encontrar en medio de los juicios: «Desplegaste la ira y nos perseguiste; mataste, y no perdonaste. Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra; nos volviste en oprobio y abominación en medio de los pueblos».
Hablando a Dios de sus caminos pasados, no conocen aún la liberación. Dicen: «Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra», en el mismo momento en que su oración pasa y sus corazones se elevan a Dios en el cielo. Ya hemos señalado antes esta doble nube, consecuencia del juicio de Dios, primero extendida sobre el pueblo para que quedara cegado por el juicio (2:1), y luego Dios mismo envolviéndose en ella para que la oración no llegara hasta él. ¿No están hoy las naciones cristianas bajo un juicio similar? Aquí (v. 42-47), el pueblo ha reconocido ante Dios su desobediencia, la ira que le siguió y todas las aflicciones resultantes.
En los versículos 48-51, Jeremías habla de nuevo: «Ríos de aguas echan mis ojos por el quebrantamiento de la hija de mi pueblo. Mis ojos destilan y no cesan, porque no hay alivio hasta que Jehová mire y vea desde los cielos. Mis ojos contristaron mi alma por todas las hijas de mi ciudad». El profeta, el único que había sondeado las profundidades del pecado de Jerusalén y la ira de Dios contra esta ciudad rebelde, también es capaz de sondear las profundidades de su aflicción. Sus lágrimas fluyen sin descanso, como ya lo hicieron en 2:11; pero, como dijo antes (v. 21), tiene esperanza, y no descansará de su dolor hasta que Jehová, hacia quien el pueblo eleva ahora sus corazones y sus manos, haya lanzado una mirada de compasión desde el cielo sobre los afligidos. Esta esperanza se basa en el hecho de que el profeta, el hombre santo y recto que intercede en favor del pueblo, ha sufrido la misma angustia que los culpables.
En los versículos 52-54, describe lo que ha padecido, y aquí nos encontramos de nuevo con Aquel de quien Jeremías es solo el representante imperfecto y que ha sufrido la ira de Dios sin otra razón que el amor divino que le hizo ocupar el lugar de los culpables para liberarlos: «Mis enemigos me dieron caza como a ave, sin haber por qué. Ataron mi vida en cisterna, pusieron piedra sobre mí. Aguas cubrieron mi cabeza; yo dije: Muerto soy». Aquí encontramos todos los dolores de Cristo expuestos tantas veces en los Salmos: «Han aumentado más que los cabellos de mi cabeza los que me aborrecen sin causa» (Sal. 69:4). «Red han armado a mis pasos; se ha abatido mi alma; hoyo han cavado delante de mí» (Sal. 57:6). «Todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí» (Sal. 42:7). «Me echaste a lo profundo, en medio de los mares, y me rodeó la corriente… Las aguas me rodearon hasta el alma» (Jonás 2:4, 6). Dije en mi agitación: «Cortado soy de delante de tus ojos» (Sal. 31:22) y, finalmente, la última palabra: «Fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo» (Is. 53:8).
4.4 - Cuarta división (v. 55-63)
Aquí encontramos de nuevo a Jeremías, un tipo de Cristo que se dirige a Dios, de cuya comunión, con excepción de las horas de tinieblas, siempre ha gozado. Así que puede decirle tú mucho mejor y de forma mucho más completa de lo que el remanente, convencido del pecado, pero viendo cómo se rasgaba el velo, podría haberlo hecho en los versículos 42-45. Pasa de la terrible comprobación: «Estoy cortado» al cántico feliz de la liberación. Dios ha respondido a la súplica de los culpables: El que no había perdonado, ahora perdona por amor de Cristo. La secuencia de pensamientos en este capítulo es maravillosa: primero vemos al profeta dándose cuenta en su alma del juicio del pueblo y reconociendo que este juicio es justo, luego sustituido por uno más justo que él, pues Jeremías, por muy recto que fuera, no podía obtener la liberación para los demás. Después oímos la confesión de los pecados, fruto de la obra hecha en el corazón y en la conciencia del remanente; este clama a Dios, pero sin haber recibido aún el perdón. Finalmente encontramos a Cristo, sometiéndose al juicio para ser escuchado y poder decir por los culpables, como lo hace en el Salmo 22: «Líbrame de los cuernos de los búfalos».
Versículos 55-58. «Invoqué tu nombre, oh Jehová, desde la cárcel profunda; oíste mi voz; no escondas tu oído al clamor de mis suspiros. Te acercaste el día que te invoqué; dijiste: No temas. Abogaste, Señor, la causa de mi alma; redimiste mi vida».
¡Qué sorprendente concordancia con la oración de Jonás! Aquel en quien tiene lugar la obra de arrepentimiento y de restauración ve aquí la forma en que su Sustituto ha sido escuchado. «De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo» (Sal. 130:1), dijo el afligido remanente, pero oye a Cristo, que ha ocupado su lugar bajo el juicio de Dios, decir las mismas palabras para librarle: «Invoqué tu nombre, oh Jehová, desde la cárcel profunda» (v. 55). «Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó; desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste» (Jonás 2:3). Cristo fue escuchado, su Dios se acercó a él, quitó todo temor de su corazón, tomó su causa y redimió su vida del poder de la muerte. ¡Qué seguridad da esto a la ciudad en sumida en angustia, y al corazón del profeta mismo, que había compartido sus dolores! Un hombre invocó a Jehová y Jehová escuchó sus súplicas.
Ahora, juzgado y restaurado, el remanente puede poner su justa causa en manos de Jehová: «Tú has visto, oh Jehová, mi agravio; defiende mi causa. Has visto toda su venganza, todos sus pensamientos contra mí. Has oído el oprobio de ellos, oh Jehová, todas sus maquinaciones contra mí; los dichos de los que contra mí se levantaron, y su designio contra mí todo el día» (v. 59-62). Si Dios ha borrado todas las iniquidades de Jerusalén por la obra de Cristo, no olvida el odio de los enemigos contra ella. «Es justo delante de Dios» que dé la tribulación a los que hicieron sufrir tribulación a su pueblo (2 Tes. 1:6), y, como dice nuestro profeta: «Porque Jehová, Dios de retribuciones, dará la paga» (Jer. 51:56). Así, el creyente, ya seguro de que Jehová mira desde el cielo (v. 50), puede decirle ahora por última vez: «Su sentarse y su levantase mira; yo soy su canción» (v. 63). Hasta entonces había repetido en vano: «Mira… mi aflicción», «Mira… nuestro oprobio», «Mira… a quién has hecho así» (a tu pueblo, a las mujeres, a los niños, a los ancianos); sin obtener respuesta. Ahora la respuesta ha sido dada a Aquel que entró en la muerte por amor a su pueblo. Se ha convertido en la porción de todos los que han creído, pero esta respuesta se extiende también al juicio de los impíos.
4.5 - Quinta división (v. 64-66)
En el capítulo 1, versículo 22, Jerusalén clamaba a Dios: «Haz con ellos como hiciste conmigo», pero el cielo hizo oídos sordos a su queja; ahora sabe que su recompensa está cerca: «Dales el pago, oh Jehová, según la obra de sus manos. Entrégalos al endurecimiento de corazó; tu maldición caiga sobre ellos. Persíguelos con tu furor, y quebrántalos de debajo de los cielos, oh Jehová» (v. 64-66). – Eso es justo. También vemos al Mesías sufriente pronunciando tales palabras (Sal. 40:14-15; Sal. 69:22-28). Es la cuestión de la retribución, tan familiar para el profeta Jeremías y tan importante en los caminos gubernamentales de Dios, pero no altera los eternos consejos de su gracia.