Separación para Dios
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(Fuente autorizada: creced.ch – Reproducido con autorización)
Dios, en todas las épocas, quiso tener un pueblo apartado para sí en un mundo pecador y sublevado contra él. Desde el primer día de la creación separó la luz de las tinieblas (Gén. 1:4). Más tarde, apareció a Abraham en Mesopotamia diciéndole: «Sal de tu tierra y de tu parentela, y ven a la tierra que yo te mostraré» (Hec. 7:3; Gén. 12:1). Algunos años después, le ordena a Lot que se levante y que salga de Sodoma –ciudad sumida en el pecado– antes de destruirla por medio de un terrible juicio (Gén. 19:12-15).
Lo mismo sucedió con el pueblo de Israel después que Dios lo libró de la esclavitud del rey de Egipto. Dios, por boca de Moisés, le anunció: «Si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos». «Porque tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios… te ha escogido para serle un pueblo especial» (Éx. 19:5; Deut. 7:6). Él escogió ese pueblo «para sí… por posesión suya» (Sal. 135:4); pero sabemos cuán pronto se desvió de su Dios y hasta rechazó a su Hijo, el Señor Jesús, cuando vino en gracia para librar a los pecadores de la esclavitud de Satanás.
El mundo no cambió. Sigue entregándose a los placeres y a la vanidad, mientras que la corrupción y la violencia van en aumento. Se olvida de Dios y de las órdenes de su Palabra: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor, y no toquéis lo inmundo; y yo os recibiré, y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor. 6:17-18).
Dios, por medio de su Palabra, invita a todos los hombres a venir a él confesando sus pecados, y a recibir el perdón por la fe en el Señor Jesús muerto en la cruz. Los que creen son hechos hijos de Dios (Juan 1:12) y llegan a ser adoradores que traen la alabanza y la gratitud de sus corazones a Dios. Esto es lo que Dios espera de los creyentes, a quienes redimió por la sangre de su Hijo. En otro tiempo, Dios libró al pueblo de Israel de las manos de los egipcios, a fin de que lo sirviera –lo adorara– en el desierto. Hoy es glorificado por medio de la alabanza y la adoración de los que le pertenecen. Los cristianos, al tener paz con Dios, disfrutando de tan tierna relación de hijos con el Padre y de todas las bendiciones que resultan de la obra del Señor en la cruz se regocijan en la esperanza de su pronto retorno para introducirlos en la Casa del Padre, adonde fue a prepararles lugar.
Dios desea también que los creyentes sean testigos para él en este mundo, que le glorifiquen en toda su conducta. La Palabra los exhorta a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, y a vivir de una manera sobria, tanto en lo que se refiere a los hechos como a las palabras. Deben actuar con rectitud frente a sus semejantes y con piedad ante Dios, cultivando las relaciones del alma con el Señor en una comunión diaria (Tito 2:12-13). Esta santificación práctica vendrá forzosamente acompañada de buenas obras para con el prójimo, de bondad, humildad y suavidad. El creyente que camina de esta manera será un fiel testigo de Cristo en este mundo; podrá presentar con más fuerza aún las buenas nuevas de salvación a los que le rodean e invitarlos a venir al Salvador, quien fue muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Jesús es el único que da la vida eterna, la paz y un gozo presente y eterno.
Sí, Dios se complace en tales testimonios dados a su amor y a la gracia del Señor Jesús, el que rodea a los suyos con constantes cuidados; pero desea también recibir la alabanza colectiva de los que le pertenecen en todo lugar. Ya en Éxodo 20:24, Dios instruía a su pueblo a este respecto: «Altar de tierra harás para mí, y sacrificarás sobre él tus holocaustos y tus ofrendas… en todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré». Él espera la adoración colectiva de quienes ha liberado: una adoración en simplicidad, en espíritu –es decir, según el poder de la comunión que da el Espíritu de Dios– y en verdad –es decir, según la Palabra–. Para cumplir este servicio, los creyentes son llamados a apartarse de la iniquidad (todo lo que no es según la verdad) y a separarse –o purificarse– de los instrumentos viles, para seguir «la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio invocan al Señor», «purificados por la obediencia a la Palabra de Dios (véase 2 Tim. 2:19-22 y 1 Pe. 1:22).
La Palabra nos recuerda que «Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta. Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio» (Hebr. 13:12-13). Todo creyente que hoy desee ser fiel al Señor tiene la responsabilidad de salir de cualquier organización humana, hacia Cristo, único centro de reunión, como antaño los israelitas piadosos salían del campamento para encontrarse con Moisés, quien había erigido el tabernáculo de reunión fuera del pueblo contaminado por el pecado (Éx. 33:7).
Así obraron algunos creyentes del siglo pasado en varios países, puesta a prueba su conciencia por la mundanalidad, la impiedad y el abandono de verdades fundamentales de la Palabra de Dios. En tiempos de la Reforma, cuando se volvió a proclamar la salvación por gracia y no por medio de obras hechas por el hombre, se dio un primer paso con la impresión y la difusión de la Biblia, la que había sido ignorada a través de las épocas. Al principio del siglo pasado, muchas verdades que habían quedado olvidadas desde hace mucho tiempo debieron ser evidenciadas de nuevo, como los pozos antiguos cavados por los criados de Abraham (Gén. 26:18). Las indicamos a continuación:
- la posición celestial del creyente y su unión con Cristo glorificado (Efe. 2:6; Col. 3:1; etc.),
- la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia y en cada creyente, quien los une en un solo Cuerpo con Cristo, la Cabeza glorificada en el cielo,
- la reunión de los hijos de Dios alrededor de Cristo, Jefe de la Iglesia (Mat. 18:20; 1 Cor. 12:13, etc.),
- la celebración de la Cena en la Mesa del Señor hasta que él vuelva (1 Cor. 10:16-17; 11:23-27),
- la libre acción del Espíritu en la Iglesia y la autoridad de su Palabra (1 Cor. 14:23-35; 2 Tim. 3:16; 2 Pe. 1:21),
- el inminente retorno del Señor, quien resucitará a los creyentes que duermen y transformará los cuerpos de los que viven para introducirlos a todos juntos en la Casa del Padre (1 Tes. 4:15-17; Juan 14:3; Apoc. 22:20).
¡Quiera Dios que disfrutemos más y más de tan grandes y preciosas promesas que nos reveló en su Palabra, y que sepamos guardarlas fielmente hasta la venida del Señor!