De la conversión a la liberación

Romanos


person Autor: Jean KOECHLIN 75

(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)


1 - Lo que Dios piensa del hombre

Los tres primeros capítulos de la epístola a los Romanos establecen un acta del estado moral de los hombres. La inequívoca e inexorable conclusión es que «todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23). ¿Acepto yo esta declaración? Si es así, enseguida la respuesta está lista.

2 - Dios justifica

El remedio se revela en el versículo siguiente: «Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (3:24). El remedio al despiadado versículo 23 es la gracia que justifica. Pero, ¿cómo podemos beneficiarnos de esta gracia? Reconociendo la necesidad que tenemos. Es la obra de la fe.

3 - Ser creyente

Al apoderarse de esta gracia justificadora, el hombre se convierte en cristiano, o sea que, en adelante, se une a la familia de Abraham, padre de los creyentes, tanto de los judíos como de las naciones (4:1-18).

El creyente es, pues, alguien que se reconoció pecador y que aceptó la gracia, o, dicho de otro modo, la omnipotente obra de Cristo en la cruz para borrar sus pecados. Es un hombre justificado, considerado por Dios como si no hubiera cometido ningún pecado.

Lamentablemente, en general no transcurre mucho tiempo para que recaiga en uno de sus pecados o malas inclinaciones. Esto puede conducirlo a dudar de la sinceridad de su conversión. ¿Debe convertirse una segunda vez? Está perplejo y no es feliz, lo cual es un estado anormal en un creyente. En todo caso, no es lo que Dios desea. Le falta hacer un descubrimiento.

4 - El descubrimiento de la carne como origen del pecado

Tomemos el ejemplo de un cristiano que no se entiende con su esposa, con su jefe o con sus hijos. Generalmente empieza por acusar al otro de ser el causante del desacuerdo, hasta que un día descubre los designios de la carne: Hay conflicto porque hay dos adversarios. Y si él mismo deja de comportarse como adversario, el conflicto termina.

Pero, ¿qué significa «dejar de comportarse como adversario»? Es darse cuenta de que la disputa se origina cuando dejo expresar mi propia voluntad, este «yo» (o la «carne», la «vieja naturaleza»; esos términos son equivalentes). Esta naturaleza humana es la que denuncian los tres primeros capítulos de la epístola. Está siempre ahí, lista para manifestarse.

Recurramos a un ejemplo: El cristiano es semejante a un árbol silvestre (el hombre natural) sobre el cual Dios injertó una rama (el hombre según Dios). Todos sus pecados surgen porque él deja crecer retoños en el tronco original en vez de favorecer el injerto.

Descubrir eso es fundamental porque permite comprender porqué podemos pecar después de haber recibido la vida de Dios.

5 - El cristiano es un ser complejo

Veamos más de cerca ese descubrimiento. El cristiano posee dos naturalezas. Si el problema de sus pecados es solucionado por la fe en la obra de Cristo, la cuestión del pecado –de la naturaleza pecaminosa que nuestros padres nos transmitieron– permanece. Un inconverso no tiene más que una naturaleza (la antigua). Igualmente, en el cielo, el cristiano no tendrá más que una (la nueva). Sin embargo, mientras está en la tierra, el creyente pertenece simultáneamente a la raza de Adán y a la de Cristo. Hay en él dos naturalezas.

Resulta que tenemos un enemigo interior, el corazón natural, del cual Jesús mismo podía decir: «Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias» (Mat. 15:19). No constituyen los otros el origen de nuestros pecados; es nuestro propio corazón. Conociendo, pues, la fuente de toda esta turbación, se trata de vigilarla.

6 - Para comprender mejor, una pequeña historia

En mi pequeña empresa tengo un obrero que hace muy bien su trabajo. Por mi confianza en él, no se me ocurriría que fuese al origen de los robos que han sido cometidos en estos últimos tiempos en el taller.

De casualidad, un día lo sorprendo a punto de entrar en su casa con material robado. Por diversas razones, no puedo despedirlo. Continúa trabajando, pero no tengo más confianza en él y lo vigilo, teniendo cuidado de no dejar material a su alcance que pudiera tentarlo a robar.

Esta historia nos ayuda a comprender un aspecto de la liberación. El empleador representa al nuevo hombre, y el obrero, al viejo hombre (véase Efe. 4:22, 24). De este último proviene el mal; por eso hay que desconfiar de él, vigilándolo y no dándole ocasión de manifestar su mala naturaleza. El ejemplo es imperfecto, pero ilustra cómo conducirse con respecto al «yo»: La vigilancia es necesaria.

Queda por explicar precisamente qué es la liberación del cristiano.

7 - La liberación es la libertad

Pensemos en los esclavos de la antigüedad a quienes sus amos dijeron un día: «No eres más un siervo, estás liberado, eres libre...». Puede que todo siga igual, que el esclavo se quede al servicio de su amo. Pero, en adelante, se trataba de un hombre libre, sin cadenas.

En efecto, en nuestro estado natural llevamos cadenas. Cuando hablamos de ellas, a menudo pensamos en el alcohol o en la droga, pero existen otras: «Presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad» (Rom. 6:19). Las cadenas corresponden a la esclavitud del «yo». Ahora bien, Dios nos ha comunicado una nueva naturaleza. Ella también reclama obediencia. ¿Podemos servir a dos amos? El Señor dijo –y la experiencia lo confirma– que ello es imposible (Lucas 16:13).

El cristiano pertenece a la raza de Adán y al linaje de Cristo al mismo tiempo. En la tierra, está siempre en contacto con la raza del primer Adán. A menudo el pecado produce en nosotros los frutos de su propia naturaleza: los pecados.

8 - La pérdida de nuestras ilusiones

Ser libre es saber que no podemos esperar nada bueno de la carne que está en nosotros. La Palabra dice: «Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna» (Rom. 6:22). Nada ha cambiado en la vieja naturaleza; el obrero deshonesto sigue siendo el mismo; pero sé que es así y lo vigilo. La vida cristiana –y esto es algo muy importante– no es solo el testimonio, sino también la vigilancia.

Si volvemos al ejemplo del árbol al que se le injertaron ramas, se advierte la necesidad de cortar todo lo que crece por debajo del injerto. Hay que hacer uso de la podadera, o, dicho de otro modo, debemos juzgarnos a nosotros mismos sin contemplaciones. Estemos atentos al más mínimo mal pensamiento y reconozcámoslo como proveniente de nuestro viejo hombre, haciéndolo callar.

Pero, ¿cómo es posible una actitud tan austera?

9 - Un poder superior a nosotros

El cristiano del capítulo 7 de Romanos está en una posición insostenible. Escuchémosle: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (v. 19). Cualquiera diría que se encuentra en arenas movedizas. Cuantos más esfuerzos hace por salir, más se hunde. Ha aceptado la situación del versículo 18: «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo». Pero no sabe cómo hacerle frente; no tiene fuerzas. ¿Por qué esos reiterados fracasos? Porque ese hombre miserable hace esfuerzos solo, y no se sale solo de las «arenas movedizas». Entonces ve la mano del Señor que se le extiende, y está listo a tomarla.

Para vivir una liberación y gozar de una libertad tan costosamente adquirida por Jesucristo en la cruz, hace falta un poder ajeno a nosotros: el del Espíritu Santo. Nos abre los ojos para discernir el mal en nosotros; luego nos provee los recursos para vencerlo. Eso se manifiesta en el cristiano a través de una serena vigilancia, y no mediante una introspección febril que no puede conducirlo más que al desaliento si no a la depresión.

Así pues, hay que comprender que, para vivir un cristianismo feliz y completo, Cristo pagó en la cruz tanto la cuestión de los pecados como la cuestión del pecado en nosotros.

10 - La muerte del viejo hombre

El viejo hombre está muerto y crucificado con Cristo (Rom. 6:6-8). Para comprender esta afirmación, es importante haber captado el sentido bíblico de la palabra «muerto» que no es «inexistencia», «desaparición» ni «aniquilamiento». Este estado corresponde a la ausencia de relación con Dios. Así, un muerto tiene existencia. Delante del gran trono blanco comparecerán los muertos que existen. (Apoc. 20:11-12). En el infierno habrá seres que existen eternamente. Habrán muerto dos veces, pero existirán en los tormentos por la eternidad.

La muerte del viejo hombre designa, pues, un estado en el cual se sabe que el «yo» existe, pero en el que no puede tener relación con Dios, al ser irremediablemente malo. Hemos aceptado a Cristo como nuestro sustituto en la cruz: es la salvación. Aceptemos, pues, a Cristo también como aquel que nos ha liberado, en quien nuestra carne o nuestro «yo» ha sido definitivamente juzgado. Dios no ha amansado la carne, sino que le dio muerte. Seremos entonces liberados del pecado y de los pecados al mismo tiempo.

A menudo oímos decir que la liberación es una obra de larga duración. Es cierto que, para llevarla a cabo en la práctica a menudo se producen fracasos. Pero, en otro sentido, al igual que para la conversión, se trata también de un acto de fe, aceptando lo que Dios declara en su Palabra: que nuestra carne, llamada también nuestro «yo», está muerta con Cristo.