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Estudios sobre la primera Epístola a los Corintios


person Autor: Henri ROSSIER 48

library_books Serie: Estudios

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


1 - Palabras del autor

Queridos amigos:

Mi intención no es hacer una exposición metódica de la Primera Epístola a los Corintios, ni entrar en todos sus detalles. Deseo presentarles ciertos principios contenidos en esta carta, principios que se dirigen al corazón y a la conciencia para que nos sometamos a ellos en nuestro andar colectivo.

Necesitamos la gracia de Dios para poder llevar a cabo la obra del Señor, para mantenernos firmes, para hacer todo con amor. Solamente en ella podemos confiar. Esta gracia nunca nos defraudará, si recurrimos a ella y no a nuestra voluntad o energía natural.

H. Rossier

2 - División de la carta

Los dos primeros capítulos nos hablan de la cruz de Cristo como base de toda nuestra posición cristiana. Los capítulos 3 al 9 tratan del orden que conviene a la casa de Dios; los capítulos 11 al 14, del que conviene al Cuerpo de Cristo. Entre estas series de capítulos está situado el 10, como una clase de paréntesis introducido entre la Casa de Dios y el Cuerpo de Cristo. Esto corresponde a la cristiandad o profesión cristiana sin vida.

Este capítulo 10 es muy importante, pues lo que en tiempos del apóstol era una excepción, hoy no lo es. La cristiandad actual posee la cena, el bautismo y exteriormente anda en el camino cristiano, sin tener la vida divina. Ahora bien, esta profesión sin vida conduce al juicio y desemboca en él. El capítulo 15 trata el asunto vital de la resurrección. La epístola está, pues, enmarcada entre estas dos grandes verdades: la cruz en el capítulo 1 y la resurrección en el 15.

3 - Capítulos 1 al 2:1-5

3.1 - ¿A quién va dirigida esta carta?

Si esta carta hubiera sido dirigida solamente a la asamblea o iglesia local en Corinto, podría invocarse este hecho para eludir las reglas y los mandamientos que nos presenta o, por lo menos, para no ajustarse estrictamente a ellos. Sin embargo, vemos que esta epístola es enviada no solamente a los creyentes de Corinto, sino a «Todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» (v. 2).

No hay limitación alguna de lugar, tiempo o personas. Todos los cristianos que reconozcan la autoridad del Señor Jesús están comprendidos en ella. Podemos decir, pues, que la epístola está dirigida de una manera muy especial a cada uno de nosotros y también a todos como conjunto. No hallaremos otra cuyo alcance, en cuanto a dirección o destino, sea tan general. Pues bien, ¿no nos sorprende que las prescripciones de esta carta sean las más transgredidas en la cristiandad profesa? Y, notémoslo bien, aquí es donde los mandamientos más claros de todo el Nuevo Testamento son dados a la Iglesia. Y si estos mandamientos no son escuchados por los que menosprecian su valor obligatorio, todos los creyentes que desean servir fielmente al Señor deben imprimirlos en sus corazones y ponerlos en práctica.

3.2 - Estado moral de los corintios

Señalemos en primer lugar los lazos en que habían caído los santos de Corinto. Bajo una forma u otra, desgraciadamente, los hallamos demasiado a menudo entre nosotros y, por lo tanto, teniendo nosotros más instrucción que ellos, pues poseemos todo el pensamiento de Dios por la Palabra escrita, el que ellos aún no poseían, somos más culpables si nos dejamos atrapar. Al trazar un cuadro de lo que faltaba en la asamblea en Corinto, desde numerosos aspectos, nosotros mismos nos vemos reflejados allí. Sin embargo, una cosa los distinguía favorablemente de nosotros y les daba un carácter que falta en los creyentes de hoy: «Habéis sido enriquecidos en él, en toda palabra y en todo conocimiento» (v. 5). Esto apenas podría decirse de nosotros. Si bien se encuentran por aquí y por allá cristianos a quienes Dios confió verdades importantes para el tiempo actual, el número de los que ignoran estas verdades, y aun las elementales de la salvación, supera a los primeros. Pero si consideramos cómo los corintios empleaban sus múltiples dones, descubrimos con pena que se servían de ellos para satisfacer su orgullo espiritual, exaltándose a sí mismos. Cuántas veces el apóstol les dice: «Están envanecidos», «llenos de orgullo» (véase 1 Corintios 4:18 y 5:2).

¿Les tiraremos nosotros la piedra? No, por cierto. Nosotros, creyentes de hoy, somos más inexcusables que ellos; en cuanto recibimos del Señor algún don de gracia, nos apresuramos a valernos de él, mientras que nuestra extrema miseria, comparada con la «riqueza» de los corintios, debería mantenernos en una profunda humildad.

Los corintios eran culpables de una segunda falta muy grave. Entre ellos había disensiones y divisiones. Pese a estar reunidos en el nombre de Cristo, es decir, representando la unidad de su Cuerpo, estaban separados por opiniones divergentes (v. 10-12). Más adelante enfocaremos esto; pero yo me pregunto: ¿Acaso no las vemos también entre los cristianos de hoy? Cada uno se jacta de una opinión a la cual se adhiere. Ahora bien, las opiniones, aun las justas y ortodoxas, como en el caso de los corintios, no pueden producir otra cosa que la división cuando se anteponen en detrimento de otras verdades. ¿Está dividido Cristo? De hecho, un cristiano enseñado no debe tener opinión propia. No exagero, pues ¿qué valor pueden tener nuestras opiniones personales si «tenemos la mente de Cristo»? (cap. 2:16). «La mente de Cristo» nunca me unirá a una secta, mientras que la defensa de mis opiniones me conduce invariablemente a ella. Como lo prueba esta epístola, la Palabra de Dios nunca me conducirá a ese destino, mientras que mis opiniones sobre la Palabra me exponen continuamente –si Dios no me guarda– al peligro de hacerlas prevalecer.

Dios no autoriza a sus hijos a tener opiniones diferentes. Que existan entre los cristianos es indiscutible; esto corresponde a la naturaleza humana pecadora, pero no a la nueva naturaleza y al Espíritu de Dios. La Epístola a los Filipenses (cap. 3:15-16) admite su existencia, pero no la atribuye a los que por el Espíritu han comprendido la perfección de su posición en Cristo. Sin duda, el apóstol se dirige también a los que sienten “otra cosa”; pero él no aprueba ni excusa estos pensamientos divergentes, ni tampoco los contradice, mas cuenta con Dios para que, a los que difieren, les revele las cosas a las cuales no han llegado todavía. No entra en discusión con ellos sobre sus divergencias de pensamiento; cuenta con el Señor para hacerlas desaparecer, pero, en aquello que han alcanzado, exhorta a los creyentes a que anden unidos en el mismo sendero.

Este no era el caso de los corintios, los cuales mantenían opiniones enfrentadas. Notemos que ellas estaban fundadas sobre verdades presentadas, sea por los apóstoles, sea por hombres de Dios dignos de toda confianza, como Apolos; pero, en su espíritu sectario, los corintios no se daban cuenta de que adoptaban una manera de ver en detrimento de otra, y que así, aunque insistían sobre verdades, alteraban la verdad. La verdad es una: Cristo, y este no puede dividirse. Los dones son diversos, mas provienen de un solo Espíritu; las operaciones son diversas, mas provienen de un mismo Dios que opera todo en todos. No puede haber divisiones en el Cuerpo. Si sus opiniones dividían a los corintios, esto provenía, por una parte, de que no se soportaban los unos a los otros, hecho que siempre acompaña a un espíritu carnal; y, por otra parte, del valor que se atribuían por no haber comprendido que la cruz de Cristo era el fin del yo y de la importancia que este se asigna.

Las divisiones eran, pues, una de las más graves faltas de los corintios; pero aun había otras cosas. Toda clase de males se habían introducido en medio de ellos. Existía un caso de impureza tal, que no tenía comparación ni aun entre los paganos; algunos se embriagaban, otros disputaban entre sí, se citaban ante los tribunales y pleiteaban, lo cual era totalmente censurable. Había falsas doctrinas, personas que enseñaban «que no hay resurrección de muertos» (cap. 15:12), y todo esto se producía en medio de una actividad espiritual extraordinaria.

¿No es notable que, en medio de tantas cosas humillantes, los corintios tuvieran afán de instruirse sobre ciertos detalles? Olvidaban la humildad, la unión entre los hermanos, la pureza, la templanza, y formulaban al apóstol preguntas tales como: si era preferible casarse o quedarse soltero; si se podía repudiar a la mujer incrédula, comer cosas sacrificadas a los ídolos, etc. El apóstol respondió a todas sus preguntas, hablando a sus conciencias y sin la intención de saciar la curiosidad o inteligencia de ellos.

Después de estos breves informes sobre el estado de los corintios, podemos darnos mejor cuenta de la finalidad de esta epístola. El Espíritu se sirve del desorden que los había invadido para instruirnos en relación con el orden que conviene a la Casa de Dios, por lo que al escrito que nos ocupa bien podríamos darle por título: el orden de la Iglesia. Si entre los creyentes reunidos en el nombre del Señor existe algún desorden, y esto ocurre a menudo, estudiemos estos capítulos con cuidado, bajo la mirada de Dios; asimilemos su enseñanza, a fin de ver restablecerse el orden. Esto es lo que deseaba el apóstol.

3.3 - Tres caracteres de un verdadero cristiano

En los primeros capítulos, el apóstol nos muestra aquello que es fundamental en todo testimonio y orden cristiano en la Casa de Dios. Empieza por hablarnos de lo que es un cristiano. Los corintios solo lo sabían imperfectamente. Cuando preguntamos a nuestros hermanos en Cristo acerca de este tema, a menudo recibimos la siguiente respuesta: “Un cristiano es un hombre que, habiendo recibido el perdón de sus pecados por la fe en la sangre de Cristo, es un hijo de Dios”. Ahora bien, esta restringida definición no la hallamos en estos dos primeros capítulos. El apóstol muestra, sin duda, que un cristiano ha obtenido la salvación por la fe (v. 18 y 21), pero, en contraste con el estado carnal que reinaba en Corinto, establece que un cristiano es un hombre completamente condenado en cuanto a su vida precedente, habiendo hallado el fin de su existencia como hombre en la carne, el juicio de sí mismo, en la persona de Cristo en la cruz, juicio completo, pues Jesús ha sido hecho pecado en lugar de nosotros (2 Cor. 5:21). Un cristiano, en toda la acepción del término, es un hombre que se ha percatado y apropiado de esta verdad. Es por ello que el apóstol les dice (pues aun considerándolos salvos los llama niños en Cristo): «Porque decidí no saber cosa alguna entre vosotros, sino a Jesucristo, y a este crucificado» (cap. 2:2),

¿Cuál será, pues, nuestra conducta?, si concretamos este carácter esencial del cristiano, considerándonos como absolutamente condenados en nuestra calidad de hombres en la carne; ¿si toda nuestra conducta anterior, todos nuestros pensamientos, han hallado su juicio en la cruz de Cristo? Condenados y juzgados, no buscaremos en manera alguna darnos importancia ante nuestros propios ojos, ni ante los ojos de los demás. Estemos atentos a este primer paso que siempre debería acompañar la conversión y el perdón de los pecados. La cruz de Cristo es el lugar donde he hallado el fin del hombre pecador, el fin del hombre natural y el fin del mundo, como nos lo enseña la Epístola a los Gálatas. Por eso el apóstol no quiso saber nada entre ellos sino «a Jesucristo, y a este crucificado».

Al terminar el primer capítulo (v. 30-31) hallamos un segundo carácter del cristiano, y no conozco otros pasajes que le definan de una manera tan sorprendente: «Pero por él sois vosotros en Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación, y redención; para que, según está escrito: El que se gloría, que se gloríe en el Señor». Como pecador, yo estaba en Adán; en el momento que creí al Señor Jesús, hallé mi condenación, es decir, la condenación del primer hombre en la cruz. Pero ahora soy una nueva creación en Cristo Jesús. Esta es mi posición, y la Epístola a los Romanos la desarrolla maravillosamente; soy de Dios en Cristo Jesús. Todo lo que poseo como cristiano lo poseo de parte de Dios en Cristo Jesús y por Cristo. Es él quien ha hecho de mí todo lo que soy. Soy de Dios; mi origen viene de él. Si poseo alguna sabiduría, alguna justicia o alguna santidad, es en Cristo; si llego a la redención como término de la marcha, es en él. En esta posición no hay lugar alguno para el viejo hombre, todo es del nuevo hombre; fuera de Cristo nada puedo atribuirme de lo que soy.

En el capítulo 2 hallamos un tercer carácter del creyente. Este posee el Espíritu de Dios, el poder de la nueva vida, el que le capacita para comprender las cosas divinas. Estas nos son reveladas en la Palabra de Dios, de manera que el nuevo hombre está caracterizado por un poder espiritual que le somete a esta Palabra.

3.4 - La influencia del entorno sobre los corintios

Hemos visto que el estado moral de los corintios no era proporcional, en absoluto, a los dones que poseían. Es importante recordarlo, pues a menudo estamos dispuestos a pensar –al ver cómo Dios obra por su Espíritu entre los suyos– que el estado de las almas necesariamente debe corresponder a los dones que les son dispensados. El ejemplo de los corintios nos ofrece la prueba de lo contrario; aun el mundo mismo podía sorprenderse de sus dones y, sin embargo, nada en su conducta moral correspondía a estas bendiciones. Sus tendencias, heredadas del paganismo griego, les inducían a admirar al hombre en la carne y a la sabiduría humana. En aquel mundo, la sabiduría de los filósofos atraía a numerosos discípulos y hacía escuela; los oradores y los literatos tenían una influencia inmensa, pues se los seguía, se los escuchaba. Los corintios habían guardado estos hábitos humanos y carnales y habían transportado este bagaje a su cristianismo. Esas escuelas de doctrina filosófica producían disensiones entre ellos; unos se identificaban con el nombre de un siervo instruido, otros con el de un elocuente, otros con el de uno más poderoso y enérgico; y, en consecuencia, decían: «Yo soy de Pablo, yo de Apolos, yo de Cefas» (cap. 1:12), y así según sus preferencias naturales. Por sus dotes humanas, Pablo era un hombre versado en la ciencia de su tiempo, educado a los pies de Gamaliel, conocido por su educación literaria, familiarizado con los poetas de entonces; como doctor, era muy hábil. Había, pues, entre ellos, quienes estimaban a Pablo por lo que era naturalmente, y decían: «Yo soy de Pablo». Apolos era un judío de Alejandría, ciudad de renombre literario; las palabras elocuentes manaban de sus labios y cautivaban a su auditorio; por eso otros entre ellos estimaban que era más interesante la elocuencia de Apolos que la cultura de Pablo. Pedro era un hombre común, pero dotado de una energía notable; había hecho muchos milagros notorios; el Señor le había revelado directamente cosas capitales y estaba en eminencia entre los doce… Entonces, «Yo de Cefas», decían otros. «Yo de Cristo», decían los últimos: “Nosotros militamos según las enseñanzas salidas de su boca cuando estaba aquí en la tierra; nos conformamos a la simplicidad y a la pureza de su moral divina –por ejemplo, a su sermón del monte– y a él lo escogemos por maestro”. Pero Pablo pregunta: «¿Está dividido Cristo?» (cap. 1:13). ¿Hay diferentes espíritus o un solo Espíritu que anima a estas diversas personas?

Esta exhortación de Pablo a los corintios se dirige también a nosotros, los que invocamos el nombre del Señor. ¿Reconocemos algunos rasgos de esta tendencia entre nosotros? Sentimientos análogos, ¿no hallan acaso algún lugar en nuestro corazón? Tristemente debemos reconocer que así es. El apóstol quita el velo para mostrar la causa de un mal que, en lugar de unir a los hijos de Dios, los desune. Les dice así: “Hermanos, no habéis captado, en el fondo, lo que es la cruz de Cristo”.

¡Qué poca estima tiene de sus pretensiones! He venido, dice, a evangelizar, «no con sabiduría de palabras, para que no hacer vana la cruz de Cristo» (v. 17).

«¡Con sabiduría de palabras!». Cuanto más reflexiono sobre el estado actual de la cristiandad, de la que formamos parte, tanto más me apena ver la tendencia a dirigirse a la inteligencia del hombre. Se piensa convencer al mundo presentándole la evidencia de las verdades cristianas (no hablo aquí de las doctrinas falsas) mediante el recurso de la elocuencia y aportando pruebas de estas verdades que se imponen a la inteligencia de grandes auditorios atraídos por las cualidades eminentes de los oradores. Habitualmente, los que oyen son convencidos por ellos y reconocen cuán notable es lo que fue dicho. El orador explicó ante ellos el origen del pecado del mundo, probó la existencia de Dios, desarrolló la doctrina de la vida eterna, etc., pero el efecto producido por estas verdades sobre el corazón y la conciencia del auditorio es nulo. Al dirigirse a los hombres con sabiduría de palabras –no con falsas doctrinas, muy frecuentes, por desgracia, en nuestros días– y al servirse así de la sabiduría del hombre para probar a las almas la verdad de las cosas reveladas, la cruz de Cristo es hecha vana. El apóstol añade: «La doctrina de la cruz es locura a los que se pierden; pero para nosotros, los que se salvan, es poder de Dios» (cap. 1:18).

3.5 - Pablo predica «la doctrina de la cruz»

Tal predicación tiene por efecto que los hombres inteligentes se aparten, pues para ellos es locura; pero, para nosotros, es poder de Dios. Solamente es comprendida por aquellos cuya conciencia fue alcanzada. Llegado a este punto, el apóstol exclama: «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el disputador de este siglo?» (cap. 1:20).

El mismo Dios, al presentar la cruz de Cristo, ¿no ha convertido acaso la sabiduría de este mundo en locura? Este pasaje es una alusión a Isaías 33:17-18: «Tus ojos verán al Rey en su hermosura; verán la tierra que está lejos. Tu corazón imaginará el espanto, y dirá: ¿Qué es del escriba? ¿qué del pesador del tributo? ¿qué del que pone en lista las casas más insignes?».

“Desde el momento”, dice el profeta, “que tú veas al Rey en su hermosura, todos los medios que has empleado para alejar al enemigo de Jerusalén no tendrán más valor para ti. Ya que el Rey es manifestado en su gloria, el enemigo está vencido y no hay motivo para tomar las armas a fin de resistirle”. Este pasaje que Isaías aplica en sentido inmediato a Israel, Pablo lo dirige a nosotros, los cristianos. No hay duda de que nos habla de la gloria futura del reino. Israel la verá cuando el Señor de gloria sea manifestado; nosotros también, pues veremos su faz y su nombre estará en nuestras frentes (Apoc. 22:4). Y aún más; está dicho de nosotros, en Hebreos 2:9, que actualmente vemos a Jesús «coronado de gloria y honra por causa del sufrimiento de la muerte»; pero nuestro pasaje supone que lo hemos contemplado ya «elevado de la tierra» (Juan 12:32), lugar donde sufrió el menosprecio del mundo, donde este no vio en él nada más que la locura de Dios y su debilidad, pero donde nosotros hemos visto la sabiduría y el poder. Sí, el Hijo del hombre fue glorificado en la cruz y Dios fue glorificado en él, tal como el Señor lo dice en Juan 13:31. Allí, antes del despliegue de su gloria futura, hemos contemplado al rey en su gloria. En este mismo lugar, en la cruz, he conocido un poder salvador, vencedor de Satanás, del pecado, de mi propio yo y del mundo; y cuando le contemplo allí, digo: “¿Hay algún hombre que ose venir a esta cruz para mostrar su conocimiento o su sabiduría? La filosofía más sublime del hombre, ¿acaso puede lucirse por un solo instante en presencia de la hermosura de la cruz de Cristo?” Esta sabiduría ha desaparecido para siempre; «no verás», como dice nuestro profeta (Is. 33:19).

3.6 - La cruz es una condenación absoluta del hombre natural

Notemos bien que el apóstol nos presenta aquí, de manera particular, un aspecto de la cruz, aunque ella tiene un primer aspecto que, incluso en este pasaje, no puede ser separado del otro. Por eso dice: «Agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (cap. 1:21).

Todo pecador empieza por hallar en la cruz el fundamento de su salvación, el perdón de sus pecados; el capítulo 15, versículo 3, resalta este aspecto de una forma poderosa: «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». Romanos 5:8 dice: «Siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». Y Tito 2:13-14 dice, además: «Del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad». Sin el perdón de nuestros pecados no podríamos tener la salvación, y no debemos olvidar que, tanto en las epístolas como en los evangelios, esta sencilla verdad es siempre la primera que nos presenta la Palabra como fundamento del cristianismo; citar los innumerables pasajes que nos hablan de la redención sería citar toda la Palabra. Mas, como hemos dicho y lo vemos aquí, este no es el único lado de la cruz que nos es mostrado. La cruz es la condenación más absoluta del hombre; y aun diré: no solamente del hombre pecador sino del hombre natural en general. La cruz es el punto final de su historia, la que no es posible que sea comenzada de nuevo. La primera parte de la Epístola a los Romanos trata del perdón de los pecados y la segunda muestra la condenación del viejo hombre. Cristo, en la muerte, le puso fin a esa historia, por lo cual tenemos el derecho de considerarlo muerto. La Epístola a los Gálatas va, por así decirlo, más lejos, pues condena al hombre sin darle lugar alguno, ni derecho ni autoridad de ninguna clase. Dice: «Con Cristo estoy crucificado» (Gál. 2:20), y añade: «El mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo» (Gál. 6:14).

Los corintios no habían asimilado esta verdad capital. Eran creyentes rescatados, salvos, pero carnales. No habían experimentado este lado de la cruz de Cristo; no habían comprendido que toda la sabiduría del mundo, todos los dones del hombre natural no poseen ningún valor en las cosas de Dios. Quien ha experimentado esto es libre, no se envanece ni tiene ya más confianza en sí. Es el fin del yo; no se fía más de su poder ni de su inteligencia, pues el poder del mundo y la sabiduría del hombre no son otra cosa que debilidad y locura. Ha puesto su confianza en la debilidad y locura de Dios: esta es el verdadero poder y sabiduría. Estas dos cosas las he visto en la cruz; he aprendido que lo débil de Dios –Dios crucificado en la persona de un hombre, Cristo– es el poder de Dios para salvación. Aquí he encontrado el principio de mi existencia ante Dios, he aprendido a conocer los pensamientos de Dios, los que no son otra cosa que sabiduría, justicia, santidad y redención en Cristo, y todo esto para mí.

3.7 - Tres asuntos importantes

Consideremos ahora tres asuntos:

• El apóstol presenta, en primer lugar, la cruz, debilidad y locura de Dios, la que es hecha Su sabiduría y Su poder para salvación.

• En segundo lugar, presenta los objetos que Dios tenía en vista al hacer esta obra. ¿Tomó algo de los sabios, los inteligentes o nobles? ¡Ah, cómo rebaja las pretensiones de los corintios! El apóstol dice: «En efecto, mirad vuestro llamamiento, hermanos, que no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Pero lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y Dios escogió lo vil del mundo, y lo despreciado, lo que no es, para anular lo que es; para que ninguna carne se gloríe ante Dios» (cap. 1:26-29). Todas las cosas a las cuales aspiraban los corintios no tenían valor para Dios; y no habrían sido sus hijos si hubiesen sido ante sus ojos lo que ellos ambicionaban ser en el mundo. Pretendían ocupar un lugar de honor entre los sabios de este siglo y así glorificarse a sí mismos, mientras que, en la obra cumplida a favor de ellos, Dios no les daba ningún papel y reivindicaba toda la gloria para «el Señor» (cap. 1:31). Escalón por escalón, les hace descender en su propia estima hasta el rango de «lo que no es» (cap. 1:28).

• En tercer lugar (cap. 2:1-5), el apóstol Pablo se presenta a ellos como ejemplo. Desde el principio de su carrera había experimentado que él no era nada, pues en la Segunda Epístola a los Corintios dice: «Porque el Dios que dijo que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo» (2 Cor. 4:6). Su alma de judío celoso, ortodoxo e inteligente, yacía en las más completas tinieblas. Dios había dicho: «Sea la luz; y fue la luz» (Gén. 1:3); de manera que, de cosas que no son, había hecho cosas que aparecen. Es como si el apóstol quisiera decir: “Yo pertenecía a las cosas que no eran; Dios las ha tomado para sacar de ellas una nueva creación”; y en nuestro pasaje añade: «Cuando fui a anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabra o de sabiduría» (cap. 2:1).

Estas cosas ya no estaban en él cuando les llevó el Evangelio; no había juzgado bueno saber alguna cosa entre ellos, sino solo a Jesucristo, y a este crucificado. La cruz era, ante todo, el carácter del Cristo al que él predicaba, y este carácter ponía fin a todas sus pretensiones. Cuando ellos habían puesto los ojos en el apóstol, ¿habían dicho: “¡Cuán inteligente es este Pablo!”? «Me acerqué a vosotros con debilidad, temor y mucho temblor» (cap. 2:3), es decir, “ni en mi persona ni en mi palabra hallasteis algo que os hiciera pensar que yo confiaba en la carne y en el poder del hombre”.

3.8 - Nueva posición en Cristo

Después de presentarles la cruz como la condenación de todo lo que está en el hombre, Pablo les muestra (cap. 1:30-31) que para el creyente hay otro lugar que no es el del hombre natural: «Pero por él (Dios) estáis vosotros en Cristo Jesús». ¡Qué gran verdad! Los pobres corintios (y cuán a menudo nosotros también) daban más importancia a la glorificación del hombre que al hecho de que somos de Dios, que nuestro origen como cristianos y nuestro nacimiento son de Dios y que, al salvarnos, Dios tomó de las cosas que no eran para hacer cosas que permanecerían eternamente. No hay, pues, en el plan de salvación, ningún lugar para el hombre. Esto hacía decir al apóstol: «Conozco a un hombre en Cristo» (2 Cor. 12:2). Para él no había otro lugar más que este. Quien ha comprendido su posición en Cristo, no tiene ya motivo para gloriarse, y Pablo no deseaba otra cosa que ser hallado en él (Fil. 3:9).

A lo largo de la epístola ustedes hallarán la condenación del orgullo de la carne, la que tiene muy buena opinión de sí (cap. 3:21; 4:6-7, 18; 5:2-6; 8:1-2; 13:4). En medio de tantos rasgos en los corintios que caracterizaban al hombre carnal, había uno especial: la alta estima que tenían de sí y de sus dones, porque no habían comprendido que el hombre, como tal, no tiene lugar alguno ante Dios.

4 - Capítulo 2:6-16

Aquí llegamos a un tercer carácter del creyente. El primero era haber acabado con todo lo que el hombre más favorecido podía ser en la carne; el segundo, tener de parte de Dios una nueva vida en Cristo, una nueva naturaleza con todas las perfecciones que ella implica. El tercero es poseer el poder de esta vida, el Espíritu Santo, el que puede sondear todas las cosas, aun lo profundo de Dios.

4.1 - La sabiduría de Dios revelada

Antes de tratar este asunto, el apóstol menciona una cosa que no había juzgado útil anunciar a los corintios cuando había estado entre ellos, pues no había deseado saber más que de Cristo, y aun de este crucificado. Se trata de un secreto, un misterio escondido desde los siglos en Dios, una sabiduría solo comprensible para los que han dado fin a su antiguo estado, a quienes él llama «perfectos» u hombres que han alcanzado madurez. Él deseaba hablar de esta sabiduría a los que por el juicio de sí mismos habían alcanzado un estado espiritual capaz de comprenderla. Desde siempre, este secreto había estado escondido en Dios, pues –cosa maravillosa– desde la eternidad Dios había decretado la introducción del hombre en la gloria. ¿Cómo realizó este pensamiento pre-ordenado en su corazón? El apóstol no había querido hablar de ello a los corintios porque, como lo hemos visto, estaban henchidos de orgullo y, si Pablo les hubiese dicho que estaban destinados a la gloria eterna, habrían tenido una opinión aun más excelente de sí; pero ahora eran hombres hechos, a los cuales podía hablar del tema, hombres que, habiendo terminado consigo, habían hallado toda su perfección en Cristo solamente.

Para llegar a cumplir sus planes concernientes al hombre, para poderlo introducir en la gloria, ¿qué fue lo que Dios hizo? El hombre caído se hallaba, a causa del pecado, enteramente separado de la gloria de Dios. Era preciso, pues, que fuese liberado del yugo del pecado; no solamente de sus pecados, sino de su naturaleza pecaminosa. La sabiduría de Dios había hallado el medio de concretar sus pensamientos secretos, de terminar, por un lado, con el viejo hombre, con su vieja naturaleza y, por el otro, de introducir en su presencia a un nuevo hombre que tuviese Su propia naturaleza y que, por lo tanto, fuera capaz de comprenderlo. Para terminar con el viejo hombre era preciso que Jesús muriera. En esto se mostró la primera parte de la sabiduría de Dios. Ahora que ello está cumplido, comprendemos por qué fue necesario que Dios sacrificara a su propio Hijo. Pero hemos hallado, al final del primer capítulo, la segunda parte de la sabiduría: Dios nos ha dado una nueva naturaleza, su propia naturaleza. Además de habernos liberado en Cristo de nuestro antiguo estado, nos ha comunicado en él una naturaleza a la que puede reconocer como perfecta respuesta a sus pensamientos, pues hemos sido elegidos en Cristo para ser «santos e irreprochables delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5). Su amor reposa sobre nosotros en la misma medida ilimitada en la que reposa sobre Cristo.

¡Hay benditos motivos para postrarnos ante él cuando pensamos que nos ama, sin diferencia alguna, con el mismo amor con el que ama a su propio Hijo! Tal perfección nos da derecho a la gloria de Dios. Esta era la sabiduría que el apóstol anunciaba.

4.2 - Lo que Dios ve en el creyente

La palabra «perfectos» es a menudo muy mal interpretada. Muchas almas piensan que un hombre perfecto es un hombre tan liberado del pecado que ya no peca más aquí en la tierra; pero Dios jamás dice esto. Según él, un hombre perfecto es un “hombre que ha alcanzado madurez” (v. 6), que ha comprendido algo más que el simple perdón de sus pecados, verdad esta que hace suya el más pequeñito en la fe y que los corintios habían recibido desde su conversión. El hombre maduro sabe que Dios, después de haber ejecutado sobre él, pecador, un juicio definitivo en la cruz, lo ha introducido en su presencia como nuevo hombre en Cristo, unido con Cristo, de manera que no sea visto sino solo en Él. Esto no quiere decir que yo no deba ver lo que hay en mi corazón. Por el contrario, debo estar profundamente humillado pensando en la manera en que manifiesto, aquí en la tierra, mi posición celestial; pero aquí se trata de lo que Dios ve. Al pensar que, en virtud de la muerte de Cristo y de su resurrección, solo ve mi perfección absoluta, me inclino ante él. Y a causa de este conocimiento hallo el motivo para andar de una forma santa y digna de Dios.

Si los príncipes de este siglo hubiesen sabido que el propósito de Dios, al dar a su Hijo, era adquirir para el hombre este lugar glorioso, ciertamente no habrían crucificado al Señor de gloria. Pero ellos ignoraban absolutamente lo que nosotros conocemos ahora como cristianos. Estas cosas, completamente nuevas, no estaban reveladas en el Antiguo Testamento, el que nos da a conocer las glorias concernientes a la tierra, pero nada nos revela de los consejos de Dios en cuanto al cielo. Estos consejos son la sabiduría de Dios en misterio. Es muy interesante comparar el pasaje del profeta Isaías con la cita que nos es dada aquí. Isaías dice: «Ni nunca oyeron, ni oídos percibieron, ni ojo ha visto a Dios fuera de ti, que hiciese por el que en él espera» (Is. 64:4). El apóstol añade a este pasaje: «Dios nos las ha revelado por su Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las cosas profundas de Dios» (1 Cor. 2:10).

De manera que en el Antiguo Testamento nadie había visto las cosas que Dios había preparado para los suyos; solamente Dios las conocía; pero en el tiempo actual le ha placido darnos a conocer, oír, ver y sondear, por su Espíritu, los secretos designios de su corazón.

4.3 - El Espíritu Santo, poder de la nueva vida para el creyente

Esto nos conduce al tercero de los caracteres del creyente, contenidos en esta introducción de la Epístola a los Corintios. Si Dios nos ha comunicado su naturaleza y la vida de Cristo, al mismo tiempo nos ha comunicado el poder de esta vida, el Espíritu Santo, por el cual conocemos ahora los propósitos escondidos, los profundos misterios de Dios.

Si ustedes se hallan en la necesidad de responder a los que atacan a la Palabra de Dios y buscan rebajarla al nivel de una obra que adolece de debilidad humana, les bastará tomar este pasaje para confundirlos, pues él responde victoriosamente a todas las objeciones de los hombres, inspirados por Satanás contra la Palabra de Dios. Vemos aquí que el Espíritu de Dios revelaba estas cosas y las daba a conocer al corazón y a la inteligencia del apóstol y que las palabras expresadas o escritas por él eran enseñadas por el Espíritu. Nada contenían que procediera de la enseñanza o de la sabiduría humanas. Había una diferencia considerable entre el apóstol y los profetas del Antiguo Testamento. Estos hablaban por el Espíritu sin conocer el valor de lo que anunciaban, mas las cosas que decían los hombres inspirados del Nuevo Testamento formaban parte, por el Espíritu, de su propia inteligencia espiritual. El apóstol conocía estas cosas; solo el Espíritu las podía revelar, darlas a conocer, enseñarlas y hacerlas recibir. Esta es nuestra parte, amados. ¡Qué bendita posición la nuestra! ¡Cuán grandes bendiciones poseemos! No tienen límites; ¡son eternas! Cuando estemos en la gloria, profundizaremos en su alcance, mientras que ahora, como seres finitos, solo las conocemos en parte; pero Dios no nos ha escondido nada de ellas. Él nos invita a tomar la medida de su amor, la medida de Cristo, a sondear las profundidades de lo que él tiene en su corazón. Todo su corazón nos es abierto; pero, para poder gozar libremente de él, es preciso que nuestra marcha no le ponga obstáculo, sino que glorifique a Aquel que nos ha llamado a su propio reino y a su propia gloria.

En relación con el hecho de que hemos recibido el Espíritu Santo, hallamos aquí un cuarto carácter del creyente: «Pero nosotros tenemos la mente de Cristo» (cap. 2:16), es decir, como escribió alguien: “La facultad inteligente de Cristo, con sus pensamientos”. Como poseemos su vida y su Espíritu, podemos comprender como él, pensar como él, gozar como él, ¡y podemos tener los mismos afectos, los mismos deseos, el mismo gozo que él! Tales bendiciones me hacen exclamar: ¿Puede haber en este mundo un carácter más elevado que el de un cristiano?

Un día oí cantar un himno alemán en el que cada estrofa terminaba con este refrán: “¡Oh, qué felicidad ser un hombre!” Era un pensamiento piadoso: “¡Qué felicidad ser un hombre a fin de poder ser salvo!” Mas cuán por debajo está esto de lo que nosotros poseemos; digamos más bien: “¡Qué felicidad ser un cristiano”, poseer una naturaleza capaz de entrar en el gozo de todos los pensamientos de Dios! Que podamos gustar, no por medio de la inteligencia, sino con el corazón, estas cosas profundas de Dios que pertenecen a aquellos a quienes ha conducido a Sí por la obra adorable de su Hijo.

5 - Capítulo 3

5.1 - Creyentes carnales

En contraste con la descripción maravillosa que ha hecho del cristiano, el apóstol aprecia ahora en detalle el estado de aquellos a quienes escribe. Una cosa caracterizaba a los corintios: eran carnales. Esto no quiere decir que no fueran hijos de Dios. El hombre ajeno a los pensamientos de Dios no es llamado hombre carnal, sino hombre natural (cap. 2:14). Es un hombre movido solamente por su alma creada y dirigido por su voluntad natural, pero a quien le falta la vida divina y el Espíritu de Dios. Un hombre carnal puede ser un creyente, pero con los rasgos de la carne que caracterizan al viejo hombre (Rom. 7:14). No podría decirse de un hijo de Dios que es un hombre en la carne; pero, aun nacido de nuevo, puede, sin embargo, llevar los caracteres del viejo hombre en lugar de ser un hombre espiritual. Sus pensamientos están en las cosas de la tierra; juzga, estima, comprende, practica las cosas como lo hacen los hombres. Por eso Pablo les dice: «¿No sois realmente carnales y compartáis como hombres?» (v. 3). Es decir: “¿No os gobernáis por los mismos principios que los hombres?” Al no ser como reprensión, los cristianos nunca son llamados así, mientras que esta palabra caracteriza al mundo: «Está reservado a los hombres morir una sola vez» (Hebr. 9:27). Este mundo se compone de dos familias: la familia del diablo (los hombres) y la familia de Dios (los santos). Un santo ha sido separado, por la gracia, de entre los hombres para pertenecer a Dios, y así toda la familia de Dios está compuesta de santos. Es el nombre con el cual los cristianos son conocidos en el Nuevo Testamento. Pero estos santos pueden andar de una manera carnal, y los corintios debían sentirse profundamente humillados al pensar que, como rescatados, habían recibido todas las bendiciones espirituales sin reserva y se conducían, no como santos, sino como hombres. En su marcha eran «niños en Cristo» (v. 1).

5.2 - ¿Somos aún niños en Cristo?

Un pecador, en el momento que llega a conocer a Dios como Padre, por la conversión, es un niño en Cristo. Este es su estado normal. Conoce al Padre y en adelante estará en relación con él; pero este niño debe crecer y desarrollarse. Los corintios, por el contrario, habían quedado estancados en un conocimiento elemental de Cristo. Pensaban, obraban, hablaban como niños. ¿Era este un estado deseable? Podemos apreciar esto en el orden natural. Una persona de una edad respetable, cuyos gustos, ocupaciones, lenguaje, manera de obrar, fueran los de un niño, que a los cincuenta años hiciera lo que hacía a los tres, sería justamente considerada como afectada de idiotez. Lo mismo ocurre con los hijos de Dios que no progresan espiritualmente y se contentan toda la vida con un cristianismo elemental, caracterizado por el perdón de sus pecados.

En la Epístola a los Hebreos hallamos un estado diferente. Ellos, después de haber progresado en el conocimiento de Cristo, habían vuelto atrás, al estado de niños, y así habían perdido la facultad de asimilar verdades más elevadas (Hebr. 5:12). Eran semejantes a personas viejas que, después de haber llegado al pleno desarrollo de su inteligencia, hubieran vuelto a la infancia. ¿Cuál de estos dos escollos es el más grave? Por mi parte, estimo que los dos son censurables por igual.

Había sido preciso, pues, que el apóstol diera a los corintios un alimento simple, que solo les hablara de Jesucristo crucificado. No podía hablarles de todo lo que sigue a la cruz, de la gloria celestial en la cual el Señor se encuentra y ellos en él. Se veía obligado a presentarles nociones elementales sin las cuales su condición infantil no podría tener fin. Su estado carnal se mostraba en sus divisiones, sus sectas, sus partidos y sus querellas. Uno decía ser de Pablo, otro de Apolos, cosas que hallamos aún entre nosotros, los creyentes de hoy. ¿Qué significan las preferencias por tal predicador más instruido, más elocuente, más literario, si no que obramos como hombres? Al juzgar por medio de esos valores, juzgamos como los hombres, como el mundo ajeno al Espíritu de Dios. Se olvida que Dios escoge sus instrumentos y que nosotros debemos recibirlos como provenientes de Él.

5.3 - Dios es quien da el crecimiento y quien juzga

El apóstol cita como ejemplo el carácter que Apolos y él tenían entre los corintios (v. 5-8). Eran siervos. En su campo, Dios les había confiado, a uno, el trabajo de plantar, al otro, el de regar, y la función de los dos concurría al mismo fin. Solo Uno podía hacer prosperar esos trabajos; Apolos y Pablo no eran nada; era Dios quien daba el crecimiento. Si los siervos de Dios piensan ser algo, pierden todo el valor de lo que Dios les dio para cumplir. El apóstol muestra a continuación que cada cual recibirá su recompensa según su propio trabajo. Tal creyente puede haber recibido un don eminente; es recompensado no por este don sino por la manera como ha llevado a cabo su tarea; no por sus cualidades, sino por su trabajo. Solo Dios juzga eso y nadie más puede hacerlo.

5.4 - Un edificio que va creciendo

Después de haber presentado los caracteres de los siervos de Dios, Pablo dice: «Porque nosotros somos colaboradores de Dios; vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios» (v. 9). Pone énfasis en la palabra «Dios», pues todo depende de él. El apóstol pasa inmediatamente de la imagen de un campo a la de un edificio, a la casa de Dios. Aquí entramos en lo que es el gran tema de estos capítulos: el orden y la organización de la Casa de Dios. Esta no nos es presentada aquí como un edificio que va creciendo hasta que la última piedra sea añadida y tenga su remate en la gloria, sino como la Casa de Dios, cuya construcción ha sido confiada a nuestra responsabilidad. En efecto, tenemos una responsabilidad en cuanto a la manera de trabajar en este edificio, y en particular aquellos a quienes Dios confió una función especial en este trabajo. Tan solo hay un fundamento: Cristo. Pablo lo había presentado como sabio arquitecto; pero, a continuación, Dios llama a sus obreros a proseguir la edificación de su Casa sobre este fundamento. Aquí hay, pues, dos clases de obreros.

5.5 - Dos clases de obreros

Los primeros edifican sobre el fundamento con oro, plata, piedras preciosas. Son aquellas doctrinas aportadas para la edificación de la Casa de Dios, pero, al mismo tiempo, son aquellas personas formadas por estas doctrinas y añadidas al edificio por el ministerio de los obreros del Señor.

Unos aportan oro. En la Palabra el oro siempre es el emblema de la justicia divina. Es muy importante presentar a las almas el hecho de que no hay justicia en el hombre pecador y que solo Dios justifica por su propia justicia. Otros aportan plata. La plata siempre representa, por una parte, la Palabra, y por otra, la sabiduría de Dios, dos cosas inseparables. Si se edifica a los hombres sobre la Palabra de Dios, ¡qué buena obra se cumplirá! Ellos, al no querer apoyarse sobre la sabiduría humana, se dirigirán a la Palabra y recibirán de ella solamente las verdades que necesitan. Las piedras preciosas son la imagen de las glorias venideras. Las almas, ocupadas con las glorias reservadas para ellas, sacadas del polvo terrenal para pensar en las cosas de lo alto, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, serán edificadas por los obreros del Señor de manera que queden fuera del alcance del mal.

Lamentablemente, hay otros materiales, como madera, heno, hojarasca, todos los cuales pueden ser destruidos por el fuego, unos más rápidamente que otros, pero al fin de cuentas todos son pasto de las llamas. Cuando un siervo de Dios, en lugar de poner a las almas en relación con Dios, las somete a su propia autoridad o las coloca bajo el yugo de la ley como medio para ganar el favor divino; cuando les promete la perfección en la carne, o solicita la voluntad de ellas para obtener la salvación y la santidad –doctrinas ampliamente extendidas hoy día– es otro tanto de madera, heno y hojarasca que añade al edificio.

¡Cuántas almas introducidas por estas doctrinas en la Casa de Dios no tienen ni una chispa de vida divina! El día que el juicio caiga sobre esta Casa, todo lo que es precioso resistirá al fuego, y todo lo demás será consumido sin que quede nada.

Aquí hallamos buenos obreros que hacen un buen trabajo, y otros (aunque verdaderos creyentes) –de los que hallamos por doquier un gran número– que hacen mala obra, pensando obtener buenos resultados con malos materiales. Estos últimos siervos no se perderán a causa de su mal trabajo; pero, en el momento en que su obra sea consumida por el fuego, no les quedará otra alternativa que la huida. A semejanza del justo Lot, serán salvados como a través del fuego.

Queridos amigos, todos los que somos llamados a trabajar para el Señor, guardémonos de introducir en la Casa de Dios otra cosa que no sean almas establecidas sobre principios divinos y no sobre principios de hombres. Imitemos a los jefes de las tribus de Israel, quienes, para edificar el templo, ofrecieron voluntariamente cinco mil talentos de oro, diez mil talentos de plata y tantas piedras preciosas como pudieron juntar (1 Crón. 29:6-9).

5.6 - Una tercera categoría de obreros

Al final de este pasaje hallamos una tercera categoría de obreros [1] que corren hacia una suerte terrible. En el edificio que ha venido a ser la cristiandad, hay hombres que introducen doctrinas mortíferas, atacan la inspiración de las Santas Escrituras, la santidad y la divinidad de la persona de Cristo, niegan la existencia de Satanás, predican el universalismo que derriba la cruz del Salvador. No pretendo hacer un catálogo de estos abominables errores, pero me pregunto cuál será la suerte de los hombres que los propagan en la Iglesia. El apóstol dice: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor. 3:16-17).

[1] N. del Ed. (Nota del editor): Estos obreros no son verdaderos creyentes.

Estas doctrinas, ampliamente difundidas en nuestros días, son señales del fin, la prueba de que avanzamos rápidamente hacia la apostasía final. En su día, el juicio destruirá todo este mal y a todos los que trabajaron con sus enseñanzas para corromper el templo de Dios.

5.7 - La insensatez y la cordura

A continuación (v. 18-22), el apóstol vuelve a hablar sobre el peligro que corrían los corintios de exaltar la sabiduría de los hombres. Cita a Job 5:13 para mostrar que toda esta sabiduría no puede llegar más que a un resultado: Dios «prende a los sabios en la astucia de ellos». La sabiduría es un lazo en el cual caen y donde Dios los confunde. Tienen la pretensión de tener luz, y esta luz no es otra cosa que las tinieblas; se creen sabios, y esta sabiduría no es otra cosa que locura, mientras que los pobres, los débiles y los humildes son salvos, ensalzados y establecidos para siempre (Job 36:7). El apóstol cita aun el Salmo 94:11 para mostrar que Dios «conoce los pensamientos de los hombres, que son vanidad». No podemos contradecir lo que Dios sabe y nos declara. Coloquémonos, pues, del lado de Dios y no nos gloriemos en los hombres, ni en Pablo, ni en Apolos ni en Cefas (Pedro). Dios nos los ha dado para mantener conjuntamente la sabiduría y la verdad de Dios. No son otra cosa que un medio para hacernos depender de Cristo solo, y Cristo nos conduce a Dios. Todo lo demás –mundo, vida, muerte, cosas presentes o futuras– nos pertenece, porque somos de Cristo, a quien todas las cosas le están sujetas.

6 - Capítulo 4

6.1 - Siervos de Cristo y administradores

Como lo hemos visto, el apóstol acaba de describir la Iglesia de Dios desde el aspecto de una obra confiada a la responsabilidad del hombre. Y especialmente de este aspecto de la Casa de Dios trata toda la Primera Epístola a los Corintios. La dirigida a los efesios nos presenta la construcción de la Casa de Dios como algo confiado a Cristo, mientras que aquí ella es edificada por el trabajo del hombre. En el capítulo 3, el apóstol estableció una clase de contraste entre él y los otros obreros; él también era obrero, pero con una vocación especial: la de arquitecto. Él había puesto el fundamento, Cristo, sobre el cual otros fueron llamados a continuar la obra. Algunos aportaron materiales excelentes, y otros, en cambio, malos materiales. A continuación de esto, el cuarto capítulo trata de los ministerios o servicios, pues en la Casa de Dios ciertos servicios son confiados a ciertas personas. Aquí hallamos, no la diferencia, sino la similitud entre el servicio de los apóstoles y el de sus verdaderos compañeros. En Corinto, lugar de tanta disensión, hallamos a ciertos personajes que asumen el título de doctores y procuran suplantar al apóstol, llenos de pretensiones, queriendo ganar partidarios y hacerse oír. Notemos con qué delicadeza el apóstol, quien no debe excusarlos, se refiere a ellos. Habría podido señalar por sus nombres a los que turbaban la asamblea y habían hecho de la Casa de Dios su propio mundo, donde pretendían ser hombres importantes, ocupar el primer lugar, y se valían del estado carnal de los corintios para lograr que los siguieran. En todo este capítulo vemos que ese era el gran peligro al cual los corintios se hallaban expuestos. El apóstol les dice en el versículo 6: «Hermanos, si me he aplicado todo esto a mí mismo y a Apolos, es por vosotros». Para hacerse comprender, sin dar el nombre de nadie, había tomado el ejemplo de sí mismo y el de Apolos. En presencia de aquellos que entre los corintios tenían grandes pretensiones, Pablo trasladaba todo sobre sí y Apolos, a fin de establecer el principio de una manera universal. Pregunta: “¿Hemos venido a fundar escuelas de doctrinas, a hacer sectas o divisiones entre vosotros? ¿Tenemos acaso una elevada opinión de nosotros mismos? ¿Hacemos valer nuestra autoridad?” Asocia con él a Apolos y lo declara siervo establecido como él, un obrero, pese a no ser apóstol, a quien el Señor había encargado una misión oficial, lo mismo que a Pablo. Él les pregunta: “¿Habéis visto en nosotros lo mismo que en los que os incitan a envaneceros el uno contra el otro?” ¿Y qué hacen estas gentes: una obra de edificación o una obra de destrucción?

Vemos así, a lo largo de este capítulo, la similitud entre los apóstoles –a pesar de su posición privilegiada– y otros verdaderos siervos, sus compañeros de obra, así como el contraste entre ellos y los que buscaban ocupar en la asamblea un lugar que Dios no les había confiado. Estas cosas se han visto en todo tiempo, y más aun en nuestros días, cuando la iglesia profesa ofrece a menudo este espectáculo. Ciertos hombres que no han recibido ningún don del Señor, se los atribuyen indebidamente; otros que sí recibieron dones, se sirven de ellos para ensalzarse en detrimento de obreros humildes y fieles, o procuran imponer a los otros la elevada opinión que tienen de sí mismos. Nada parecido hallamos ni en el apóstol ni en el humilde Apolos: «Aquí, además, se requiere de los administradores que cada uno sea hallado fiel» (v. 2),

y no que adquiera reputación. El olvido de sí mismo caracteriza a los verdaderos siervos, y Pablo les había dado la prueba de ello: «Todas las cosas son vuestras; sea Pablo, sea Apolos…» (1 Cor. 3:21-22). Él, un apóstol, abandonaba toda idea de tener prerrogativas, aunque tuviera derecho a ellas. “No me pertenecéis”, les dice, “soy yo el que os pertenezco”. Les da ejemplo de la humildad más completa, pero también de la fidelidad en el servicio: «Así, que todo hombre nos considere como servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios» (v. 1). En efecto, por su ministerio los misterios de Dios habían sido revelados a los creyentes. ¿Había sido un administrador fiel?

6.2 - Los misterios son revelados en el Nuevo Testamento

Al leer el Nuevo Testamento, verán cuántos misterios contiene. Hallarán el misterio del Cuerpo de Cristo (Efe. 3:4; Col. 4:3); el misterio de Dios (su consejo para la gloria de Cristo) (Col. 2:2); el misterio de su voluntad (Efe. 1:9); el misterio de la Esposa (Efe. 5:32); el misterio de la venida del Señor (1 Cor. 15:51); el misterio del Evangelio (Efe. 6:19); el misterio de Cristo entre los gentiles (Col. 1:27); el misterio de la fe y de la piedad (1 Tim. 3:9-16); el misterio de iniquidad (2 Tes. 2:7). No entro en el detalle de estos diversos temas. Estos misterios, es decir, estos secretos de Dios, no eran conocidos en el Antiguo Testamento, pues en Deuteronomio está dicho: «Las cosas secretas pertenecen a Jehová» (Deut. 29:29). Pero, en el Nuevo Testamento, las cosas secretas son para nosotros. Dios no guarda para sí ni uno de sus secretos eternos; nos los ha revelado todos, ha hecho por nosotros mucho más que por Abraham, cuando decía: «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?» (Gén. 18:17), pues ahora dice: “¿Encubriré a mis hijos lo que hay de más secreto en mi corazón?” En el Nuevo Testamento, un misterio siempre es un secreto revelado, y Dios empleó al apóstol Pablo para dárnoslos a conocer todos, como administrador de estas maravillas.

6.3 - Un servicio solo para el Señor

¿Podría decirse que Pablo no fue fiel en esta administración? Los que entre los corintios se oponían a él intentaban establecer su autoridad a expensas de la de Pablo. Entonces dice: «Para mí, en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por un tribunal humano» (v. 3). Esta palabra no significa propiamente “pronunciar un juicio” sino “interrogar a un acusado para que dé cuenta de sí o de sus actos”, a fin de decidir si su ministerio era aceptable o no. Esto le importaba muy poco al apóstol Pablo.

“Nadie”, arguye él, “tiene derecho a decirme: Vamos a examinarte ante nuestro tribunal”. No era responsable de su servicio ante los corintios, sino ante el Señor. Esto no significa que la enseñanza de un siervo de Dios no pueda ser controlada por la Asamblea, por medio de la Palabra –esto hicieron los de Berea con Pablo– o que, si tal siervo hiciese mala obra, la Asamblea no tuviera el derecho de reprenderle. Pablo había recibido un ministerio de parte de Dios. Llegará un momento, dice, en que habré de responder de cómo lo administré: «El que me juzga es el Señor» (v. 4-5).

Esta verdad tiene una gran importancia para nosotros, si deseamos ser útiles en la Casa de Dios. Debemos comprender, sin que se trate propiamente del ministerio de la Palabra, que Dios ha confiado un servicio a cada uno de nosotros y que hemos de llevarlo a cabo no en vista de lo que podrá decirse o pensarse, sino en vista del Señor, dejándole apreciarlo. Cuánta fuerza y celo nos da mirar al Señor y no a los hombres. Si él es nuestro objetivo, poco nos importará el juicio de los hombres, pues obramos para el Señor. Llegará el momento en que cada uno recibirá de Dios alabanza, cuando las recompensas serán distribuidas según la fidelidad del servicio. Entonces las cosas ocultas por las tinieblas serán expuestas a la luz, y las intenciones de los corazones serán manifiestas; cada uno, según dice la Escritura, recibirá su alabanza de parte de Dios.

6.4 - El creyente nada tiene que esperar de este mundo

A continuación, el apóstol recomienda a los corintios «a no sobrepasar lo que está escrito» (v. 6). «Lo que está escrito» es lo que tenían ante los ojos en esta carta inspirada del apóstol Pablo. En ella aprendían que la sabiduría del hombre, lo que le exalta y enorgullece, su fuerza, su influencia, su energía, no sirven sino para ser clavadas en la cruz, a fin de que Dios sea el único que permanezca. Para nosotros solo queda una cosa: estimar a los siervos de semejante Dios. Y si había diferencias entre esos siervos, era Dios mismo quien las había establecido. Si Saulo de Tarso había sido escogido apóstol más bien que otro, ¿podía gloriarse? No, pues lo que poseía era algo que había recibido (v. 7). Antes del tiempo en que serían llamados a reinar con Cristo, los corintios ya reinaban en este mundo. Toda la actividad de los que buscaban adueñarse de ellos para dominarlos, los conducía a enaltecerse y a exaltar la carne. Para ellos todavía no había llegado el momento de obtener un lugar privilegiado que el mundo reconociera y del cual pudiera decir: “¡Mirad a estos cristianos, cuán sabios, instruidos e inteligentes son!” El apóstol nunca había recibido estas alabanzas, ni de parte del mundo, ni de las iglesias. «Pienso, en efecto, que Dios nos exhibió los últimos, a nosotros los apóstoles, como destinados a muerte» (v. 9). Creo que la palabra «últimos» significa que Dios había enviado primeramente a los profetas, después al Señor y por último a sus apóstoles. Estos eran los últimos y habían sido consagrados al oprobio y a la muerte como nadie lo será después de ellos.

¡Qué reproche para los corintios y los hombres que se daban importancia entre ellos! Aquellos a quienes el Señor empleaba no eran más que la locura, la escoria del mundo y el desecho de todos; eran considerados como basura. El apóstol añade: «Os suplico que seáis imitadores míos» (v. 16), y en el capítulo 11 dice: «Sed imitadores míos, así como yo lo soy de Cristo» (v. 1). ¿Acaso Cristo había hallado en este mundo otra cosa que el oprobio y el menosprecio? Y concluye diciendo: «Os amonesto como a mis amados hijos» (v. 14). ¡Palabra conmovedora! Podría haber tomado la vara; pero no, prefiere reprenderlos con ternura paternal, «Porque aunque tengáis diez mil maestros en Cristo, sin embargo, no tenéis muchos padres» (v. 15). Los que obraban entre ellos asumían las funciones y una autoridad pedagógica, pero tal cosa no estaba en la mente del apóstol. Era el padre de ellos, quien los había engendrado en Cristo. Les suplica, como a hijos amados, que sigan el mismo camino que él, pues es el de Cristo; camino de humillación y de menosprecio, de pequeñez y de trabajos, pero en el cual Cristo es glorificado por los que siguen sus pisadas.

Lo que separa del mundo al hijo de Dios que ha comprendido su vocación, es que no ha venido aquí para labrarse un lugar preeminente, ni en busca de honor, ni aprobación en cualquier cosa que sea. Ante él está la persona de Cristo y no desea otra cosa que andar en el camino en el cual Jesús anduvo para agradar a Dios, camino sobre el cual reposan los ojos de Dios y que nos conduce a la gloria.

6.5 - El ministerio cristiano se distingue por el poder

Para terminar, el apóstol dice: «Pero pronto iré a vosotros, si el Señor quiere; y conoceré, no las palabras de esos envanecidos, sino su poder. Porque el reino de Dios no es en palabras, sino en poder» (v. 19-20).

Pueden pronunciarse bellas palabras, hacerse hermosos discursos, pero la finalidad del ministerio cristiano no es esa; precisa ser acompañado de poder. El reino de Dios es un reino espiritual, en el cual somos introducidos ahora; en él las palabras no significan nada. El apóstol no era un hombre elocuente según el mundo, pero el poder de Dios obraba por medio de este fiel siervo, y cuando corría algún peligro de ensalzarse por las extraordinarias revelaciones que había recibido, un mensajero de Satanás le abofeteaba. Lo único con lo que podía contar era la gracia que le bastaba y el Espíritu de Dios que era la fuente de su poder. Todos los que obraban con otro espíritu podían tener palabras seductoras (sobre todo en la Grecia antigua, donde se cuidaba mucho la elegancia del lenguaje), pero el poder de Dios no estaba con ellos; esta virtud pertenecía a los que eran el desecho del mundo, pero que en su debilidad exterior tenían la aprobación de Dios y el socorro de su Espíritu para edificar las almas.

7 - Capítulo 5

7.1 - El orden conviene a la Casa de Dios

En los primeros capítulos, esta epístola nos habla de la Iglesia o Asamblea como Casa de Dios, no de las iglesias, como los hombres llaman a sus denominaciones en desobediencia a la Palabra de Dios. Ahora bien; aunque en esta Casa, confiada a la responsabilidad del hombre, se haya introducido toda clase de malos elementos, debemos conducirnos en esta Iglesia responsable, de la cual formamos parte, de una manera que sea para honra de Cristo y del Dios cuya Casa es. Hay un cierto orden que observar, motivo por el cual hallamos estas palabras en la primera epístola a Timoteo, en la que la Casa responsable se halla aún en buen estado: «Para que sepas cómo debes comportarte en la casa de Dios (que es la Iglesia del Dios vivo), columna y cimiento de la verdad» (1 Tim. 3:15).

En contraste, mucho desorden se había deslizado, como hemos visto, entre los corintios. En lugar de considerar los diversos dones como algo que está al servicio de la Casa de Dios, los usaban para gloriarse a sí mismos, envaneciéndose el uno contra el otro (1 Cor. 4:6), exaltando al hombre y formando sectas. Eran carnales y, en lugar de conducirse bien, solo daban testimonio al desorden. Pero Dios se sirvió de este mismo desorden para enseñarnos a todos en lo concerniente al orden que conviene a su Casa.

7.2 - Cómo obrar para quitar el mal

Este capítulo señala un escándalo tolerado por la asamblea en Corinto; semejante caso de fornicación no existía ni siquiera entre los gentiles. El apóstol solo dice al respecto dos palabras; tal es su repugnancia a entrar en detalles. Los corintios, aunque sabían muchas cosas –pues si leemos los capítulos 5 y 6 hallaremos continuamente estas palabras: «¿No sabéis?», las que siempre indican la certidumbre cristiana– ignoraban otras y tenían que aprender cómo conducirse. Así debía ser respecto al escandaloso caso que había ocurrido entre ellos. Si abrimos el Antiguo Testamento en los capítulos 17 al 21 del libro del Deuteronomio, hallaremos una frase repetida continuamente: «Quitarás el mal de en medio de ti» (17:7; 19:19; 21:21); pero para quitar el mal, era necesario que la asamblea de Israel lapidara a los que hacían el mal; debían quitarlos por medio de la muerte corporal. Tratándose de la Asamblea cristiana, los corintios sabían que ellos no podían hacerlo así.

¿Cómo obrar entonces? Había una cosa que sabían y no hacían porque estaban llenos de orgullo; preferían silenciar el mal antes que humillarse. Por eso el apóstol les dice: «Y vosotros estáis llenos de orgullo; ¿no debierais más bien estar tristes, para que fuera quitado de entre vosotros el que ha hecho tal cosa?» (v. 2). Lo que tenían que hacer era dirigirse por medio del conocimiento que tenían y no por lo que aún no conocían. Ellos todavía no sabían cómo quitar al malo, pero debían humillarse a fin de que fuera quitado.

Es una lección importante para nosotros, amados. Cuando hemos recibido de parte de Dios, aunque solo sea el conocimiento de uno de sus pensamientos, debemos atenernos a él sin restricciones, y Dios nos enseñará lo que aún nos falta. Los corintios ¿habían llegado a conocer lo que era la humillación? ¿Tenían luz sobre este punto? Esta verdad se aplica a todos los casos. Si nosotros, los creyentes, obedeciéramos todos a lo que hemos alcanzado, andaríamos en el mismo camino y el Señor nos revelaría lo que nos falta aún. Sin duda, no todos tendríamos el mismo conocimiento, pero nunca el conocimiento de una verdad, por incompleto que sea, nos conducirá, si obedecemos, por otro camino que no sea el de Dios. Con un conocimiento muy limitado, podré andar en el mismo sendero que mi hermano, quien tiene mucho más que yo. Si los corintios hubiesen obrado de esta manera, habrían estado de duelo, esperando que Dios les revelara lo que tenían que hacer para purificarse del mal. Mas el orgullo les hacía pensar en sí mismos y en su reputación, y así, en presencia del mal más horrible, no podían ser purificados. Dios no les pedía que ejercieran una disciplina que no conocían aún, sino que se dolieran, y esto debían saberlo.

7.3 - Solo un apóstol pudo entregar a alguien a Satanás

Cuando se trataba de ejercer esta disciplina, el apóstol podía usar en medio de ellos de una autoridad especial que le había sido confiada (v. 3-5). Podía –y ya lo había decidido si la obediencia a Dios no se manifestaba en los corintios– entregar a tal hombre a Satanás. El apóstol Pedro, con este mismo poder, había suprimido a Ananías y Safira, los cuales habían mentido al Espíritu Santo. Aquí se trataba de entregar al fornicario a Satanás, es decir, dejarlo ser presa del enemigo hasta la destrucción del cuerpo, a fin de que el espíritu fuera salvo en el día del Señor Jesús. A pesar de su horroroso pecado, este hombre era considerado como perteneciente a la Casa de Dios, pero el apóstol podía disponer de él. Este acto a nadie era confiado sino solo a un apóstol; cuando ejercemos la disciplina para con el que pecó, no podemos decir nosotros que lo entregamos a Satanás. En la Primera Epístola a Timoteo, el apóstol dice que lo hizo él mismo, sin que le veamos unido a la asamblea para esto (1 Tim. 1:20). Cuando se había tratado de blasfemias contra la persona de Cristo, no había vacilado un instante, a fin de que aquel hombre aprendiera a no blasfemar. Quizás había pensado hacerlo también con el fornicario, pero parece que al final no fue el caso. He aquí el porqué: si lo hubiera hecho, la conciencia de los corintios no habría estado en juego, y ante todo se precisaba despertarla acerca del mal (v. 6). Esta falta de conciencia siempre es el carácter de los creyentes que andan según la carne. «No es buena vuestra jactancia». Aquellos a los cuales el Señor confió un testimonio, cuántas humillaciones podrían evitarse si no pensasen en sí mismos y no alimentaran su orgullo. Cuántas veces, habiéndonos estimado como algo, hemos estado en el fango, como los corintios se encontraban en aquel momento.

7.4 - La levadura: figura del pecado

«¿No sabéis que un poco de levadura hace fermentar toda la masa?» (v. 6).

Este pasaje, al que volvemos a hallar en Gálatas 5:9 a propósito de las ordenanzas de la ley, es empleado aquí en relación con la carne. Un pecado tolerado en la asamblea ejerce su influencia corruptora sobre el conjunto, lo mismo que el legalismo.

Por eso el apóstol dice: «Quitad la vieja levadura, para que seáis masa nueva, sin levadura como sois» (v. 7); y es así como Dios nos ve en virtud de la obra de Cristo. Todo esto es una alusión a la Pascua y a la fiesta de los panes sin levadura, en Éxodo 12. La sangre del cordero pascual había sido puesta sobre los postes y dinteles de las puertas y, cuando el ángel destructor pasó, perdonó a los hijos de Israel, porque Dios había visto la sangre. Pero la Pascua no era la fiesta; en sí solo era el punto de partida, como lo vemos en Números 28:16-17: «Pero en el mes primero, a los catorce días del mes, será la pascua de Jehová. Y a los quince días de este mes, la fiesta solemne; por siete días se comerán panes sin levadura». Lo mismo ocurre aquí: «porque nuestra Pascua, Cristo, ha sido sacrificada. Así que celebremos la fiesta» (v. 7-8).

En este pasaje no se trata de la Cena –memorial de la muerte de Cristo–, la que se ve en el capítulo 11 de esta misma epístola. Los que han comprendido el valor de la sangre de Cristo saben que en virtud de esta sangre están sin levadura delante de Dios y pueden presentarse ante él revestidos, como Cristo, de una santidad perfecta, pero deben procurar cuidadosamente que su andar terrenal corresponda al carácter que poseen en su presencia, y tienen capacidad para hacerlo. Deben celebrar los siete días de los panes sin levadura al atravesar este mundo. El número siete siempre es, en la Palabra, símbolo de plenitud, y aquí corresponde al tiempo completo de nuestra peregrinación. Si hemos comprendido el objetivo de Dios al rescatarnos por la sangre de Cristo, ¡qué motivo tendremos para que nuestra vida sea una fiesta continua, una fiesta de santidad práctica según Dios y para Dios!

7.5 - Nuestra conducta con los que pecan gravemente

El apóstol añade en el versículo 9: «Os escribí en la carta que no os relacionéis con fornicarios». Basándose en estas palabras, se ha pensado que el apóstol había escrito una primera carta que actualmente no conocemos. Este pensamiento es falso y tenemos la prueba de ello en el capítulo 4:6, donde el apóstol les exhorta a no pensar más de lo que está escrito; pero, además, la frase «os escribí» la hallamos constantemente en la primera epístola de Juan para designar el mismo escrito que les dirigía. Lo mismo ocurre aquí. En esta epístola es donde el apóstol señala a los corintios que no pueden juntarse o tener trato con los fornicarios. Esto no significaba que no pudieran tener tratos con los fornicarios de este mundo. Continuamente estamos en contacto con el mal; de lo contrario sería preciso “salir del mundo”. Pero si alguno que «se llama hermano… es fornicario… con ese no comáis» (v. 11). Este era uno de los caracteres de la disciplina que los corintios no conocían y el apóstol les enseña ahora lo que debían hacer.

Debemos obedecer esta palabra, comprender que, si alguno ha sido apartado de la asamblea, no podemos ni aun comer con él, a fin de que, al experimentar la exclusión en la que se encuentra, sea forzado a recuperar la comunión con la asamblea. Ha sido separado como malo y guarda este carácter hasta su rehabilitación [2].

[2] N. del Ed.: Es responsabilidad de la iglesia local apartar o excluir de la Mesa del Señor al que ha pecado gravemente (v. 9-13), a fin de impedir que participe en la Cena del Señor. Así, el que pecó no puede gozar de la comunión hasta que la disciplina produzca una profunda humillación. Solo entonces la iglesia podrá decidir acerca de la restauración del culpable y su consecuente participación de la Cena.

7.6 - La restauración es el propósito de la disciplina

Para la asamblea no se trataba de ejercer un juicio judicial sobre este hombre, sino de quitar la levadura de en medio de ella con vistas a la pureza de la Casa de Dios en este mundo. Si los corintios no lo hubiesen hecho, habrían perdido todo derecho a ser la asamblea de Dios en Corinto. A menudo, desgraciadamente, nos vemos llamados a ejercer esta disciplina; no la ejerzamos como un acto judicial, sino motivados por el amor, para que el creyente caído vuelva a hallar la comunión que perdió y para que la humillación que el Espíritu de Dios produzca en su alma le conduzca nuevamente al lugar del que tuvo que ser privado. Por otra parte, nunca manifestemos hacia el excluido ese falso amor que comprobamos a menudo, manteniendo una relación fraternal con él, lo cual revela nuestra indiferencia hacia el mal e impide de hecho que la disciplina produzca sus efectos sobre la conciencia. Esto no significa que no tengamos que averiguar los efectos producidos por la exclusión, que no debamos estar atentos a los primeros síntomas de un retorno al bien y animar en este camino al que cayó, a fin de que la obra de restauración sea completa. En la segunda epístola vemos que la exhortación oída por los corintios había producido gran celo en sus corazones, que al fin se habían humillado y que un bendito trabajo de restauración había tenido efecto en el alma del excluido. Entonces el apóstol cambia de lenguaje y exhorta a la asamblea a recibirle de nuevo, a fin de que no fuera consumido por demasiada tristeza.

8 - Capítulo 6

8.1 - Los santos deben juzgar al mundo

El capítulo 5 nos habla de la disciplina necesaria para que la santidad en la Casa de Dios pueda ser una realidad. Los corintios debían quitar al malo de entre ellos (v. 13). En el capítulo 6 el apóstol aborda otro mal, habitual entre los corintios y que lamentablemente también hallamos hoy a menudo entre nosotros. Un hermano agraviaba a otro y, para arreglar sus diferencias, iban ante un tribunal humano. El apóstol les reprende severamente. Les habla de cosas que sabían, pero que habían olvidado; no de las que ignoraban aún, pues ellos poseían suficientes verdades para saber cómo gobernarse de una manera que honrara al Señor Jesús en el mundo. «¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo?» (v. 2).

¿Cómo, pues, os haríais juzgar por este último, al cual vosotros habéis de juzgar? «Y si por vosotros es juzgado el mundo, ¿acaso sois indignos de juzgar pleitos más triviales? Aquí no se trata de la venganza ejercida por el Señor cuando salga del cielo con sus ejércitos, sino de un tribunal, de un acto judicial. El Señor, como nos lo muestran muchos pasajes, vendrá a sentarse en el trono de su gloria para juzgar a las naciones, y nosotros estaremos asociados con él en este juicio.

Además, «¿no sabéis que juzgaremos a los ángeles?» (v. 3). A menudo oímos que este pasaje se aplica a los ángeles que no guardaron su dignidad, «sino que abandonaron su propia morada», los cuales están reservados en prisiones eternas hasta el día del gran Juicio (Judas 6), o aun a Satanás y a sus ángeles que serán lanzados al fuego eterno preparado para ellos (Mat. 25:41). Pero aquí se refiere a que el trono judicial y gubernamental es confiado a los santos, y a que este trono está por encima de los ángeles. Si hay algún acto de gobierno respecto de los ángeles, Dios nos empleará para ejecutarlo.

Los ángeles son enviados como espíritus administradores en favor de los que serán herederos de la salvación. No es cuestión de darles una posición de supremacía; al contrario, están sometidos a la supremacía de aquellos a quienes el Señor ha asociado a su gobierno.

8.2 - Buscar hermanos sabios para juzgar nuestros asuntos

«¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? Cuánto más las cosas de esta vida. Así que, si tenéis pleitos sobre cosas de esta vida, poned por jueces a los que son de menos estima en la iglesia» (v. 3-4). La expresión «de menos estima» no significa que hayamos de escoger a hermanos que estén en un estado espiritual débil. Los que son «de menos estima» son aquellos que en la asamblea no tienen un lugar especial tal como lo ocupaban por ejemplo «Jacobo, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas» (Gál. 2:9). Estos creyentes de menos estimación, aunque no poseían un don especial, eran hombres sabios y entendidos, pues el apóstol dice: «¿No hay entre vosotros ningún sabio que pueda decidir entre sus hermanos?» (v. 5). Se precisaba que tales hombres tuviesen mucha prudencia, honestidad y sentido común, pero no eran hombres eminentes. Notemos cómo esto llegaba a la conciencia de los corintios. Su mayor pretensión era poseer la sabiduría según el hombre. Exaltaban a quienes ellos estimaban que tenían una posición superior en cuanto a la sabiduría, pero, cuando llegaban las dificultades más comunes de la vida, no había ni siquiera uno de todos sus sabios que juzgara el caso de dos hermanos que disputaban. ¡Oh, si tuviéramos más conciencia de estas cosas cuando –como puede ocurrir, pues la carne es por doquier la misma en las asambleas de los santos– vemos surgir una dificultad entre los hermanos! ¡Si comprendiéramos que estas funciones no incumben a los hermanos estimados por sus dones, y que no les toca a ellos arreglar estas diferencias!

8.3 - Los injustos no heredarán el reino de Dios

Aquí el apóstol exhorta a las dos partes. Dice a los que recibieron algún agravio: «¿Por qué no sufrís más bien la injusticia?» (v. 7).

A quienes lo cometen les dice: «Pero vosotros cometéis injusticias y defraudáis, y esto a hermanos» (v. 8). Las dos partes son juzgadas, la una porque no ha soportado la injusticia, la otra porque la hizo; sin embargo, en relación con la última, añade: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No os engañéis; ni fornicarios… ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni calumniadores… heredarán el reino de Dios» (v. 9-10). ¡Cuán serio es esto, amados! Estos casos de injusticia, de ultrajes, de embriaguez, ¿son desconocidos hoy en las asambleas de los cristianos? El apóstol los asimila al fornicario, del cual habló en el capítulo precedente (cap. 5:11). Ni unos ni otros heredarán el reino de Dios. Todos deben ser juzgados por la asamblea y son considerados como malos.

Semejantes palabras tienen suficientes motivos para espantarnos. No heredar el reino de Dios es ser excluido de su presencia; es no entrar en el cielo; es ser dejado en la tierra para sufrir el juicio. No olvidemos que la Palabra de Dios nunca atenúa la responsabilidad del cristiano. Pero hay un recurso, la gracia, y todos sabemos que sin ella no podríamos subsistir. Los creyentes que no son conscientes de su liberación se sirven de estas palabras como prueba de que, una vez salvos, pueden perderse de nuevo. Pero esto no es, de ninguna manera, lo que la Palabra nos dice, sino que, cuando ella nos coloca en presencia de nuestra responsabilidad, aprendemos que, si bien nuestros actos no nos dejan esperanza alguna de escapar del juicio, tenemos en el corazón de Dios los recursos de su gracia. Nuestra conciencia es tocada y entonces se produce la humillación; como Pedro, lloramos amargamente y decimos a Dios: “Tus juicios son justos”. Entonces Dios nos responde como a David: He hecho pasar de ti la iniquidad de tu pecado (2 Sam. 12:13). Entonces Él disfruta mostrando que cuando la injusticia del hombre lo había perdido todo, cuando el pecado abundó, la gracia de Dios sobreabundó.

8.4 - Nuestros cuerpos son para el Señor

Después de terminar con este tema, el apóstol aborda en el versículo 12 la segunda parte de este capítulo 6. En dos versículos enfoca la libertad cristiana. «Todas las cosas me son lícitas, pero no todas convienen». De esto se deriva nuestro deber como cristianos. Si no es útil para mis hermanos que yo use de mi libertad, no debo usar de ella. El Señor nunca hizo una cosa que no fuera útil para los demás. «Los alimentos para el vientre, y el vientre para los alimentos; pero Dios destruirá tanto a aquel como a estos» (v. 13). En el cielo no tendré ni viandas ni el órgano que las digiera. En el mundo hay cosas que tengo plena libertad de usar, pero que no perduran. Partiendo de allí, el apóstol muestra que hay cosas que perduran: «Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo». El cuerpo subsistirá. La conciencia de las personas paganas no era afectada por la fornicación, pero, después de su conversión, un cambio inmenso había tenido lugar: sus cuerpos habían sido rescatados, así como sus almas y espíritus. Por lo cual dice: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (v. 15).

¡Qué honor para el cuerpo del cristiano! En adelante forma parte de Cristo. Y el apóstol añade: «Dios resucitó al Señor, y a nosotros también nos resucitará por su poder» (v. 14). En este mundo no quedará nada de nuestros cuerpos mortales y corruptibles. Por un poder de vida que los hará salir incorruptibles del sepulcro, tendremos cuerpos gloriosos que serán nuestros cuerpos. Dado que, por la fe y el don del Espíritu Santo, formo parte de Cristo, mi cuerpo es uno de sus miembros. Nunca pensaremos lo suficiente en esta verdad. Formamos por completo parte de él, como nueva creación, pues las cosas viejas pasaron. Él confiere un honor a nuestro cuerpo, ya que lo rescató, como a todo lo demás, al precio de su sangre, pagado en la cruz. Al principio del cristianismo, falsos maestros enseñaban a los creyentes a no tener consideración para con su cuerpo y a no rendirle cierto honor (Col. 2:23), mientras que el Señor, al contrario, le confiere un gran valor, puesto que él lo resucitará incorruptible.

8.5 - Nuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo

El apóstol añade: «Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que cometa el hombre, está fuera del cuerpo; pero el que fornica, contra su cuerpo peca» (v. 18). ¡Contra su propio cuerpo! ¿Introduciré la suciedad en el Cuerpo de Cristo, del cual el mío es miembro? Nuestros espíritus, nuestros corazones, nuestras conciencias ¡cuán sensibles deberían ser a estas cosas! ¿Es posible que, estando unido íntimamente a Cristo, pueda tratar con ligereza la suciedad? Esta exhortación es de una importancia capital para los jóvenes que empiezan el camino de la fe y están expuestos a las concupiscencias de la juventud. Sería bueno que meditaran este capítulo y estuvieran vigilantes para no comprometer la pureza del Cuerpo de Cristo, sin hablar de que, por su conducta, se exponen al juicio de Dios y a la disciplina de la asamblea.

El apóstol, mencionando siempre las cosas que debían conocer, añade: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?» (v. 19).

De manera que nuestro cuerpo no solo es un miembro de Cristo, sino también el templo del Espíritu Santo. El Espíritu, ese don que hemos recibido directamente de Dios, puede, en virtud de la redención, habitar en este templo. El mismo Señor Jesús llamó a su cuerpo un templo; así nosotros, habiendo sido liberados del pecado por él, tenemos el derecho de considerar nuestros cuerpos de la misma manera que él consideraba el suyo. Naturalmente, en sí mismo, él era el Ser santo, lo cual nosotros no somos ni por asomo, pero en virtud de su obra nos ha purificado tan completamente que el Espíritu Santo puede venir a habitar en nuestros cuerpos. ¿Contristaré, pues, a este huésped divino con mi conducta, andando como el mundo, yo, que he sido sacado de él por la sangre de Cristo? ¿Viviré como aquellos cuyos cuerpos son residencia de Satanás?

¿Puedo tolerar cualquier impureza que sea, allí donde el Espíritu de Dios habita? Además, «no sois vuestros… habéis sido comprados por precio» (v. 20). Ya no me pertenezco; no puedo hacer más mi voluntad en este mundo; el Señor me ha comprado (¡y a qué precio!) a fin de que yo le pertenezca por entero y le sirva. El apóstol concluye: «Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo».

Así termina este importante capítulo que, como todos los demás, contiene una gran cantidad de exhortaciones prácticas para nuestra vida diaria. Dios quiere que andemos en una senda de separación práctica del mal, hasta el momento bendito en que no tendremos por qué velar sobre nosotros o ceñir nuestra ropa con el cinturón de santidad y de justicia (Efe. 6:14), sino que, como dijo alguien, ¡podremos dejarla flotar libremente en medio de una pureza absoluta, alrededor de Aquel que nos ha adquirido para sí, para siempre!

9 - Capítulo 7

9.1 - Un estado de alma peligroso

Hemos visto que, si bien los corintios ignoraban ciertas cosas, en cambio, sabían cantidades de otras; pero ellas no tenían efecto en su conducta diaria o en su vida de asamblea. De hecho, esto era aun más grave que si las hubiesen ignorado totalmente; por lo cual el apóstol les repite con justa severidad: «¿No sabéis?» (cap. 6:2-3, 9, 15-16, 19). No tenían en cuenta su estado de muerte en la carne, a la cual atribuían importancia; no estimaban haber sido crucificados «al mundo» (Gál. 6:14), pues, cuando se presentaban dificultades entre ellos, recurrían a su juicio. Tenían que ver con un mal moral en la iglesia y se enorgullecían en lugar de humillarse, para que la disciplina pudiese ser ejercida. En otras palabras, los primeros capítulos nos muestran que lo que les faltaba a los corintios era, cosa capital, tener conciencia de que la cruz de Cristo había terminado con el viejo hombre mediante el juicio. Ahora bien, al omitir este asunto primordial, tenían una gran cantidad de detalles sobre casos concretos para exponer al apóstol. Con todo, Dios se sirve de ello para enseñarlos en relación con el orden que conviene a la Casa del Señor.

Preguntaban si era preciso o no, tener relaciones conyugales; si los cristianos que tenían cónyuges paganos debían vivir con ellos y qué debían hacer con sus hijos; si, siendo uno siervo, debía permanecer en tal condición o liberarse; si uno tenía que quedarse soltero; si se podían comer cosas sacrificadas a los ídolos o si era preciso abstenerse de ellas. Dios responde a estas preguntas, interesantes en su lugar, pues se relacionan con la libertad cristiana; pero, siendo cuestiones de detalle, se habían apoderado del espíritu de los corintios en detrimento de las verdades esenciales y globales. Un estado de alma parecido se encuentra con frecuencia. En proporción con el debilitamiento espiritual estamos dispuestos a ocuparnos con asuntos que no nos ponen en contacto directo con la persona de Cristo. Se da una importancia exagerada al bautismo, a la manera exterior en que la Cena debe ser administrada, a la comida, a los vestidos, etc. Son cuestiones a las cuales Dios responde oportunamente, pues él tiene respuesta para todo, pero Satanás las aprovecha para desviar a las almas del Señor.

9.2 - La inspiración, la autoridad apostólica y el derecho del creyente espiritual a ser escuchado

Ahora bien, me impresiona ver la manera en que el apóstol trata estos asuntos en el capítulo 7. Del versículo 1 al 17 no habla como apóstol inspirado, sino simplemente como apóstol, es decir, como aquel que ha recibido de parte de Dios una autoridad. Esta no era inspiración, pero, dado su origen, él tenía derecho a ejercerla, ya que tenía la misión divina de arreglar una cantidad de asuntos en las asambleas (v. 17), como lo vemos también en las epístolas a Timoteo y a Tito. El apóstol da, pues, ordenanzas en virtud de su autoridad apostólica, la cual pone aquí en contraste con lo que dice de parte del Señor (v. 10), es decir, con la inspiración.

En la segunda parte de este capítulo (v. 25-40), Pablo habla a los corintios como un hombre que tiene autoridad espiritual entre los santos. «No tengo orden del Señor; pero doy mi parecer, como habiendo alcanzado misericordia del Señor para ser fiel» (v. 25). Puede ser que alguno se sienta tentado a decir: “En tal caso, no estoy obligado a obedecer”. ¡Cómo! ¿No estaríamos obligados a escuchar a un hombre que está manifiestamente dirigido por el Espíritu de Dios? Si no siguiéramos lo que nos dice, solo seríamos unos orgullosos que se estiman capaces de decidir algo mucho mejor que el apóstol, y olvidaríamos lo que Dios piensa del orgullo.

En cuanto a la inspiración, nos cuesta definirla y, si no estamos inspirados, probablemente nunca llegaremos a hacerlo. No obstante, sabemos que, en la inspiración, Dios revela sus pensamientos a hombres escogidos por él, quienes nos los comunican de una manera tan completa como los recibieron, guardándolos de toda mezcla de la carne. Él quiere que sus pensamientos, que tuvo a bien destinarnos, nos lleguen con toda su divina perfección.

Los diversos pasajes contenidos en este capítulo ilustran estas tres cosas:

  • La autoridad apostólica.
  • La inspiración.
  • El derecho del creyente espiritual a ser escuchado.

En el versículo 6 Pablo dice: «Esto lo digo como concesión, no como mandato». Por lo tanto, teniendo en cuenta la debilidad de los corintios, el apóstol no expresaba una orden formal, pese a tener la autoridad de Dios para hacerlo. En el versículo 17 él dice: «Así ordeno en todas las iglesias». Aquí hallamos esta autoridad que él ejercía por doquier en la Iglesia. En el versículo 25 expresa: «No tengo orden del Señor; pero doy mi parecer, como habiendo alcanzado misericordia del Señor para ser fiel». Habla como hombre espiritual que debía ser escuchado. En el versículo 40 dice: «Y pienso que yo también tengo el Espíritu de Dios». Estima que, como tal, debe ser escuchado.

Cuando llega a la inspiración, en el versículo 10 dice: «Ordeno, no yo, sino el Señor»; pero, en cuanto «a los demás os digo yo, no el Señor» (v. 12), distinguiendo así entre su palabra como apóstol y su palabra inspirada. Esta última es la palabra del Señor, salida de la propia boca de Cristo: «Por tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Mat. 19:5-6 y Marcos 10:6-9). En cuanto al matrimonio, el Señor menciona lo que ha sido declarado por inspiración desde el principio: Los dos «serán una sola carne» (véase Gén. 2:24); luego lo confirma con Su propia palabra (Mat. 19:5; Marcos 10:8), y lo establece aquí por la palabra inspirada del apóstol.

9.3 - La libertad cristiana y las relaciones terrenales

Este capítulo 7, que trata de vínculos y relaciones pertenecientes a nuestra vida terrenal, podría ser intitulado: “La libertad cristiana, determinada por una entera dependencia del Señor y de su Palabra”. El apóstol admite que las circunstancias difieren, que es legítimo tenerlas en cuenta y que cada cual es libre de juzgar para sí. A pesar de eso, cuando se trata del servicio del Señor, quisiera que todos los hombres fuesen como él (v. 7). Eso hizo que le dijera al rey Agripa: «¡Quiera Dios que, por poco o por mucho, no solo tú, sino todos cuantos hoy me oyen, lleguen a ser tales como yo soy, salvo estas cadenas!» (Hec. 26:29). Sin embargo, en lo que concernía al casamiento o a la vocación, no había ningún mal en obrar de manera distinta al apóstol, siempre y cuando fuera «en el Señor» (v. 39), teniendo cada cual «su propio don de Dios, uno de una manera, y otro de otra» (v. 7). El celibato trae consigo grandes peligros; el casamiento, grandes dificultades; que cada uno pese esto ante el Señor y se decida; ningún mal hay en tal decisión. El apóstol alivia el corazón de los corintios respecto a este pensamiento que les preocupaba; solamente la mujer no debía separarse de su marido ni el marido de su mujer.

9.4 - La conducta del creyente cuyo cónyuge es incrédulo

Había, sin embargo, relaciones menos simples, como por ejemplo la de una mujer cristiana con un marido pagano o viceversa (v. 12-17). ¿Debían separarse? Según la ley judía, debía ser así, como lo vemos en el último capítulo de Esdras: era preciso que el israelita se separase de la mujer extranjera, a fin de poder formar parte de la congregación santa, que era el pueblo de Dios.

El apóstol parte de este pensamiento para mostrar que, bajo el régimen de la gracia, las cosas eran exactamente lo contrario del régimen legal. Un marido cristiano no debía separarse de su mujer pagana, porque la mujer era santificada por el marido y viceversa. Al hablar de la unión de un creyente con una persona del mundo, el apóstol no piensa ni por un instante que el creyente haya contraído matrimonio después de convertirse. Al contrario, supone que la conversión del uno o del otro haya tenido lugar después del casamiento. Así, él no da libertad alguna para unirse a personas mundanas. Como el incrédulo es santificado por el cónyuge cristiano, los hijos nacidos de esta unión son santos y tienen derecho, por su posición, a formar parte de la Casa de Dios.

Recordemos que en estos capítulos se trata de la Casa de Dios y no del Cuerpo de Cristo [3]. Los hijos son colocados en una posición de santidad, son puestos aparte. Esta es una condición exterior que tiene relación con la tierra. Aquí no se trata de su salvación eterna, sino que son considerados como formando parte de la Casa de Dios en la tierra, a fin de tener parte en todas las bendiciones que en ella se hallan.

[3] N. del Ed.: Solo los verdaderos creyentes forman el Cuerpo de Cristo (1 Cor. 12:13, 27).

9.5 - La conversión no exige un cambio de condición social

A continuación, el apóstol aborda otro tema: ¿Cómo debían comportarse los creyentes con relación a las diversas condiciones en las cuales estaban en el momento de su conversión? En primer lugar, cuando uno es llamado, sea en la circuncisión o en la incircuncisión, dicho estado no importa, sino «guardar los mandamientos de Dios» (v. 18-19).

Después pasa a considerar el estado de esclavitud. El tema, que parece no afectarnos en la actualidad, al contrario, es de gran importancia para nosotros. Cuando somos llamados a la nueva vida, a menudo estamos en una condición dependiente en la sociedad (a causa del trabajo, por ejemplo). Quisiéramos sacudirnos el yugo, y este deseo viene a ser el punto de partida de muchas miserias en nuestra vida cristiana. ¿Se trata de esclavitud? Según parece, un cristiano debería desligarse inmediatamente de semejante vínculo. Pero el apóstol no aconseja que uno se escape de casa de su dueño; vemos que él mismo hizo volver a Onésimo, el esclavo fugitivo, a Filemón, su amo. El esclavo debía permanecer en el estado en que Dios lo había llamado. Pero si Dios le daba los medios para liberarse, debía emplearlos para lograr su liberación (v. 21-22). Con todo, lo importante es que cada uno «permanezca ante con Dios en el estado en que fue llamado» (v. 24).

9.6 - Casados o no, tenemos que estar ocupados en las cosas del Señor

Finalmente, los corintios habían interrogado al apóstol acerca de los que nunca habían tenido vínculos matrimoniales. Les da las indicaciones que un hombre espiritual como él podía dar, pues estimaba que también él tenía el Espíritu de Dios (v. 40). Les dice: “Que aquellos o aquellas que sean vírgenes no se casen». Sin estos vínculos podréis hacer muchas buenas obras, pues tendréis que agradar solo al Señor, lo cual es mucho mejor. Os doy este consejo, pero sois libres, absolutamente libres, de obrar según vuestro grado de fe, siempre que tengáis que ver con el Señor. Además: «El tiempo es corto» (v. 29). Desde la cruz, nos hallamos en un tiempo en que todo avanza rápidamente hacia el fin. Todo pasa; ¿qué es lo que subsistirá? No os embaracéis, pues, con lo que pueda trabar vuestra marcha hacia adelante”. Y nosotros aún podemos decirlo mucho más que el apóstol, pues nos hallamos muy cerca de la venida del Señor. ¿Queremos cargarnos con tantos bultos, atarnos con tantos vínculos que necesariamente desempeñan un muy gran papel en nuestras vidas? Ellos pasarán junto con la corta existencia a la cual van ligados. ¡Pues bien!, seamos como los que no están casados; no nos dejemos imponer, en nuestra carrera cristiana, aun las cosas más legítimas. Si tuviésemos este pensamiento siempre presente, ¡cuán preservados estaríamos de los intereses terrenales! Y si nuestros corazones están llenos de Cristo, tendremos que ver más con Dios; nos apegaremos más al Señor y a sus intereses; seremos más sencillos, más felices; estaremos más tranquilos; en lugar de sufrir toda la agitación del mundo que nos rodea, podremos atravesarlo con un verdadero reposo moral.

Estemos atentos a estas exhortaciones de un hombre, sujeto a las mismas pasiones que nosotros, quien era el hombre espiritual por excelencia, aun cuando no nos dé estos consejos como mandamientos, ni los establezca con su autoridad apostólica. Tengamos el oído atento para recibirlos y el corazón sumiso a los pensamientos expresados por aquel que podía decir: «Y pienso que yo también tengo el Espíritu de Dios» (v. 40).

10 - Capítulo 8

10.1 - ¿Se pueden comer las cosas sacrificadas a los ídolos?

En este capítulo, el apóstol responde a los corintios acerca de si podían comer cosas sacrificadas a los ídolos. Mediante esta pregunta el Espíritu de Dios va a alcanzar la conciencia de los corintios. Tal vez nos parezca que, como este tema no nos concierne, podríamos dejarlo de lado, pero vamos a ver que de ninguna manera podemos omitirlo. El apóstol empieza diciendo: «Sabemos», expresión del conocimiento cristiano, pues «todos tenemos conocimiento» (v. 1).

10.2 - El peligro del conocimiento sin el amor

Después introduce un paréntesis: «el conocimiento enorgullece, pero el amor edifica. Si alguien piensa saber algo, no conoce nada todavía como conviene conocerlo. Pero si alguno ama a Dios, este es conocido por él» (v. 1-3).

¡Aquí hay, pues, algo que nos concierne a todos! La cuestión de los ídolos es dejada de lado por un momento. Uno puede conocer muy bien la Palabra, exponer con claridad los detalles y el conjunto de ella, hallar la solución a las dificultades que presenta. Sin embargo, este conocimiento, que parece tan deseable, puede ser la fuente de orgullo espiritual, el peor de todos los orgullos. Precisamente este era el lazo en que se encontraban los corintios. Sus conocimientos, a los que todavía deseaban añadir elementos nuevos, los habían envanecido. El apóstol insiste muchas veces sobre este pecado. Cuando nos ocupamos en las cosas de Dios, no busquemos el conocimiento sin que nuestra conciencia esté en juego, pues «el conocimiento enorgullece». Si este es lo único que poseemos, marchamos hacia la ruina. Una sola cosa edifica: el amor, y si no somos conducidos por el amor, ninguna edificación es posible. En el capítulo 14 veremos que la edificación es el fin de toda acción en la Asamblea; una predicación que no edifica no vale nada, pues «el amor edifica» (cap. 8:1). «Si alguien piensa saber algo, no conoce nada todavía como conviene conocerlo» (v. 2); y el apóstol añade: «Pero si alguno ama a Dios, este es conocido por él» (v. 3). ¡Ser conocido por él! ¡Esto es, pues, aquello de que tengo necesidad como creyente! Preciso poseer el conocimiento que Dios tiene de mí: esto me saca de mí mismo. Son las miradas de Dios, y no las mías, las que me sondean y aprecian si en mi corazón hay algún afecto por él. En el Evangelio según Juan, después de la restauración del apóstol Pedro, el Señor le pregunta tres veces: «¿Me amas?» (Juan 21:15-17). Pedro estaba profundamente humillado; sin duda que en él había amor hacia su Salvador, pero respondió lo que un corazón humillado debía responder: «¡Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Se remitió al conocimiento de Dios, y no al suyo. Como deseaba que los ojos de Dios se dirigieran hacia su corazón, dijo: “Escudríñame y sondéame”. La triste experiencia que había hecho de sí mismo en el patio del sumo sacerdote le había mostrado que no veía claro, pero también que Cristo lo veía, y esto le bastaba. No nos dejemos llevar tras la búsqueda del mero conocimiento; sin el amor que edifica, el conocimiento se convierte en ocasión de caída.

10.3 - No hay más que un Dios

El apóstol añade: «Sabemos que el ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un solo Dios. Porque aunque haya los llamados dioses, sea en el cielo, o en la tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), para nosotros, sin embargo, hay un solo Dios, el Padre, de quien todo procede, y nosotros para él; y un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe, y nosotros por medio de él» (v. 4-6). Tal es el conocimiento cristiano. Pablo añade: «Pero no todos tienen este conocimiento» (v. 7). Había entre ellos personas salidas del paganismo que no habían captado que el ídolo no era nada en sí mismo, de manera que, cuando comían cosas sacrificadas a él, como no podían hacer abstracción del ídolo, sus débiles conciencias se sentían contaminadas. ¿Cómo debían comportarse los corintios frente a esos débiles? El apóstol da prescripciones al respecto. “Tú tienes plena libertad de comer cosas sacrificadas a los ídolos, pero si un hermano, para el cual un ídolo es algo, te ve comer, lo conduces en el mismo camino; su conciencia es contaminada, y, si has contaminado su conciencia, «el débil… el hermano… se perderá por tu conocimiento» (v. 11)”. Esto no quiere decir que el hermano haya perdido su salvación eterna, sino que yo soy responsable de haber conducido a mi hermano débil a tropezar y a dañar su vida espiritual. Dios es poderoso para sacarlo por su gracia, pero yo, por mi conocimiento, habré realizado un acto que hace naufragar a mi hermano. Por este acto, contra Cristo he pecado (v. 12).

Tal es el fin de este capítulo, el cual viene a ser esto: todas las cosas sean hechas para Cristo, en amor. Si es así, puedo estar seguro de que ello será para edificación de mi hermano, en lugar de serlo para destrucción.

11 -Capítulo 9:1-23

11.1 - Pablo defiende su apostolado

Si el capítulo que precede trata de la libertad en cuanto a los ídolos, este se refiere a la libertad en cuanto al ministerio o servicio. Notemos de paso que la palabra derecho o potestad en este capítulo y libertad en el capítulo precedente, son una sola y misma palabra (cap. 8:9; 9:4). Aquí tenemos la respuesta a la última pregunta dirigida por los corintios al apóstol. Entre ellos se hallaban personas que pretendían tener derechos análogos a los de Pablo (compárese con el capítulo 4) y ponían en duda aun el mismo valor de su apostolado. Los corintios que se habían convertido por medio de él se habían sentido con libertad para preguntarle sobre esto. En primer lugar, Pablo pregunta: «¿No soy apóstol?». Un apóstol estaba caracterizado por el hecho de haber visto al Señor; y Pablo lo había visto (v. 1). En cuanto al resultado de su obra, ellos eran la prueba más convincente (v. 1-3). Entre los creyentes, como siempre, había personas que de la asamblea hacían su mundo, procurando desempeñar en ella un papel, crearse una posición y usurpar una autoridad. Para lograrlo intentaban destruir la influencia de aquellos a quienes Dios mismo había establecido en su Casa. Cuando un hermano pretende ejercer una autoridad personal en la asamblea, necesariamente entra en conflicto con aquellos a los cuales el Señor se la confió. El apóstol aborda esta cuestión y muestra que él tenía los mismos derechos, la misma libertad que los demás apóstoles, el derecho de comer y beber, el derecho de casarse y llevar a su mujer con él.

¿Acaso solo Bernabé y él carecían del derecho a no trabajar? Los otros apóstoles no trabajaban, mientras que Pablo hacía tiendas; escogió un oficio de los más humildes, trabajó con sus manos para satisfacer sus necesidades y las de los demás.

¿No tenía derecho a esperar algún beneficio de su servicio? La misma Palabra de Dios enseñaba a los hermanos acerca de este punto: «No pondrás bozal al buey que trilla. ¿Acaso se ocupa Dios de los bueyes…?» (v. 9). De hecho, en este pasaje de Deuteronomio (cap. 25:4) había una alusión directa a la obra de los que trabajaban para el Señor. No obstante, el apóstol había renunciado a todas estas ventajas. Tenía amplia libertad, en cuanto a su ministerio, de usar los derechos que Dios confería a los que se dedicaban al Evangelio, pero se había privado de ellos y no quería ver anulada su gloria. ¡Ay de él si no cumplía con sus obligaciones!, pero su gloria estaba ligada al Evangelio, porque su corazón estaba lleno de él; su gloria consistía en predicar el Evangelio de balde, en no cargarle nada a sus expensas. Lo quería tan libre como él mismo, y toda su vida había tenido esta dirección.

11.2 - Ganar a todos por el Evangelio

Desde el versículo 19 añade aún otro punto. Él era libre, enteramente libre, pero se había hecho siervo de todos. Es uno de los hermosos rasgos del carácter de este querido siervo de Dios: nunca había pensado en sí, mientras que otros, atacando su apostolado, procuraban elevarse sobre sus escombros. No intentaba defenderse; solo tenía un pensamiento: ganar la mayor cantidad posible de personas por el Evangelio. Cuando tenía que ver con los judíos, era como un judío; se había hecho de todo para todos, a fin de salvar a algunos (v. 21-22).

¡Cuántas veces oímos citar estas palabras para justificar la mezcla de los cristianos con el mundo! No es preciso apartarse de él –se dice–; el mismo apóstol se hacía todo para todos y nosotros somos llamados a obrar como él a fin de ganar el mundo para Cristo. La Palabra de Dios no contiene semejante pensamiento. El apóstol estaba completamente separado del mundo y de todas las ventajas que este le pudiera ofrecer; las consideraba todas como basura para ganar a Cristo. Cuando se trataba de ganar almas, él se hacía todo para todos, completamente libre respecto de judíos, griegos, bárbaros, etcétera, pero sometiéndose a todos para conducirlos a Cristo. No se colocaba a sí mismo bajo la ley para ganar a los judíos, sino que los tomaba en su propio terreno (el de la ley de Moisés), a fin de convencerlos de pecado. Por eso iba de sinagoga en sinagoga, llamándolos «hermanos» (Hec. 13:26 y 38; 22:1; 23:1, 6; 28:17), invocando la autoridad de las Santas Escrituras del Antiguo Testamento, a las que ellos reconocían como la Palabra de Dios. Les anunciaba al Mesías, a quien esperaban y les mostraba, por la ley y los profetas, que este Mesías era el Cristo. En Atenas Pablo estaba sin ley y predicaba al Dios creador, a fin de conducir las almas a Cristo, a un «Dios desconocido» (Hec. 17:23); a los romanos predicaba la justicia, la templanza y el juicio venidero a fin de alcanzar sus conciencias y hacerlos recurrir a un Salvador; entre los creyentes de Corinto se había hecho débil a fin de ganar a los débiles por la cruz de Cristo.

Por cierto, no podemos en manera alguna asociarnos con el mundo para ganar al mundo, puesto que le somos crucificados; pero podemos atravesarlo con el espíritu del apóstol, a fin de que de todas maneras salvemos a algunos; «Todo lo hago por el evangelio, para hacerme copartícipe de él» (v. 23). Por así decirlo, Pablo veía en el Evangelio una persona para la cual trabajaba y sufría; se identificaba con todo lo que le ocurría. ¡Quiera Dios que sintamos esto, como el apóstol! Que el Evangelio de Cristo, a saber, el mismo Cristo, tenga tal lugar en nuestros corazones, que sea el motivo de toda nuestra vida aquí en la tierra. Somos llamados a ser copartícipes con él, tal como el apóstol lo dice al principio de la Epístola a los Filipenses, alabándolos mucho al respecto. Si el Evangelio sufre en este mundo, ¿están nuestros corazones unidos a él de tal manera que sintamos el oprobio del cual está cubierto? Si asistimos a sus progresos, ¿nos gozaremos? Dios nos llama a eso. Cada uno de nosotros puede tener parte en el anuncio de estas «Buenas Nuevas», sea con sus palabras, sus oraciones, su simpatía, sus servicios, y apreciar su importancia en estos tiempos difíciles. Quiera Dios que estimemos al Evangelio mucho más de lo que nuestros corazones, fácilmente livianos y mundanos, nos lo hacen estimar habitualmente.

12 - Capítulos 9:24 a 10:13

12.1 - La profesión cristiana

Hemos terminado el primer gran tema de esta epístola: el orden que conviene a la Casa de Dios. Hallaremos, a partir del capítulo 10:14, el orden que conviene a la Iglesia como Cuerpo de Cristo; pero antes, el corto pasaje que hemos leído introduce una cosa intermedia muy importante, que no es propiamente ni la Casa, ni el Cuerpo, sino la profesión cristiana [4] la cual ya se estaba formando entonces y llena hoy el mundo civilizado.

[4] N. del Ed.: La profesión cristiana (o cristiandad profesa) abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo–, sean personas aún perdidas, las que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profeso, hablamos de una persona que solo tiene la apariencia del cristianismo, pero sin tener la vida, sin la posesión de la salvación.

12.2 - El estudio de la Palabra

La división en temas, que hemos mencionado, tan simple y lógica, por así decirlo, la encontramos una y otra vez en las Escrituras. Citemos el Apocalipsis, libro poco comprendido en su conjunto, aunque es el escrito bíblico, cuyos temas son los más repartidos; citemos también el profeta Isaías, en el cual el Espíritu tiene cuidado en señalar las diferentes partes de una forma llamativa; por último, citemos los salmos, agrupados y subdivididos de manera que nos evite una falsa interpretación. Lo mismo ocurre con otros libros, solamente que a veces se precisa más atención para penetrar su estructura. Al estudiar la Palabra, el plan general se vuelve más familiar para uno. No es suficiente, en efecto, leer la Biblia sin estudiarla, pues esto sería tratarla irrespetuosamente y exponerse a no entender el pensamiento de Dios. Es preciso aprender a exponer «justamente» (manejándola acertadamente), como dice el apóstol a Timoteo (2 Tim. 2:15, V.M.). Recomendamos este estudio de la Palabra a los que se inician en el camino de la fe; debe ser hecho bajo la mirada de Dios, con dependencia del Espíritu Santo y con oración. Estas tres cosas nos capacitarán para apropiarnos estos tesoros. Dedicarse a ellos superficialmente es un medio seguro para no conocerlos. Por cierto, nuestro conocimiento es parcial, pero, haciendo progresos, vamos hacia la perfección, hacia el momento en que lo que es en parte habrá desaparecido, cuando conozcamos al Señor como hemos sido conocidos por él. Este progreso se ha comparado a una lámpara, situada al final de un largo y sombrío corredor. A medida que avanzamos hacia este foco de luz, recibimos más claridad y, cuando al fin lo alcanzamos, podemos tenerlo entre las manos y poseerlo por entero. Así camina el cristiano hacia Cristo. Todo hombre que profesa pertenecerle es responsable de alcanzarlo. El apóstol, en el pasaje que hemos leído, habla primeramente de esta responsabilidad (v. 24-27), ofreciéndose como ejemplo. Él no la trata a la ligera. Los corintios deberían haber sabido eso, pero no andaban según tal conocimiento.

12.3 - Correr por el premio

El apóstol expone ante ellos la necesidad de que la vida cristiana sea un testimonio real y público ante el mundo. En efecto, para el cristiano hay una vida interior y un testimonio público; de este último él habla aquí. Toma el ejemplo de los juegos olímpicos, los que consistían en ganar el premio en la carrera o en la lucha cuerpo a cuerpo y esto en público, a la vista de todos. Asimismo, nuestro testimonio público ante el mundo consiste en estas dos cosas. En el capítulo 3 de Filipenses, el apóstol dice que prosigue a la meta, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús. Esta vocación es la de ser santos e irreprochables ante Dios, en amor, como Cristo. La esperanza de la vocación (Efe. 1:18) será alcanzar ese estado cuando tengamos ese carácter, no solamente en Cristo, como lo tenemos ahora, sino con Cristo cuando estemos en su misma gloria. Hemos de correr en el estadio a fin de ganar el premio; para alcanzarlo y no dejarnos relegar, necesitamos correr como si uno solo pudiera obtenerlo. El apóstol rechazaba como basura todo lo que pudiera obstaculizar esta carrera. ¡Basura! ¿Consideramos las cosas de este mundo –sus ventajas, sus tesoros y también sus vanidades– como otras tantas redes tendidas para atraparnos, como otras tantas cargas que rechazar?

Cuando un soldado recibe la orden de tomar una posición o fortificación, deja su equipaje en la parte baja de la cuesta, sin pensar que pueda perderlo. Recordemos que debemos correr en presencia de miles de testigos. Para no estar llenos de confusión, precisamos no solo este esfuerzo al que la Palabra llama «virtud» (2 Pe. 1:5), sino también la paciencia, un corazón libre, ojos fijos invariablemente en la meta, que es Jesús. Sin duda, gran número la alcanzará de hecho, gracias a Dios, pero cada uno de nosotros debe pensar que solo hay un premio y correr como si una sola persona debiera ganarlo. ¡Qué celo debe producir tal pensamiento!

12.4 - La lucha victoriosa

Además de la carrera está la lucha, nuestro combate contra las potestades espirituales. No nos dejemos detener por la fatiga, el desánimo o el mundo; no nos dejemos debilitar en el combate por las trampas que el enemigo nos tiende sin cesar. Una de las condiciones preliminares de la victoria es abstenerse de todo (v. 25); es preciso estar preparado para el combate antes de entrar en el estadio. El régimen es una cosa penosa que exige una atención sostenida, un renunciamiento continuo y una vigilancia constante sobre nosotros mismos. A costa de esto recibimos, como recompensa del combate, una corona incorruptible. El apóstol había cumplido con los requisitos de una manera fiel, y podía decir al final de su carrera: «He combatido la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe; por lo demás, me está reservada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su aparición» (2 Tim. 4:7-8).

Aquí, él se ofrece como modelo (v. 26). Su combate era real, no se trataba de un simulacro, como nos lo prueba su carrera apostólica. Luchaba lo mismo si se trataba de hostilidad humana o si se enfrentaba a las tentaciones de Satanás para apartar a las almas de Cristo. Cuando se ponía en entredicho la verdad del Evangelio, y el enemigo procuraba destruirla conduciendo a las almas a ponerse bajo la ley, o cuando pretendía anular la cruz de Cristo poniendo a los corintios bajo la servidumbre de los principios de este mundo, este enemigo siempre hallaba en su camino al apóstol, cerrándole el paso. Para librar tamaña lucha, Pablo vivía a régimen: mortificaba y sojuzgaba su cuerpo, no cediendo nada a la carne y dominándola mediante la energía del Espíritu Santo, pues él sentía toda la responsabilidad de la profesión cristiana. Él no dice: “No sea que después de haber creído”, sino: «No sea que habiendo predicado a otros, yo mismo quede descalificado» (v. 27), pues aquí se trata de la profesión y no de la fe; de la responsabilidad y no de la gracia.

Es posible que una persona haya recibido dones notables y que se sirva de ellos; incluso que, por medio de ellos, Dios convierta almas, y después de todo esta persona no sea convertida. El apóstol, como siempre cuando habla de la responsabilidad, usa términos tan absolutos como sea posible. Poseer dones, tener un ministerio público, predicar a los demás, sin realidad para sí mismo, sin juicio ni renunciamiento de sí ante Dios, en otras palabras, sin la vida interior que corresponde a la profesión, no tiene valor alguno. No procuremos eludir –como a menudo se hace– el valor del término reprobado. Un reprobado es un hombre rechazado por Dios, condenado a las penas eternas. Esto no quiere decir que el apóstol dudaba de la perfección de la gracia, pero se tomaba en serio su carrera, su lucha, su testimonio y consideraba la solemnidad de todo esto.

Después de haberse ofrecido como ejemplo de su profesión, aborda el tema de la cristiandad profesa. Repetimos que, contrariamente a lo que se dice a menudo, no existen dos géneros de profesión, una verdadera y otra falsa; solamente hay una, pero, como en la parábola de las diez vírgenes, esta puede estar o no acompañada por la vida de Dios. Vamos a hablar de la falta de valor de la profesión cristiana sin la vida, pero mi deseo es que comencemos como el apóstol: apliquemos primero la realidad de la profesión cristiana a nosotros mismos antes de aplicarla a otros.

12.5 - El ejemplo de Israel

En el capítulo 10 (v. 1 al 4), el apóstol aborda esta pregunta: ¿Qué es la profesión cristiana y qué derecho da a la salvación eterna? En respuesta, pronuncia el juicio más completo sobre la cristiandad profesa. Toma el ejemplo del pueblo de Israel y lo aplica a lo que ha salido del cristianismo. Israel había partido de Egipto para alcanzar la tierra de Canaán, conducido por la nube que desde un principio lo protegía de día y lo alumbraba de noche. El Dios de gloria estaba allí. Todos habían pasado a través del mar Rojo, símbolo de la muerte de Cristo bajo el juicio de Dios. Estas dos cosas, la nube y el mar, pertenecen tanto a la cristiandad profesa como a Israel según la carne: la presencia de Dios y el conocimiento de la salvación que se obtiene por la sangre del Salvador. «Y todos fueron bautizados a Moisés en la nube y en el mar» (v. 2).

Israel tenía una clase de bautismo que la Palabra asimila al bautismo cristiano. Todos habían sido bautizados por Moisés, su jefe, es decir, habían llevado sobre sí el sello de Moisés, así como el profeso lleva la marca de Cristo. Israel lo había tomado en la nube y el mar; la profesión cristiana reconoce como Señor a un Cristo viviente que la protege y le da luz; un Cristo muerto, por el cual es bautizada, pues notémoslo bien, el bautismo no es otra cosa que el signo de la profesión cristiana. Israel había tenido el maná y el agua de la peña; espiritualmente, estas cosas representan al Hijo de Dios y al Espíritu Santo descendidos del cielo, el uno para alimentar al pueblo, el otro para apagar su sed. Estas bendiciones corresponden también a la cristiandad, pues está escrito que «gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo» (Hebr. 6:4). Notemos que aquí no habla de sacrificios judíos, tipos de la redención, ni de comer la carne, ni de beber la sangre de Cristo, lo cual implicaría la vida eterna. Ahora bien, estos privilegios exteriores ¿alcanzaron a salvar a Israel o salvarán a la cristiandad profesa? De todos los hombres adultos salidos de Egipto, solamente dos de ellos, hombres de fe, atravesaron el Jordán para entrar en la tierra prometida.

¿Qué había provocado la cólera y el juicio de Dios contra este pueblo?:

  • Habían codiciado cosas malas (1 Cor. 10:6).
  • Habían sido idólatras. Aquí el apóstol no cita el becerro de oro, sino el festín que lo acompañó, lo cual puede también caracterizar a los cristianos profesos: «Se sentó el pueblo a comer y a beber, y se levantó para divertirse» (v. 7).
  • Habían cometido fornicación con las hijas de Moab, con los enemigos de Dios (v. 8).
  • Habían tentado al Señor (v. 9).
  • Habían murmurado (v. 10). Todo esto ¿no se aplica también a la cristiandad profesa, la que será juzgada con igual juicio que Israel?

12.6 - Ejemplo y advertencias para nosotros

Fijémonos en las palabras del apóstol: «Estas cosas les acontecían como ejemplos, y fueron escritas para advertirnos a nosotros» (v. 11).

Ahora está hablando, no con meros profesos, sino con los que tienen la vida de Dios. Cada cual es llamado a preguntarse: “¿Es este mi caso? ¿Codiciará mi corazón cosas malas? ¿Hallo mi gozo en el disfrute de las cosas materiales? ¿Dudo del amor de Cristo? ¿Estoy disgustado por encontrar la prueba en mi carrera?” Vigilemos. El juicio de Dios alcanza a los que siguen este camino. Todo el tema de nuestra responsabilidad vuelve a colocarse ante nosotros y, si el apóstol nos habla de la suya, ¿es acaso la nuestra menor? Si la profesión cristiana, si la cristiandad, a pesar de las innumerables bendiciones con que Dios la ha colmado, debe caer bajo su juicio, su suerte ¿no nos servirá de advertencia a nosotros, «para quienes el fin de los siglos ha llegado»? (v. 11). Notemos que siempre es así. No somos llamados a pronunciar juicio sobre la cristiandad; es un asunto que corresponde solo a Dios; pero lo que él quiere es que apliquemos estas verdades a nuestro estado y que nos preguntemos: Nosotros, que poseemos la vida divina y el Espíritu de Dios que ha venido a morar en nosotros, ¿nos contentaremos con apariencias, colocándonos al mismo nivel que una profesión sin vida? Si hemos comprendido la gracia de Dios, terminaremos resueltamente con todas estas cosas, como el apóstol Pablo. Desde la muerte de Cristo, los fines de los siglos nos han alcanzado (v. 11); en la cruz ha sido llevada por nosotros la responsabilidad del hombre pecador; hemos entrado como cristianos en una nueva esfera de bendiciones celestiales, pero hemos de ser conscientes de esta posición, y nuestra responsabilidad como cristianos permanece por entero. Cuán importante es para nosotros considerar seriamente que no podemos circunscribirnos a una conducta exterior, más o menos correcta, como profesos sin vida, sino que nuestro estado interior tiene que responder a una realidad viviente. Quiera Dios que todo esto se produzca en cada una de nuestras almas. Si sentimos lo mucho que hemos faltado a nuestra responsabilidad, digamos humillados ante el Señor: ¡Contra ti hemos pecado! (Sal. 51:4). Sin embargo, queda una sola cosa con la cual podemos contar: Dios es fiel (v. 13). En su gracia me ha conducido a Él. Deberé hacer toda clase de experiencias si, como los corintios, no he empezado por el juicio completo de mí mismo en la cruz; pero su gracia no puede cambiar; es poderoso para restaurarme; solo en él puedo apoyarme. ¿Me fallará? ¡Jamás! Si abandono un instante solamente su mano, caeré, ¡y cuántas caídas vergonzosas, que a menudo repercuten en la vida del creyente, provienen de que, al confiar en sí mismo, ha abandonado el firme y poderoso brazo que tiene la única fuerza para sostenerle!

13 - Capítulo 10:14-33

13.1 - El orden y el organismo de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo

El final del capítulo 10 y los siguientes nos colocan ante un nuevo tema: el orden y el organismo de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Para el «Cuerpo», como para la «Casa», la Epístola a los Corintios difiere mucho de la dirigida a los Efesios. Esta última nos muestra la Iglesia que crece para ser un templo santo en el Señor, de la cual habla como de una morada de Dios en Espíritu; nos la muestra también como un Cuerpo unido a su Cabeza glorificada en el cielo. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo según los eternos consejos de Dios. En fin, esta misma Epístola a los Efesios habla de la Iglesia como esposa de Cristo, siendo uno con él, siendo ambos una sola carne, aunque la Esposa le esté sumisa. Es la Esposa tal como Cristo la ve, pero él la purifica aquí a fin de presentársela santa y sin defecto en la gloria.

Por el contrario, como hemos visto, la Epístola a los Corintios considera a la Iglesia como una casa edificada por el hombre, responsable de los materiales que introduce en ella y del orden que debe reinar allí. Si la consideramos desde el punto de vista del Cuerpo de Cristo, esta epístola nos presenta también algo muy diferente de lo que nos presenta la dirigida a los Efesios. Vemos en ella el Cuerpo (así como la Casa) desde el punto de vista de su responsabilidad, de la manera que debe funcionar para manifestar a Cristo aquí en la tierra. Este pensamiento se desarrolla hasta el final del capítulo 14. Es preciso que la Iglesia o Asamblea manifieste el funcionamiento y la unidad que corresponden al Cuerpo de Cristo. Comprenderemos fácilmente la inmensa importancia práctica de este punto de vista, pues, aunque fuésemos solo tres o cuatro, estamos encargados de representar la unidad del Cuerpo de Cristo y de mantener el orden que corresponde a esta unidad.

13.2 - La Mesa del Señor

Por eso el papel asignado a la Mesa del Señor es tan notable en los versículos 14 al 22 del capítulo 10. Se trata, en primer lugar, de establecer que hay, en este mundo, una manifestación de la unidad del Cuerpo. Esta unidad existe; no tenemos que hacerla. En la Epístola a los Efesios nos es dicho que hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu (Efe. 4:4); es lo que Dios ha hecho. Pero estamos en la tierra y hemos de manifestar esta unidad ante el mundo. De hecho, solo hay un lugar donde esto puede ser realizado: la Mesa del Señor. El solo pan que tenemos sobre la Mesa del Señor, del cual participamos todos, es el signo visible de que todos somos un solo Cuerpo. Que el mundo quiera o no verlo, no cambia la realidad. Hay en la tierra un testimonio, el único que puede ser dado acerca de esta unidad, un testimonio establecido por Dios. Esto es lo que en parte confiere valor a la Cena del Señor para nosotros (aquí no hablamos aún de la Cena como memorial, presentada en el capítulo 11:23-26). Nunca debemos olvidar esto. Si no nos reunimos alrededor de la Mesa del Señor para participar de este solo pan, mostramos una indiferencia culpable en relación con la manifestación de la unidad confiada a nuestra responsabilidad.

Pero, al leer estos versículos, podemos darnos cuenta de otro hecho, y es que podríamos estar reunidos alrededor de esta Mesa, como cristianos, sin manifestar la unidad del Cuerpo. Creo que este hecho es importante y habla a la conciencia. Una asamblea como la de los corintios, moralmente dividida, en pésimo estado espiritual, llena de rivalidades, de querellas, sin unión práctica, ¿puede pretender manifestar la unidad en la Mesa del Señor? Imposible. «Como a sensatos os hablo; juzgad lo que digo» (v. 15).

Si la Mesa del Señor es la expresión de la unidad del Cuerpo de Cristo, no tenemos ningún derecho a decir que poseemos esta Mesa y manifestamos esta unidad, si prácticamente estamos desunidos. Pues, notémoslo, toda esta epístola trata, no de lo que hay en los consejos de Dios, como la dirigida a los Efesios, sino de nuestra responsabilidad y de la manifestación práctica de lo que Dios ha establecido. Por lo tanto, podemos perder, pues, por nuestra culpa, el inmenso privilegio de anunciar la verdad capital de que hay en este mundo un Cuerpo de Cristo, del cual todos los cristianos, unidos, forman parte. Gracias a Dios, este Cuerpo siempre es uno a sus ojos, pero, si somos infieles, no podrá serlo a los ojos del mundo, y ¡qué pérdida resultará para el Señor y para su testimonio!

13.3 - La copa de bendición

En el versículo 16 está dicho: «La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?»

A propósito de esto quisiera hacer notar que la comunión tiene dos caracteres. En la Primera Epístola de Juan, en el capítulo 1, hallamos que, en virtud de poseer la vida eterna, nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (1 Juan 1:3). La comunión nos es presentada como un gozo y una parte común con el Padre y el Hijo. Gozamos del Hijo tal como el Padre goza de él, y gozamos del Padre como lo hace el Hijo, y podemos participar en todo lo que es la porción de ellos. En nuestro capítulo, la comunión es la participación de los creyentes, en común, en todas las bendiciones que nos han sido conferidas por la sangre de Cristo. Es una noción de un alcance menor que la de Juan y, sin embargo, es una bendición inmensa. En primer lugar, hallamos la copa, y a continuación el pan, pues la sangre de Cristo es la que nos introduce en todas estas bendiciones. Por su sangre somos rescatados, justificados y santificados, por ella hemos obtenido la paz, por ella entramos en el santuario, por ella somos conducidos a Dios, somos capacitados para permanecer en su presencia sin conciencia de pecado. En otras palabras, la sangre de Cristo es siempre el punto de partida [5] y la fuente de todos nuestros privilegios. La copa es una copa de bendición. Tenemos comunión con esta sangre, es decir, tenemos el gozo, y esto en común, de todo lo que ella nos aporta. ¿Cómo no bendecir esta copa entonces?

[5] N. del Ed.: El orden bíblico para la Cena del Señor es: participar del pan y después de la copa (1 Cor. 11:18; Mat. 26:26-27, etc.). Sin embargo, en nuestro texto se nos habla primero de la copa para establecer cuál es la fuente de nuestros privilegios: «La sangre de Cristo».

13.4 - Un solo pan

«El pan que partimos» (v. 16) es la comunión del Cuerpo de Cristo. Tenemos una participación en común con este Cuerpo y nos identificamos con él. Cuando el único pan es puesto sobre la mesa y lo partimos, manifestamos en común que, todos juntos, formamos parte de un solo Cuerpo; manifestamos la unidad. En el capítulo 11, la sangre y el cuerpo representan, ambos, la muerte (la sangre separada del cuerpo). Cuando tomamos parte en la Cena, anunciamos la muerte de Cristo y hacemos memoria de él y de sus sufrimientos.

No entraré en muchos detalles acerca de lo que sigue. El apóstol pone la Mesa del Señor en comparación con el altar judío y en oposición con la mesa de los demonios (v. 21). Entonces nos muestra que, si el ídolo no es nada en sí, tras el ídolo se esconden los demonios –cosa grave– y él no quiere que los cristianos se sienten a la mesa de los demonios. El pagano tiene comunión con los demonios; el judío, que toma parte en los sacrificios, tiene comunión con el altar; el cristiano, que tiene parte en la Mesa del Señor, tiene comunión con Cristo.

¿Le damos la suficiente importancia a la necesidad de manifestar la unidad del Cuerpo de Cristo, o haremos como el mundo, yendo donde mejor nos parezca? ¡Seamos inteligentes y no provoquemos a celos al Señor! (v. 22).

13.5 - Hacer todo para la gloria de Dios

Los versículos 23 al 33 nos exhortan a no buscar cada cual su propio bien, sino el del otro. Es la consecuencia natural del hecho de que somos un solo pan, un solo Cuerpo. El apóstol termina diciendo: «Sea que comáis, o que bebáis, o cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios» (v. 31).

Consideremos un poco este párrafo. Un creyente que tiene una conciencia delicada e indecisa se pregunta a menudo: “¿Está mal hacer esto o aquello?” Yo no puedo contestarle, pero en la Palabra de Dios hallará una regla perfecta, la que se adapta a todas las circunstancias de su vida, a la comida, a la bebida, al reposo, a la actividad, a la casa, al viaje, a una invitación, a una fiesta, a las relaciones con el mundo, en fin, a todo; y esta regla es la gloria de Dios. ¿Cómo puedo hacer estas cosas para gloria de Dios? Imitando al Señor, el cual es la medida (la medida de esta gloria como hombre en este mundo). «Sed imitadores míos» –dice el apóstol Pablo– «así como yo lo soy de Cristo» (cap. 11:1). Si se parte de esto, todo es sencillo y fácil. Cuando echo mano a esta regla, ella me dirige sin vacilaciones, sin inquietudes de conciencia; se convierte en manantial de toda la conducta del cristiano en este mundo. Se dice, asimismo: «Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col. 3:23). Lo que hago, ¿está bien o mal? ¿Lo hago para él? Si, por ejemplo, entro en tal o cual casa, si hago tal o cual visita, ¿es para Cristo? Si para visitar a alguien debo excluir al Señor, ¿podré admitirlo? ¿No haré mejor renunciando? Ciertamente. No puedo dejar a mi Señor en la puerta, como se deja el abrigo en el vestuario. Cristo merece otro lugar. Si tiene este lugar en mi corazón, es preciso que lo lleve conmigo.

De esta manera, nuestras más simples relaciones son absolutamente bien arregladas. Quiera Dios que podamos responder a sus pensamientos en relación con esto. Si es así, todo irá bien en nuestra vida, y Dios será glorificado.

14 - Capítulo 11

14.1 - La mujer tiene que cubrirse la cabeza

Ahora el apóstol aborda un tema que, a primera vista, parece secundario, el cual los corintios probablemente habían suscitado. La mujer, ¿debe orar con la cabeza cubierta, o no? Es un pequeño detalle, mas al cual Dios concede una gran importancia. Sin duda, era preciso que los corintios lo conocieran, pues el apóstol dice: «Quiero que sepáis» (v. 3). A menudo me he preguntado, ¿por qué este detalle nos es dado en este lugar? La respuesta es que, cuando se trata de la gloria de Cristo, nada carece de importancia a los ojos de Dios. Él se interesa en cuanto a si una mujer ora con la cabeza descubierta o cubierta. Esto atañe, en figura, a la relación de Cristo con la Iglesia, del Esposo con la Esposa. Además, hallamos aquí, bajo otro carácter, la relación de la cual habla la Epístola a los Efesios, capítulo 3:10: «Para que ahora sea dada a conocer a los principados y a las potestades, en los lugares celestiales, la multiforme sabiduría de Dios, por medio de la iglesia»; y «La mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles» (1 Cor. 11:10).

Así, cuando los ángeles tienen los ojos puestos sobre la mujer sumisa a su marido, ven y consideran la diversa sabiduría de Dios. Él ha querido darles, mediante el espectáculo de la mujer que lleva la cabeza cubierta, un ejemplo de sumisión de la Esposa a su Esposo, de la Iglesia a Cristo.

Tal es la razón, no tengo duda alguna, por la cual esta pregunta nos es formulada aquí, aunque se trate de un detalle particular de la conducta de las mujeres en las asambleas.

El apóstol da tres razones para que la mujer permanezca cubierta. Halla la primera en la creación: «El hombre no procede de la mujer, sino la mujer del hombre, y de hecho el hombre no fue creado a causa de la mujer, sino la mujer a causa del hombre» (v. 8-9). La segunda en la naturaleza: «¿La naturaleza misma no os enseña que si el hombre lleva la cabellera larga, es una deshonra para él?» (v. 14). La naturaleza es requerida como testigo de que la mujer debe tener en su cabeza la señal de sumisión al marido.

¡Cuán poco de acuerdo está todo esto con las ideas feministas de hoy en día! Por doquier hallaremos mujeres dispuestas a discutir, pues esto les place más que ocupar un lugar de dependencia. El apóstol les da, para cerrarles la boca, una tercera razón: la costumbre. «Pero si alguno cree poder discutir, nosotros no tenemos tal costumbre, ni las iglesias de Dios» (v. 16). Un cierto orden, una cierta decencia dependiente de la costumbre deben ser observados en las asambleas de Dios. Se trata, pues, no solamente del lugar dado a la mujer en la creación, y según la naturaleza, sino también del orden en la Iglesia, de lo que conviene a la Asamblea en relación con Cristo.

El apóstol añade en el versículo 11: «Pero en el Señor, ni la mujer es sin el hombre, ni el hombre sin la mujer». Iguala a un nivel común las posiciones respectivas, pues, en el Señor, la mujer está en el nivel del hombre y este último no puede pensar en tiranizar a su compañera. Ella es la ayuda del hombre y este su sostén, pero son uno en el Señor. Hay, pues, un orden que observar en las relaciones entre esposos, a fin de que Aquel que es el Señor de todos sea glorificado en la Asamblea.

14.2 - La Cabeza y el Cuerpo

Al comparar la Epístola a los Efesios y la dirigida a los Colosenses con la epístola que nos ocupa, quedo sorprendido por lo que las distingue. Por demás está decir que en ninguna de las tres epístolas el Espíritu de Dios separa la Iglesia, como Cuerpo, de su Cabeza, pero la Epístola a los Efesios nos presenta la Cabeza y el Cuerpo, el único nuevo hombre, la Iglesia, plenitud de Aquel que lo llena todo en todos (Efe. 1:22-23), mientras que la Epístola a los Colosenses nos habla de la Cabeza del Cuerpo (Col. 1:18), y la dirigida a los Corintios pone de manifiesto el Cuerpo de la Cabeza. Hemos visto ya, en el capítulo 10, la manifestación de la unidad del Cuerpo de Cristo aquí en la tierra. Después de haber mostrado, al principio del capítulo 11, lo que conviene a la mujer, en relación con el hombre, como figura o tipo de la relación de la Esposa con su Esposo, pues «la Cabeza de todo hombre es Cristo» (v. 3), pasamos en el versículo 17 al funcionamiento del Cuerpo, tema nuevo que se prolonga hasta el fin del capítulo 14.

14.3 - El funcionamiento del Cuerpo

Cuando estamos reunidos en iglesia, ¿cómo ha de conducirse esta? Tal pregunta tiene para nosotros una importancia capital. Sin duda ya no nos parecemos a la asamblea en Corinto, la que se reunía en conjunto –es decir todos los creyentes de Corinto– en un mismo lugar. Sin embargo, aun cuando no seamos más que dos o tres reunidos al Nombre del Señor, debemos manifestar el orden que conviene al Cuerpo de Cristo aquí en este mundo. Al profundizar en este asunto, vemos lo que es la reunión de iglesia: «Ante todo… al reuniros en asamblea…» (v. 18). Hay, pues, en este mundo, una cosa tal como una “reunión de la iglesia o asamblea”, del Cuerpo de Cristo. Al consultar la Palabra, hallamos que toda “reunión de iglesia” tiene un rasgo común: el Señor está personal y espiritualmente en medio de ella; esto da a la reunión un carácter de bendición que nunca conocerían los creyentes reunidos para evangelizar o predicar la Palabra. Además de este carácter general, la reunión de asamblea tiene otros rasgos particulares:

  • La reunión de asamblea para el culto, del cual la Cena del Señor, memorial de su muerte, es el centro.
  • La reunión de asamblea para la oración, la cual no se menciona aquí, pero sí en Mateo 18:19-20; en ese pasaje, aprendemos que la reunión de iglesia es posible aun para dos o tres personas reunidas alrededor de Jesús como su centro.
  • La reunión de asamblea para edificación por la Palabra, tal como el capítulo 14 de nuestra epístola la describe.

Al abordar el tema de la reunión de iglesia, el apóstol empieza por una desaprobación: «Pero al anunciaros esto que sigue, no os alabo; porque os reunís no para lo mejor, sino para lo peor» (v. 17). En el versículo 2 les había dicho: «Os alabo, porque… retenéis las instrucciones tal como os las transmití»; pero, ¿cómo las realizaban en la práctica? El primer punto, mencionado ya de una manera general en el capítulo 1, pero señalado aquí en relación con las reuniones de asamblea, se refería a las divisiones que reinaban entre ellos; y esta censura es formulada de la manera más seria y solemne. ¿Cómo es que los creyentes, reunidos en asamblea, estando en condiciones de manifestar la unidad entre ellos y con Cristo, osaban dividirse y formar sectas? Sus divisiones aún no los habían separado materialmente. Pero, incluso permaneciendo exteriormente unidos, los creyentes reunidos no se entendían. Cuando la autoridad apostólica no estuvo más para contenerlos, y antes de que la carrera del apóstol Juan terminara, estas divisiones condujeron a cismas. Poco a poco la Iglesia se separó en innumerables sectas. El apóstol no los alaba por este desorden, muy al contrario; pero, en la Asamblea de Cristo se hallaban y se hallan aún hoy, gracias a Dios, hombres que, en lugar de aprobarlas, se levantan con fuerza contra las sectas, y Dios dice de estos hombres: «para que se manifiesten los que son aprobados entre vosotros» (v. 19).

De este reproche, el apóstol pasa a otro: «Cuando, pues, os reunís, esto no es comer la cena del Señor» (v. 20). En aquel tiempo tomaban la Cena antes o después del ágape [6], y ocurría que cada cual traía su propia comida. Pero en lugar de ponerla en la mesa para compartirla con todos, algunos la guardaban para sí y se iban hartos y aun embriagados (algo sin importancia entre los paganos), mientras que los otros tenían hambre. Los desórdenes que se habían introducido por la confusión del ágape con la Cena dan ocasión al apóstol para separarlos y asignarles su lugar correspondiente, como dice en los versículos 33 y 34, y enseñar lo que es la Cena del Señor, tema que no había sido completamente revelado antes por medio del relato de los otros apóstoles. En efecto, por revelación, Pablo hace conocer la verdad en cuanto a esta institución y muestra que había recibido directamente del Señor lo que les comunicaba (v. 23).

[6] Ágape: comida sencilla tomada en común.

14.4 - La Cena del Señor

La Cena no tiene el mismo aspecto que la Mesa del Señor (cap. 10), donde se manifiesta la unidad del Cuerpo de Cristo. La Cena es un memorial. Si bien la Mesa solo la hallamos allí donde la unidad es puesta de manifiesto, no ocurre lo mismo con la Cena. Esta última es cosa conocida y mantenida en la cristiandad, aunque por cierto muy imperfecta y parcialmente. El pan y la copa son proclamados como un memorial de la muerte de Cristo, y podemos dar gracias a Dios de que esto sea así. En los sistemas ordinarios de la cristiandad no se halla, es verdad, ninguna intención de celebrar la Cena como acto de responsabilidad colectiva, pues, a fin de excusar en lo posible la mezcla de cristianos con el mundo que ha crucificado al Salvador, se afirma que es un acto individual. Sin embargo, no dudamos que almas piadosas hallan allí una bendición al hacer memoria de una obra cumplida en favor de ellas.

Cuatro aspectos de la Cena:

  1. La Cena es un memorial de la persona del Señor.
  2. Es un memorial de su obra.
  3. Es una proclamación de la muerte del Señor.
  4. Será celebrada hasta que él venga.

14.4.1 - Un memorial de la persona del Señor

Dos veces el Señor repitió a sus discípulos, al tomar el pan y la copa: «Haced esto en memoria de mí» (v. 24-25).

Si asistimos a esta comida con un corazón que no esté lleno de él, no responderemos a su deseo sino de una manera imperfecta.

14.4.2 - Un memorial de su obra

«Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre» (v. 25). Sabemos que, en un tiempo futuro, una nueva alianza será concertada con el pueblo de Israel y no con los cristianos, pues no existe ningún pacto antiguo concertado con la Iglesia. Pero los creyentes gozan ya actualmente de todo el beneficio que, en un día venidero, esta nueva alianza significará para Israel. El capítulo 8 de la Epístola a los Hebreos, citando al profeta Jeremías, nos enseña que esta alianza comprende cuatro puntos:

1. «Este es el pacto que haré para la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en su mente, y en su corazón las escribiré» (Hebr. 8:10), cosa enteramente opuesta a la alianza de la ley que se dirigía al corazón natural del pueblo, y que este nunca pudo cumplir. Este nuevo pacto no será como el antiguo –o sea un pacto concertado entre dos partes– sino que dependerá de uno solo, a saber, del Señor, que hará su propia obra en sus corazones. En lo que nos concierne, la obra no está por hacer, sino que ya ha sido realizada.

2. «Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo». La relación de Israel con Jehová será restablecida (Oseas 1:10); para nosotros ya está establecida y podemos llamarle nuestro Dios y Padre.

3. «Nadie enseñará [más] a su prójimo, ni nadie a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos» (Hebr. 8:11). Este conocimiento de Dios lo tenemos por el hecho de que hemos recibido corazones nuevos y una nueva relación con él, mientras que Israel espera aún la alianza que realizará estas verdades en él.

4. «Seré clemente en cuanto a sus injusticias, y de sus pecados no me acordaré más» (v. 12). Más tarde y para siempre Israel será liberado de sus pecados, los cuales serán echados de la presencia de Dios; pero para nosotros esto ya es un hecho, en virtud de la obra de Cristo, recibida por la fe. Ahora poseemos todo lo que el nuevo pacto significará para Israel, sin que por eso esta alianza sea hecha con nosotros.

Estos cuatro puntos constituyen las bendiciones cristianas; por eso la copa, símbolo de la sangre de Cristo, es nombrada como la copa del nuevo pacto.

14.4.3 - La proclamación de la muerte del Señor

«Porque siempre que comáis de este pan y bebáis de esta copa, la muerte del Señor proclamáis hasta que él venga» (v. 26).

Es pues, una proclamación, en medio del mundo, de la muerte del Señor. Actualmente hay una Iglesia de Cristo reunida para anunciar este gran hecho y para darlo a conocer. No es preciso alzar la voz; el hecho mismo de que los cristianos participen de la Cena todos juntos anuncia al mundo, así este lo tome en cuenta o no, el valor infinito de la cruz de Cristo.

14.4.4 - La Cena será celebrada «hasta que él venga»

Esperamos su venida. La proclamación de su muerte durará todo el período de su ausencia y cesará desde el momento en que él venga. Entonces el mundo, librado a su suerte, será privado para siempre de lo que menospreció. Y los que tan débilmente han anunciado esta muerte, los que la han comprendido de manera tan incompleta, la celebrarán juntos en la gloria celestial con alabanzas infinitas, alrededor del Cordero inmolado.

14.5 - Tomar la Cena indignamente

En relación con la Cena, cosas graves pasaban entre los corintios. Algunos la tomaban indignamente. Es necesario comprender la seriedad que encierra semejante acto. Puesto que tenemos parte en un Cristo muerto por nuestros pecados, no debemos comer ni beber sin distinguir el Cuerpo, de lo contrario, beberíamos y comeríamos juicio contra nosotros mismos.

¡Cuán serio es esto! Tal manera indigna de tomar la Cena del Señor, no distinguiéndola de una comida ordinaria, debía traer juicio sobre estos hijos de Dios en Corinto, el que los alcanzó en este mundo, puesto que no estaban ya expuestos al juicio eterno. Se encontraban, pues, entre ellos, muchos débiles y enfermos y un número bastante grande había sido retirado por medio de la muerte. Este pecado era para algunos un «pecado que es para muerte» por el cual no se podía orar (1 Juan 5:16-17). Para nosotros también es una cosa solemne con la cual hemos de tener mucho cuidado. Nunca olvidemos el juicio de nosotros mismos cuando tomamos la Cena, a fin de que el Señor no se vea obligado a juzgarnos por nuestra falta de piedad y de seriedad, al realizar este acto simbólico al cual nos ha convidado.

15 - Capítulo 12

15.1 - El Cuerpo de Cristo

El capítulo que encabeza esta división es, por así decirlo, un curso de fisiología espiritual. Así como esta ciencia nos expone el destino, el funcionamiento de los órganos del cuerpo humano y lo que los rige, el Espíritu Santo nos muestra aquí la relación de los miembros del Cuerpo de Cristo entre sí, el funcionamiento particular de cada uno, el objeto final que deben proponerse y el único manantial del cual fluye toda la actividad de este Cuerpo. El capítulo 14 nos lo presenta a continuación en la armonía de su ejercicio. Si el espectáculo de la vida del cuerpo natural es una cosa maravillosa, ¡cuánto más aun debe serlo el del Cuerpo de Cristo! Pero cuán necesario es, también, que todos los miembros estén de acuerdo, guardando cada cual su lugar, su función, tomando su fuerza cada uno y todos juntos del manantial; son responsables de obrar así «para que no haya división en el cuerpo» (v. 25). Esto es lo que los corintios (y todos nosotros con ellos) tenían que aprender de una manera particular.

Veamos primero de qué forma este capítulo nos presenta el Cuerpo. No es –ya lo hemos dicho– como en la Epístola a los Efesios, el Cuerpo de Cristo visto en su unión con la Cabeza glorificada en el cielo, sino el Cuerpo en el lugar que ocupa aquí abajo, a los ojos de Aquel que es su Jefe. Este Cuerpo, en el versículo 12, es llamado «Cristo». Está identificado con él o, mejor dicho, Cristo lo identifica consigo. Fue la primera verdad que Saulo de Tarso aprendió en el camino a Damasco. «¿Por qué me persigues?» (Hec. 9:4), había dicho el Señor a Saulo, quien Lo perseguía al perseguir a sus miembros en la tierra. El conjunto de estos miembros era Cristo: un todo compuesto de miembros diversos, indisolublemente ligados a Cristo por el Espíritu Santo; un todo que es llamado Cuerpo de Cristo: «Vosotros sois cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno en particular» (v. 27).

Notemos este hecho importante: es la asamblea en Corinto la que aquí es llamada Cuerpo de Cristo. No es solamente el conjunto de todos los creyentes, es decir, de todos los que en cualquier lugar invocan su Nombre, sino que se trata también de la manifestación de este Cuerpo en una asamblea local, en Corinto. Algunos quizás objetarán que esta iglesia, compuesta como en otro tiempo de todos los creyentes reunidos en uno, en una localidad, ya no existe. En efecto, lo que el Señor había instituido, en Corinto y en todo lugar, ha sido arruinado por la falta de aquellos a quienes había sido confiada la responsabilidad de manifestarlo. Pero, si bien hemos perdido este carácter de la iglesia local, y él no puede ser recobrado, si bien todo está en ruinas por nuestra falta, no quedamos sin recursos. Aprendemos en Mateo 18:20 que la Iglesia puede ser representada por dos o tres reunidos en su Nombre, sobre el principio de la unidad del Cuerpo de Cristo, unidad que no puede ser destruida. Por eso nuestro capítulo y los que siguen son tan obligatorios para nosotros como lo eran en el tiempo próspero de la asamblea en Corinto. Apliquémoslos, pues, a nosotros con confianza y no nos sustraigamos a las obligaciones que nos imponen.

Acabamos de ver la forma en que esta epístola considera al Cuerpo. Examinemos ahora el origen y la fuente de las funciones de los diversos órganos. Este manantial es el Espíritu Santo. Pero ya desde un principio el apóstol pone en guardia a los corintios contra el peligro de las manifestaciones espirituales que tenían lugar en el paganismo, del cual ellos habían salido (v. 1-3). Habrían podido confundir la acción de los malos espíritus con la del Espíritu de Dios. Un espíritu satánico podía hacer milagros como Janes y Jambres, hablar lenguas y expresar cosas extraordinarias para seducir a las almas tras sí. ¿Han desaparecido estos peligros? El paganismo ha sido reemplazado por la cristiandad, pero, cosa terrible de comprobar, esta última se ha convertido en guarida de los espíritus de las tinieblas. ¡Cuántas de estas manifestaciones vemos producirse hoy en día! El espiritismo, bajo sus diversos aspectos, cada día tiene más adeptos. Podemos decir que la casa cristiana ha sido invadida, como lo será más tarde la casa judía, por siete espíritus peores que el primero (Mat. 12:43-45). El apóstol da a los corintios un medio para discernir estos espíritus: les dice que el Espíritu de Dios reconoce la autoridad del Señor Jesús y los espíritus malos la niegan y aun la maldicen. «nadie, hablando por el Espíritu de Dios, dice: «Jesús es anatema»; y nadie puede decir: «Jesús es el Señor», sino por el Espíritu Santo» (v. 3).

El Espíritu Santo no es múltiple, como lo eran los espíritus del paganismo que los corintios habían dejado; el Espíritu es uno. No es una influencia, sino una persona: distribuye a cada uno en particular como le place (v. 11). Y aun más, es Dios. El mismo Espíritu da; al mismo Señor le corresponden los servicios; el mismo Dios opera todo en todos; y, como él, este mismo Espíritu opera todas las cosas (v. 5-6, 11). El Espíritu distribuye los dones, así como, en la Epístola a los Efesios, Cristo los da (Efe. 4:8).

15.2 - Diversidad en la unidad

Pero si somos bautizados por un solo Espíritu para ser un solo Cuerpo, el Espíritu le distribuye diversos dones por gracia. Hay diversidad en la unidad. «Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo» (v. 20). «El cuerpo no es un solo miembro, sino muchos» (v. 14). Cada miembro tiene su lugar ordenado en el conjunto del Cuerpo. Un órgano no puede suplir a otro: «Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?» (v. 19). Un miembro tampoco puede separarse de otro, ni envidiarle. Eso sería orgullo, y el orgullo siempre nos separa prácticamente del conjunto del Cuerpo: «Si dijera el pie: Porque no soy mano, no soy del cuerpo; no por esto deja de ser del cuerpo» (v. 15). Un miembro no puede usurpar el lugar de otro y tampoco es suficiente por sí solo para constituir el Cuerpo: «Si todo el cuerpo fuere ojo, ¿dónde estaría el oído?» (v. 17). Un miembro no puede menospreciar a otro o prescindir de él: «No puede el ojo decir a la mano: No tengo necesidad de ti; y tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros» (v. 21).

Esto tiene una doble consecuencia:

• No realizamos la unidad del Cuerpo de Cristo cuando cada miembro o cada órgano no toma en él el lugar que le es asignado por el Espíritu de Dios.

• Nadie puede pretender a un lugar separado; esto sería separarnos del Cuerpo de Cristo que Dios ha formado, y donde nos ha colocado como él ha querido (v. 18). La realización de la unidad excluye la voluntad propia.

Además, los miembros del Cuerpo son solidarios uno del otro; y, para evitar toda tendencia de un miembro a hacer alarde de sus ventajas frente a los otros, Dios ha tenido cuidado de revestir los que parecían menos honrosos para subrayar la importancia que les confiere. Así los órganos más ocultos, como el corazón, los riñones, el estómago, etc., son los más revestidos, y sin ellos, en efecto, toda la vida sería interrumpida en el Cuerpo. Por lo tanto, los miembros están formados para ayudarse los unos a los otros, y no para combatirse o suplantarse: «Para que no haya división en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos por los otros» (v. 25).

¿Cuál es el fin de todo este funcionamiento armónico de los órganos? La utilidad: «A cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para el bien de todos» (v. 7).

Si lo hemos comprendido, no sufriremos trabas en nuestra actividad en el Cuerpo, y, dándonos cuenta de nuestra función, procuraremos cumplirla fielmente para provecho del conjunto. Mas, ¡cuántos miembros del Cuerpo de Cristo responden a esta exhortación con la inacción! Nuestra pereza espiritual halla más cómodo que otros trabajen en nuestro lugar, y estamos prestos a persuadirnos de que, en el Cuerpo de Cristo, un miembro puede suplir al otro tomando a cargo su función. Esto es contradecir el pensamiento del Espíritu Santo. Deberíamos leer y releer este capítulo, preguntándonos: “¿Respondo yo a lo que de mí espera Aquel que distribuye a cada cual en particular como le place?” ¡Fácilmente soportamos que solo uno o dos dones se ejerzan entre los hijos de Dios, mientras muchos otros están como paralizados! ¿Es este el estado normal del Cuerpo de Cristo?

15.3 - Varios dones de gracia

Después del funcionamiento de los dones pasamos, en el versículo 27, a su enumeración, pues ningún don faltaba en la asamblea en Corinto (1 Cor. 1:7). Es de hacer notar que, al principio del capítulo, el apóstol nos habló de dones que podríamos llamar ocasionales: palabra de sabiduría, palabra de ciencia, fe, haciéndolos seguir por dones a los cuales asigna un lugar secundario: sanidades, milagros, profecía (creo que aquí se trata simplemente del anuncio de cosas futuras), discernimiento de espíritus, lenguas. Al final del capítulo (v. 28) presenta los dones permanentes: apóstoles, profetas, maestros, y los hace seguir, como en el primer caso, de los dones a los cuales asigna este mismo lugar secundario: milagros, sanidades, ayudas, administraciones y géneros de lenguas. Esto reducía a nada las pretensiones de los corintios, quienes ponían estos últimos en primer lugar a causa del prestigio personal que conferían según su apreciación. En los dos casos las lenguas ocupaban el postrer lugar; además, estos dones milagrosos de los primeros tiempos de la Iglesia no tardaron en desaparecer.

La enumeración de los dones de gracia «más grandes», es decir, los apóstoles, profetas y maestros, difiere de aquella de la Epístola a los Efesios, la que menciona a los evangelistas como obrando en vista de la formación del Cuerpo. La Epístola a los Corintios los omite, porque ella nos habla del funcionamiento del Cuerpo y no de la manera en que está formado. Los apóstoles representaban la autoridad, los profetas la revelación, los maestros la enseñanza. Estos tres permanecen, el primero a través del fundamento de la Palabra escrita, puesto una vez para siempre; en el capítulo 14 veremos el significado y el papel del segundo; el tercero no falta nunca, cuando se trata de crecer por el conocimiento de la Palabra. Estos tres dones son llamados «mayores», pero el apóstol hace alusión a los dos últimos cuando recomienda a los corintios desear «los asuntos espirituales» (v. 1), pues el fundamento no podía ser puesto de nuevo. Ahora bien, este llamado a desearlos se aplica a nosotros, así como a todos los que invocan el nombre del Señor.

15.4 - Desear los dones

En el último versículo del capítulo 12 y en el primero del 14, el apóstol exhorta a los santos de Corinto a anhelar «los dones más grandes» y «los dones espirituales». A menudo oigo estas palabras en la boca de creyentes, pero me pregunto si expresan un deseo real que sale del fondo de nuestros corazones y de nuestras conciencias. Desear con ardor (procurar), no es un simple deseo, sino una necesidad ardiente. Podemos no carecer de dones, bajo la forma de diversos servicios, pero aquí se trata de los dones de gracia más importantes. Que haya creyentes –habituados a seguir a un hombre instituido por los hombres– que no tengan ningún deseo ardiente de dones espirituales, no es nada sorprendente, pues tienen lo que desean; pero los que poseen mejores cosas que estos y a quienes la gracia ha sacado de un medio en donde los dones son menospreciados, ¿los desean realmente?

Dejemos que este pensamiento obre en nuestros corazones. No obtendremos los mejores dones sino en la medida en que, saliendo de nuestra apatía espiritual, los deseemos ardientemente. ¿Qué motivos pueden movernos? ¿Nosotros mismos? ¿La importancia dada a nuestra personalidad, o nuestra propia gloria? Entonces nada habremos comprendido de todo lo que el capítulo 12 nos ha presentado. ¿El bien de nuestros hermanos? ¿La utilidad para el Cuerpo de Cristo? ¿La gloria del Señor? En este caso entramos en un camino excelente. ¡Dios nos conceda tener este celo ardiente para él y para la edificación de los santos! Esto es lo que el apóstol nos recomienda.

Hemos visto, en el capítulo 12, que los dones difieren, pero hay unos mayores que otros, sobre todo uno de ellos. El capítulo 14 nos dice, en relación con esto, que el que profetiza es mayor que el que habla lenguas. Ahora bien, precisamente este último don era el que los corintios estimaban más, pues los exaltaba ante los demás. Jamás los dones que destacan al hombre son los más importantes. Aun el mismo conocimiento envanece: un hombre que ha estudiado mucho la Palabra y que tiene inteligencia, corre el peligro de creer ser algo. Solo el conocimiento de Cristo nos humilla.

Al poner un poco aparte a los apóstoles, como revestidos de una misión que no estaba confiada a otros, dice: «segundo a los profetas» (1 Cor. 12:28). Esto no es como en Efesios 2:20, donde habla del don de la profecía como perteneciente a los apóstoles; aquí hace distinción entre ellos y los profetas, como en Efesios 4:11, y añade en tercer lugar a los maestros. Son, pues, dos clases de hombres: los profetas llamados a revelar a los demás los pensamientos de Dios y los maestros llamados a enseñarles la verdad. Pero, cuando se trata de la profecía, el apóstol diferencia entre la revelación de las cosas futuras y los pensamientos actuales de Dios. Al hablar de la primera, dice en el capítulo 12:10: «A otro profecía»; y en el capítulo 13:2: «Si tengo profecía». Al hablar de la segunda, dice en el capítulo 14:1: «anhelad los dones espirituales, sobre todo el de profecía». Tal vez usted dijo alguna vez, cuando este don se ejerció en la Iglesia: “¿Este hombre es un profeta, pues nos ha revelado las cosas de Dios y nos ha llevado a Su presencia de una manera nueva e inesperada?”

15.5 - El amor: condición indispensable para ejercer los dones

En el capítulo 12 hallamos la doctrina de los dones del Espíritu Santo y, en el capítulo 14, esos dones en ejercicio, pero el capítulo 13 introduce entre estos dos temas una condición absolutamente indispensable para el ejercicio de los dones: el amor. Sin el amor, tengámoslo bien en cuenta, son absolutamente inútiles. Uno puede poseer los dones más eminentes, pero estos no tienen ningún valor si el amor no los pone en actividad. Esto nos juzga. Si nuestra acción en la asamblea proviene del deseo de complacer a los hombres, o de hacernos valer, es perniciosa y no tiene relación alguna con el servicio del Señor. Dice el apóstol: «¿Busco… agradar a los hombres? Si aún yo agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gál. 1:10).

El «camino todavía más excelente» (v. 31) es, pues, el amor. Veremos, en el capítulo 14, que todo se desprende de él, aunque la palabra «amor» no se pronuncie. En este capítulo el apóstol vuelve siempre a la edificación, pero es imposible edificar a la iglesia sin amor. «El conocimiento enorgullece, pero el amor edifica» (1 Cor. 8:1). Yo podría comunicar al auditorio cosas muy interesantes, pero si ellas atrajeran las miradas hacia mí, solo habrían servido para exaltarme y apartar las almas de Cristo.

16 - Capítulo 13

16.1 - El camino más excelente

El capítulo 13 empieza por mostrar que uno puede poseer todas las ventajas espirituales sin ningún resultado: «Si yo hablase en las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, vengo a ser como bronce que resuena o címbalo que retiñe» (v. 1).

¡Un ruido! Si uno da un golpe en una campana de bronce, esto produce un sonido que se prolonga un poco; después, todo vuelve a quedar silencioso. Este sonido puede ser muy armonioso o resonante, como el del címbalo, pero no produce otro efecto que atravesar el aire. «Si tengo don de profecía, y entiendo todos los misterios y poseo todo conocimiento…» (v. 2). Pablo habla aquí de la revelación de las cosas futuras y de los misterios contenidos en la Palabra de Dios. «Y si tengo toda la fe, de manera que trasladase montañas…». Alude al poder del cual el Señor hablaba a sus discípulos en Mateo 21:21. Si poseo este poder sin amor, nada soy. Uno bien puede ejercer una gran influencia, estar dotado de una manera especial para realizar hechos extraordinarios y, sin embargo, no ser nada, pues para Dios estos dones no son nada.

En el versículo 3, el apóstol va más lejos aún: un hombre distribuye toda su hacienda para dar de comer a los pobres, llega hasta la pobreza extrema, hasta no tener nada más que su cuerpo, ¡el cual entrega para que sea quemado! No pienso que se trate aquí de los mártires, ya que cuando Pablo escribía, los mártires aún no eran entregados a la hoguera, sino que él dice esto de una manera general para indicar que tal hombre consiente en que nada quede de él. Tal hombre será llamado un héroe por llevar su abnegación hasta darse a sí mismo en sacrificio, pero si no tiene amor, de nada le sirve.

Tales palabras nos hacen comprender mejor la importancia del amor en el ejercicio de los dones. Si el amor está ausente de nuestros corazones, esto tiene que humillarnos profundamente. Sin amor, ¿cómo ser útiles a los hermanos? ¿Cómo podremos, sin él, anunciar el Evangelio al mundo? En relación con esto el apóstol decía de sí: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Cor. 5:14). El amor daba poder a su predicación; sin él, los más eminentes dones no tenían valor alguno. Por otra parte, puede ocurrir que un don sin apariencia ni valor a nuestros ojos, produzca los más benditos resultados, porque tiene por móvil el amor.

16.2 - El amor en acción

Todas estas cosas conducen al apóstol a la descripción del amor. No da una definición propiamente dicha, pues el amor es la misma esencia y la naturaleza de Dios. Más bien da la descripción del amor en acción, y esto es precisamente lo que necesitamos saber. El capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos nos da, en cuanto a la fe, una descripción análoga al presentarnos la actividad de la fe, la cual es la recepción del testimonio que Dios nos ha dado acerca de su Hijo.

Al considerar el conjunto de los versículos 4 al 7, podemos convencernos de que un solo hombre, Jesús, ejerció el amor de una manera perfecta. Estos versículos son, pues, una descripción de la actividad del amor de Cristo en este mundo. Encontramos aquí, y no sin razón, 14 caracteres del amor. El número 7 es el de la plenitud, el 14 (o sea, 2 veces 7) es, por así decirlo, la plenitud de la plenitud; el número 7 es perfecto, el 14, más que perfecto.

Considerando nuestro propio estado, podemos preguntarnos si, aunque sea imperfectamente, practicamos la actividad del amor tal como nos es presentada en este pasaje. Al llegar al final de la lista debemos reconocer, con profunda humillación, que esa no ha sido nuestra conducta. Deteniéndonos en cada uno de sus caracteres, diremos: “¡Me ha faltado amor!” Pero, por este examen de nosotros mismos ante un modelo perfecto, ganamos en experiencia y somos animados a mostrar más amor en nuestra actividad cristiana.

Notemos en estos versículos las diversas cualidades del amor. El carácter general de todas ellas es el renunciamiento de sí mismo. La envidia, la jactancia, el orgullo, son otros tantos rasgos del egoísmo humano. La expresión: «No es indecoroso» (v. 5) me llama la atención. Un cristiano que carece de tacto –hablando según el uso corriente– ciertamente no obra con amor. Se hallará a menudo mucho más tacto en creyentes sin educación que en otros que la han recibido; por la sola razón de que aquellos obran con amor, no dicen ni hacen lo que no conviene. El amor… «no se irrita, ni toma en cuenta el mal; no se goza en la injusticia» (v. 5-6).

¡«Cómo nos juzga esto! ¿No estamos más prestos a resaltar los defectos de nuestros hermanos que sus cualidades? Y cuando hablamos de ellos, el denigrarlos a veces es nuestro primer pensamiento. El amor no hace nada semejante.

El amor… «se alegra con la verdad» (v. 6). A menudo se halla la verdad sin el amor; entonces, en vez de atraer a las almas, las hiere, las aparta, las rechaza. El apóstol no hería a nadie porque tenía amor. También se encuentra a menudo el amor sin la verdad. En este caso, es un amor sin objeto que no merece el nombre de amor, pues la verdad es Cristo, su Palabra, su Espíritu.

16.3 - El amor, una energía positiva

El apóstol termina su lista con estas palabras: «Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (v. 7). En el amor hallamos no solo los caracteres negativos de los cuales acabamos de hablar, sino también una energía positiva que nos hace capaces de soportarlo todo: trabajos, fatigas, sufrimientos; de creerlo todo. Creerlo todo no significa la credulidad, la cual cree las mentiras, sino la prontitud para aceptar el bien en los demás en lugar de ponerlo en duda. «Todo lo espera» es mirar con confianza hacia adelante, contando con ver la realización del bien para los demás en lugar de no tener confianza en ellos, lo cual no es otra cosa que desconfiar de la gracia. «Todo lo soporta» es atravesar sin queja la calumnia, los ultrajes, la mala reputación. El apóstol termina diciendo: «El amor nunca se acaba» (v. 8).

16.4 - Todo terminará, salvo el amor

El apóstol Pablo muestra a continuación que todos los dones (lenguas, ciencia, profecía) cesarán, para dar lugar a lo que es perfecto. Entonces habremos acabado de una vez con lo que corresponde al niño. Este último habla (lenguas), piensa (profecía), razona (ciencia), como un niño; pero todo esto terminará cuando veamos cara a cara y conozcamos como fuimos conocidos.

Tres cosas, añade el apóstol, caracterizan al cristiano y permanecen hasta ahora, en medio de tantas cosas efímeras: la fe, la esperanza y el amor. Pero la fe también llegará a su fin y será reemplazada por la vista; la esperanza dará paso a la posesión de Cristo, que es su objeto. Una sola cosa permanecerá, a saber, aquella de la cual está escrito: «El amor nunca se acaba». El amor es mayor que los dones de gracia más excelentes; más grande aun que la fe y la esperanza, cosas que ahora permanecen. Si el amor es el mismo Ser de Dios, es también su actividad suprema; un mar de delicias sobre el cual bogaremos eternamente sin alcanzar jamás sus riberas, pues en este mar no existen. Vamos a verle a él como hemos sido vistos, vamos a conocerle como hemos sido conocidos, a amarlo como nos ama, con un amor inefable. ¡Que esta expectativa llene nuestros corazones!

17 - Capítulo 14

Después de la doctrina de los dones en el capítulo 12, y el amor necesario para su ejercicio en el capítulo 13, hallamos en el 14 la manera cómo deben ejercerse en la asamblea.

Este capítulo se divide en dos partes. La primera (v. 1-25) habla de una manera general del ejercicio de los dones en la iglesia y de lo que tiene lugar cuando ella está reunida con vistas a ser edificada. La segunda parte (v. 26-40) insiste sobre el orden que conviene a la iglesia reunida.

Sin duda alguna, debido a la ruina de la Iglesia, esta reunión de la cual se dice: «Si, pues, toda la Iglesia se reúne en un mismo lugar» (v. 23), ya no existe; sin embargo, los cristianos son responsables hoy a este respecto, como si toda la Asamblea de Cristo se reuniera con ellos. Aunque solo fueran dos o tres que representaran a la Iglesia (ver Mat. 18:20), deben manifestar los caracteres de toda la Iglesia reunida.

17.1 - Con miras a la edificación

El ejercicio de los dones tiene como único fin la edificación [7], pues ella es el pensamiento dominante de todo el capítulo. Cuando un don cualquiera se ejerce sin este resultado, mejor sería que no se ejerciera en absoluto. Esto nos hace volver al pensamiento expresado en el capítulo precedente: si el don produce la edificación de la asamblea, es porque está acompañado por el amor. Muchos hermanos en Corinto hablaban en lenguas extranjeras. Si, por ejemplo, hablo chino en la asamblea sin ser interpretado, sería sin duda un don del Espíritu, pero me edificaría a mí mismo, en lugar de edificar a la iglesia. Si nadie, excepto yo, es edificado, esto no es amor sino egoísmo, lo contrario del amor. El apóstol insiste sobre este hecho y muestra cuáles son las bendiciones aportadas a la iglesia por el don de profecía, en contraste con el don de lenguas, pues aquí se trata sobre todo del contraste entre estos dos dones.

[7] Edificación, edificar: acción de construir. En el sentido bíblico es todo lo que contribuye a la construcción de la Iglesia y que da a las almas lo necesario para que avancen y crezcan espiritualmente.

18 - Capítulo 15

El primer capítulo de esta epístola insiste en primer lugar en el hecho de que la cruz de Cristo es el fin del hombre según la carne, porque la conducta de los corintios era el fruto de una carne no juzgada. Por su parte, el capítulo 15 nos presenta un punto de vista de la cruz mucho más simple. Ciertas personas atacaban la doctrina de la resurrección enseñando «que no hay resurrección de muertos» (v. 12-13), y los corintios las dejaban obrar. Esta enseñanza destruía la fe, por lo cual el apóstol repite dos veces que, si la aceptaban, su fe era vana (v. 14, 17). En esta ocasión les recuerda el sencillo Evangelio que les había predicado y, que yo sepa, no existe un pasaje en todo el Nuevo Testamento que nos lo presente de una manera más elemental.

Antes de considerar esto, deseo hacer notar que, cuando el enemigo ataca la doctrina de Cristo, siempre tiene por fin desviar nuestras almas del cielo y establecerlas en la tierra. En 2 Timoteo 2:18, Himeneo y Fileto dicen que «la resurrección ya tuvo lugar, y trastornan la fe de algunos». Entre los corintios ciertas personas decían que no había resurrección (1 Cor. 15:12); entre otros, que ya había tenido lugar. Ahora bien, si no hubiera resurrección de muertos, el cielo estaría cerrado para nosotros y nunca podríamos entrar en él con cuerpos glorificados, pues en este capítulo se trata de la resurrección del cuerpo. Por otra parte, si la resurrección ya hubiera tenido lugar, estaríamos condenados a permanecer en este mundo, con pensamientos terrenales y sin esperanza celestial. Para sostener su falsa doctrina, estos hombres sin duda se apoyaban en la palabra del apóstol, quien dice que hemos resucitado con Cristo (Col. 3:1). En un tercer caso, estos falsos maestros enseñaban que «el día del Señor ha llegado» (2 Tes. 2:2). Los tesalonicenses, víctimas de la persecución, podían verse tentados a pensar que el día del juicio (llamado aquí «día del Señor») había llegado. Pero sabemos que la venida de Jesús en gracia (es decir, el arrebato), esperanza de los tesalonicenses (1 Tes. 4:13-15), ocurrirá antes de la venida del «día del Señor» «con poder y gran gloria» (Mat. 24:30).

Vivimos en los tiempos difíciles del fin y debemos estar atentos para no prestar oídos a estas doctrinas contrarias a la enseñanza de la Palabra. La finalidad de Satanás es separarnos de Cristo y acomodarnos al mundo, como si siempre debiéramos permanecer en él. Cuán importante es para nosotros retener en estos días la doctrina del Evangelio. A menudo oigo a cristianos decir: “Para mí las doctrinas no tienen mucha importancia; lo que preciso es la práctica de la vida cristiana”. Los que piensan así se exponen a ser arrastrados por el enemigo muy lejos del Señor y de su Palabra. Afectar la doctrina de la resurrección y de la venida del Señor es hacer volver a las almas a un ambiente donde Satanás tiene todo poder sobre ellas. Es muy importante afirmar estas cosas en los días peligrosos que atravesamos. La Segunda Epístola a los Tesalonicenses, la Segunda a Timoteo, la Segunda de Pedro y la Epístola de Judas nos muestran que Satanás, por lo general, no precipita las almas en la corrupción y el mal moral, sino que intenta apartarlas de la sencillez del Evangelio. Él sabe muy bien que si abandonamos el Evangelio estamos a su merced. Las doctrinas blasfemas de la incredulidad caracterizan con más evidencia los tiempos del fin. Muchos creyentes se dejan descarriar en su apreciación al ver a personas incrédulas tener una conducta moral en apariencia irreprochable. Olvidan que Dios tendrá en cuenta, ante todo, la manera en que los hombres hayan tratado a su Hijo amado y hayan estimado su obra.

18.1 - Resumen del Evangelio

Volvamos a los primeros versículos de nuestro capítulo: «Porque en primer lugar os comuniqué lo que también recibí» (v. 3). Habían recibido el Evangelio por medio del apóstol, quien también lo había recibido. Aquí no dice: “Lo que recibí del Señor”, como una revelación especial, sino simplemente «Lo que… recibí». Las Escrituras le habían enseñado lo que les comunicaba. De manera que, para conocer el Evangelio, tenemos, como el apóstol, una fuente única: las Escrituras. Los corintios habían recibido este simple Evangelio y habían sido «salvos» por él (v. 2). ¿En qué consistía? En que «Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras» (v. 3-4).

Hallamos en la cruz de Cristo un tesoro infinito de verdades. Si la consideramos en detalle, vemos que las horas que el Salvador pasó clavado en ella se componen de varios períodos: ciertos hechos preceden a «la hora sexta» (mediodía; Mat. 27:45), otros acompañan a las horas de tinieblas, otros, en fin, siguen a «la hora novena» hasta el momento en que el Señor entregó su Espíritu. La contemplación de cada uno de esos períodos es infinitamente preciosa; pero aquí el apóstol nos presenta la cruz de Cristo como un todo: Cristo «murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras». El alma que ha recibido este Evangelio es salva. No le hace falta otra cosa. Las Escrituras dan testimonio de este hecho: el Antiguo Testamento está lleno de ello. Toda la ley nos presenta una víctima, muerta por los pecados del pueblo. Abel se acerca a Dios con un sacrificio y recibe el testimonio de ser justo. Los Salmos nos muestran que los sacrificios solo tienen valor porque son un tipo de la muerte del Cordero de Dios (Sal. 40:6-7). El primero de los profetas, Isaías, la proclama (Is. 53); uno de los últimos, Zacarías, la afirma: «Levántate, oh espada, contra el pastor» (Zac. 13:7). Según las Escrituras, el fundamento de toda bendición es que Cristo murió por nuestros pecados. ¡Qué poder hay en el sencillo Evangelio!

A continuación, él «fue sepultado». Toda su obra expiatoria concluyó en el sepulcro, donde los pecados que había llevado fueron sepultados con él.

Por último, resucitó «al tercer día, conforme a las Escrituras». Su resurrección en el tercer día, lo mismo que su muerte, se halla en figura desde el principio al fin de las Escrituras: Isaac estuvo durante tres días bajo sentencia de muerte; Abraham le encontró un substituto y recibió a su hijo al tercer día como por resurrección (Gén. 22:1-14; Hebr. 11:17-19). Jonás estuvo tres días en el seno de la muerte, en el vientre del «gran pez» (Jonás 2:1); al cabo de los tres días fue vomitado en tierra y volvió a la luz. En varias ocasiones el Señor aludió a este hecho en los evangelios. Durante su vida en la tierra, él anunciaba constantemente este tercer día al pueblo y a sus discípulos. El profeta Oseas dijo: «Nos dará vida después de dos días; en el tercer día nos resucitará» (Oseas 6:2). Pero no hace falta acumular los pasajes; desde el principio al fin las Escrituras dan testimonio de estas cosas.

18.2 - Numerosos son los testigos de la resurrección de Cristo

Sin embargo, se precisaban también testigos oculares de la resurrección. Los hallamos en los versículos siguientes (v. 5-8); Dios ha tenido cuidado de multiplicarlos. Aparte de los doce discípulos, el Señor resucitado fue visto por más de 500 hermanos a la vez, probablemente en Galilea. Por lo tanto, a pesar de los esfuerzos del enemigo para ahogar el rumor, era imposible negar este acontecimiento. Si no hubiese tenido lugar, ¿qué habría sucedido? Estaríamos aún en nuestros pecados, perdidos sin remedio. De manera que estos dos hechos –la muerte y la resurrección de Cristo– son inseparables, como también está dicho en la Epístola a los Romanos: «El cual fue entregado a causa de nuestras ofensas, y fue resucitado para nuestra justificación» (Rom. 4:25). Si Dios hubiese dejado a Jesús en el sepulcro, habría quedado probado que la obra emprendida por él para nuestra salvación había fracasado miserablemente; y los discípulos habrían sido falsos testigos.

Parece que los que predicaban a los corintios estas doctrinas subversivas no negaban la resurrección de Cristo. No sacaban de ella ninguna conclusión y se limitaban a negar, como los saduceos, la resurrección de los muertos. Es el apóstol quien concluye que, en este caso, el hombre Cristo Jesús no habría resucitado tampoco. Si los hombres no resucitan, Cristo tampoco pudo resucitar.

Entre todos estos testigos de la resurrección, el apóstol Pablo era su testigo especial. Como un abortivo (es decir, una criatura nacida antes de tiempo), sin ningún derecho a la vida, había tenido el privilegio de ver, en la gloria, al Señor Jesús resucitado. Los apóstoles lo habían visto resucitado en medio de ellos; después, había desaparecido ante sus ojos (Hec. 1:9). Pero Pablo había visto otra cosa: el cielo se había abierto para él; se había encontrado ante este hombre Jesús, el Dios que era luz, y esta visión lo había echado por tierra; pero esta misma Persona, llena de gracia, se había dirigido a él. Aquel que era luz, era amor. En este Hombre, Pablo había hallado al Dios salvador. «No soy digno de ser llamado apóstol» –decía él– «pero por la gracia de Dios soy lo que soy» (v. 9-10). No se atribuye ningún mérito, y llega a ser el más grande de los apóstoles. «Su gracia para conmigo no fue en vano» (v. 10).

¡«Siempre actúa la gracia! Pablo fue el medio para presentar este Evangelio con un poder especial, y lo fue únicamente por la gracia de Dios en Cristo.

Si no se acepta la buena nueva de la resurrección, todo se hunde: la obra de la salvación, el perdón de los pecados, la justificación; hasta se pierde el valor de la obra del mismo Salvador. Aun la cristiandad profesa que afirma la resurrección en su credo, se halla lejos de darle el valor que debe tener. La resurrección del cuerpo tiene poco lugar en la predicación. Al oír a estos cristianos –por lo demás muy estimados– sacamos la conclusión de que el estado del alma después de la muerte es lo único que ocupa sus pensamientos.

¡Dios nos guarde de dejarnos apartar del Evangelio enseñado en las Escrituras! En estos tiempos peligrosos, que podamos retener con firmeza este simple Evangelio: la muerte de Cristo por nuestros pecados y su resurrección, la que a la vez es el sello de su obra y las primicias de nuestra propia resurrección. ¡Satanás siempre procurará empequeñecer estas verdades en nuestros corazones, a fin de acomodarnos a las cosas terrenales, las que no pueden darnos ni fuerza, ni gozo, ni seguridad!

18.3 - La resurrección de los creyentes

«Pero ahora Cristo ha sido resucitado de entre los muertos, primicias de los que durmieron» (v. 20).

Todo este capítulo trata de la resurrección del cristiano, y no dice ni una palabra de la del no creyente. Una lejana alusión a esta última quizás se vislumbra en estas palabras: «Luego, el fin» (v. 24). En cuanto a los creyentes, el apóstol muestra que la condición de ellos está ligada a la de Cristo de una manera tan íntima que, si Cristo resucitó de entre los muertos, todos nosotros debemos resucitar de la misma manera. Esta verdad es inseparable de toda la doctrina de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, que Pablo había presentado a los corintios. Cristo fue el primero en resucitar de entre los muertos, solo él, pues debe tener la preeminencia en todas las cosas. Como resucitado, él es el primer fruto, las primicias de la siega futura. El que está en «Adán», está destinado a la muerte (v. 22); el único medio de escapar de ella es estar «en Cristo», ser uno con él, quien, después de haber sido muerto, como el grano de trigo caído en tierra, ha llevado mucho fruto en resurrección (Juan 12:24). Si pertenezco al primer hombre, Adán, es para morir, como está escrito: «En Adán todos mueren», y aun: «Está reservado a los hombres morir una sola vez» (Hebr. 9:27). En cambio, si pertenezco al segundo Adán, es todo lo contrario. Ya no hay para mí ninguna necesidad de morir y aun la muerte del cuerpo no es más considerada como muerte, sino comparada con un sueño del cual puedo despertar de un momento a otro.

A las primicias (Cristo) son añadidos «los que son de Cristo, a su venida» (v. 23). Esta venida es, pues, la señal de la resurrección, el complemento de las dos verdades que el Evangelio nos presenta: la muerte y la resurrección de Cristo. Puede ser que el Señor venga hoy, mañana, el año que viene o dentro de un siglo; lo ignoramos, y él no quiere decirnos cuándo será, a fin de que lo esperemos; y así nos mantiene continuamente en la esperanza de su venida. Si supiéramos qué acontecimientos precederán su venida, esperaríamos los acontecimientos y no a Él.

18.4 - La venida del Señor consta de dos actos distintos

En ese momento, pues, tendrá lugar la resurrección de entre los muertos. Pero habrá más que esto, ya que la venida del Señor, este acontecimiento único, comprende dos actos (o fases): su venida en gracia (el arrebato) y su venida para el establecimiento del reino [8]. En estos dos actos, dos diferentes compañías de santos serán resucitadas.

[8] N. del Ed.: El reinado de mil años de Cristo en la tierra.

La primera compañía, resucitada en el primer acto, constará de dos categorías de santos:

  • Primero los que han precedido a la formación de la Iglesia, es decir, los santos del Antiguo Testamento, los que por la fe fueron conscientes de antemano de la ofrenda del Cordero de Dios;
  • Luego la Iglesia, esposa de Cristo. Esta última está compuesta por los santos que durmieron en el Señor, resucitados, y por los santos vivientes transmutados; pero el apóstol reserva la mención de estos últimos para el fin del capítulo, pues era un misterio desconocido por los corintios hasta entonces.

Todos juntos serán arrebatados en el aire, al encuentro del Señor, para estar siempre con Él.

Pero la venida del Señor comprende un segundo acto. A este corresponde la segunda compañía de santos, compuesta de cuatro grupos:

  • Primer grupo (Apoc. 6:9-11): personas que han sufrido el martirio, después del arrebato de la Iglesia, durante el período profético que precede a la última media semana de Daniel. Estos creyentes (sus almas) son vistos bajo el altar y claman: «¿Hasta cuándo?»; se les responde que aún deben esperar un poco de tiempo.
  • Segundo grupo (Apoc. 11:1-13): mártires sacrificados en Jerusalén durante la última media semana de Daniel (v. 15).
  • Tercer grupo (Apoc. 13:15): santos mártires de entre los judíos que se hayan negado a rendir homenaje a la bestia.
  • Cuarto grupo (Apoc. 15:2-4): mártires de entre las naciones, quienes habrán logrado la victoria sobre la bestia, sobre su imagen, sobre su marca y sobre el número de su nombre.

Como vemos, los que forman la segunda compañía de resucitados en el segundo acto de la venida del Señor, son todos mártires.

En el capítulo 20:4 del Apocalipsis, las dos compañías son reunidas en resurrección. Están sentadas sobre tronos y se les da la facultad de juzgar.

Todo lo que acabamos de exponer queda resumido en el capítulo que estamos considerando, por medio de esta simple frase: «Luego los que son de Cristo, en su venida» (1 Corintios 15:23) [9].

[9] N. del Ed.: Véase el resumen al final del libro.

El apóstol añade: «Luego, el fin» (v. 24). Esta sola palabra abarca el juicio de los muertos resucitados ante el gran trono blanco (Apoc. 20:11-15), después de los 1.000 años del reinado de Cristo y el momento en que el Señor haya entregado el reino a Dios el Padre, conservando eternamente su carácter de Jefe y Esposo de la Asamblea. Entonces Dios será todo en todos. Tal es este importante paréntesis de los versículos 20 al 28.

18.5 - El bautismo por los muertos

En el versículo 29, el apóstol retoma el tema interrumpido en el versículo 19. «De otro modo, ¿qué harán los que se bautizan en favor de los muertos, si verdaderamente los muertos no resucitan? ¿Por qué entonces se bautizan por ellos?» Este versículo no ofrece dificultad si se lo relaciona con el versículo 18: mientras unos creyentes se duermen en el Señor, otros entran por el bautismo en el gozo de los privilegios cristianos aquí en esta tierra. Debido a la muerte, algunas personas dejaron las filas, pero Dios tiene cuidado de llenar el vacío para conservar su ejército completo en este mundo. Otros toman el lugar de los que partieron, a fin de que el testimonio colectivo para el Señor continúe. Por mi parte, creo que «los muertos» se refieren a los mártires, como en Apocalipsis 14:13, pero este punto importa poco. Hay un bautismo por los muertos; este bautismo introduce a nuevos convertidos en lugar de los que dejaron el escenario de este mundo, a fin de que el ejército del Señor continúe la lucha hasta Su venida.

El apóstol añade: Si los muertos no resucitan, ¿por qué yo «luché con fieras en Éfeso?» (v. 32 – expresión alegórica como la de «la boca del león», en 2 Tim. 4:17). ¿De qué servirían todas mis tribulaciones? ¿Para qué morir cada día? En tal caso, «comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (v. 32); gocemos del mundo y de la vida, puesto que todo termina con ella. Nosotros también podemos decir: “¿Qué finalidad tienen todas nuestras pruebas si no hay resurrección de los muertos?” Por las pruebas, como el oro probado en crisol, el Señor nos prepara para la gloria. El apóstol no retrocedía ante las aflicciones, antes bien, se gloriaba en ellas. No veía nada mejor en este mundo que sufrir por Cristo. Para él, esto era más y mejor que todas las glorias buscadas por los hombres. Por eso exhorta a los corintios a despertar para vivir justamente, y a no buscar, como solían hacerlo, la compañía del mundo que corrompía su cristianismo y hacía perder, a algunos de ellos, el conocimiento del verdadero carácter de Dios.

18.6 - La resurrección de nuestros cuerpos

Hemos visto que la resurrección de nuestros cuerpos es una verdad muy importante, pues sin ella la resurrección de Cristo tampoco existiría y aún estaríamos en nuestros pecados. Es necesario señalarlo para aquellos que consideran que esta verdad es secundaria. Otras epístolas hablan de la resurrección de nuestras almas: como cristianos, ya la poseemos. Hemos resucitado con Cristo, poseemos en él una vida de resurrección, pero nuestros cuerpos aún no han resucitado. En todo este capítulo 15 se trata únicamente de nuestros cuerpos.

Algunas personas, para satisfacer su intelecto, preguntaban: «¿Cómo son resucitados los muertos?», y «¿Con qué clase de cuerpo vendrán?» (v. 35). El apóstol no responde directamente a estas preguntas –pues la Palabra no tiene por finalidad satisfacer la curiosidad humana– sino que dice: «Insensato» (v. 36). Aquellas preguntas, reflejo de la atmósfera de sabiduría humana que respiraban los corintios, no eran sino locura. Él recuerda lo dicho por el Señor: el grano de trigo, caído a tierra, debe morir para resucitar y llevar fruto (Juan 12:24). Así como era en relación con Cristo, asimismo ocurre con los creyentes en cuanto a la resurrección. Aunque nuestro cuerpo esté enterrado, a semejanza del grano de trigo, resucitaremos como Cristo resucitó. En resurrección, se tratará del mismo grano y, sin embargo, no será el mismo. En lo que nos concierne, es preciso que el grano se descomponga para salir incorruptible de la tumba. No ha sido así con Cristo, el cual no vio corrupción. Se podría objetar: “No es, pues, el mismo grano”, pero el apóstol dice: «Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de ser, sino el grano desnudo, quizá de trigo, o de alguna otra semilla; pero Dios le da el cuerpo que quiere, y a cada semilla su propio cuerpo» (v. 37-38). Al proporcionarnos ejemplos de ello, nos muestra que en la creación animal hay carnes diferentes. Para probarlo, toma las cuatro clases de seres de dicha creación: el hombre, las bestias, las aves y los peces, tal como Dios las menciona en el primer capítulo del Génesis.

Pero, además, si hay en la creación cuerpos terrenales, también hay cuerpos celestiales: el sol, la luna, las estrellas. Todos son gloriosos, pero con glorias diferentes. Así como la creación actual nos enseña estas diferencias, lo mismo será, en resurrección, en la nueva creación. Lo que es sembrado en corrupción resucitará incorruptible; no obstante, nunca «la corrupción hereda la incorrupción» (v. 50). El cuerpo animal (o natural) no es igual que el cuerpo espiritual (v. 44). En el Señor resucitado, quien en todo ocupa el primer lugar, tenemos el ejemplo de un cuerpo espiritual: Él podía atravesar la piedra del sepulcro, entrar estando cerradas las puertas de la habitación en la cual los discípulos estaban reunidos, en un abrir y cerrar de ojos ir de Emaús a Jerusalén, y todo eso con un cuerpo muy real, pues comía, y sus manos y su costado llevaban las marcas de los clavos y de la lanza. Tal como el celestial, tales serán los celestiales (v. 48). Cuando sean semejantes al Señor Jesús, tendrán el mismo cuerpo que él, las primicias, posee, a fin de llevarlo eternamente en la gloria.

18.7 - La venida del Señor

En el versículo 51 pasamos a una verdad muy importante para completar el tema tratado en este capítulo. Esto nos hace pensar en el capítulo 4 de la primera epístola a los Tesalonicenses (v. 13-18), aunque los dos pasajes difieren: Los tesalonicenses no precisaban que el apóstol les desvelara un misterio, pues desde su conversión esperaban al Señor, y la transmutación no era un secreto para ellos. Sin duda, solo conocían imperfectamente todos los detalles referentes a la venida del Señor y por eso el apóstol se esmera en manifestárselos. Esperaban a Jesús, quien debía arrebatarlos vivos junto a él; en cambio, ignoraban que la resurrección de los santos que dormían tendría lugar en la misma venida del Señor y que, en ese instante, en un abrir y cerrar de ojos, los creyentes saldrían de sus sepulcros para ser arrebatados juntamente con ellos, los vivos.

En cambio, los corintios tenían necesidad de ser afirmados en cuanto a la resurrección de los muertos; no conocían aún la transmutación de los vivos, doctrina familiar a los tesalonicenses. El apóstol les enseña que ella estaba ligada indisolublemente a la resurrección.

Esta transformación de los vivos, a la venida de Cristo, era tan real para el apóstol que, aun sabiéndose destinado al martirio, decía: «No todos dormiremos; pero todos seremos cambiados» (v. 51).

Por lo tanto, para tener un cuerpo parecido al cuerpo glorioso del Señor, no es necesario resucitar de entre los muertos, sino que uno puede ser transformado.

Hallamos aquí dos expresiones: «Porque es necesario que esto corruptible revista la incorrupción, y esto mortal revista la inmortalidad» (v. 53). La primera se aplica a los muertos, la segunda a los vivos. Solo los muertos han visto la corrupción; los vivos son mortales. En virtud de la victoria de Cristo, este cuerpo mortal (de los vivos) será cambiado en un cuerpo inmortal y este cuerpo corruptible (de los muertos) entrará en la incorruptibilidad.

«La muerte ha sido sorbida por la victoria» (v. 54). El profeta Isaías, del cual es tomada esta cita, había anunciado: Jehová «destruirá a la muerte para siempre» (Is. 25:8); ahora, por la resurrección de Cristo, dice: «La muerte ha sido sorbida por la victoria». Esto es así, aunque esta palabra no se vea aún cumplida para nosotros. Por eso, el apóstol puede decir: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh hades, tu victoria?» (1 Cor. 15:55). Para representar a la muerte, alude al escorpión con su aguijón, el pecado. La muerte había salido victoriosa contra nosotros y nos dominaba, después de habernos envenenado por medio del pecado. Ahora participamos en la victoria de Cristo, y por esto añade: «Pero gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo» (v. 57). La victoria adquirida por él ha sido para nosotros; la poseemos y es nuestra. Desde la cruz, Satanás es un enemigo vencido; la resurrección lo prueba. ¡La muerte ha sido anulada, el pecado expiado y quitado de la presencia de Dios! ¿Realmente nos damos cuenta de que la victoria es nuestra, que ha sido lograda una vez para siempre en la resurrección, que la muerte ya no puede, por el pecado, precipitarnos al abismo?

Pero, si bien la victoria ha sido alcanzada, aún debemos, como soldados del Señor, guardar nuestras posiciones hasta su venida. Por eso dice: «Estad firmes, inconmovibles» (v. 58). Las almas, fundadas en la victoria de Cristo –al poseer la vida del postrer Adán que es un «espíritu vivificador» (v. 45)– son capaces de permanecer firmes. Pero hemos de estimularnos recíprocamente a abundar «en la obra del Señor siempre», con la certeza de que él toma en cuenta todo lo que se hace para él, y de que «vuestro trabajo no es vano en el Señor» (v. 58). Dios tiene un diario en el cual registra todo lo que se hace para Cristo (véase por ejemplo Rom. 16:1-15), mientras que nada quedará de lo que hayamos hecho para nosotros mismos.

19 - Capítulo 16

El principio del capítulo 16 nos muestra que los estímulos del versículo 58 pueden ponerse en práctica. Pablo daba el ejemplo, y otros también con él. Él abundaba en la obra del Señor; asimismo Timoteo (v. 10); también Estéfanas con toda su casa (v. 15-16). ¡Cuán alentadores son estos ejemplos! Cada uno de nosotros es llamado a trabajar en la obra del Señor y a abundar en ella, sostenido por la seguridad de la victoria que Cristo ha logrado. Pero hay algo que a menudo hace que nuestro trabajo sea estéril: es la falta de amor. Esto se ve en los versículos 13 y 14 de nuestro capítulo:

«Velad; estad firmes en la fe; portaos varonilmente; sed fuertes. Que todas vuestras cosas se hagan con amor».

Es el motor de nuestra actividad exterior –como en el capítulo 13 lo es de nuestra actividad en la asamblea–, el motor de una vida cristiana productiva para Cristo y para Dios. El amor tiene a Cristo por objeto: «Si alguien no ama al Señor, sea anatema» (v. 22). «El Señor viene» y juzgará toda obra cuyo móvil no haya sido el amor hacia él. Entregados a nuestra propia responsabilidad, ¡de qué forma más miserable ponemos esto en práctica! Pero no nos hallamos sin recursos: si la gracia está con nosotros, todo irá bien (v. 23).

Necesitamos la gracia de Dios para poder llevar a cabo la obra del Señor, para mantenernos firmes, para hacer todo con amor. Solamente en ella podemos confiar. Esta gracia nunca nos defraudará, si recurrimos a ella y no a nuestra voluntad o energía natural.

El apóstol termina con estas palabras (v. 24): «Sea mi amor con todos vosotros, en Cristo Jesús». El amor, en el amplio corazón del apóstol, estaba con todos ellos. En esto también les servía de ejemplo. Su amor estaba indistintamente con todos los santos, pues él conocía la grandeza del amor de Cristo por él. ¡Amén!