Permanecer en Cristo


person Autor: William John HOCKING 36


«Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como no puede el sarmiento llevar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco podéis vosotros, si no permanecéis en mí» (Juan 15:4).

 

Aquella noche había once hombres en las calles de Jerusalén que seguían a su maestro con dolor en el corazón. Iba de camino a Getsemaní, a Gabata, al Calvario. Había venido de Dios al mundo, pero ahora estaba a punto de dejar este mundo e ir al Padre.

La tristeza llenaba el corazón de sus discípulos, pues era la última vez que lo acompañarían porque les había dicho que no lo verían más. Tres años antes, estos hombres habían dejado todo lo que tenían en el mundo para seguir al Señor Jesús; ¿qué sería de ellos cuando Él volviera a Dios (Juan 13:3) y se quedaran solos? Mientras él había estado con ellos, no les había faltado nada, y los había protegido contra el poder de sus enemigos terrenales. «Si me buscáis», dirá en el huerto a los que venían a llevárselo, «dejad que estos se vayan». Y mientras repasaban estas cosas más tarde en su memoria, recordaban que desde que lo conocían, él siempre se había interpuesto entre ellos y el enemigo.

El Señor habla entonces a estos corazones afligidos, cuyos temores y falta de confianza conocía; y para consolar su angustia al pensar que ya no verían el rostro, ni oirían la voz, ni tendrían la presencia de su Señor, les da este extraño mandato: «Permaneced en mí». Él iba a dejar a los suyos, para subir a la casa del Padre, pero a los que iban a permanecer en el mundo, su palabra de despedida y consuelo es: «Permaneced en mí».

Poco después, estos once hombres verían a su amado Maestro elevado de la tierra, de entre ellos, en el Monte de los Olivos, y desaparecer en una nube. Y al volver a la ciudad santa, ¿no resonarían en sus oídos estas palabras?: «Permaneced en mí», y serían como un vínculo con el Ausente al realizarlas en su vida cotidiana.

Encontramos en la Escritura las últimas palabras de Jacob y Moisés, Josué y Samuel, y otros. Pero nunca unas palabras de despedida como estas para suavizar la separación de un amado líder y guía. En ninguna parte se menciona la permanencia en Abraham o en Moisés, en David o en Daniel. Solo uno podía decir antes de su partida: «Permaneced en mí», colocándose en esta simple y llamativa frase como su defensa contra el mundo entero, e invitando a aquellos que este mundo rechazaba a permanecer en Él para dar fruto, tener poder y paz.

¡Lugar feliz, lugar sagrado! Pedro en la cárcel, Pablo en Roma y Juan en Patmos encontraron el secreto de las palabras del Señor y permanecieron en Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, había atravesado los cielos y estaba sentado a la derecha de Dios; sus discípulos fueron invitados a permanecer en él donde él estaba. La fe los llevó hasta allí con Cristo, y en él entraron en las cosas que estaban dentro del velo. Allí habitaron en Cristo. Allí, para ellos y para nosotros, está la ciudad que habita, que tiene los cimientos, de la que Dios es el arquitecto y creador. Nosotros, no lo vemos de lejos, como los patriarcas, porque nuestra morada está en el cielo. Allí habitamos en Cristo, allí habitamos en Aquel cuyo nombre es Maravilloso (Jueces 13:18).

El salmista tenía anhelos indistintos de tal persona o lugar, pero lo buscaba como refugio: «El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente… Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro» (Sal. 91:1 y 4). Dios mismo fue su refugio frente a todo peligro. Fue a él, a quien el salmista cantó como el refugio perfecto, quien dijo a sus discípulos: «Permaneced en mí». En el Antiguo Testamento es un refugio y una fortaleza, en el Nuevo es la vid. Él es la fuente y el alimento vivo y espiritual para todos los que permanecen en él. Él es la vida misma: si uno permanece en él, esta vida se expresa en la fertilidad de las ramas.

El Padre es el viñador de la vid y de los sarmientos. A él le agrada que cada rama dé más fruto. Una función especial del fruto es la propagación de su propia especie (Gén. 1:12). Y la multiplicación de los sarmientos fructíferos es el resultado de la fecundidad de la vid. Cuando los descendientes de Abraham, a quienes se hicieron las promesas de Dios, estaban en Egipto, «fructificaron y se multiplicaron, y fueron aumentados y fortalecidos en extremo» (Éx. 1:7). Su multitud era como la arena junto al mar. Así era la vid que Dios sacó de Egipto (Sal. 80:8). Después de la partida de Cristo, multitudes en todas partes del mundo creyeron en el Señor Jesús por la palabra que sus testigos predicaron, como él había predicho (Juan 17:20). Los primeros creyentes permanecieron en Cristo, y dieron fruto de esta manera debido a Aquel en quien permanecieron. Los sarmientos de la vid también pueden dar fruto de otras maneras, pero siguiendo este ejemplo, los que anuncian la palabra de vida, esa semilla incorruptible por la que los hombres nacen de lo alto, y pueden ser considerados bienaventurados. Ganar almas es un fruto para el Padre, un fruto que permanece.

Pero solo los que obedecen son fructíferos. Meditemos que el Señor hace depender la fecundidad de nuestra obediencia a sus palabras: «Permaneced en mí». Y continúa: «Separados de mí, nada podéis hacer», es decir, si no permanecemos en él.

Es porque siempre tendemos a alejarnos que el Señor dice: ¡Quédate! No se nos considera como una sustancia inmóvil y sin vida que permanece en el lugar donde fue colocada, como las piedras colocadas por Josué en medio del Jordán. «Y han estado allí hasta hoy» (Josué 4:9).

Somos ovejas y ramas, y las ovejas tienden a extraviarse. De ahí su mandato: «Permaneced en mí». Separados de él somos ramas marchitas, sin fruto. No seamos como la iglesia que abandonó su primer amor (Apoc. 2:4), sino guardemos sus mandamientos para permanecer en su amor (Juan 15:10).

Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1955, página 52


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