Cristo, Habitación de Dios y Templo


person Autor: Samuel RIDOUT 2


Hay unos cuantos siglos de silencio entre Malaquías y Mateo, cuando de repente vemos que la Gloria vuelve a la tierra en la persona de Emanuel. ¡Dios mismo ha venido! «Vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis» (Mal. 3:1). ¿Y cómo viene? Vemos el cielo abierto, y a sus siervos asistiendo con gozo a la llegada de su Creador a la tierra. Pero cuando miramos a la tierra para ver dónde iba a encontrar esta Gloria una morada, no la encontramos en el templo, ni tampoco en Jerusalén. Vamos a Belén, y mirando con los pastores maravillados hacia un pesebre, vemos el Templo de Dios, el santuario donde su gloria ha encontrado su hogar y morada. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como la del Hijo único del Padre)» (Juan 1:14). Cuando vemos al hombre Jesucristo, vemos la verdadera morada de Dios. Podía hablar así de su cuerpo: «Destruid este templo, y yo en tres días lo levantaré» (Juan 2:19). Dios había encontrado por fin una morada adecuada con el hombre.

Podríamos decir que aquí hay dos moradas: una, el templo que no tenía la gloria de la Shekinah (presencia de Dios), pero que estaba ligada a todas las formas y rituales de los que se jactaban los judíos; la otra, en el hombre Jesucristo, el bendito Hijo de Dios, que se presentó como testigo de Dios en la tierra. Estas dos moradas contrastan entre sí. Una es el testigo de la historia pasada de Israel, marcada por el pecado y la necesidad de salvación; la otra es el ser sin mancha, sin pecado, santo. ¿Cuál aceptarán los líderes?

Nuestro Señor viene al templo y expulsa a los compradores y vendedores, diciendo: «No hagáis de la casa de mi Padre una casa de comercio» (Juan 2:13-17). Más tarde la llama «cueva de ladrones» (Mat. 21:13), lo que debería haber sido una casa de oración. ¿Qué templo tendrán? La simple casa, «vuestra casa» (Mat. 23:38), como él la llama, o a Aquel que limpiará la casa, y que fue él mismo la morada de Dios. Conocemos la terrible respuesta. Pilato les presenta a un asesino y a Cristo, y ellos gritan (¡ah, nuestros malvados corazones dijeron lo mismo una vez!): «¡Quita a este, y deja en libertad a Barrabás!» (Lucas 23:18).

Así que el Templo fue destruido, hasta donde la mano del hombre podía hacerlo. El bendito Templo incorruptible de su cuerpo es depositado en la tumba, y su espíritu vuelve al Padre. Esta es la respuesta del hombre en cuanto a la morada de Dios en la tierra. No lo aceptarán. Hace a Dios demasiado cercano –su santidad reprende el pecado, y el hombre preferiría incluso a un asesino que al santo Cristo de Dios.

Pero los propósitos de gracia de Dios no deben ser frustrados por el pecado del hombre. Este mismo crimen, esta enemistad vista en el rechazo y la muerte del Señor Jesús es la ocasión de la más plena manifestación del amor de Dios:

La misma lanza que atravesó tu costado
Dio sangre para salvar”.

Su muerte proporcionó los medios para que el amor de Dios se derramara en gracia abundante para los pecadores más viles y necesitados.

Ahora vayamos un paso más allá. Dios había tenido esta maravillosa morada en la tierra en su propio Hijo amado. Pero el hombre no pudo soportar y no quiso que esta cercanía de Dios habitara con él, y echó a Jesús –Emanuel– por la cruz. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y subió a las alturas celestiales. El «Templo» ha pasado del otro lado del velo, hacia el santuario interior.


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