«Puestos los ojos en Jesús»

Hebreos 12:2


person Autor: Georges COMBE 1


Qué bondad divina que seamos invitados a fijar la mirada en Jesús, autor y Consumador[1] de la fe!

[1] El que ha dado a la fe su perfecta expresión y su pleno cumplimiento.

Después de considerar la gran nube de testigos de la verdad de la vida por la fe, nuestros ojos se detienen y se fijan en un objeto bendito para el corazón, Aquel que comienza y camina a la cabeza: Jesús. La fe discierne algo de su belleza encantadora, de su grandeza, de su gracia. Sí, toda su Persona es deseable, llena de encanto; su Nombre es como ungüento derramado, su amor es tan fuerte como la muerte. ¡Ah! Que nosotros, estando ocupados de Él, tengamos la dulce experiencia del salmista: «Será saciada mi alma… está apegada mi alma…» (Salmos 63: 5, 8).

Cuando miramos el camino ya andado, y examinamos las experiencias hechas, ¿qué queda en nuestra memoria de más precioso, de más instructivo, de más alentador, de más edificante que Él mismo, y todo lo que ha contribuido a dárnoslo a conocer mejor? Israel tenía que recordar que Dios lo había liberado, llevado, guiado, alimentado, saciado su sed, traído a la tierra prometida. Dios nada más podría haber hecho por su pueblo; por lo tanto, este tenía muchas razones para alabar y adorar. Lo mismo es cierto para nosotros, y a un nivel mucho más alto. Así, habiendo conocido los cuidados del Señor, sus recursos, su amor, en el pasado, podemos estar llenos de confianza en el presente (Efesios 2:10-21) y confiar en él para el futuro.

¡Qué gracia, en verdad, poder fijar nuestros ojos en Jesús, porque, al hacerlo, nuestros ojos se alejan de otros objetos para detenerse solo en él! Mirar a Aquel que camina a la cabeza, para seguirlo, es embarcarse en el camino de la bendición. Es cierto que este camino puede atravesar tanto la montaña escarpada y estéril, como la llanura verde y fértil, o el valle de Baca… Sin embargo, la paz y la alegría de corazón dependen solo de su presencia y de su aprobación. Toda la Palabra da testimonio de Jesús; no es él ¿«el Gran Ordenanza[2] de Dios», como Lo definían algunos cristianos? Cumpliendo los consejos divinos, haciendo siempre su voluntad en perfecta obediencia, él es el objeto de sus deleites. La Epístola a los Hebreos establece su supremacía de una manera tan admirable como particular: por contraste, no por comparación, porque es incomparable, único en su perfección. Todos los tipos –imperfectos– desaparecen cuando Aquel que ellos prefiguraban aparece en su perfección.

[2] Aquel que ejecuta las ordenes del que lo ha enviado.

Al fijar nuestros ojos en Jesús, discerniendo siempre mejor su belleza divina, ¿no seremos transportados de alegría, dándonos cuenta de que pronto seremos como Él? ¡A él sea la gloria!

Traducido de «Le Messager Évangélique» año 1954, página 113


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