Soldados de Jesucristo


person Autor: G. B. C. 1


Con la ayuda del Señor, procuremos exponer en breve una idea de lo que es un soldado en las lides espirituales.

«Soldado» es uno que, en la milicia, no discute, sino obedece. Para el cometido que se le asigna (sea para el ataque o la defensa) está dota­do de las armas idóneas en cada caso. Esta es la milicia de este siglo, la idea que tenemos de ella, y de las armas de los soldados de este siglo (Siglo 20). Aun recordamos cómo los hombres fueron lanzados unos contra otros a des­truirse. Vivimos en una época de amargas experiencias bélicas. El hombre intenta imponerse, pero siempre es a costa de su prójimo. Lucha, violen­cia, odio, muerte, es el resultado y la secuela de esta clase y situación. Se habla de paz y se amasa la guerra. Todos se arman –para des­trucción, pero... «las armas de nuestra milicia no son carnales» (2 Cor. 10:4), y nues­tra filiación no corresponde tampoco a la milicia de este siglo; pues «Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, para agradar al que que le alistó por soldado» (2 Tim. 2:4). Nuestras ordenanzas tampoco son las que dictan el «presente siglo malo» (Gál. 1:4), sino «toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mat. 4:4), y si somos, amados hermanos, exhortados de esta manera: «tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y después de haber superado todo, estar firmes» (Efe. 6:13), Efesios capítulo 6 nos en­seña cual es esta armadura. Es la apropiada para pelear «la buena batalla» (2 Tim. 4:7). No seamos engañados y llevados a usar otras armas, pues «si alguien lucha como atleta, no es coronado si no lucha según las reglas» (2 Tim. 2:5).

En 2 Timoteo capítulo 4 leemos acerca de un soldado de Jesucristo (¡y, qué soldado!) mostrando el gozo de una lucha finalizada y la victoria conseguida: «he acabado la carrera, he guardado la fe», y el galardón de esta victo­ria, «Por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día». Mas no es el único atributo o pri­vilegio personal del amado apóstol: «y no solo a mí, sino también a todos los que aman su aparición» (2 Tim. 4:7-8).

Lleno de días («Pablo, un anciano» Flm. 9), en prisión, con la perspectiva de su próximo martirio: «Porque yo ya estoy para ser ofrecido en sacrificio, y el tiempo de mi partida ha llegado» (2 Tim. 4:6). ¡He aquí como habla y siente este valiente y fiel soldado de Jesucristo! «Aunque yo sirva de libación sobre el sacrificio y servicio de vuestra fe, me alegro y me regocijo con todos vosotros» (Fil. 2:17). Magnífico modelo que el Espíritu Santo nos muestra: «Un hombre en Cristo» (2 Cor. 12:2) que jamás se enredó «en los negocios de la vida» (2 Tim. 2:4). Se en­tregó al Señor y con la visión de aquella gloria que de él vio, se exten­día «hacia las que están delante» (Fil. 3:13). ¡Maravillosa expresión!

David nos ofrece otro singular modelo como soldado. Hombre joven, de insignificante apariencia para esta clase de lides, el enemigo «le tuvo en poco; porque era muchacho, y rubio, y de hermoso parecer» (1 Sam. 17:42). Son con instrumentos como estos que Dios muestra su poder. Creyentes vacíos de sí mis­mos («me haré más vil que esta vez» (2 Sam. 6:22), he aquí sus palabras), llenos del Espíritu Santo (como Esteban), desechando la confianza en sus pro­pios recursos y echando a un lado la tentadora armadura del esfuerzo y la mente humana. Testificando: «nunca lo practiqué» y entregando todo su ser, abandonándose a su Dios en segura confianza. «Tú vienes a mí con espada y lanza y jabalina; mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado» (1 Sam. 17:39, 45 y 36). ¡Qué son los gigantes delante de la fe! En cambio, nosotros salimos huyendo mu­chas veces ante pigmeos. La confianza en sí mismo, ¡cuán amargos fra­casos cosecha!… Aprendamos, meditemos, leamos las enseñanzas que las Escrituras nos dan, referente a los «valientes» de David (2 Sam. 23:8; 1 Crón. 11:10), y a los setenta que rodean «la litera de Salomón» (Cant. 3:7).

Toda nuestra confianza pongámosla en Dios, sin reserva alguna. Que todo triunfo o victoria sea para la gloria de Dios. Nuestro lema es: luchar y vencer todo para la gloria de Dios; no olvidando nunca que «nuestra lucha no es contra sangre y carne» (Efe. 6:12); así, de esas «cinco piedras lisas del arroyo» (1 Sam. 17:40), una sola basta para decidir la lucha contra Goliat (el enemigo operando dentro del país). Una piedra lisa del arroyo es una cosa que ha sido sometida a una fuerza de pulimento; el agua es el agente que, con su conti­nuo obrar sobre la piedra, va limando sus aristas, eliminando sus aspere­zas (figura de la voluntad y carácter del viejo hombre), transformándo­la de su estado primitivo y dejándola en condiciones de utilidad para ser lanzada eficazmente por la «honda». Una piedra irregular en su forma no sirve para lograr un tiro tan certero como el de David. (Pensaba que siendo el agua figura de la Palabra, la piedra lisa fuese un creyente trabajado por aquella y usado por el verdadero David para un trance difícil como aquel por el cual pasaba en ese entonces Israel: lucha contra el poder del enemigo entablando la batalla dentro del país.)

Así nos anime el Señor, y que nosotros nos esforcemos y escuchemos su voz. Así también, él que escribe –joven en años y en el Señor– invita en humildad a los amados hermanos, y en especial a los jóvenes, a que juntos «andemos por esta misma regla» (Fil. 3:16), considerando la riqueza instructiva que encierran epístolas como las dirigidas a Timoteo (que lo son para nosotros también) para que sepamos como debemos portarnos «en la casa de Dios (que es la iglesia del Dios vivo) columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15), y para que sepamos «que en los últimos días vendrán tiempos difíciles» (2 Tim. 3:1), de los cuales es necesario guardarse persistiendo en lo que hemos apren­dido, persuadidos, sabiendo de quien hemos aprendido (2 Tim. 3:14), realizando así el ser unos fieles soldados de Jesucristo.

Que el Señor nos conceda en su gracia el que retengamos lo que tenemos para que nadie tome nuestra corona (Apoc. 3:11). «Al único Dios, nuestro Salvador, mediante Jesucristo nuestro Señor, ¡sea gloria, majestad, dominio y autoridad, desde antes de todo siglo, ahora y por todos los siglos! Amén» (Judas 25).

Revista «Vida cristiana», año 1953, N° 3


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