Dime, hermano…
(Consultorio espiritual)
Autor:
–“Dime, hermano, ¿cómo puedo saber que Cristo murió por mí?”
Se contesta mejor a esta pregunta proponiendo otra: ¿Sabes que eres pecador? Una cosa es decir: todos somos pecadores, y otra enteramente distinta confesar de corazón: Yo soy pecador. ¿Te has dado cuenta en alguna medida del gravoso peso del pecado? ¿Has sentido con aborrecimiento la corrupción del corazón por los malos pensamientos que se presentan? ¿Ha sido turbada tu conciencia por causa de la maldad interior, así como acerca de los pecados de la vida pasada, has aborrecido el pecado mismo y deseado ser libre de él, no tanto por temor del juicio o de la gehena, como por el odio que le tienes al pecado, y porque sabes que es el que te excluye de la presencia de Dios?
Si verdaderamente has sabido y comprendido algo de lo que es ser pecador, entonces puedes saber y decir: Cristo murió por mí. Escucha la palabra de Dios: «Fiel es esta palabra y digna de toda aceptación: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim. 1:15). He aquí una proclamación para todo el mundo. Dios declara primero que esta proclamación es verdadera, y sin ninguna incertidumbre. Es palabra fiel. Luego es digna de ser aceptada por todos; no importa quién sea o en qué estado se encuentra el pecador: que reciba la Palabra como de la boca de Dios; que confíe en ella, pues es digna de ser recibida por todos.
Por fin, los que él vino a salvar son llamados pecadores. Cualquiera, pues, que de veras se inscribe bajo esta proclamación como pecador, puede decir con confianza: Jesucristo vino al mundo para salvarme a mí, porque yo soy uno de la clase de personas por las que él murió para salvarlas.
«Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2:3-4).
Pablo, el apóstol, se pone a la cabeza de la lista como ejemplo a los que después creyeron en Cristo; y tú, amado lector, puedes de veras inscribirte en la lista de pecadores aquí en la tierra, que han lavado sus vestiduras en la sangre del Cordero, estás seguro que como Dios es fiel y no puede negarse a Sí mismo, tu nombre está puesto también en el libro de la vida del Cordero, arriba en el cielo.
¡Cuántos motivos para alabarle y agradecérselo de continuo!
Otra pregunta:
–“No siento que soy salvo, ¿cómo saberlo?”
Esta es una forma de incredulidad muy común, y se fortalece con frecuencia por los creyentes, quienes teniendo ellos mismos paz y gozo en Cristo, preguntan a los que están en ansiedad acerca de sus sentimientos, en vez de inducirles a confiar, no en sus sentimientos, sino en el Señor Jesucristo. Supongamos que Moisés, cuando levantó en la asta la serpiente de metal, hubiera ido a los israelitas mordidos y les hubiera preguntado cómo se sentían, en vez de guiar sus miradas a la serpiente de bronce (Núm. 21:4-9): ¿Cuál hubiera sido el resultado? Que habrían perecido y levantar la serpiente en la asta hubiera sido inútil.
De la misma manera, el pecador convicto no debería ser preguntado, ni debe preguntarse a sí mismo acerca de cómo se siente; sino que debe en seguida dirigir su atención y fijar sus pensamientos en las declaraciones de Dios acerca de la obra de Cristo; esto es, que él ha quitado el pecado por medio del sacrificio de sí mismo; que él fue levantado en la cruz, para que cualquiera que cree en él no se pierda, sino tenga vida eterna.
Si soy deudor y un amigo paga la deuda por mí y me trae el recibo, no siento que está pagada, lo sé. Creo en la palabra de mi amigo y veo el recibo. Estoy seguro que está pagada, pues mi amigo no me engañaría, ni me presentaría un recibo falso; y esta certidumbre en mi alma de que está pagada, disipa todas las dudas y los temores que antes tenía, y en su lugar tengo descanso, no temiendo que me echen en la cárcel por mi deuda, ni temiendo tampoco encontrarme con mi acreedor, pues ya se ha pagado todo.
Así, amado lector, vuelve tus ojos a Cristo clavado en cruz y pregunta: ¿Fueron puestos mis pecados en él allí? ¿Es su preciosa sangre el pago total de todas mis enormes deudas para con Dios? ¿Creo yo que su muerte fue suficiente, que Dios está satisfecho con ella y, por consiguiente, que no necesita más? Si una vez estás asegurado de que el Señor Jesucristo, el bendito hijo de Dios, fue entregado a la muerte por Dios mismo, para que por aquella muerte se hiciese pleno pago y perfecta satisfacción por tus innumerables pecados, entonces tendrás el descanso y la paz que deseas, pues está claro que, si crees que Cristo ha hecho todo, no puedes tener duda ni incertidumbre. Si la deuda se ha pagado, pagada está.
Si todavía no posees la paz que deseas, es porque no crees que la deuda está cancelada. Cree en Dios y en lo que él dice, paz y reposo serán tu porción. «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Rom. 5:1).
No somos justificados por nuestros sentimientos, sino por la fe; y siendo declarados justos delante de Dios por creer en Cristo, no podemos menos que tener paz con Dios como resultado.
Otra pregunta:
–“¿Acaso no es verdad que todos tenemos que aparecer delante del tribunal de Cristo?”
Si eres creyente en Cristo, no tendrás que comparecer delante del trono de juicio sobre la cuestión de salvación. Al contrario, si mueres, irás para estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor (Fil. 1:23).
Estando ausente del cuerpo, estarás presente con el Señor. El moribundo malhechor oyó las benditas palabras: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:43). Sería en verdad extraño si el creyente, después de haber estado con Cristo, después de haber estado en el paraíso, tuviera que comparecer en la resurrección ante el trono de juicio sobre la cuestión de ser salvo o condenado, para saber si tiene que ir al cielo o a la gehena después de haber estado con Cristo. Cuando llegare el día de la venida del Señor (máxima esperanza del creyente), día de la resurrección, en lugar de ser juzgados, estaremos para siempre con el Señor (1 Tes. 4:16-17). El cambio también es instantáneo: en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, esto mortal, será vestido de inmortalidad, este cuerpo de deshonra será transformado o resucitado en gloria, el creyente será glorificado en el momento de oír el sonido de la trompeta a la venida del Señor. Será imposible, entonces, que sea juzgado por la cuestión del pecado después de haber sido glorificado y hecho a la imagen de Cristo. El Señor mismo dice: «Vendré otra vez, y os tomaré conmigo; para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (Juan 14:3).
Nos tomará si hemos creído en él, para estar con él para siempre, en vez de llamarnos a comparecer ante su trono de juicio.
Hay, en verdad, un pasaje que puede causar perplejidad: «Es necesario que todos nosotros seamos manifestados ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho en el cuerpo, sea bueno o malo» (2 Cor. 5:10). Este pasaje no hace referencia alguna a la salvación o a la condenación del juzgado, ni a su destino para el cielo o la gehena. No es el trono de juicio, sino el tribunal de Cristo al que se refiere. Cristo es el nombre del Señor Jesús en conexión con su Iglesia.
Cristo, porque es Cabeza de su Iglesia, llamará en derredor de sí a todos los creyentes; después de ser resucitados y glorificados, indagará sus obras y su conducta como creyentes y les proporcionará poder y dominio según su fidelidad y diligencia en lo pasado.
A esto es a lo que el apóstol se refiere cuando habla de los creyentes estando delante del tribunal de Cristo, para recibir según sus obras. Si quieres un ejemplo, Lot fue salvo de Sodoma, no pereciendo en el incendio de la corrupta ciudad; pero fue salvado como uno que había pasado por medio del fuego. Perdió todo lo que tenía. Estaba tan seguro como Abraham, pero este retuvo todas sus posesiones, y glorificó a Dios mediante su vida de fe.
Así, todos los creyentes somos igualmente salvados de toda condenación, pero la fidelidad y la conducta de uno pueden ser mucho más agradable a Cristo que la conducta del otro, y esta diferencia será manifestada después que ambos hayan sido resucitados en igual gloria.
Revista «Vida cristiana», año 1955, N° 14