Sé sobrio en todo
2 Timoteo 4:5
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
El apóstol Pablo le escribe por última vez a Timoteo. Es conmovedor el profundo afecto que siente por su «hijo» en la fe. Es impresionante la clara mirada con la que, dirigido por el Espíritu, ve su tiempo y el futuro hasta nuestros días. Y es notable su sobriedad.
Cuando uno, como Pablo, tiene ante sí el martirio y está listo para ser «sacrificado» (2 Tim. 4:6), los largos discursos de despedida no tienen lugar. Se trata de cumplir los últimos pasos de la carrera con la mirada clara y fija en el blanco. Pero esta sobriedad no es fría; es la expresión de aquel que sabe en qué fundamento se encuentra apoyado y «a quién ha creído» (1:12). En el terreno firme en el cual está, Pablo puede dar los consejos de un corazón que ama ayudar, enseñar el buen camino y hasta expresar la esperanza de poder ver una vez más a Timoteo.
El optimista espera que las cosas no sean tan graves como parecen, y el pesimista teme que suceda lo peor. Esta no es la actitud del creyente. La sobriedad nos preserva de estos dos extremos. A veces oímos decir: la razón calcula, pero la fe no, ella tiene confianza. Por cierto, que sí, sin embargo, la fe también calcula, pero lo hace con Dios. Es un punto importante.
Hay situaciones en las cuales debemos tener una confianza ciega, por ejemplo, cuando hay enfermedades u otras pruebas a las cuales somos expuestos como criaturas conforme a la voluntad de Dios. En esos momentos, nuestro privilegio es saber que nuestros tiempos están en la mano de Dios (véase Sal. 31:15) y que nada puede sucedernos sin que Él lo haya permitido. Pero si se trata de la parte activa de nuestra fe, del cumplimiento de nuestras tareas, de guardar el buen depósito que nos fue confiado y del camino de fe que seguimos, necesitamos del cálculo sobrio de la fe que cuenta con Dios.
Una mirada a la enseñanza general de 2 Timoteo 4 muestra que la exhortación «Pero tú sé sobrio en todo» (v. 5) concierne en primer lugar al peligro de escuchar «maestros conforme a sus propias concupiscencias» (v. 3-4) que conducen al desvío de la sana enseñanza de la Palabra de Dios. Este peligro está tan presente hoy como en los días de Timoteo. Las corrientes carismáticas, los «espíritus engañadores» y las «doctrinas de demonios» (1 Tim. 4:1), las deformaciones del texto bíblico, son solo algunos ejemplos.
Pero Timoteo debía ser sobrio en todo. Pedro dice algo parecido: «Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado» (1 Pe. 1:13). No debemos dejar que nuestros pensamientos vayan y vengan como ropas sueltas con cinturones flojos, sino, con sobriedad, debemos contar con la gracia. Tal debe ser nuestra actitud esencial, en todas las cosas. Pablo vivía así. Esto se manifestó durante el combate. Cuando presentó su defensa delante del rey Agripa, ante el reproche de Festo: «Estás loco», Pablo pudo responder con buena conciencia: «Hablo palabras de verdad y de cordura» (Hec. 26:24-25).
Cuando hay sobriedad y ponderación, ello significa que estamos serenos y reflexivos en nuestra mente, y que dejamos de lado pasiones y cambios de humor, los que tienen una influencia nefasta. El mundo a veces dice: «Jamás el hombre es tan injusto como cuando cree luchar por la justicia». ¡Que ese pensamiento no tenga nada que ver con nosotros! Dios espera de nosotros otro combate.
Cuando Judas nos exhorta: «que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos» (Judas 3), hace ciertamente un llamamiento a toda nuestra determinación; pero determinación no quiere decir espíritu combativo. No olvidemos que allí donde el combate del Espíritu tiene lugar, la carne siempre procura participar en él también. Entonces, el combate degenera en una defensa de puntos de vista, y los intereses del Señor pasan a segundo plano. Desgraciadamente, en general nos damos cuenta de esto solo cuando sufrimos las consecuencias, cuando ya es demasiado tarde.
Al umbral de una nueva época, cuando miramos un poco atrás, esto nos hace reflexionar. Pensamos en muchas cosas que, lamentablemente, van mal en el pueblo de Dios. Y el tiempo que pasó no trajo la tan deseada estabilidad. Pero entonces, qué bien nos hace esta otra palabra dirigida a Timoteo: «No nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio» (2 Tim. 1:7). ¡Qué don tenemos aquí! El poder de Dios para el servicio, el amor como móvil y el dominio propio como virtud.
¡Que Dios nos conceda que ciñamos aún más «los lomos de nuestro entendimiento», para avanzar en el camino que está delante de nosotros, y trabajar para el Señor! Y si nos apoyamos en sus preciosas promesas, hagámoslo también con sobriedad. Es verdad que el Señor está en medio de aquellos que se reúnen en su nombre, aunque sean dos o tres. Pero guardémonos de imitar a Elías, que pensaba: «Solo yo he quedado» (1 Reyes 19:10). Si se diera el caso que en algún lugar quedaran efectivamente tan solo dos o tres que se reúnen, es triste y no es motivo para gloriarse. El hecho de que, a pesar de esto, el Señor mantenga su promesa, es un testimonio intenso de su fidelidad.
David dijo: «Con mi Dios asaltaré muros» (Sal. 18:29). Tengamos confianza en Dios, hasta en lo que parece imposible. Tomémosle la palabra. Y animémonos unos a otros en esto.