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Plagas del alma


person Autor: Celestino SANZ-CATALA 2 (Sabadell)


1 - La incredulidad

Existen dos efectos perniciosos en la manifestación de este estado sub­versivo que es la incredulidad. En el alma del viejo hombre obra muerte… «El que no cree, ya ha sido condenado por no haber creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios» (Juan 3:18); y en el alma del creyente: sequedad, fal­ta de dicha, pobreza, incapacidad de percibir los bienes celestiales; en una palabra, es la condición tan baja del creyente que anda por vista, no por fe. «¡Si yo no veo en sus manos la señal de los clavos, y si no meto mi dedo en la señal de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré!» (Juan 20:25), este es el lenguaje de la incredulidad.

Se trata, pues, hermanos míos, de considerar esta vez el efecto moral que, en el alma del creyente, produce esta plaga.

Teóricamente, estamos dispuestos a creerlo todo, a aceptarlo todo: que el Señor es suficiente para nuestras almas, que el Padre cuida en nuestras cir­cunstancias diarias, que el Espíritu Santo nos guía a toda verdad, a las fuentes mismas del conocimiento divino, «porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las cosas profundas de Dios» (1 Cor. 2:10). Tenemos, pues, la luz, la manifestación gloriosa de los pensamientos de Dios en Cristo, tesoros hermosos que no son para guardarlos en el cofre del egoísmo, sino para derramarlos a manos lle­nas en testimonio brillante. Y aquí se oyen los lamentos plañideros que almas consagradas profieren en el transcurso del vivir diario, lamentos por ausen­cia general de realidades prácticas. Y ¿a qué obedece este estado? ¡A la incredulidad!

Contrasta la hermosura del himno triunfal del capítulo 15 del libro del Éxodo con la mezquindad del corazón olvidadizo de Números 14:1-4. ¿Es que el Señor había cambiado? No, amigos: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8), nosotros somos los tornadizos, ingratos e incrédulos. De aque­lla generación de la cual no se agradó Dios, dice en Hebreos 3:19 que en la tierra prometida «no pudieron entrar a causa de incredulidad» Cuántas ve­ces perdemos el gozo de entrar en el reposo de Dios, donde Cristo llena todas las cosas, donde el alma encuentra el descanso compensador de la sequedad enervante del desierto, a causa de buscar el solaz por medios propios, sin confiar en las promesas de Dios…

Leemos en 2 Reyes 7:1: «Dijo entonces Eliseo: Oíd palabra de Jehová: Así dijo Jehová: Mañana a estas horas valdrá el seah de flor de harina un siclo, y dos seahs de cebada un siclo, a la puerta de Samaria» No hay que esperar. El hambre puede ser atroz, (a causa del justo gobierno y disciplina de Dios), los espíritus desfallecidos, pero la promesa de Dios, por su gracia, está: «flor de harina». Ser alimentados de Cristo en su perfección, ¡qué bendición para la asamblea!, ¡triunfo para el testimonio! Pero he aquí la voz de la incredulidad: «Y un príncipe sobre cuyo brazo el rey se apoyaba, respondió al varón de Dios, y dijo: Si Jehová hiciese ahora ventanas en el cielo, ¿sería esto así?» Mas, ¿qué respuesta recibe de parte de Dios? En el mismo versículo leemos: «He aquí tú lo verás con tus ojos, mas no comerás de ello». Leamos todo el capítulo y encontraremos una hermosa enseñanza. ¡Ojalá nos sea provechosa! Pudiéramos decir con propiedad: y no gustó de ello «a causa de incredulidad». Ya que es así la voluntad de Dios, no perda­mos la abundancia de bendición que él nos da en Cristo, por el precio de su gracia soberana.

Cuando el Señor Jesús fue a Nazaret y enseñaba en la sinagoga, los ju­díos se escandalizaban en él y «se quedaron asombrados, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría y realiza estos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero?» (Mat. 13: 54-55). No sabían ver en él al «hombre pobre, sabio, el cual libra a la ciudad con su sabiduría» (Ec. 9:15), pero la falta de fe recibió siempre la misma respuesta: «Y no hizo allí muchos milagros, a causa de su incredulidad» (Mat. 13:58). Pero este «hijo del carpintero» (único modo en que fue reconocido por sus paisanos en la misma presencia de la muerte dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Juan 11:25). Y es así como el Señor se agrada responder a la fe: «¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios?» (Juan 11:40). La fe con­fiesa: «Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo» (Juan 11:27) y «Mujeres recibieron por resurrección a sus muertos» Hebr. 11:35). ¡La fe triunfa!

Una vez más, Su voz conocida nos saluda con un «Paz a vosotros». Lue­go dice a Tomás: «Trae aquí tu dedo, y ve mis manos, y trae tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente» (Juan 20: 6-29). En Su paciencia infinita, batalla para desterrar de nuestros corazones lo que impide que recibamos su bienaventuranza, porque la Escritura (después de la confesión de Tomás: ¡Señor mío, y Dios mío! dice por Jesús: «Porque me has visto, has creído. ¡Bienaventurados aquellos que no han visto, y han creído!» (Juan 20:29). ¡Oh!, amigos míos, quiera Dios que sea esta nuestra porción: realizar la confianza ab­soluta en sus promesas, por fe, y vivir así para él.

Dice el Espíritu Santo por boca del apóstol Pablo: «Ocúpate en estas cosas, permanece en ellas, para que tu progreso sea manifiesto a todos» (1 Tim. 4:15). Que sea esta nuestra ocupación, y estemos así llenos de Aquél «que siendo rico se hizo pobre por vosotros, para que por medio de su pobreza vosotros llegaseis a ser ricos» (2 Cor. 8:9).

2 - La desobediencia

Cual la incredulidad, los efectos de la desobediencia son en extremo negativos. Dios ha hablado: «mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gén. 2:17). Su voluntad soberana establece así este principio básico: en la obediencia está la vida, en la transgresión la muerte. Dios no puede permitir, pues, que esa voluntad suya sea suplantada por la de su criatura.

Si le llamamos «Señor», hemos de reconocer su autoridad y, por lo tanto, obedecer: «el obedecer es mejor que los sacrificios…» (1 Sam. 15:22). Llamarle Señor y realizar nuestra voluntad es una contradicción que solo puede acarrearnos serios disgustos: «No se engañen: Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará» (Gál. 6:7).

Saúl es un ejemplo práctico que corrobora esta enseñanza. Leyendo y meditando su triste fin en 1 Crónicas 10:13, el Espíritu Santo presenta ante nues­tros ojos estas aleccionadoras palabras: «Así murió Saúl por su rebelión con que prevaricó contra Jehová, contra la palabra de Jehová, la cual no guardó».

Su pecado principal, descrito en 1 Samuel 15, fue causa de que el reino fuese traspasado a David.

Nadab y Abiú nos dan otro ejemplo de desobediencia. En Éxodo 30:9, tene­mos el mandamiento de no ofrecer, sobre el altar del perfume, incienso extraño. La transgresión del mismo costó la vida a ambos (Lev. 10:1). Solo la perfección de la obra de Cristo, su andar, su modo de hablar y obrar, su carácter y fidelidad en todos sus sentimientos y pensamientos han subido al Padre como exquisito olor suave. Mezclar nuestros sentimientos con lo expuesto, suplantar la Palabra de Dios por nuestra apreciación, o diri­girnos al Padre sin el espíritu de adopción equivale a excluir a Cristo en nuestros sacrificios de alabanza y eso es fuego extraño. Lo legítimo es ofre­cer «el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15); de lo contrario, oiremos la palabra del Señor: «tienes nombre de que vives [o, «nombre de viviente»], y estás muerto» (Apoc. 3:1).

La vida de una asamblea depende del resultado de la obediencia indivi­dual. Un miembro desobediente puede turbar gravemente el desarrollo de una marcha victoriosa. El caso de Acán es notable. El botín estaba vedado, todo era anatema a Dios. La palabra es fulminante; no dice “Acán ha pecado”, sino: «Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé; y también han tomado del anatema, y hasta han hurtado, han mentido…» (Josué 7:11). Esto es muy serio, amados hermanos, por la desobediencia de un solo hombre, toda la asamblea de Israel es puesta en confusión. Solo después de purificarse del pecado sigue adelante vencedora… ¡Solemne y grave admonición que este capítulo 7 de Josué nos comunica!

Las Escrituras dan testimonio de que «toda la tierra procuraba ver la cara de Salomón, para oír la sabiduría que Dios había puesto en su corazón» (1 Reyes 10:24). Pero en su abandono de la Palabra de Dios desobedeció el rey sabio (1 Reyes 11:1-11) y por la desobediencia vino la caída: «Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos» (1 Reyes 11:4).

Ni la vejez, con la experiencia que lleva consigo y la prudencia de que está adornada, son guías seguros, si se deja de lado la Palabra de Dios.

Y si en el caso de Salomón, tan ennoblecido y glorioso, tan colmado de riqueza y sabiduría, pues «excedió el rey Salomón a todos los reyes de la tierra en riqueza y en sabiduría» (2 Crón. 9:22), es posible semejante caí­da, ¿cómo no hemos de vigilar continuamente este nuestro corazón «tan engañoso» (Jer. 17:9) y pedir al Señor que, en su tierna gracia, nos guarde siempre en su Palabra?

Hay que obedecer a todo, y en todo, lo que Dios ha establecido. Esto es fundamental en la vida cristiana: a los padres: Colosenses 3:20; a los amos en el trabajo: Colosenses 3:22; a las autoridades: Romanos 13:1-5; entendiendo bien que en todas estas cosas tenemos el orden establecido por Dios, obrando en su soberanía.

La desobediencia es una de las peores semillas que se pueden arraigar en el alma, pues «¿a quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a los que desobedecieron?» (Hebr. 3:18). Ahora bien, la elección por nues­tro Dios y Padre no ha sido, ni para contribuir con nuestra voluntad a es­coger nuestros propios caminos, ni para que escogiéndolos tengamos de ello amargas consecuencias, sino «en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2), y así, allegándonos al dechado, aprendamos de él que: «aunque era Hijo, aprendió la obediencia por las cosas que sufrió ; y consumada su perfección, llegó a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebr. 5:8-9). No en balde la «voz que salía de la nube» dijo: «¡Este es mi amado Hijo, con quien estoy muy complacido! ¡A él oíd!» (Mat. 17:5). Formal mandamiento.

Animados por el ejemplo y exhortados por su gracia, hagamos con paciencia la voluntad de Dios para que obtengamos la promesa, «Porque dentro de muy poco tiempo, el que ha de venir vendrá: no tardará» (Hebr. 10:36-37).

3 - La envidia

«Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante…» (Léase Gén. 4:3-8).

Una historia expresiva que pone al desnudo lo que es capaz de producir un alma poseída por este temible azote que es la envidia.

Dos hermanos. No había otros sobre la faz de la tierra. De lo narrado en estos versículos sabemos la complacencia que siente Dios por la fe y el desagrado por la religión de la carne. El epílogo retrata la condición inte­rior del hombre que ama el producto de su esfuerzo, presentándolo como un mérito. Podemos pues decir, en concreto, que la primera sangre que clamó a Dios desde la tierra fue derramada porque la envidia hizo presa en el cora­zón del hombre.

Destructora en sí, está considerada por Dios, en su Palabra, como una plaga de la peor especie «¿quién podrá sostenerse delante de la envidia?» (Prov. 27:4). Por eso somos exhortados a permanecer alejados de su terrible influencia: «no tengas envidia de los que hacen iniquidad» (Sal. 37:1).

El deseo de una superación en nuestras circunstancias materiales puede conducirnos a poner nuestro corazón en la prosperidad ajena, sin conside­rar el origen, así que «no tenga tu corazón envidia de los pecadores» (Prov. 23:17), es una oportuna advertencia. «El corazón apacible es vida de la carne; mas la envidia es carcoma de los huesos» (Prov. 14:30) ¡Qué contraste! al igual que el día y la noche, la luz y las tinieblas, lo bueno y lo malo, así es un corazón sin envidia, o con ella. Si somos prevenidos, es porque en nuestra carne mora el germen de esta y otras nocivas enfermedades que debilitan el alma alejándola de Dios.

La envidia apoderándose del corazón es causa de la poca prosperidad espiritual, o de la ruina de una asamblea. No era Corinto modelo de asamblea para mos­trarnos un dechado según el pensamiento de Dios, antes bien fue modelo para que aprendamos a realizar un ajuste en nuestros días por medio de las repren­siones que el apóstol, en su amor, solicitud e inspiración, les dirige. Cuando se despide de ellos, en su Segunda Epístola, teme no hallarles como él quiere y que haya entre ellos contiendas, envidias, irasetc. (12:20).

La envidia es una de las obras de la carne (Gál. 5:21), que debe dejarse en virtud de la nueva naturaleza adquirida (1 Pe. 2:1-2). El envidioso es manifiesto a todos: aun el hombre animal (hombre natural) discierne la envidia en sus semejantes. Pilato –acerca del Señor Jesús– «sabía… que lo habían entregado por envidia» (Marcos 15:10).

En todas las manifestaciones de la vida, la envidia ocupa un lugar destacado para lo malo: «He visto asimismo que todo trabajo y toda excelencia de obras despierta la envidia del hombre contra su prójimo…» (Ec. 4:4). En la vieja na­turaleza, solo la muerte le pone fin: «pero los muertos nada saben… su amor y su odio y su envidia fenecieron…» (Ec. 9:5-6).

Vigilemos, pues, con oración a Dios, para que no seamos jamás alcanzados por semejante plaga, destructora de las actividades divinas entre los santos, guardándonos en la firmeza de estas palabras: «Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se dio a sí mismo por mí» (Gál. 2:20), «Porque el que ha muerto, está justificado del pecado» (Rom. 6:7). Son verdades de cuya realización práctica somos responsables y la recompensa es el gozo de la posesión de la vida divina; «pero si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8:13). Conviene así en su aplicación individual porque «vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo» (1 Cor. 6:19) y porque la dignidad de la Persona Divina en gracia, que no ha tenido a menos habitar con nosotros y en nos­otros, lo requiere; y colectivamente con motivo de que la Asamblea es «la casa de Dios (que es la iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15). En ambos casos para que sobresalga por encima de todo la gloria de Dios y el testimonio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Sucede también que Dios quiere honrar o distinguir a alguno de entre sus hijos (Él es soberano en todo). Particularmente hablando, de Génesis 37 tene­mos una buena ilustración del tema presente. Aparte de que la figura de Cristo que en José tenemos es más de una de las mejores figuras de Cristo (ateniéndonos sobre todo a su relación con Israel), en este caso concreto de su historia po­demos aplicarlo a nuestras relaciones fraternales. ¿Es honrado y amado del Padre alguien de una forma sobresaliente? ¡Amemos al que Dios honra! ¡Hon­remos al que Dios ama! No imitemos la conducta de los malos hermanos de José que «le aborrecían, y no podían hablarle pacíficamente» (Gén. 37:4).

Un hijo que vive cerca del corazón del Padre y que cuando es requerido contesta «Heme aquí» (Gén. 37:13), goza de su confianza (normalmente debiéramos decir con toda su confianza). ¿Cuál ha de ser nuestra conducta en este caso? Alabar y dar gracias a Dios de que en medio de nosotros podamos tener hombres tan calificados, llenos del Espíritu Santo por quienes podamos saber lo que atañe a las glorias personales de Cristo y al discernimiento de su Pa­labra. Si nuestro hermano nos muestra por su vida y en sus actos una fuerte dosis de piedad; si en su andar entre nosotros reconocemos que nuestro Padre le honra, dándole sabiduría y discernimiento; si él quiere servirnos haciéndo­nos partícipes con los dones que el Señor le dotó (aunque temamos ser eclip­sados y que nuestra gloria personal venga así en menoscabo), honrémosle y amémosle sobremanera y “sujetémonos a personas como ellas” (1 Cor. 16:16), pues el Señor está tras la escena exterior, pesando lo que pasa por nuestro espíritu (Prov. 16:2).

El motor que mueve toda oposición a la manifestación del amor es la en­vidia. «Y viendo sus hermanos que su padre lo amaba más que a todos sus hermanos, le aborrecían… y… le tenían envidia» (Gén. 37:4, 11), y, por lo tanto, pensaron y maquinaron para destruirle. La historia de Caín se repite, mas la providencia de Dios nos muestra que para preservación de vida le envió Dios delante de ellos (Gén. 45:5), para darles vida por medio de gran liberación (Gén. 45:7). ¡Hermosas sombras tras las cuales se vislumbran las radiantes luces del amor de Dios, del evangelio de su gracia y de la gloria de su Cristo, nuestro Señor y Salvador!

«A él sea la gloria ahora y hasta el día de la eternidad» (2 Pe. 3:18).

Revista «Vida cristiana», año 1954, N° 8


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